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2. El Sacerdote y El Súcubo

Aún recuerdo cuando lo ví por primera vez. Fue por allá, a principios del siglo XVII, en la Francia de antaño, gobernada por el jóven rey Luis XIII.

Con sus cabellos de color aguamarina, sus ojos de color violeta, y su pálida piel... El jóven sacerdote, Camus Bécu. Ese mortal que logró hacerme caer en la trampa del amor.

Yo solía llevar una existencia tranquila, colándome en los sueños de los mortales, tentandolos con sus propias fantasías, y alimentándome de su lujuria por unas noches, antes de huir para evitar ser descubierto. Hasta que, durante uno de mis recorridos nocturnos, mientras pasaba por la catedral de Notre Dame, fijé mi vista en él.

Siempre fuí un demonio de naturaleza curiosa, y cuando un mortal lograba llamar mi atención, lo seguía el tiempo suficiente para analizarlo y decidir si valía la pena o no. Así que eso hice.

Pasé varias noches siguiéndolo, ocultándome en las sombras, y sin darme cuenta, no tenía vuelta atrás. Había terminado enamorándome de un simple mortal.

Sabía que jamás conseguiría una pizca de su atención, y por más que traté, no logré colarme en sus sueños. Para mi mala suerte, era de esos escasos mortales con un espíritu fuerte y difícil de perturbar. Por más que traté, simplemente no pude atravesar esa barrera de protección que su fé le otorgaba.

Pero sabía que él, a pesar de sus escasos 20 años, había sido ordenado como sacerdote exorcista. Si no podía acercarme a él directamente, entonces haría que él me permitiera acercarme.

Colarme en los sueños de un mortal cualquiera, quedarme aferrado a él por meses, hasta quebrar lo suficiente su voluntad y adueñarme de su cuerpo, no fue tan difícil. Me aseguré de que todos los cercanos de ese jóven notaran la posesión, y cayeran en la desesperación suficiente para solicitar la ayuda urgente de la iglesia.

Llegaron varios exorcistas, pero ninguno era el que me interesaba, así que no cedí ni por un segundo. No fue difícil, la mayoría de ellos estaban corruptos, y los que no lo estaban, no poseían un espíritu o fé lo suficiente fuertes como para repelerme.

Esperar a que se rindieran, y decidieran recurrir a la joven promesa del clero, eso fue lo verdaderamente agotador y desesperante. Ese juego me aburría, pero al final, mi perseverancia dió frutos.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Venimos demasiado directos, ¿no es así, padre Camus?

Tal y como sabía, ninguno de mis intentos de intimidación dió resultado alguno. Su fé y espíritu eran mucho más fuertes, y él perfectamente pudo haberme exorcizado a la fuerza... Si hubiera llegado antes de que tomara tanta de la vitalidad del joven al que había poseído.

Camus no era tonto, sabía que sacarme a la fuerza de su cuerpo, sería matar al ya moribundo chico.

Así que solo le quedaba convencerme de dejarlo voluntariamente.

- ¿Qué pides a cambio de liberarlo, Milo?

- Un alma por otra alma, Camus.- Respondí, feliz de ver tan cerca mi meta.- La tuya, a cambio de la suya.

Por primera vez, lo ví basilar. Bueno, tampoco podía culparlo, lo que pedía haría dudar hasta al más devoto.

- Bien. Acepto el trato, Milo.

Su respuesta me sorprendió demasiado. No cualquiera aceptaría un trato así de fácil, prácticamente, estaba dando su vida, sacrificando su alma por la de alguien más, sin recibir absolutamente nada a cambio.

Un trato era un trato. Así que, liberé el alma de ese humano, y me até a la del joven sacerdote.

El acuerdo era bastante sencillo en sí, no pedía mucho en realidad. Solo una noche juntos cada luna roja de cada mes. Una tontería para muchos, pero para alguien como Camus era una de las cosas más difíciles al desobedecer las divinas leyes de su fé de la peor forma posible.

Al inicio, fue simplemente eso. Creí que con probar un poco de su esencia me aburriría y hartaría de él, pero fue todo lo contrario. Al poco tiempo, terminé siguiéndolo todo el tiempo, cuidándolo de todo mal, y cuando menos me dí cuenta, me volví un espíritu familiar, llegué incluso a ayudarlo en futuros exorcismos.

Creí que él me odiaria de por vida, pero no fue así... Algo en él y en nuestros encuentros cambió. Ya no era él forzado a estar conmigo por un pacto, era él haciéndolo de forma voluntaria. Dándome acceso a su alma, entregándome lo que hasta ese momento desconocía: su amor genuino, mucho más allá de la lujuria que los de mi tipo despertamos en los mortales.

Éramos solo dos seres que se amaban y deseaban estar juntos.

Pero los humanos no son inmortales. Envejecen y enferman ante el inclemente paso del tiempo, hasta que la muerte llega por ellos. Y mi amado Camus no fue una excepción. Lo acompañé hasta el último de sus días, hasta que su vida se apagó por completo. Pero antes de que eso sucediera, hice lo que pocos demonios harían: liberarlo de nuestro pacto.

Sabía que al liberar su alma, me estaba despidiendo de él para siempre. Jamás podría volver a verlo ni acercarme a él. Él estaría en el paraíso, un lugar al que ningún demonio puede entrar... Pero mi amor por él era muchísimo más grande que mis deseos egoístas, y no iba a permitir que estuviera condenado al infierno cuando perfectamente podía impedirlo.

Lo que para los mortales es una vida, para seres cómo nosotros, los demonios, es solo un suspiro. Pero ha sido el suspiro más hermoso de mi horriblemente eterna vida.

Uno que atesoraré por el resto de mi condena, a tal punto de que en cada luna roja, recorro los pasillos de esa catedral, dónde viví tantas cosas a su lado, hasta visitar su sepulcro, no tan lejos del que en vida fue su hogar.

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