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Hurepoix, 17 de agosto de 1888

Luego de la cena, los invitados se movieron a la sala de estar, a seguir conversando hasta el nacer del sol. Entre juegos de adivinación e interpretación, retos, bromas, estallidos de corchos, espumantes vertidos, la llegada de más bocadillos y la suave música de los violines, la madrugada pasó en un pestañeo.

Fue en este contexto de que Alonse Archambeau —un pintor, ilustrador y amigo cercano de los Pelletier— les ofreció a Theodore y Jane la posibilidad de retratarlos en carboncillo. Los dos, asombrados por su generosidad e interés, aceptaron la propuesta. La obra que él les regaló resultó ser bellísima. Los trazos eran expresivos, gruesos, pero capturaban la esencia de ambos mejor de lo que cualquier fotografía jamás lo haría. El periodista decidió agradecer su gesto dejándole otra oferta de su parte: quería que ilustrara el próximo artículo que publicaría en la Gaceta.

—Quiero hablar sobre los sanatorios y hospicios de este país... —confesó, en voz baja—. No puedo, ni quiero, entrar con una cámara ninguno de estos lugares, como esos impertinentes del Times o del Denver de seguro lo harían —Theodore mencionó a su competencia en la prensa—. Pero siento que esta investigación sería fascinante si de verdad mostramos al público cómo es la vida adentro de esas instituciones, detalle por detalle. Para eso, necesitaré de imágenes que cautiven hasta a los incultos. Que hablen más allá de mis palabras.

—Lo entiendo y sería un honor trabajar con usted —El artista sacudió su mano, aceptando su propuesta.


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Poco después de esta charla y de recibir su regalo, Theodore y Jane decidieron regresar a la torre de la biblioteca. En la sala de estar, estaban todos demasiados embriagados y exaltados para su gusto, pensaron que sería mejor volver a desaparecer en los confines de la propiedad antes de verse envueltos en algún escándalo o riña indeseada.

Ya cansados, pasaron las horas que restaban hasta el amanecer leyendo en voz alta partes de sus libros favoritos, conversando sobre sus gustos literarios, hasta quedarse dormidos en un sillón cercano a la estatua de Fontenay.

La actriz fue la primera en despertarse, al sentir la luz del sol golpear su rostro. Aprensiva, lo despertó con apuro, agarró la botella de Chartreuse y lo arrastró escalera abajo. Para su suerte, lograron unirse al último grupo de invitados que se marchaban; no se habían levantado tan tarde como lo había imaginado.

—Fue un placer volverte a ver —René le dijo a su amigo, estirando su mano mientras Beatrice charlaba con su amante—. Espero que puedas volver aquí en breve, junto a Jane.

—Aún me faltan cuatro días para regresar a Merchant. Hoy tengo planeado descansar y mañana iré a conocer la cordillera. Supongo que puedo aparecerme por aquí.

—O, si quieres, podríamos ir los cuatro allá arriba. Ya he visitado las montañas varias veces y conozco lugares increíbles a los que visitar.

—Me convenciste. Necesitamos de un guía con urgencia —El periodista se rio—. La expedición comienza mañana, entonces. ¿Crees que sería mejor que nos encontremos aquí? Vives más cerca de la cordillera que yo.

—Por mí, sin problemas. ¿Nos encontramos a las nueve? Es bueno comenzar la escalada temprano, así podemos llegar a la cima del monte Saint Christopher al medio día y bajar antes del atardecer. Al menos que quieras hacer una excursión más demorada...

—No, no... con un día me basta.

—Tenemos un acuerdo entonces —Le estiró la mano—. ¿Tienes un abrigo de piel, cierto?

—Tengo uno con interior de lana, ¿sirve?

René hizo una mueca.

—Querrás la protección de uno más pesado y grueso, créeme. Yo y Beatrice tenemos algunos que no usamos tanto, pueden tomarlos prestados.

—¿Seguro?

—Segurísimo —contestó y se volteó a la actriz—. Fue un placer conocerla al fin, señora Durand. Theodore no paraba de halagarla en sus cartas.

—¿En serio? —Ella sonrió y alzó una ceja.

A su lado, él se abochornó.

—Lo que le dije en mis respuestas sigue siendo cierto; los dos pueden venir aquí cuándo quieran. Las puertas de nuestra casa siempre estarán abiertas. Son bienvenidos, ambos.

—Y lo decimos de corazón —Beatrice lo siguió—. Sabemos lo difícil que es tener que ocultar un amor... aquí no tendrán por qué hacerlo.

—Agradecemos profundamente sus palabras y su buena voluntad —el señor Gauvain contestó con gentileza—. Así como le agradecemos la maravillosa noche que pasamos aquí en el Château.

—Será inolvidable, sin duda.

—No saben cuánto me alegra oír eso —La señora Pelletier sonrió.

—El placer fue nuestro por su ilustre presencia —El tono bromista de René no fue insincero—. Bueno, tengan un buen día, descansen bastante... mañana nos vemos.

—¡Hasta mañana! —la pareja se despidió, caminando hacia la salida del terreno, junto a los demás invitados.

Alonse Archambeau —quien había viajado a la propiedad en su propio carruaje— les ofreció llevarlos de vuelta a su cabaña. El dúo tenía pensado caminar hacia Hurepoix a pie, pero el artista los salvó de la travesía.

Al volver a su hogar, ambos colapsaron sobre la cama. La botella de Chartreuse, a medio beber, fue dejada sobre la mesa de noche junto al dibujo del ilustrador. Sus zapatos, dejados al lado de la puerta de entrada a secar. Los libros que Jane había "tomado prestado" de la biblioteca, tirados sobre el sofá.

—Estoy exhausta.

—Igual —Theodore cerró los ojos con un exhalo.

—Pero bastante feliz.

Él sonrió.

—Yo también.


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Conforme lo prometido la noche anterior, el señor Gauvain se despertó determinado en cocinarle el almuerzo a Janeth. Luego de abrigarse salió de la cabaña, visitó a un pescador local que a años conocía y le compró un par de truchas, antes de ir al mercado y añadirle a su canasto las especias que necesitaría para sazonarlas, además de comprarse una botella de hidromiel artesanal.

Al regresar a su hospedaje, su amante aún dormía. Decidió que era mejor dejarla descansar mientras se ocupaba de su comida, al final, el día siguiente tendrían que caminar bastante y ella necesitaría estar bien energizada. Cocinó en silencio, intentando no hacer más ruido de lo estrictamente necesario.

Al terminar de condimentar los pescados, los puso a calentar sobre el fuego de la chimenea, sentándose al frente de las llamas a observar su baile agitado, chispeante.

El brillo que le iluminaba los ojos era el mismo que había visto en los de su madre, años atrás, preparándole el almuerzo a él y a sus hermanos. Theodore acordaba de sus cabellos rizados por la humedad del vapor, de su delantal manchado, de las mangas de su vestido dobladas hasta el codo, de su boca tarareando canciones desconocidas mientras se movía de un lado a otro, del delicioso aroma de los platos que preparaba, de su voz llamándolo a la mesa, y extrañaba ver su rostro alegre, su sonrisa gigante, que no se acobardaba frente a las dificultades de una vida amarga y humilde. Extrañaba a la señora Leónie, mucho. A ella y a Raoul.

—Buenos días... —Su amante les puso un fin a sus reminiscencias y se desplomó a su lado.

—Buenas tardes —la corrigió, inclinándose para robarle un beso—. Son las tres.

—¿Dormí tanto así?

—Bueno, pasamos toda la noche despiertos... es natural que estemos cansado.

—Al menos no tenemos ninguna obligación a la que responder hoy —Ella se apoyó en su hombro, cerrando los párpados—. ¿Estás cocinando las truchas que me prometiste ayer?

—Sí.

—Huelen bien —le concedió—. ¿Falta mucho para que queden listas?

—Depende, ¿quieres la tuya bien asada o un poco más cruda?

—Intermedio.

Theodore miró a los pescados.

—Creo que ya están listas entonces.

—Voy a buscar los platos.

Por poco obligándose a hacerlo, la somnolienta actriz se levantó sobre sus pies y se arrastró hacia la alacena, a recoger todo lo que necesitaban para su almuerzo. Mientras, el periodista sacó la bandeja del fuego con una tenaza, dejándola enfriar sobre el suelo.

—Aquí está todo... —Ella dejó los platos y cubiertos a un lado, antes de sentarse otra vez.

—Te faltaron las copas para el hidromiel que compré.

—No pienso levantarme de nuevo —Pese a su tono divertido, su afirmación iba en serio—. Bebemos derecho de la botella y ya está.

—No veo fallas en esa lógica —Le sirvió su trucha—. Bon appétit*.

Merci* —Le quitó el corcho al envase.

Almorzaron en paz mientras charlaban, apreciando el calor de la chimenea y el silencio del bosque vecino.

A diferencia de Merchant, en Hurepoix la contaminación sonora era inexistente. Si uno se callaba por suficiente tiempo, podía oír hasta la caída de los copos de nieve y el sacudir de los pinos por el viento. Este sosiego, sumado a la deleitosa comida que habían consumido, hizo regresar el mismo sueño que habían sentido en la mañana.

Jane se ofreció a lavar los platos, mientras él se iba a acostar en la cama. No demoró demasiado en unírsele, rodeando su torso con su brazo. Durmieron con una plenitud que no habían experimentado en semanas, sin preocupaciones que les pudriera la imaginación, sin temores que les arrebatara la calma.

En su nido secreto, todo era sereno, todo era perfecto.


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"Bon appétit"; "Buen provecho" en francés.

"Merci": "Gracias" en francés.

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