𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟽
Brookmount, 09 de junio de 1888
Haber empacado una manta de lana junto a su ropa fue una excelente decisión, Theodore se dio cuenta, al descender a la estación de Aberock. La nieve que caía afuera era bruta, gruesa, mucho más violenta que la de Merchant, y los dejaría a ambos congelados antes mismo que llegaran al hotel.
Para evitar aquel cruel destino, puso todo su equipaje sobre una banca y abrió su baúl, sacando la frazada lo más rápido que pudo. Mientras, Jane tomó la valiente decisión de caminar hacia la boletería y revisar la temperatura en el termómetro que colgaba de su fachada —una herramienta estándar en todas las estaciones de trenes del país—. Aquella mañana, hacían exactamente -20 °C. Con razón sentían tanto frío. Al ver el número, ella volvió corriendo al lado del periodista, temblando hasta los huesos. Le contó sobre su descubrimiento e insistió en que tenían que subirse a un carruaje luego. Él se rio de su expresión de disgusto y la cubrió con la manta, frotando sus brazos para que entrara en calor.
Por suerte, no se demoraron mucho en su trayecto al hotel. Lograron subirse a un carruaje y trasladarse al pequeño edificio en menos de quince minutos. Al llegar, exhaustos, dejaron sus pertenencias apiladas en un rincón de la habitación que arrendaron y colapsaron sobre la cama. Durmieron por horas, hasta recomponer sus energías, y se levantaron alrededor del mediodía. Organizaron sus posesiones antes de salir a la calle —donde la nieve aún caía, con menos intensidad— y se compraron un paraguas, grande lo suficiente para los dos.
Luego almorzaron en el King's Palace – o "Palacio del Rey"—, un restaurant al que siempre visitaban cuando estaban en la ciudad y después de alimentados, se fueron a pasear en un parque cercano, aprovechando que la nevada había cesado y que ya podían caminar sin la protección de su paraguas.
—¿A qué horas le dijiste a Florence que iríamos a buscar a Caroline?
—A las tres y media, aún tenemos tiempo que gastar —él respondió, sonriendo—. ¿Cómo te sientes?
—Feliz. Al fin mi hija estará a mi lado. Estoy muy, pero muy feliz... no tienes idea.
—De hecho, lo tengo... Saber que eres feliz me hace feliz también —Detuvo sus pasos, volteando su cuerpo hacia ella—. Jane... Mereces tener paz y estar junto a Caroline por todos los años que te restan. No exagero cuando digo que eres una de las madres más dedicadas que he visto en mi vida. Debes ser reconocida como tal y mereces un lugar seguro donde criar y educar a tu hija... Y es por eso que te tengo un regalo —Sacó del bolsillo de su abrigo un documento, al que había estado escondiendo desde el inicio de su viaje. Era una escritura pública de propiedad, que indicaba a la actriz como la dueña de una casa de 65 metros cuadrados, ubicada apenas a una calle de distancia del lago Colburgue—. Sé que la residencia es un poco pequeña, pero tiene suficiente espacio para que tú y Carol puedan vivir cómodamente, en un barrio más tranquilo, donde Albert no podrá encontrarlas y donde mi ayuda estará disponible siempre que la necesiten.
La mujer se quedó sin palabras por varios minutos. Cuando al fin logró hablar, su asombro fue acompañado por una indescriptible y grata ternura.
—¿Me c-compraste una casa?
—Necesitas salir de tu actual departamento en la calle Cochrane, es terrible...
—¡Theodore!
—No te enojes conmigo, por favor, yo...
El periodista no logró seguir explicándose. Ella lo jaló hacia un beso desesperado, pasional, que —aunque con toda su fuerza y genuinidad— no lograba demostrar el infinito tamaño de su aprecio.
—¡Gracias! —Sonrió, entre lágrimas, con un cariño tan grande que él también se sintió conmovido—. No sé... No sé qué decir...
—No necesitas decir nada, ni agradecerme. Quiero que ustedes dos vivan la mejor vida posible; son parte de mi familia.
—Eres un enviado de Dios...
—No... tú lo eres. Has hecho más cosas por mí de lo que crees. Me has demostrado más fidelidad y compromiso que mi propia esposa. Y Jane... yo te amo. Para siempre. Quiero que seas feliz —aseguró, levantando una mano para limpiar sus mejillas—. Y es por eso... que te tengo otra sorpresa más.
—Theo... —ella repitió su nombre como si estuviera pidiendo clemencia y él se rio, apuntando con su cabeza hacia el horizonte.
En una banca lejana, sentadas bajo las ramas secas de un viejo castaño, divisó la silueta de su cuñada, cubierta con una frazada azulada. A su lado, estaba su hija.
—¡CAROLINE! —Jane gritó y corrió hacia la chica, que al verla se levantó disparada, lanzándose a sus brazos sin dudar.
El señor Gauvain, carcajeando con jubilosa satisfacción, caminó hacia el par con apuro, derramando sus propias lágrimas en el proceso.
—¡Teddy! —La joven se entusiasmó al verlo, apartándose de su madre para abrazarlo también.
Él no se negó en sostenerla, ni en agacharse para conversar con ella. Todo mientras su tía paterna, Florence, permanecía sentada en el mismo lugar, observando la interacción del trío con una sonrisa disimulada.
—¡Estás tan grande! —el hombre exclamó, con un orgullo que reservaba apenas para sus hijos. —Te estás convirtiendo en toda una señorita...
—Una hermosa señorita —Jane añadió, acariciando su rostro.
La chica no reclamó; parecía extrañar su presencia tanto como su madre extrañaba la suya.
Queriendo darles a las dos un momento a solas, Theodore le entregó su paraguas a su amante, se levantó del suelo y caminó hacia Florence. Luego de saludarla con cordialidad, él le agradeció profundamente su dedicación hacia su sobrina con una generosa suma, insistiendo en pagar por todos los gastos de la chica que Albert no había cubierto. Él esperaba que, al hacerlo esto, sería capaz de estabilizar la situación financiera de los Durand de una vez por todas, evitándole problemas a Janeth en el futuro.
Por su parte, Florence —quien parecía ser una persona mucho más racional y madura que su hermano—, lo hizo prometer que le escribiría cartas todos los meses, informando sobre los avances en la vida de Caroline, manteniéndola actualizada sobre su crecimiento, salud, estudios, etcétera. Al contrario de Albert, demostraba realmente importarse por la chica —algo que lo dejó aliviado—. Saber que ella tenía más de un pariente que la quería, y que la cuidaría si alguna tragedia ocurriera, le quitó al periodista cierto peso de los hombros.
—¿Estas son todas sus pertenencias? ¿O aún restan cosas en su casa?
—No, me temo que esto es todo; el dinero de la pensión no alcanzaba para más —la mujer se limitó en decir—. Casi todo lo que Caroline tiene fue dado por mí, por usted, o por la señora Durand. Su padre no contribuyó mucho.
—Entiendo —Theodore respondió, tragándose su irritación.
—Al menos su equipaje es liviano. Eso debe disminuir un poco el precio del viaje.
Si aquella afirmación fue dicha con la intención de tranquilizarlo, no logró determinar. Molesto, pero indispuesto a ocasionar una discusión innecesaria con una dama que no había hecho más que el bien, decidió quedarse quieto y asentir, recogiendo el ligero baúl. Se despidió de la mujer inclinando su sombrero y regresó al lado de Jane, ya con él enderezado.
—¿Listas?
—Sí... Caroline, dile adiós a la tía Florence. Ya nos vamos —la actriz le indicó a su hija, enderezando su postura. Mientras la chica se acercaba a su antigua guardiana y la abrazaba, conforme lo ordenado, Jane intercambió miradas con Theodore, percibiendo de inmediato la irritabilidad que intentaba ocultar.
Qué había pasado para que estuviera así de indignado, halló mejor no cuestionar. Caroline volvió al lado de ambos tan rápido como se había ido, claramente entusiasmada en pasar más tiempo con ellos. Sin cuestionarse, los tomó de la mano, dándole un apretón cariñoso a sus palmas. Cualquier malhumor o pensamiento negativo que tuvieran se disipó en aquel exacto instante. Comenzaron a caminar por el parque juntos y se alejaron de Florence, dejando no tan solo a la mujer, como al pasado que representaba, atrás.
—¡Se me olvidó por completo preguntar! —el señor Gauvain exclamó de pronto, sobresaltando a sus acompañantes—. ¿Ya almorzaste, Carol?
—Comí una sopa de vegetales antes de salir.
Él fingió contemplar su respuesta con atención, asintiendo lentamente.
—Jane... —Al ver su expresión juguetona, su amada supo que tramaba algo—. Hace bastante frío, ¿no crees?
—Sí, lo hace. ¿Por qué?
—Bueno... —Le guiñó un ojo—. Solo me parece ser un buen día para tomar un chocolate caliente en el King's Palace...
—¡¿Chocolate caliente?! —La joven alzó sus cejas.
—¿Quieres una taza?
—¡Sí!... —dijo, antes de forzarse a esconder su fogosidad—. Pero... no tengo como pagar...
Theodore volvió a levantar la mirada hacia la madre de la chica, percibiendo que su tristeza y preocupación eran compartidas.
—No necesitas pensar en eso nunca más —él juró, con absoluta seriedad—. Yo me encargaré de todo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —la oyó murmurar, sin mucha fe en sus palabras.
Su tono desilusionado y receloso era el mismo que él había empleado en los años remotos de su infancia, en los días marcados por el hambre, por la enfermedad y la miseria. Reconocerlo, luego de tanto tiempo sin oírlo, en una voz que debería ser inocente, liviana y completamente libre de preocupaciones, lo destrozó. Luchó por no caer en llantos ahí mismo. Luchó para no derrumbarse sobre sus rodillas y rugirle al universo como una bestia enfurecida.
No entendía por qué, luego de décadas de progreso, de avance moral y tecnológico, tantos niños aún eran forzados a vivir su juventud en constante miedo del mañana, en continua desconfianza del presente, siendo obligados a enterrar su pasado cuando adultos. Sabía que algunos hombres eran egoístas e imprudentes, pero ¿Sería su crueldad innata? ¿Sería su insensibilidad inalterable? ¿Cómo no podían hacerse cargo de una vida que ellos mismo ayudaron a crear? ¿Y cómo tenían el valor de deshacerse de su responsabilidad con tanta facilidad? ¿De lavarse las manos y dejar a las mujeres que amaron atrás, enterradas en el fango, sin siquiera pensar en auxiliarlas? Como padre, no entendía sus motivos. Como compañero del mismo sexo, los repudiaba.
Por eso mismo, haría todo lo que estuviera a su alcance para proteger a Caroline de la indiferencia de Albert. No dejaría que le faltara nada, fuera material o espiritual. No permitiría que su presencia fugaz y oportunista se aprovechara de ella, de cualquier manera. E intentaría, hasta su último aliento, restaurar sus esperanzas, su capacidad de soñar.
Cuando regresaron al hotel, Jane y su hija colapsaron sobre la cama. Abrazadas, se quedaron dormidas apenas tocaron el colchón, y Theodore —pese a su cansancio— no tuvo el coraje de separarlas. Encariñado por la escena, las cubrió con las mantas que descansaban a sus pies, agarró la frazada que había traído en su baúl y se acurrucó sobre el sillón cercano a la ventana. Apoyó su cabeza en la pared, cerró los ojos y cayó inconsciente, sin mucho esfuerzo. Se despertó alrededor de las nueve de la noche, cuando alguien sacudió su hombro.
—¿Qué? —Asustado y aletargado, miró alrededor.
—Tranquilo, solo soy yo —su amada murmuró, corriendo una mano por su salvaje cabello—. Yo y Carol bajaremos a cenar... ¿vienes?
—Sí —Se enderezó sobre el sillón.
Mientras dormía, sus acompañantes se habían cambiado de ropa. Él, aún vestido con el mismo atuendo del día anterior, decidió hacer lo mismo. Revolvió su equipaje en silencio, aún somnoliento, y recogió el traje más refinado que tenía, queriendo lucir tan elegante como ellas. Se fue al baño y se lavó el rostro, quitándose un poco de su sueño. También peinó su cabello con cera, aparó la barba —algo que no hacía a días, estando tan ocupado— y se vistió. Cuando regresó a la habitación, listo para la noche, ambas lo ojearon con la misma expresión fascinada.
—¿Qué?
—Nada —dijo Jane, sonrojada.
—¡Su corbata es preciosa! —su hija respondió en su lugar, acercándosele para mirar la tela—. ¿Eso es de oro? —Apuntó al pisacorbatas, impresionada por su brillo.
—Sí, lo es. Fue un regalo que recibí de una amiga —Prefirió no llamar a Helen de "esposa", queriendo evitar confundir a la joven—. Me lo dio para mi cumpleaños. ¿Qué crees? ¿Combina bien con mi atuendo?
—¡Sí!... Es muy bonito. Dígale a su amiga que tiene muy buen gusto.
—Se lo diré... gracias —Él le sonrió a Carol, mirando luego a su amante—. ¿Vamos?
—Claro —Ella recogió su bolso y puso su mano sobre la espalda de la chica—. A cenar se ha dicho.
La cena fue un festín. Theodore quiso pagar por todo, pero Jane no lo dejó. Había estado juntando todo el dinero que podía para su reencuentro con su hija y tenía planeado hacer buen uso de él. Además, no quería aprovecharse de la generosidad de su compañero; ya había hecho suficiente por las dos. Podría haberse hecho rico con los ingresos de la Gaceta, pero no era soltero y tenía una familia a la que sustentar. Apreciaba su buen corazón y lo admiraba por su dulzura, pero sabía que a veces le costaba controlar sus impulsos caritativos.
Pese a esta disputa por quién pagaba qué —y la determinación de Jane de ignorar los contrargumentos de Theodore— los tres habían pasado una excelente velada juntos.
Después de comer, se fueron de paseo por las calles de la ciudad. El periodista aprovechó para comprar los bombones que les había prometido a sus hijos, los regalices negros de su yerno, las trufas al ron de su esposa y unos buñuelos de canela y miel para él y las damas que lo acompañaban. Volvieron al hotel comiendo, mientras la nieve caía y el viento rugía a su alrededor. Ya adentro prendieron la chimenea, se acomodaron en la cama y hablaron hasta que Caroline se volviera a quedar dormida, con una larga sonrisa en el rostro.
Con un exhalo cansado, Theodore entonces le hizo una seña a Jane y apuntó hacia el baño, queriendo un poco de privacidad para conversar. Dejaron la puerta entreabierta, en caso de que ella necesitara algo, pero mantuvieron el volumen de sus voces bajo, no queriendo incomodar su descanso.
—... No tuve una infancia agradable —él le confesó, luego de algunos minutos de charla. Habían estado discutiendo el comentario de Caroline sobre su falta de dinero y el señor Gauvain pensó que esta era la hora correcta de contarle toda la verdad sobre sus orígenes a Jane—. Como te conté en el tren, mi padre nos dejó, a mí y a mis hermanos, cuando yo tenía seis... Fui el único que recibió una educación completa. Me volví profesor más por necesidad que por gusto; quería escapar de mi vida miserable y aquella fue la única manera que encontré de hacerlo. El dinero del trabajo era poco, pero me ayudó a mantenerme a flote... y después que le enseñé a Raoul y Bernard como leer y escribir, ellos lograron encontrar trabajos más seguros, de mayor sueldo, y la situación se puso un poco más liviana para todos.
—Pero, aun así, era difícil...
—Sí... Muy difícil —concordó, sin mirarla—. Supongo que el inicio de mi adultez fue soportable, pero... Mi infancia y juventud fueron terribles.
—¿Cuán terribles? —ella decidió indagar, con una voz suave.
Reuniendo todo su coraje, Theodore abrió la manga de su camisa y la enrolló hasta el codo.
—Este es uno de los muchos recuerdos que tengo de mi antiguo vecindario... Debería darte una idea de cómo era el ambiente donde viví —apuntó a la larga cicatriz que cruzaba du antebrazo—. Tenía catorce años. Estaba regresando de la escuela y ya casi llegaba a casa —respiró hondo—, cuando al llegar a la esquina de mi calle, fui detenido por un grupo de soldados ingleses... Me confundieron con otro chico, de más o menos la misma edad, que les debía dinero... Intenté decirles que yo no era a quienes buscaban, pero ellos no se importaron... Me partieron al medio, literalmente. Por suerte, Raoul me escuchó gritar y salió corriendo a salvarme. Los vecinos también lo hicieron y lo ayudaron a espantar a los oficiales. La golpiza salió impune, pero al menos no morí.
—Dios...
—Y esa no fue la única vez que me pegaron por solo vivir por allí... solo fue la más memorable, supongo —Sacudió la cabeza, apartándose de esos recuerdos. Al fin atrevió a mirar a su amante, percibiendo su expresión recelosa—. Si me quieres preguntar algo, puedes hacerlo.
—No te quiero ofender...
—No lo harás. —reaseguró.
—Pues... ¿Qué hay de las cicatrices que tienes en tu rostro? ¿Cómo llegaron ahí?
—Ah... algunas fueron hechas ese día, algunas en días similares. Pero la gran mayoría, fueron productos de las enfermedades que tuve cuando niño.
—¿Enfermedades? —Jane curvó las cejas, sorprendida por la nueva información—. ¿Varicela o viruela?
—Las dos.
—¿Qué? ¿Sobreviviste a ambas?
—Por milagro —concordó, melancólico—. Casi todos mis amigos y vecinos las tuvieron... y muchos murieron.
—Amor... cómo lo siento.
Él volvió a sacudir la cabeza.
—Está en el pasado —Sus lágrimas lo contradijeron—. También tuve escarlatina, el año siguiente... y volví a perder a muchos amigos en esa epidemia.
—¿Escarlatina también? ¿Hay algo que no tuviste?
—¿Tuberculosis? —intentó bromear y ella le respondió con una expresión de reproche—. Sarampión. Fue la única de la que me salvé.
—Huh.
—¿Qué?
—Esa es la única que yo tuve —Jane sonrió por un segundo y lo tomó de la mano—. De verdad lamento que hayas tenido que pasar por todo esto, siendo tan pequeño...
—Al menos me hizo más fuerte —Llevó su palma hacia sus labios, besándola. Siguieron hablando más sobre su niñez, hasta que de pronto, Theodore se recordó de algo que debía decirle con urgencia a la dama—. Mi amor...
—¿Qué?
—Mañana no estaré aquí por algunas horas —Intentó ser delicado con la información que estaba punto de entregarle—. Si quieres, te puedo dejar el dinero de tu pasaje y el de Caroline antes de irme... si piensas que es más seguro...
—¿Ir?... ¿A dónde te vas?
—La familia de mi hermano, Bernard... se enfermó —Le dio la noticia, observando su reacción de cerca. Su semblante fue de confundido, a apenado, a aprensivo en cuestión de segundos—. Su esposa e hijos tienen escarlatina. Como tú y Caroline no la han tenido, prefiero mantenerme alejado de las dos por un tiempo. No quiero que se enfermen.
—¡Pero tú te puedes contagiar!
—Es menos probable que me pase, que a ustedes.
—Theodore, no te dejaré atrás... —Presintiendo que él la iba a interrumpir, alzó un dedo al aire—. Mañana cuando regreses, tendré la tina llena de agua. Así que llegues quiero que te quites la ropa, la laves, y que luego te bañes. Así no contaminas nada.
—¿Y eso resultará?
—La otra alternativa es quemar todas tus posesiones, como las enfermeras lo hacen en el hospital de Casterbury...
—Si es por la salud de las dos, no me incomodaría hacerlo.
—Theo...
—Hablo en serio —resaltó—. Me visto con las ropas más viejas que tenga en el baúl y cuando regrese las quemamos.
—¿Y tu abrigo?
—A él lo podemos lavar —contestó luego de una corta consideración—. Admitiré que fue bastante caro.
—Okay —concordó—. Pero cuando llegues, te darás un baño.
—¿Por qué esa insistencia?
—Una vecina mía, la señora Karen... ella era hija de una tribu de indígenas Dhaoríes —mencionó a los antiguos nativos de los bosques de Merchant, que ahora vivían en una isla al sur de la ciudad—, y me contó su secreto para que ninguno de sus doce hijos muriera en esas epidemias.
—¿Baños?
—Limpieza —resaltó—. Les preparaba una concocción de agua hervida, rudas, anís, tomillo y equináceas, y hacía que se lavaran todo el cuerpo con ellas. Le funcionó, por años. Si vas a ir a una casa llena de gente enferma, cuando llegues te tienes que asear. Los médicos de ese entonces le dijeron que era una superstición, pero desde entonces han reconsiderado esa idea. Saben que funciona, solo no quieren admitirlo.
—De acuerdo... te haré caso —Suspiró —. Pero, aun así, estaría más tranquilo si ustedes se fueran antes... No quiero arriesgar su salud.
—Nos iremos todos juntos —Jane insistió, besando su mejilla—. Las dos estaremos bien.
—¿Segura?
—Segurísima.
Él concordó, aunque contrariado. No quería poner a más seres queridos en peligro, pero tampoco quería iniciar otra discusión con Jane. En el momento, ninguno de los dos tenía suficiente resistencia y fuerza emocional para ello.
—Hey —ella llamó su atención—. Todo estará bien.
—Ojalá, mi amor —la abrazó—. Ojalá.
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Brookmount, 10 de junio de 1888
Cruzar las montañas de nieve y pasto congelado fue extremadamente fácil para Theodore, comparado con ver a su hermano tan decaído y melancólico. Al abrir la puerta de su propiedad vestido apenas con su piyama y una bata de noche, con la barba llegándole al pecho y profundas ojeras hundiendo sus enrojecidos ojos, Bernard le dejó claro al periodista la real fragilidad de su estado mental. Sin decirle una sola palabra, el forastero dio un paso adelante y lo atrapó en un abrazo apretado, preocupado. Al separarse, levantó una de sus manos al aire, mostrándole un canasto lleno de vegetales y frutas que había traído como regalo.
—No necesitabas...
—No reclames, solo acepta —El menor de los Gauvain se negó en oírlo, caminando hacia la sala de estar mientras su anfitrión cerraba la puerta. Dejó el canasto sobre la alargada mesa de madera que existía en el centro del humilde recinto, cuyo frío aíre lo tomó de sorpresa—. ¿Y el sofá? —preguntó, ojeando sus alrededores.
Bernard cruzó sus brazos, cabizbajo.
—Tuvimos que venderlo... para pagar el tratamiento de Herbert.
—Deberías haberme escrito antes —lo reprochó—. Te hubiera enviado más dinero.
—No quiero pedirte más de lo que ya has hecho por nosotros...
—Ya te dije que no me incomoda —Theodore resaltó—. Te quiero ayudar. Trabajaste como un condenado para que yo pudiera tener una educación, te lo debo.
—No me debes nada...
El periodista sacudió la cabeza, inconformado.
—Ya no soy pobre. Soy el dueño del tercer mayor periódico del país y unos de los más reconocidos de Merchant —Apoyó ambas manos en su cintura—. Déjame ayudarte...
—¡No soy un caso de caridad! —Bernard explotó.
—¡Sé que no lo eres!
—¡Entonces deja de tratarte como uno!
—¡Perdón por no querer que tú y tu familia mueran de hambre! —No soportó su frustración—. ¡No te estoy ofreciendo mi ayuda porque quiero creerme superior a ti y lo sabes!... ¡Lo hago porque SOY RICO!... ¡Y porque darte un préstamo para que puedas levantarte del suelo no me hará ningún daño!...
—Esto es humillante.
—No tiene por qué serlo —Theodore lo confrontó—. Dejé doscientas libras en la canasta, junto a tres tónicos para la tos y jarabes para la garganta.
—No puedo aceptarlo.
—No es cosa de poder o no, debes hacerlo —Se acercó a él—. Tu familia está en peligro. Tu casa, está en peligro. Hasta que encuentres un trabajo nuevo y puedas retomar las riendas de tu vida, yo estoy a cargo de todo.
—Pero el tratamiento de Raoul...
—Raoul seguirá internado en el hospital de Val-de-Rose, como lo ha estado a diez años.
—Es un manicomio, Theodore, llámalo por su nombre.
—Él seguirá allá —Ignoró su ofensa, asintiendo con tristeza—. Y si no logras conseguir un nuevo empleo en un mes, tú vendrás a vivir conmigo a Merchant. Trabajarás en la Gaceta, te ayudaré a conseguir una casa...
—¿Siquiera tengo opción?
—No —fue realista—. De la manera en la que estás viviendo, no lo harás por mucho tiempo... Y sabes que aquí en Brookmount no saldrás de la pobreza nunca. No puedo dejar que eso pase.
—¿En qué momento tú te volviste el hermano mayor?
El periodista puso una mano sobre su hombro y le dio un apretón.
—Solo hago lo que ustedes dos harían por mí, si la situación fuera al revés.
—Gracias —Bernard al fin dijo, en voz baja, genuinamente derrotado.
Theodore miró hacia las escaleras.
—¿Puedo ir a ver a los niños? También les traje algunos regalos.
—Claro, desde que mantengas tu distancia.
—Y ¿por qué?
—El doctor Hackman me recomendó que nadie se acerque a ninguno de ellos sin tener una necesidad urgente de hacerlo.
—¿Es esto por el contagio? —El periodista inclinó su cabeza, incrédulo—. Bernie, sabes que yo ya tuve escarlatina antes, estaré bien.
—Tengo vecinos que han muerto y que también la habían tenido con jóvenes. Solo hazme caso.
—Esto no hace sentido —Apoyó ambas manos en su cintura—. Si ahora la escarlatina se contagia hasta entre las personas que la han tenido, tú deberías estar igual de enfermo que Régine, que Harold, que Herbert. No deberías tener inmunidad alguna.
—No sé explicarte por qué aún no me he enfermado, es cierto. Pero tengo la convicción de que Dios me está protegiendo para que pueda seguir cuidando a mi familia. Aun así, no me voy a aprovechar de su bondad. Por lo que te ruego, no te acerques a ninguno de ellos... No quiero verte enfermo.
—Bernie...
—Sé que los amas tanto cuanto yo —lo tranquilizó, con una expresión entristecida—. Pero tendrás otras oportunidades para abrazarlos y jugar con ellos. Por ahora, protege tu salud. Harry y Herb lo entenderán.
—De acuerdo —Theodore dijo, contra su voluntad—. Me quedaré lo más lejos que pueda.
—Bien... Mientras los visitas, iré a hablar con Régine, para avisarle que llegaste.
El periodista asintió, dejando que su hermano subiera las escaleras antes que él. Mientras lo seguía, hundió su mano en el bolsillo izquierdo de su abrigo y sacó de ahí el puñado de soldados de plomo que había comprado antes de llegar. Eran diminutas réplicas de los oficiales de la guerra de independencia, pintados a mano. Con un suspiro valiente, caminó hacia la habitación de sus sobrinos a entregárselos.
—Chicos... —Golpeó la puerta, anunciando su presencia.
El ambiente en el que los niños vivían era pequeño, pero más cálido que la sala. La única ventana que poseía estaba por completo empañada y dejaba entrar una luz grisácea, serena. Iluminados por ella, estaban los dos hermanos, Harold —sentado sobre su cama, dibujando garabatos incomprensibles en un pedazo de papel— y Herbert —acostado, con los ojos abiertos, encogido bajo una gruesa manta de lana—.
—¡Tío Theo! —el más dispuesto exclamó, sin levantarse.
—Hola, Harry... —Se apoyó contra el marco de la puerta.
El niño se volteó hacia la cama de su enfermizo hermano y le dio una sacudida al hombro.
—¡Herb!... ¡El tío Theo llegó!
—Ah... hola tío.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó, luchando contra sus ganas de sentarse a su lado y acariciar su cabello.
—Cansado... con sueño.
—Es terrible tener escarlatina, lo sé... Yo también la tuve, cuando era pequeño. Entiendo su malestar y su aburrimiento. Y es por eso... —Movió su mano y dejó los soldados de juguete sobre la cama de Harold—. Que les traje esto... Para que se entretengan un poco mientras no puedan salir.
—¡Son de plomo! —El niño en cuestión observó una de las miniaturas, asombrado—. Solo teníamos de madera... ¡Gracias tío!
—Gracias —Herbert dijo a continuación, aún sin levantarse.
Theodore le dio una sonrisa preocupada y movió la cabeza.
—De nada —Justo al terminar de hablar, Bernard reapareció tras su espalda.
—Régine ya está vestida.
—Iré a hablar con ella entonces... —El periodista miró a su hermano, luego a sus sobrinos—. Volveré en un minuto, chicos.
—Lo esperamos —Harry afirmó, contento por los nuevos juguetes.
Con el permiso del trío, Theodore se volteó y caminó hacia la habitación principal de la casa. Al entrar, se deparó con una escena aún más lamentable que la anterior; su cuñada, de espaldas sobre la cama, enterrada por mantas y almohadas, temblaba de frío. Régine tenía los ojos cerrados, brazos cruzados y las mejillas hinchadas, rojas como fresas recién cosechadas. Su cabello dorado —usualmente recogido y bien peinado—, se hallaba esparcido por sus alrededores en olas, encuadrando su enfermizo rostro, exangüe y sudoroso.
Su apariencia decaída le recordó a Theodore de días de su juventud que preferiría olvidar, y de dolores que no deseaba volver a sentir en aquella vida. También logró aumentar su compasión por aquella pobre alma, obligándolo a desobedecer a Bernard y acercársele.
—¿Rég? —murmuró, no queriendo arruinar su paz.
—Teddy —Ella sonrió al oír su voz y abrió los párpados de a poco para mirarlo—. ¿Qué haces aquí?
—Los vine a visitar, pues claro —Se sentó al lado de sus piernas—. No podía quedarme en Merchant sabiendo que ustedes no estaban bien.
—Gracias por haber venido... pero no deberías haberlo hecho. No quiero que tu familia se enferme.
—Me quedaré por aquí algunos días, para asegurarme de que no esté contagiado. Solo entonces regresaré. No te preocupes por eso, solo concéntrate en mejorarte luego... Laurie extraña jugar con sus primos y Helen se muere por enseñarte las remodelaciones que le ha hecho a la cocina y a la sala. Se compró un par de sillones nuevos y los ama tanto que ni siquiera me permite sentarme en ellos. Dice que "estropearé el forro" —Giró los ojos, divirtiéndola.
—Los iré a ver así que tenga fuerzas para hacerlo, lo prometo. Ya estoy mejorando, hace algunos días apenas lograba hablar.
—Lo entiendo... Es lo que le dije a los niños, yo ya tuve esto. Sé cómo es horrible.
—Bernie me contó al respecto... —Ella hizo una mueca preocupada—. En ese entonces pensó que no lograrías recuperarte.
—Y lo hice —Asintió—. Gracias al apoyo de mi familia, lo hice. Y es por eso que estoy aquí. Quiero ayudarlos de toda manera que sea posible. Traje verduras, frutas, vegetales, algunos jarabes para la tos... y en un rato más iré a comprar carbón; esta casa está un hielo, merecen un aire más cálido.
—De verdad eres un ángel.
—Me halagas, pero no lo soy —repitió lo mismo que le había dicho a Jane, horas antes. —Solo los quiero ayudar, de corazón.
—Lo sé... Si algo nunca has sido, es tacaño. Prejuicioso, egocéntrico y orgulloso, sin duda, pero no tacaño —Ambos se rieron. —Pero... ¿Helen sabe que estás aquí y que estás haciendo todo esto?
—¿Tú qué crees?
—No le contaste cuánto dinero estás gastando.
—Ella se volvería loca si lo supiera —Sacudió la cabeza—. Pero otra vez, no te preocupes. Yo siempre tengo ahorros guardados, en caso de que los necesite para alguna emergencia. Solo estoy usando una pequeña parte de ellos —mintió, teniendo plena consciencia de que había gastado todo su dinero extra. No era como si le importara; sabía que en menos de dos semanas lo recuperaría por completo.
—Siento que decirte un simple "gracias" no es suficiente. No sé cómo agradecerte por todo esto.
—Existe una manera —aprovechó la oportunidad para contarle sobre su propuesta—. Convence a Bernie que venga a trabajar conmigo en Merchant.
—¿Le ofreciste un empleo? —A su costado, él volvió a asentir—. ¿Y Bernard no lo aceptó?
—Se niega a hacerlo... dice que no se quiere aprovechar de mi buena voluntad —Mantuvo su voz baja, no queriendo que su hermano lo escuchara desde el otro lado de la pared—. Pero en verdad, no me importaría si lo hiciera... Es gracias a él que tengo una educación, un negocio, una vida... solo quiero retribuirle todo lo que ha hecho por mí.
—Comprendo —ella afirmó, aún sorprendida con la actitud de su marido—. Hablaré con él... Y lo intentaré convencer a que acepte la propuesta.
—Es lo único que pido —Suspiró, aliviado, entregándole una sonrisa amable—. Eso y que te recuperes pronto, aunque la segunda es más una exigencia que petición.
Ambos se rieron y él se levantó, ojeando la puerta por un segundo antes de acercarse a la dama y plantarle un beso en la tez. Ella —quien ya conocía la delicadeza de sus labios desde su juventud— no ofreció ninguna resistencia a su gesto. Como una paloma que vive de migas de pan para sobrevivir, Régine se contentaba con lo poco que tenía.
El caso que ambos habían tenido antes de que él se casara con Helen —si es que siquiera podrían llamar al conjunto de manoseos indecorosos que compartieron así— había sido corto, basado más en deseo que en amor. Él era un muchacho apuesto, que había perdido los mejores días de su adolescencia para la miseria, que quería recuperar el tiempo perdido y seducir a todas las doncellas que conociera. Ella, una joven de familia conservadora, católica, que se había enamorado del propio diablo descrito en las páginas de su biblia. Él quería explorar su sexualidad, ella quería hacerle el amor. Pero, por casualidades de la vida cotidiana, nunca habían llegado a este punto. Theodore determinó que lo que sentía por ella no era más que un "afecto platónico" y Régine determinó que nunca le compartiría sus verdaderos sentimientos sobre él.
Eventualmente conoció a Bernard —cuyo parecido al periodista era notorio— y se acomodó en su lado, volviéndose su esposa, engendrando sus hijos. Pero, aunque entregara su cuerpo todas las noches a aquel hombre y aunque genuinamente lo amara, ella sabía que su corazón siempre le pertenecería a Theodore.
—¿Rég? —Él la despertó de su trance.
—¿Hm?
—Dije que iré abajo, a preparar una sopa que mi madre solía hacer cuando me enfermaba. —Theodore se alejó y dio unos pasos hacia la puerta—. Se llama Garbure*. Es bien fácil de digerir y espero que te dé un poco de vigor.
—Te agradezco, solo intenta no incendiar mi casa, por favor —la rubia bromeó, entrecerrando los ojos—. Puede ser pequeña, pero es la única que tengo.
—No hago ninguna promesa —el invitado le dijo, sonriendo, antes de volver a la habitación de sus sobrinos y dejarla a solas con sus pensamientos.
Harry se había trasladado de la cama al suelo, para jugar con sus nuevos soldados de plomo. Herbert seguía en su cama, demasiado cansado como para moverse. Y Bernard estaba sentado al lado de sus piernas, acariciando la mano del último.
—He vuelto —Theodore llamó la atención de todos—. ¿Tienen hambre?
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Luego de pasar un puñado de horas en la residencia de su hermano, ayudándolo a ordenar todas las habitaciones, barrer el piso, encender la chimenea, alimentar a su familia y lavar toda la ropa sucia acumulada, el señor Gauvain caminó hacia la casa de postas más cercana y arrendó un carruaje, regresando al hotel donde se hospedaba con apuro. Apenas golpeó la puerta de su habitación y Jane lo recibió, apuntando a al baño.
—Te dejé una cubeta con agua, una tabla de lavar y barra de jabón nueva allá adentro para que limpies tu abrigo. También una cubeta vacía y fósforos, como lo pediste.
—De acuerdo...
—Y te había calentado el agua de la bañera, pero te demoraste más de lo usual en llegar, así que creo que ya está tibia.
—Está bien, no me molesta bañarme con agua tibia.
—¿Seguro?
—Sí.
—De acuerdo —Ella cruzó los brazos—. Ah, tu ropa nueva y tus pantuflas también ya están allá.
—Gracias —Él se quitó los zapatos y los dejó al lado de la entrada.
Sin acercarse a su amada para evitar contaminarla, le guiñó un ojo y caminó en línea recta hacia el baño. Cerró la puerta, se quitó las pertenencias de valor de encima y se desvistió haciendo todo lo demandado sin reclamos o cuestionamientos. No quería enfermarla, mucho menos a su hija; tomaría todas las precauciones que pudiera, sin importar cuan supersticiosas parecieran, para que esto no sucediera.
Tal como la actriz lo había supuesto, su baño no había enfriado del todo, pero al haber regresado del gélido clima de la calle, Theodore no logró reprimir los escalofríos que sacudieron su esqueleto al hundirse en el agua. Tensó su mandíbula —no queriendo que sus dientes chocaran— y mojó su cabeza, forzando a su cuerpo a adaptarse al súbito cambio de temperatura. Se enjabonó lo más que pudo y se frotó la piel con entusiasmo, limpiando todos los centímetros de sus muslos con fuerza y brusquedad. Luego, se quedó sentado en aquel lago de espuma y especias como un pedazo de pollo flotando en una sopa, dejándose impregnar con los olores de aquel extraño brebaje mientras se aclimataba.
Al volver a levantarse, se cubrió el cuerpo con una bata y jaló la cadena del tapón, vaciando la bañera. Luego la llenó de nuevo con el agua fría de la cubeta, lanzó su abrigo adentro y recogió la tabla de lavar. Con la misma dedicación con la que se había aseado, se dispuso a remojar la prenda, sacudiéndola, fregándola y torciéndola hasta casi estropearla. En algún momento agarró el jabón y la ahogó en burbujas, hasta encontrarse convencido de haber hecho un buen trabajo limpiándola.
Con el trabajo terminado volvió a vaciar la tina, se cambió la bata que usaba por ropas más decentes y escondió sus pies en sus pantuflas. Traspasó las otras ropas sucias a la cubeta vacía, abrió la ventana del baño y prendió un fosforo, al que tiró adentro del contenedor. Esperó hasta que todas las telas se volvieran carbonizadas para apagar las llamas y volver al dormitorio.
Se compraría más camisas y pantalones pronto. Pero en aquel escenario de enfermedad, muerte y desolación, era mejor prevenir que lamentar.
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"Garbure": Sopa de col mezclada con otras hortalizas y carnes, típica de la cocina del suroeste de Francia.
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Y la canción de este capítulo es Ivy - Taylor Swift porque bro... Esa canción ES la canción de Theodore y Jane. Ya la he escuchado como 900 veces escribiendo esta historia.
Concepto que hice antes de escribir el capítulo:
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