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I

Desde la distancia, el hombre que escalaba trabajosamente la blanca cara del glaciar podría haberse confundido con una hormiga ascendiendo lentamente por el costado de un plato. El poblado de chabolas de La Rinconada

―¿Qué es eso? ―preguntó Harry. 

era un grupo de puntos dispersos muy por debajo; el viento arreciaba a medida que iba subiendo, le lanzaba al rostro ráfagas de nieve en polvo y le helaba los húmedos rizos de cabello negro. A pesar de las gafas con cristales de color ámbar, tenía que mantener entrecerrados los párpados ante el reflejo del sol.

El hombre no tenía medio de caer aunque no empleaba cuerdas o cables de seguridad, sólo crampones y un piolet. Se llamaba Alastair Hunt

―El padre de Call ―suspiró Thalassa, como si recordara algo.

y era un mago.

―Claramente ―dijo Andrómeda ante el extrañamiento de todos.

Al escalar iba formando y modelando a sustancia helada del glaciar con las manos. Puntos de apoyo para las manos y los pies iban apareciendo mientras el ascendía lentamente.

Cuando llegó a la cueva, a medio camino de la cresta del glaciar, se encontraba helado y totalmente agotado de imponer su voluntad para domar lo peor de los elementos. Usar la magia de forma tan continuada le drenaba la energía, pero no se había atrevido a ir más despacio.

―Eso nunca pasa ―dijo Dumbledore, interrumpiéndose―. Él no es un mago ―añadió ante la notable molestia de Thalassa, de Orión y de Andrómeda. 

―¡Sí lo es, Dumbledore! ―chilló Andrómeda, luego se tapó la boca con ambas manos. Ella y su gran bocota. 

Thalassa la miró mal. 

―Haz silencio, Andy. 

La cueva se abría como una boca en la ladera de la montaña, imposible de ver desde arriba o desde abajo. Se aupó sobre el borde e inspiró profunda y entrecortadamente, maldiciéndose por no haber llegado allí antes, por dejar que lo engañaran. En La Rinoconda, la gente había visto la explosión y susurraban entre ellos sobre lo que significaba, sobre el fuego dentro del hielo.

«Fuego dentro del hielo.» Tenía que ser una señal de socorro... o un ataque. La cueva estaba llena de magos demasiado viejos o demasiado jóvenes para luchar, de los heridos y los enfermos, de las madres con niños muy pequeños a los que no se podía dejar solos, como la propia esposa y el hijo de Alastair. Los habían escondido allí, en uno de los lugares más recónditos de la tierra.

El Maestro Rufus

Los tres chicos sonrieron. 

había insistido en que de otro modo serían muy vulnerables, esclavos de la fortuna, y Alstair le había creído. Luego, cuando el Enemigo de la Muerte no había aparecido en el campo de batalla para enfrentarse al campeón de los magos, la chica makairs en la que habían depositado todas sus esperanzas,

―Caos contra caos ―susurró Thalassa.

Alastair se había dado cuenta de su error. Llegó a La Riconada lo antes que pudo, volando la mayor parte del camino en el lomo de un elemental del aire.

―Eso si que no existe ―se interrumpió Dumbledore.

Thalassa se levantó de su asiento. Su cara revelaba que quería matar a alguien. Harry se asustó. Thalassa miró a Dumbledore y entrecerró sus ojos verdes. 

―Sí existe y ya lo verá, profesor. 

Desde allí había seguido a pida, porque el control que ejercía el Enemigo de la Muerte sobre los elementales era potente e impredecible.

Andrómeda intentó no preocuparse. 

Cuanto más subía, más asustado estaba.

«Que no les haya pasado nada pensó mientras entraba en la cueva. Por favor, que no les haya pasado nada.»

―Si tan solo eso fuera verdad ―suspiró Thalassa.

Debería oírse a los niños llorando. Debería oírse el susurro de coversacioenes nerviosas y el zumbido de la magia reprimida. En vez de eso, solo se oía el aullido del viento al barrer los desolados picos de las montañas. Las paredes de la cueva eran de hielo blanco, con manchas rojas y marrones donde la sangre las había salpicado. Alastair se quitó las gafas de nieve y las tiró al suelo; siguió avanzando por el corredor, recurriendo a los restos de su poder para no derrumbarse.

Las paredes de la cueva emitían un inquietante brillo fosforescente. Lejos de la entrada, era la única luz que le permitía ver, lo que seguramente explicaría por qué se tropezó con el primer cadáver y casi se cayó al suelo. Alastair se apartó de un salto lanzando un grito, y luego se encogió al oír el eco de su propia voz. La maga muerta estaba tan quemada que era imposible reconocerla, pero llevaba una muñequera con una pieza de cobre incrustada que la identificaba como una alumna de segundo curso del Magisterium. No podía haber tenido más de trece años.

―Pobre ―susurró McGonagall.

«Ya deberás haberte acostumbrado a la muerte», se dijo.

La guerra contra el Enemigo duraba desde hacía ya una década, que a veces daba la impresión de que fuera un siglo. Al principio había parecido imposible: un joven, además un joven de los makaris, planeando conquistar la mismísima muerte.

―Como Voldy ―dijo Thalassa, diciendo el nombre como si nada.

Pero a medida que el Enemigo ganaba poder y su ejército de caotizados crecía, la amenaza se había ido volviendo extrema

―¿Qué son esos? ―preguntó Dumbledore, interesado.

Thalassa rodó los ojos molesta, por lo que Andrómeda decidió responder.

―Son muertos en vida. Se crean con el caos.

..., hasta culminar en esta despiadada masacre de los más inofensivos, los más inocentes.

―Como la primera guerra mágica ―comentó Thalassa, distraidamente. 

Alastair se puso de pie y se adentró más en la cueva, buscando desesperadamente un rostro entre todos. Se obligó a abrirse paso entre los cadáveres de ancianos Maestros del Magisterium y el Collegium, hijos de amigos y conocidos, y magos que habían sido heridos en batallas previas. Entre ellos yacían los cuerpos rotos de los caotizados, sus ojos rodantes oscurecidos para siempre. Aunque los magos no estaban preparados cuando fueron atacados, debían haber opuesto una fuerte resistencia para haber matado a tantos de entre las fuerzas del Enemigo. Con el horror retorciéndole el estómago y los dedos como dormidos, Alastair fue avanzando a trompicones entre todo eso... hasta que la vio.

Sarah.

―La mamá de Call ―aclaró Thalassa, al ver a varias personas con cara de confusión. Más preguntas; ¿quién es ese tal Call?

La encontró yaciendo en el fondo de la cueva, contra una empañada pared de hielo. Tenía los ojos abiertos, mirando al vacío. Los iris turbios y las pestañas como minúsculos carámbanos de hielo adheridos a ellos. Alastair se inclinó sobre su rostro y le pasó suavemente los dedos por la fría mejilla. Tragó aire de golpe y su sollozo cortó el aire.

Pero ¿dónde estaba su hijo? ¿Dónde estaba Callum?

―Está vivo, ¿verdad? ―preguntó Ron.

―Claro que sí ―respondió Thalassa con tristeza. 

Sarah aferraba una daga con la mano derecha Había sido de los mejores en moldear el metal invocado desde lo profundo de la tierra. Ella misma había forjado esa daga el año anterior, en el Magisterium. Tenía nombre: Semíramis, y Alastair sabía el cariño que Sarah le había tenido.

«Si tengo que morir, quiero morir con mi propia arma en las manos», le había dicho siempre. Pero a él la idea de su muerte le había parecido algo remoto.

―No es algo... ―empezó Hermione.

―Raro, sí, y mucho ―se adelantó Thalassa.

Le volvió a rozar la fría mejilla con los dedos.

Un llanto lo hizo volverse de golpe. En esa cueva llena de muerte y silencio, un llanto.

Un niño.

―Call ―dijo Andrómeda.

Se volvió y comenzó a buscar frenéticamente el origen de ese débil sollozo. Parecía proceder de un punto más cercano a la entrada de la cueva. Desanduvo a trompicones el camino, tropezando con cadáveres, algunos helados como estatuas..., hasta que, de pronto, otro rostro conocido lo miró desde la masacre.

Declan. El hermano de Sarah, que había resultado herido en la última batalla. Parecía haber sido estrangulado hasta morir por un uso particularmente cruel de la magia del aire; tenía el rostro azul, los ojos marcados por venitas rotas. En su brazo extendido, y justo bajo él, protegido del helado suelo de la cueva por una manta de lana, se hallaba el hijo de Alastair. Mientras lo miraba maravillado, el bebé abrió la boca y lanzó otro llanto débil, como un maullido.

Como en un trance y temblando de alivio, Alastair cogió al bebé. Éste lo miró con sus grandes ojos grises y abrió la boca para llorar de nuevo. Entonces la manta cayó a un lado y Alastair vio por qué lloraba el bebé. La pierna izquierda le colgaba en un angulo imposible, como una rama quebrada.

―Y desde ese momento Call- pierna-rota Hunt tiene ese apodo ―dijo Thalassa, divertida.

Alastair trató de llamar a la magia de la tierra para sanar al bebé, pero solo le quedaba poder suficiente para calmarle un poco el dolor. Con el corazón acelerado, envolvió otra vez a su hijo en la manta, bien apretado, y regresó otra vez donde yacía Sarah. Se arrodilló antes su cádaver sujetando al niño como si ella pudiera verlo.

Sarah susurró con la voz rota por las lágrimas, le contaré cómo moriste protegiéndolo. Lo educaré para que recuerde lo valiente que fuiste.

―Ella fue realmente valiente ―suspiró Andrómeda.

Los ojos de Sarah le devolvieron la mirada, vacíos y blanquecinos. Alastair apretó el bebé contra si y tendió la mano para coger a Semíramis. Al hacerlo, vio que el hielo junto al puñal estaba extrañamente marcado, como si ella lo hubiera arañando en su agonía. Pero las marcas parecían demasiado intencionadas para que hubiera sido eso. Acercó más el rostro y se dio cuenta que eran palabras: palabras que su esposa había grabado en el hielo de la cueva con sus últimas fuerzas.

Al leerlas, cada una de ellas fueron como un fuerte puñetazo en el estómago.

MATA AL NIÑO. 

―¿Por qué? ―preguntó Harry. 

―Saldrá en los libros, Harry ―contestó Andrómeda con una encantadora sonrisa, y Harry le devolvió la sonrisa. 

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