Candace y la espada de plata
La chica pelirroja llevaba varios días arrastrando los pies por ese bosque extraño y silencioso. Hacía rato que había dejado de sentirse intimidada por el único suspirar del viento entre los árboles. Estaba tan vacío y tan desierto que agradecía tener frutas en el bolso de cuero. Sus habilidades para la caza eran nulas en un lugar en el que ni siquiera pululaban las ardillas. Ni los pájaros, ni un mísero insecto. Y eso que ella odiaba los insectos.
Pero esa era justamente la fama que ese bosque ostentaba. No había peor idea para un ser humano que meterse en una travesía donde ni siquiera podría obtener alimento. Ni hablar del agua. Parecía que ahí tampoco llovía.
Sin embargo, el bosque estaba impecable; era luminoso en su mayoría, verde y brillante, aunque no comestible. El césped era suave y la paz pesaba por sí misma. Mientras avanzaba, ella se preguntaba cuánto más su hermana había puesto entre los humanos y su lugar de ritos.
Se detuvo cuando las sandalias le terminaron por irritar las plantas de los pies. Se las habían ajustado demasiado, para evitar el roce al caminar, y ahora tenía las cintas de cuero clavadas en la carne de los tobillos, además. Se quitó los zapatos y añoró la sensación del agua fría sobre la piel quemada y caliente, como cuando era pequeña y su madre y ella lograban conseguir un poco de agua suficiente para refrescarse.
Junto a los volcanes, eso era difícil. Nadie conseguía agua limpia nunca, menos que estuviera algo fresca. Su infancia entera había sido una lucha constante contra el hambre y las enfermedades; pero desde siempre, también, había aprendido a manejar el calor. Ella vivía en completo calor todo el tiempo; llegó un punto en que la lava y el fuego solo podían acariciarle la tez.
Continuó descalza, sorprendida de que alguna vez hubiera arrugado la nariz ante tanto... verde. Ante tanta cosa tranquila y florecida, que nada tenía que ver con los páramos humeantes alrededor del volcán. Ni con la grava, ni el azufre, ni nada de eso que los aldeanos y los pobres como ella habían estado extrayendo de la boca del volcán para canjearlo por algo de comer.
No se parecía en nada, pero ahora era capaz de apreciar los dones de sus hermanas, sabiendo que fuera de ese verde las cosas eran terribles para muchos. Después de todo, las nueve diosas de los elementos solían completarse entre sí y aunque ella no hubiese visto utilidad alguna en las flores de Daphne, por ejemplo, sí comprendía que la naturaleza, las plantas e incluso las florecillas más insulsas tenían un papel en el mundo... así como Candace tenía el suyo con el calor y las llamas que mantenían vivos a los humanos.
—Bueno, seguro que una rosa puede hacer mucho daño si las espinas se usan correctamente —dijo, para sí misma. Imaginaba que Daphne podría llegar a usar las espinas de las rosas para lanzar ataques directos a un ejército enemigo—. Eso sería de ayuda.
Candace tenía conocimientos de guerra, de ataques, de formaciones, pero le costaba mucho enfrentar a la gente cara a cara. Su fuego tenía que ser usado en su mayoría cuerpo a cuerpo, porque si lo hacía desde la distancia, para no ver a los ojos a quienes eliminaba, corría el riesgo de hacer daño a quienes estaban a su lado; de su lado...
Con un ataque como el de Daphne, quizás podría definir mejor a quien detener y a quien dejar ir.
Se pasó una mano por la cara, angustiada por sus pensamientos. Había pasado mucho tiempo perfeccionando sus poderes y tratando la culpa como para sentirse mal justo en ese momento.
—¿Qué crees, eh, Daph? —dijo, al aire—. ¿Algún atajo? Quiero largarme de aquí...
Pero como siempre, cada vez que hablaba con sus hermanas, ninguna respuesta obtenía.
Las diosas estaban siempre calladas y, en algunos lugares del mundo, como aquel en el que había crecido, ellas no eran más que rumores y estatuas viejas y rotas. Hacía tiempo que otras religiones crecían y arrollaban verdades que muchos habían jurado por siglos y siglos.
Y allí estaba ella, la diosa del fuego encarnada en una mortal simple y ácida que había sacado azufre de la boca de un volcán antes de tener que enfrentarse a armadas enteras con afanes de conquistar pueblos, destruir personas e imponer ideologías. No solo eran guerras y conquistas de territorio, eran conquistas de mente, y Candace se había dado cuenta de que estaba sola en eso. No había otra diosa encarnada que la ayudara, por lo que le quedaba buscar respuestas en cuentos, en dichos y en voces ancianas. Esas historias le habían dicho quién era ella, más de lo que podía intuir.
La diosa del fuego, era, además, la diosa de la guerra y de la fortaleza. Era la diosa de la valentía. Y entendió por qué estaba allí, por supuesto, después de que Kalama se hiciera cada vez más fuerte y arrasara con todos los terrenos que tenía a su paso... Hacía unos meses, había destruido por completo un templo dedicado a Calipso. Eso ya había sido demasiado. El rey estaba ignorando completamente que las diosas escuchaban y que la más terrible de todas ella sabía bien cómo pelear.
Pero ahora estaba allí, caminando por un bosque aburrido, adolorida y cansada, sintiéndose tan normal como el gusano recoge azufre que había sido en su niñez.
Puso los ojos en blanco cuando el césped comenzó a convertirse en flores. Cuando puso los pies en ellas, los mismo se aliviaron y se forzó a recordar que no era un gusano recogedor de azufre: era una diosa, una diosa terrible e imponente, con el cabello de fuego y con las manos incendiadas de poder. Aunque eso fuera, irónicamente, lo que le había permitido recoger azufre del volcán sin hacerse daño jamás, claro.
Las flores de Daphne debían tener miles de años allí. Crecían solas y debían tener algo más. Las plantas de los pies se curaron, incluso cuando caminó cerca de un kilómetro por los prados alfombrados de colores.
Entonces, cerca del reino secreto de la diosa de la naturaleza, las flores comenzaron a crear senderos. Candace siguió el más amplio, hasta que aparecieron las rocas en los costados. Eran pilares bellos, decorados con talladuras finas y con significados que no podía reconocer.
Como todo en ese lugar, estaban en silencio, en pausa, hasta que Daphne regresara.
—Si una diosa pisa nuestra tierra, significa que tiempos oscuros agobiaran al planeta —recitó, cuando llegó a una roca más grande, cuya superficie era surcada por diez símbolos intrincados. Automáticamente, Candace buscó el suyo, frente al de Calipso, diosa del agua, por lógica, y detrás del de Eleni, diosa de la luz. El décimo símbolo, el que no correspondía a ninguna, estaba en el medio, justo allí donde debería estar el de Rhodanthe, diosa del éter, la primera de todas las hermanas.
Pasó los dedos por las huellas del pasado, curiosa y bastante confundida, pero después de considerarlo, definió que no tenía tanto tiempo para ponerse a descubrir los por qué. Siguió por los caminos, recitando en su cabeza las leyendas que había escuchado sobre el bosque secreto de Daphne, un lugar que era sagrado no solo por haber sido el hogar de la diosa hacia miles de años, cuando todas aún tenían poder suficiente para vivir en el mundo sin necesitar un cuerpo; sino porque ese había sido el lugar donde Daphne había puesto un pie por primera vez.
Todos los sitios así eran sagrados; jamás morían, jamás desaparecían del todo, incluso cuando las diosas se marcharon. Y allí, la Candace inmortal había olvidado algo importante que ahora necesitaba con desesperación.
—No puedo imaginar la razón por la que vine a dejar algo justo aquí —murmuró, esquivando más rocas y llegando a los restos del hogar de la diosa.
Era una un pequeño palacio; único y vacío que parecía en ruinas, atacado por las plantas y las enredaderas. Desde allí, surgía un nuevo sendero, esta vez de piedra, que era lo primero que se le ocurrió seguir, si es que tenía idea de algo.
—El problema es que no sé nada.
La desgracia de ser la primera en encarnar, la primera de todas, es que no tenía nociones de su vida o de sus hermanas; mucho menos ayuda. No le quedaba otra que confiar en su intuición y rogar que los cuentos sobre su espada de plata fueran ciertos.
Llegó a un camino sin salida. Las rocas que rodeaban los caminos terminaban por cercar un círculo en el suelo. En el centro, había un intrincado dibujo en redondo, con los nombres de las nueve diosas. La alineación era tal cual la roca de los símbolos. Su nombre estaba enfrentado a Calipso y detrás de Eleni, como siempre. Pero en el medio, otra vez, había algo raro; había un nombre que ella no conocía. Un décimo nombre.
—¿Pero...?
El sello en la piedra del suelo, el primero que veía, estaba casi intacto. El tiempo no había pasado allí.
Candace no se atrevió a poner los pies descalzos sobre él. No sabía qué hacer, ni qué decir, ni cómo actuar a continuación. El camino se había acabado en un sello de piedra que tenía un nombre desconocido, un nombre que no tenía nada que ver con las nueve diosas que todo el mundo alababa.
«Aura...».
Se rascó la barbilla, tratando de definir qué había pasado allí. Si acaso era una broma, si Aura era algo más... Si era otra persona. Otra diosa...
Negó automáticamente con la cabeza. ¿Cómo podía haber alguna más? Nadie la conocía, nadie lo sabía. Aquello simplemente no tenía sentido. Por algo eran nueve, el número se correspondía con todos los elementos básicos de la naturaleza y del universo. Una décima diosa no se correspondía con... nada.
—Diantres —musitó, dándose la vuelta; tenía que hacer lo que venía hacer y nada más. Pero ahora no tenía ningún camino que seguir y no tenía ni idea de a dónde ir.
Giró en redondo, alejándose del sello para no distraerse más con eso. Dio varios pasos fuera del sendero de piedra y entonces gritó.
Había un sapo frente a ella. Un enorme y verde sapo, baboso y asqueroso, cuyos ojos extraños apenas si se enfocaban en ella. Candace se llevó una mano al pecho y se llamó tonta en todos los idiomas que había conocido. ¡Ah, la increíble y poderosa diosa del fuego! No le teme a nada, excepto a las apariciones no programadas de asquerosos sapos.
—Esto tiene que ser un chiste —chistó, alejando los pies desnudos de la bestia. Casi que parecía un perro chico—. ¡Muévete, cosa fea!
Odiaba a los bichos y también odiaba a las cosas babosas que salían y se metían en el agua. Los peces tampoco le gustaban, menos los tiburones. Nada que nadara.
El sapo no se movió. Continuó allí, respirando, como si no la viera. Pero Candace se dio cuenta, entonces de que lo terrible no era su tamaño, sino que realidad no debería estar allí. No debería haber nada allí. ¿Cómo es que siquiera se mantenía con vida?
El sapo se movió, se giró como pudo y empezó a andar por el bosque, entre los pastos y las flores. Cuando hizo un par de metros, se detuvo y se volvió a verla.
Con la boca abierta, la increíble y valiente diosa del fuego se negó a avanzar.
—Ah, no, no. Yo no sigo a nada que se lleve bien con el agua, eh.
Pero cuando el sapo volvió a avanzar, Candace solo pudo refunfuñar y andar detrás de él. Mantuvo una distancia prudencial hasta que llegó a una pequeña laguna. Las mismas rocas talladas de los caminos estaban a medio sumergir en el agua transparente y brillante, con sus símbolos e intrincados arabescos.
Por unos segundos, no pudo hacer nada más que quedarse allí, observando algo que había deseado desde hacía horas. Sin embargo, no se le ocurrió meter un pie dentro: el sapo había saltado y el agua no tardó en salpicarla bajo su peso.
Ella retrocedió hasta chocar con un árbol. Su espalda se pegó a la superficie irregular y de pronto notó una rama parecida a un brazo pasando cerca de su cintura. Cuando se volteó a ver qué demonios era eso, descubrió que lo que parecía una mano sin dudas era una mano. El árbol no era un árbol, sino un hombre convertido en planta.
Se le escapó otro grito agudo y le mandó comentarios poco amables a Daphne por dejarle el bosque lleno de sorpresitas. Había escuchado esa parte de las leyendas, pero no había llegado a creer que fuese cierto. En un cuento, se decía que Daphne había convertido a un príncipe en árbol por su atrevimiento.
Al parecer, realmente Daphne no era tan tierna y dulce como la pintaban.
—Qué linda, mi hermana —musitó, controlando al sapo con la mirada. Este daba vueltas en el estanque—. Poca tolerancia, parece.
Volvió a mirar el estanque. Las piedras parecían tener vida propia en aquella calma. El sapo siguió dando vueltas en círculos, colocándose más en un lugar que en cualquier otro. Candace se inclinó sobre la superficie, notando un brillo por debajo del agua por debajo del sapo que no había visto antes.
Estuvo a punto de caer de la emoción al ver que su espada estaba debajo. Pero maldijo en voz alta al notar lo rebuscado del asunto. ¿Justo en el fondo del estanque de un sapo monstruoso? No pensaba meterse al agua mientras esa cosa estuviera allí dentro. No, no y no.
—Ay, cómo te odio —gruñó, sentándose en el suelo y metiendo los dedos en el agua. El sapo se detuvo y la observó. La diosa hizo una mueca y no se movió. Le parecía tan anormal, tan... aghhhh.
Metió las dos piernas en el agua. Le llegaba por encima de las rodillas y no le quedó otra que esquivar a la enorme bestia para poner los pies encima del metal helado de su espada. Ignorando el chapoteo del sapo detrás, se agachó y metió las manos hasta el fondo, hasta sujetar la empuñadura.
Cuando la tuvo en las manos, al brillo del sol, al clamor del viento silencioso del bosque, sintió que completaba una parte de sí misma. Había recuperado algo que la misma diosa del fuego había labrado en su inmortalidad y que solo ella podía usar. Una espada de plata que no se oxidaba, que no se doblaba, que jamás se volvería en su contra. Una espada que creía en la justicia por sí misma. Una espada que le permitiría ganar cualquier batalla.
Emocionada, la acunó contra su pecho. Ahora tenía todo lo que había dejado hacia miles de años. Tenía su collar, el que le permitía canalizar correctamente sus poderes en ese cuerpo mortal, y tenía su mejor herramienta. Nadie podría derrotarla, ningún ejercito podría destruir al suyo. Ni siquiera Kalama con sus cinco mil hombres.
Extendió las llamas desde sus manos hacia la empuñadura. La espada cobró vida, letal y caliente, embebida en fuego y en magia. Candace mantuvo en mente sus objetivos: cómo destruiría a ese rey y cómo restauraría la fe en sus hermanas.
Entonces, el sapo saltó sobre su espalda y la tumbó boca abajo en el agua. Candace estalló en fuego, desesperada por el ataque. Logró ponerse de pie, sacudiendo la espada para todos lados, como una tonta y no como la profesional guerrera que era. Cuando se dio cuenta, estaba de pie en un estanque seco y el sapo estaba mucho más que frito.
Asqueada y un poco culpable, salió del lecho de la lagunita y se quedó viendo el desastre humeante cerca del hombre convertido en planta. Las piedras antes luminosas ahora estaban cubiertas de hollín.
—Maldito bicho asqueroso, mira lo que me hiciste hacer —jadeó, apagando las llamas de la espada.
Suspiró y avanzó, dispuesta a irse de ahí. Una mano se trabó en su muñeca y el pánico casi la hace prender todo el bosque en llamas. El hombre árbol se despertaba, se movía, dejaba caer hojas y dejaba caer pedazos de corteza de su cara polvorienta.
—Ah, ah —jadeaba y Candace tironeó de su muñeca con todas sus fuerzas. Si le rompía los dedos, todavía de madera, no le importaría en absoluto.
—¡Sueltamente ahora o te voy a dejar hecho carbón! —le gritó, pero el hombre le escupió tierra y hojitas resecas acumuladas por siglos en la cara—. ¡Puaj!
—No, no... por favor, no me...
Pestañó, deshaciéndose de más corteza y se separó por fin de lo poco que quedaba del árbol viejo. Liberó su muñeca y miró sus manos, que se volvían cada vez más humana. Ella lo apuntó con la espada, clavando la punta en su cuello ahora vivo sin ningún tapujo. El hombre, convertido antaño por su hermana, se dio cuenta de que estaba vivo otra vez y que no había ninguna diosa cubierta de flores castigándolo.
—Qué suerte la tuya. Le jodiste la tarde a una diosa y ahora su hermana tiene la desdicha de ver tu despertar. ¿No sería menos cruel acabar con tu vida ya?
El hombre empezó a tartamudear.
—Y-yo, yo no... perdón, perdóneme, no volveré nunca, no quiero... es que... p-p-por favor
Agitaba las manos de arriba abajo y enseguida ella se pudrió de intentar obtener una respuesta coherente. El tipo había pasado millares de años convertido en tronco, ¿qué más podía esperar?
—Bien, un gusto conocerte.
Ya tenía lo que estaba buscando, podía irse y acabar con ellos. No sabía cómo lo había despertado ni porqué; si tenía que ver con el sapo frito o no, tampoco lo sabía. No tenía tiempo para esas cosas, ya había pasado demasiado tiempo lejos de su ejército dando vueltas por ese bosque.
Volvió por el camino de piedra y se limpió los pies llenos de pasto carbonizado en las flores. Para cuando Daphne encarnara, seguro estarían limpitas otra vez. Cuando llegó a los caminos de pétalos, se dio cuenta de que el infernal hombre la seguía, aterrado.
—No, ¡por favor! No me deje aquí, se lo ruego. No me deje aquí, ¡la diosa...!
Candace puso los ojos en blanco. Se giró, lo apuntó con la espada y lo mantuvo a raya.
—La diosa lleva miles de años lejos, bobo de ramas —le dijo—. Ni siquiera sé cuántos, ¿sí? Ahora, déjame en paz. No soy una linda y amable pelirroja como todos creen. Me gusta prender fuego a las cosas.
El hombre, que recuperaba su aspecto joven y gallardo de hacía tiempo, se removió, nervioso.
—¿Fuego? ¿Cómo Candace?
—Soy Candace, imbécil —dijo, ella chasqueando los dedos.
—¿Y mi reino?
—Y yo qué sé. ¿Es que no me oíste? Llevas miles de años convertido en árbol, zoquete.
El aparente príncipe se meció, mirando todavía asustado para todos lados.
—¿Puedo ir contigo?
Candace frunció el ceño.
—Piérdete.
—Por favor, señorita, por favor. Si usted tiene razón y pasaron miles de años, yo ya no tengo nada. ¿Mi reino, mi familia? ¿Quién soy? Ni siquiera estoy seguro de si me llamo Elkan o Elrie.
Irritada, la diosa del fuego se dio la vuelta y emprendió la marcha. Ignoró al pobre hombre mientras comenzaba a sentir pena por él. ¡De verdad, qué suerte la suya! Se libraba del hechizo justo con la diosa menos paciente de todas. Cerró los ojos mientras oía sus pisadas molestas y su parloteo tembloroso, pero no volvió a echarlo.
¿Qué sería de él, si no? En ese bosque nada podía vivir, excepto un posible y monstruoso sapo mágico que ahora era polvo. Lo sacaría de allí y le pediría a su general que lo enviara a su posible... país. Si es que continuaba en pie, claro.
—¡Muchacha! P-por favor...
Candace siguió caminando y dejó que la siguiera. Se lo sacaría de encima después. Daphne también se lo pagaría algún día.
—Haz lo que quieras —dijo después de la décimo quinta suplica.
—Usted me salvó de la ira de la diosa, ¡le pagaré con mi vida! —exclamó, tironeando de pronto de su faldón de cuero con dramatismo. Él empezaba a ser raro. Candace puso los ojos en blanco.
—Realmente —murmuró—. Qué suerte la tuya.
Pagarle la bronca de una diosa a su hermana menos dulce, qué bien que la iba a pasar ese tipo. Le quitó las manos con brusquedad y le dio un puntapié antes de avanzar. Con Candace no se jodía, con ella nadie lloraba.
Dejaron la tierra sagrada sin ser conscientes de nada, menos de las risas de las flores y de la mirada perspicaz de la mujer de pelo largo que solía vestirse nada más que con pétalos. Quizás Candace se lo agradecería luego.
Porque, sin duda alguna, eso le pasaba por freír a su sapo.
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