EPILOGO
ESTAMBÚL
El Aeropuerto Internacional Atatürk, le daba la bienvenida a Levka, quien después de casi dos años, volvería a ver a su hermana. Él llegaba en compañía de su esposa Zoe y de su hijo Fredek, quien estaba hastiado de tantas horas de vuelo.
Natalia le había pedido que no llevara más que dos maletas, pero para Zoe, dos eran seis, así que cargaban con equipaje para un batallón.
Él llevaba a Fredek y dos maletas de mano, mientras que Zoe empujaba el carrito con el equipaje. Después de pasar por los controles de seguridad, buscó con la mirada a Natalia, pero antes de que pudiera encontrarla, fue asediado por varias chicas.
—¡Levka!... ¿Eres Levka Mirgaeva? ¡Levka! ¡Oh por Dios! —preguntó y exclamó una de ellas.
—Sí, claro que lo es, mira sus tatuajes —dijo la otra.
Él estaba agotado, pero debía cumplir con su compromiso de atender a sus seguidoras, o mejor dicho, a las seguidoras de algunos de los personajes ficticios que representaba en las tapas de los libros.
Ya había pasado por eso, mucho antes de ser modelo, cuando vivió intensamente su pasión por el fútbol americano.
No le quedó más que mandar el cansancio al diablo, sonreír, entregarle su hijo a Zoe y ofrecerle sus brazos para que se acercaran a él y se fotografiaran.
—Gracias, gracias. Eres perfecto, eres tan hermoso —dijo toda ilusionada una chica que no podría tener más de quince años y que no parecía turca; de hecho, ninguna de las que hacían fila para tomarse fotos con él lo parecía.
Le dedicó una mirada a Zoe, quien estaba sonriente. Ella ya se había acostumbrado a su estilo de vida, a que siempre fuera asediado por el género femenino. Así como él muchas veces debía tragarse los celos, cuando hombres solicitaban fotos con ella. Después siguió firmando diferentes libros, en los que él aparecía como personaje principal, y que confesaba, ninguno había leído.
Con gran amabilidad, le tocaba a él terminar el encuentro, porque si fuese por ellas, ahí se quedaban hasta el día del juicio final, y tanto él como su familia necesitaban descansar.
—Gracias por el recibimiento, no lo esperaba —dijo despidiéndose, sin saber cómo rayos se habían enterado de que llegaría a Estambul—. Ah, gracias —dijo sorprendido, cuando le ofrecieron un regalo, que al abrirlo, era una cadena con placas militares. Recordaba que en algunas de las fotos que hizo para editoriales, había usado unas, pero solo eso.
Se despidió una vez más y siguió con su camino, entonces vio a su hermana al lado de Burak, quien cargaba a su sobrina, ambos con amplias sonrisas.
Natalia casi corrió a su encuentro, y lo abrazó con gran fuerza. Él correspondió de la misma forma.
—Te he extrañado tanto —dijo Natalia aferrada—. Veo que te siguen asediando las chicas; al parecer, fuiste destinado para eso. —Empezó a darle besos en las mejillas.
—Estás hermosa Natalia, al parecer el turco te trata bien. Aún no me perdono no haber venido a tu matrimonio ni al nacimiento de Nasila.
—No te preocupes. —Chasqueó los labios en un gesto de despreocupación—. Sé que tenías cosas muy importantes que hacer... Ahora ven, que quiero presentarte a mi familia, pero antes necesito saludar a Zoe y ver ese chico guapo que está en sus brazos.
Mientras Natalia abrazaba a Zoe y conocía a su sobrino, quien era la viva estampa de su hermano, pero con los ojos algo rasgados, el chofer se llevaba el equipaje.
—Levka, te presento a mi esposo, Burak.
—Un placer por fin conocerte personalmente —dijo Levka, saludando al marido de Natalia, y sus ojos se posaron en la niña de cinco meses que estaba en sus brazos—. Es hermosa —dijo enternecido, rozándole con la yema del dedo índice la sonrosada mejilla, familiarizándose con los ojitos color miel.
—El placer es mío, siéntanse bienvenidos —dijo Burak, feliz de tener a su cuñado con ellos, porque sabía que eso la hacía feliz a ella, y para él, eso era más importante que cualquier cosa.
—Gracias —dijo Levka, y aprovechó para presentarle a su esposa e hijo.
Después caminaron a la salida, donde ya los esperaba el chofer.
Natalia subió al lado de Levka, quien la mirada encantado. Lucía mucho más linda, más elegante; de cierta manera, se había mimetizado con la cultura turca. Las joyas que usaba, el maquillaje y el estampado en su ropa la hacían lucir más exótica, más hermosa.
—¿Le dijiste a papá que vendrías? —preguntó Natalia ilusionada, esperando tener noticias de su progenitor. Deseando que Levka no le desviara el tema, como siempre hacía cuando hablaban por Skype.
Él guardó silencio, miró al paisaje, sintiéndose atraído con las grandes cúpulas, pero sobre todo, tratando de no hablar de su padre.
—Levka, creo que es momento de que le digas —dijo Zoe, quien iba a su lado, mientras que Burak iba en el asiento que estaba detrás, donde estaba el portabebé, y atendía a la pequeña Nasila.
Natalia inmediatamente temió que su hermano le estuviese ocultando una dolorosa noticia. No pudo evitar que los ojos se le abrieran de par en par y el corazón se le descontrolara, aguardando por lo peor.
—Dejé de hablarle a Sergey hace mucho tiempo.
—Pero Levka, ¿por qué? ¿Qué pasó? —preguntó confundida, pero al menos un poco más aliviada, porque esas pocas palabras expresadas por su hermano, le dejaban claro que su padre seguía con vida.
—A los cinco meses de la muerte de mamá fui a casa..., y ya tenía a otra mujer, una chica de la comunidad rusa. Es una niña que puede ser su nieta. No puedo perdonarle eso —dijo con resentimiento—. Comprendo que se sintiera solo, pero solo habían pasado cinco meses... No sé si solo soy yo, pero han pasado dos años y aún siento que es muy reciente. No sé si soy el único que la extraña en todo momento...
—También la extraño —murmuró Natalia con la voz rota por las ganas de llorar—. Tampoco siento que haya pasado tanto tiempo, aún me cuesta creer que ya no está en este mundo. Incluso, algunas veces por impulso, pienso en llamarla para contarle mis cosas, pero después la realidad me golpea. —Le apretó la mano a su hermano—. Me indigna la decisión de papá...
—No sé cómo puedes llamarlo de esa manera, después de que te dijera que no lo hicieras, que ya no eras más su hija, y que no haya tenido el mínimo interés por saber de ti.
—No lo sé, me cuesta desligarme de la figura paterna, pero eso no quiere decir que sienta algún tipo de respeto hacia él, ahora mucho menos, al enterarme de que en tan poco tiempo echó a la basura el recuerdo de mamá y la reemplazó con tanta facilidad. Siendo totalmente sincera, no me ha hecho falta, no lo he extrañado para nada... —confesó, mirando donde su mano sujetaba a su hermano.
—No merece que lo extrañes... —Le regaló una tierna caricia—. ¿Cómo te va en tu vida de casada? —preguntó para cambiar a un mejor tema.
Natalia volvió la mirada hacia Burak, le ofreció la mano mientras sonreía dulcemente. Él la recibió, le dio un beso en el dorso y la acarició.
»Ya, no hace falta que lo digas —intervino Levka.
Zoe iba enseñándole el paisaje a su hijo, pero también estaba atenta a la conversación entre su esposo y su cuñada, por lo que no pudo evitar sonreír ante el comentario.
—Apenas nos estamos enamorando, en todo este tiempo hemos estado conociéndonos —dijo Natalia, segura de que amaba a ese hombre de ojos negros—. Así que ya te imaginarás lo feliz que soy en este momento.
A Levka no le quedaban dudas de que el hombre era especial con su hermana, realmente se merecía a Natalia.
Al llegar a la mansión, después de quitarse los zapatos antes de entrar, Levka se maravilló con las vistas impresionantes hacia el Bósforo y el puente que une a los dos continentes. También se dio cuenta de que la tenía viviendo como una reina, en cada rincón de la casa había muestras de las excentricidades y fotografías familiares, pero más allá de eso, estaban las disimuladas muestras de cariño.
Los recibieron con abundante comida, y la niñera de Nasila, se encargó también de Fredek.
Conversaron un largo rato, mientras disfrutaban de los alimentos que le servían. Levka se enteró de que Burak tenía doce tíos, algo verdaderamente sorprendente, pero que algunos vivían en otras ciudades del país y otros en el exterior, que a pesar de que en un principio no querían a Natalia, por no ser musulmana, ella poco a poco fue ganándose la aceptación, hasta que por fin decidió convertirse al islam.
Ya Natalia le había comentado que fue fácil hacerlo, porque poco a poco fue comprendiendo sobre la religión. Tan solo tuvo que recitar la Shahada, una declaración de fe, que no era más que el reflejo de las creencias que empezaban a anidar en su corazón.
Burak la guiaba en todo momento, lo hacía con amor, dedicación y paciencia. No era una imposición de su parte; al contrario, fue ella quien le pidió que la llevara a la Meca, cuando estaba en el séptimo mes de embarazo de Nasila.
Natalia había aprendido a orar cinco veces al día, a ayunar cuando era el mes del Ramadán y a ayudar a los menos afortunados.
También había aprendido a ser tolerante con algunos de sus conocidos en América, y que creían que ser musulmana era sinónimo de violencia. Tuvo que explicarles, que al igual que en cualquier otra religión, existían extremistas del Islam, quienes en sus intentos por lograr la perfección religiosa, terminaban perjudicando a la comunidad, y también promoviendo acciones de odio.
Burak era consciente de que el hermano de su esposa debía estar agotado por el viaje, por lo que los invitó a que fueran a descansar, también les anunció que por la noche los llevaría a comer fuera de casa, para que empezaran a conocer la ciudad.
Una vez que Levka se fue en compañía de Zoe a la habitación que le prepararon, Natalia fue por Nasila, para amamantarla.
—¿Quieres acompañarme al jardín? —preguntó Burak, una vez que Natalia estuvo de regreso con la hija de ambos—. Ven con papá —pidió, ofreciéndole los brazos a su pequeña, que se ponía eufórica con él y empezaba a balbucear y mover las manos.
Natalia le concedió a Nasila, se pusieron las zapatillas externas y salieron al jardín. Se fueron hasta una banca de madera que colgaba por cadenas de la rama de un gran árbol. Desde ahí podían observar el Bósforo y disfrutar del canto de los pájaros, también de Umut, que había ido al encuentro de sus dueños.
Burak le entregó la niña y observó cómo Natalia se sacó el pecho para ofrecérselo.
—Parece que alguien estaba hambrienta —comentó él, rozándole con la yema de su dedo indicie el mentón a su hija, y de vez en cuando miraba a Natalia sonreír.
—Sí que tenía hambre —dijo ella, entregada a cada momento de la maternidad. Llevó su mano a la mejilla de su esposo, disfrutando de su barba mientras lo miraba a los ojos—. Gracias amor —murmuró—. Gracias por darme felicidad, por darme plenitud, paz, amor, pasión... Gracias por permitirme vivir todas las cosas buenas.
Burak se acercó y empezó a darle besos, a los que ella correspondía.
—No tienes que agradecer, darte lo mejor de mí es un placer.
—Te amo —aseguró contra los labios de él, perdida en esa mirada oscura que la había llevado a conocer otros universos.
Natalia había comprendido al lado de Burak, que tomar decisiones precipitadas, algunas veces eran necesarias para romper cadenas y tener una mejor oportunidad para vivir su propia vida; que arriesgarse no siempre traía consecuencias lamentables, como le había pasado con Edmund.
Con él se arriesgó a querer entregarle su amor, a cambio solo vivió consecuencias devastadoras que los marcaron a ambos, cambiándoles el destino por completo.
Desde ese momento, decidió que nunca más se arriesgaría, que cada una de sus acciones sería cuidadosamente estudiada; sin embargo, tras la muerte de su madre, y descubrir que Edmund había conseguido hacer una vida, decidió dejar de sentirse culpable e ir en busca de su propia felicidad.
Siempre supo que aceptar a Burak, había sido una decisión demasiada precipitada, pero fue la única forma en que pudo comprobar, que en un arranque de locura, también se puede encontrar la felicidad.
CROACIA
—Ven, ven aquí Santi, ven debajo del árbol, que ya estás demasiado insolado y por la noche no podrás dormir.
—Pero papi, allí están los pececitos —dijo, señalando un poco más lejos de donde estaba, con las ganas latentes de aventurarse y saciar su curiosidad.
El agua cristalina del Mar Adriático, le llegaba por las rodillas, mientras Edmund permanecía sentado sobre una piedra, al pie del árbol que extendía sus ramas sobre el agua y que ofrecía una sosegada sombra.
—¿No crees que ya has visto suficientes peces? —preguntó sonriente, sin poder llegar a ser estricto con la razón de su existencia.
Llevaban veinte días en Croacia, en los cuales habían recorrido cinco islas, y todavía le quedaban muchas más por visitar. En ese momento se encontraban en la isla Murter, donde había alquilado una casa pequeña para pasar sus vacaciones.
Edmund se había prometido que apenas fuera un hombre completamente libre, lo primero que haría sería visitar Croacia, porque había sido el último destino que había visitado junto a sus padres, en sus últimas vacaciones, y deseaba revivir aquellos queridos momentos.
Todavía le faltaba que fuera totalmente oficial su libertad, pero Walter consiguió un permiso especial, para que le permitieran sacar a su hijo del país y traerlo a Croacia, donde le celebraría su cuarto año de edad.
Solo esperaba que su abogado le enviara el Certificado de Cumplimiento de Condena, para tener que dejar de depender de permisos y poder ir a donde quisiera sin la autorización de nadie.
—No. —Soltó una carcajada cantarina ante la cara que le puso su padre—. Solo un ratico, un ratico papi.
—Un minuto, tienes un minuto para ver los peces.
—Está bien. —Corrió emocionado chapoteando en el agua.
—Ahí, no vayas más lejos, quédate ahí.
Edmund miraba atentamente a su hijo, mientras la brisa le refrescaba el rostro, brindándole una sensación de paz inigualable.
—Papi, papi... Mira lo que encontré, mira qué bonito —dijo en medio de una algarabía, mostrándole eso que tanto le había llamado la atención.
—Trae a ver, muéstrame —pidió Edmund, poniéndole interés. Esperó pacientemente que su hijo llegara hasta él—. Es una caracola. —Se la quitó y la revisó, asegurándose de que no tuviera otro animal o tierra dentro.
—Una caracola —repitió el niño, al tiempo que su padre se lo sentaba en las piernas.
—Sí, escucha. —Le dijo, poniéndole la caracola en un oído y le tapaba el otro; y no le importaba que le estuviera mojando la bermuda.
—¡Es el mar! —dijo emocionado al escuchar—. Escucho al mar papi. —Tenía los ojos muy abiertos ante la sorpresa.
—Sí, nos la llevaremos y podrás escuchar el mar todo el tiempo.
—¿A donde vaya? —preguntó sorprendido.
—Sí a donde vayas.
—¿Y Chocolat podrá escucharlo?
—Sí, también —dijo sonriente, mientras seguía escuchando y jugueteaba con el anillo que colgaba de la cadena de su padre.
Edmund miraba divertido la emoción en su hijo. Ser padre lo había hecho apreciar las cosas más sencillas de la vida, encontrar felicidad en momentos como esos en que una simple caracola entretenía a Santiago.
De pronto su vista fue vetada y empezó a sentir suaves besos que caían sobre su cuello.
—Por fin despiertas, pensé que una vez más, te ibas a pasar hasta mediodía en cama —dijo, quitándose la mano que le tapaba los ojos y miraba por encima de su hombro.
—Pensaba hacerlo, pero me despertaron con su algarabía.
—Mami, mami... Escucha, es el mar —dijo Santiago, ofreciéndole la caracola.
—¿En serio? —preguntó, emocionándose para que su hijo creyera que la estaba sorprendiendo. Al tiempo que se sentaba en la piedra, al lado de Edmund.
—¡Sí!
April se llevó la caracola al oído y escuchó atentamente.
—¡Lo escucho! —aseguró, guiñándole un ojo a Edmund, quien le acariciaba uno de los muslos—. Toma, sigue escuchando el mar. —Se lo regreso—. Voy a preparar el desayuno, ¿qué desean comer?
—¡Huevos! —dijo Santiago.
—Y mi señor marido, ¿qué desea comer? —preguntó, frotándole con energía la poderosa espalada.
—¿Estás incluida en el menú?
—No para el desayuno, pero si consigues que Santiago se duerma, podría estar para la merienda.
—Entonces, para el desayuno me conformo con huevos, ¿conoces de algún somnífero natural?
—¡Edmund! —Lo reprendió divertida.
—Solo estoy bromeando. ¡No me creerás capaz de dormir a mi hijo, solo porque deseo cuanto antes hacerle el amor a mi mujer? —dijo, al tiempo que cargaba al niño y se ponía de pie.
—¿Voy a dormir? No quiero dormir —dijo Santiago, comprendiendo parte de la conversación.
—Solo hablamos de tu hora de la siesta cariño.
—No quiero papi.
—Sé que no quieres, pero debes hacer la siesta, recuerda que es necesario...
—Para crecer —completó él, seguro de lo que seguiría a las palabras de su padre, quien siempre las repetía.
—Exacto, sano y fuerte. —No pudo contenerse y le dio un beso. Le sujetó la mano a April y caminaron a la casa, por el patio trasero que daba al mar.
Habían pasado casi dos años desde el día en que el alma de Edmund quedó suspendida por quince horas. Durante ese tiempo, sintió morirse minuto a minuto y con una imploración constante.
Cuando por fin vio a Aidan, el corazón prácticamente se le detuvo y dejó de respirar, era la sensación más poderosa de angustia y pánico.
Quería que le hablara, pero también temía que lo hiciera, que abriera la boca para pronunciar palabras que podrían matarlo en vida, porque estaba seguro de que así quedaría si le decía que April no había soportado el autotrasplante.
Sin que se lo pidiera, Aidan le dijo que había salido bien, que había tenido momentos críticos y grandes complicaciones, pero lograron recuperarla y mantenerla con ellos.
Cuando Edmund le preguntó que si eso significaba que ella había muerto, él le dijo que sí, que clínicamente la habían perdido por cuarenta segundos, pero que estaba de vuelta, y eso era lo más importante.
Eso para Edmund no era suficiente, le dolía el pecho y las piernas le temblaban, por lo que terminó dejándose caer sentado en el suelo.
Aidan le repetía una y otra vez que estaba con vida, que era lo más importante, pero no había manera de que la sensación de terror pasara.
Los días siguientes a la operación fueron de constante agonía, ella estuvo cuatro días totalmente sedada, él le hablaba, le suplicaba que no lo dejara, que él sabía que estaba cansada, pero que por favor, siguiera luchando.
Estuvo con ella en todo momento que le permitieron, después de meses siguieron viviendo en la zozobra, por temor a una infección, seguido de constantes pruebas, para determinar si los inmunosupresores no estaban estimulando al nuevo crecimiento de sarcomas.
Casi dos años después, el resultado era negativo, y por fin le dieron permiso para que pudiera viajar e ir a la playa, sin temor a ninguna complicación.
Entraron a la casa con pisos de parque y grandes ventanales, que dejaban correr libremente la brisa y refrescaban el lugar.
—Santiago, ve a ver televisión, mientras tu papi y yo preparamos el desayuno.
—Quiero huevos con jamón y panqueques... Papi, ¿le haces carita feliz? —pidió, mientras ponía la caracola sobre la mesa redonda del comedor de cuatro puestos.
—Está bien, lo haré... Pero primero vamos a quitarte ese short mojado. —Edmund lo cargó y lo llevó al baño, le quitó el traje de baño y lo duchó, para sacarle el agua de mar; después, lo sentó sobre la cama y le encendió el televisor.
De regreso a la cocina, se encontró a April preparando la mezcla para los panqueques, y él se puso a batir los huevos.
—¿Viste la foto que subió Natalia a Instagram? —preguntó April, iniciando un tema de conversación.
—No, mi teléfono se descargó anoche, y ahora que lo mencionas, voy a conectarlo. —Dejó los huevos de lado y caminó a la sala que estaba a pocos pasos, y conectó su teléfono.
—Su hermano fue a visitarla, Nasila está cada vez más hermosa, es igualita al padre. ¿Le has visto las pestañas que tiene?
—Realmente no entiendo la relación de Natalia con Levka...
—Edmund, es su hermano —concilió April.
—Un maltratador... —interrumpió, regresando a batir los huevos.
—Posiblemente ya no lo sea, creo que estaba muy influenciado por el padre. No me impresionaría saber que lo presionaba para que actuara igual que él. La verdad, no parece un mal hombre, su esposa se ve feliz a su lado.
—Verdaderamente, espero que no le esté haciendo la vida un infierno y solo sean una fachada. Pero dejando de lado a Levka. La niña es idéntica al padre, los genes de Natalia no marcaron en absoluto. Imagino al viejo Sergey echando humo por las orejas.
—¡No seas malo! —April rio divertida ante los comentarios de su marido—. Es que los genes de Burak son muy fuertes.
Dejaron de hablar de Natalia y su familia, y se concentraron en trazar los planes para el día siguiente.
Terminaron el desayuno y sirvieron.
—Santi, ven a comer. —Lo llamó April.
—Ya voy mami, un minuto —dijo desde la habitación.
April y Edmund se miraron sin poder evitar sonreír, ella miró el reloj y tomó el tiempo, exactamente un minuto después Santiago seguía sin aparecer; sabía perfectamente que cuando se ponía a ver su programa favorito, no había nada más que llamara su atención.
—Mejor voy a buscarlo —dijo Edmund, y se fue a la habitación. Lo encontró sentado en el centro de la cama, con las piernas cruzadas y los codos apoyados sobre las rodillas, totalmente sumergido en los dibujos animados—. Vamos a comer. —Le avisó y apagó el televisor.
—¡Papi! —Se quejó el niño.
—Primero la comida, ven aquí. —Lo cargó y se lo sentó sobre los hombros.
El niño empezó a reír divertido.
—Cuidado papi, baja..., baja. —Le pidió, para que no lo estampara contra el marco de la puerta.
Edmund reía, porque él sabía que debía tener cuidado, aun así, el sentido de defensa de su hijo estaba alerta.
Al llegar a la cocina, lo sentó en su silla.
—¿Qué me dices, te gusta la carita feliz? —preguntó Edmund, quien había puesto empeño en decorar el desayuno de su hijo.
—¡Sí! Me gusta, parece un sol... —dijo, observando los panqueques rodeados con melocotones cortados en tiras; con arándanos había improvisado unos ojos sobre dos rodajas de cambur; una cereza era la nariz, y la sonrisa la creó con sirope de chocolate.
—Es que es un sol. —Le dijo sonriente y le agitó el pelo.
—Gracias papi, eres mi cocinero favorito.
—Pensé que era la abuela —comentó Edmund, al tiempo que se sentaba.
—Bueno, mi abuela es la mejor abuela cocinera —dijo, tratando de quedar bien con ambos—. Y tú el mejor papi cocinero...
—Y supongo que soy la mejor mami cocinera —intervino April sonriente.
—¡Sí! —dijo agarrando un arándano, dejando tuerto al panqueque, y se lo comió, mientras Edmund le servía huevos.
Después del desayuno, se fueron a pasear por la isla; decidieron llevar a Santiago al acuario y almorzaron en el restaurante del lugar.
Edmund no tuvo que darle ningún somnífero a Santiago, porque de regreso a la casa, se quedó rendido.
April y Edmund sabían que era el momento ideal para poder darle rienda suelta a la pasión, por lo que se fueron a la terraza privada de su habitación, que tenía hermosas vistas hacia el mar y donde había un jacuzzi.
Hicieron el amor como se lo habían prometido durante la mañana, Edmund recorrió el cuerpo de April a besos, sobre todo la cicatriz en medio de su pecho, para hacerle sentir que amaba de ella hasta esas pequeñas imperfecciones. Besaba con infinita ternura las huellas de la segunda oportunidad que la vida les había dado.
Y en susurros le decía cuánto la amaba y lo feliz que lo hacía; a su vez, April se entregaba sin restricciones y respondía a los «te amo» de él, con los «te amo» de ella.
Se quedaron abrazos dentro del Jacuzzi, mirándose a los ojos, mimándose con caricias, viviendo plenamente de ese amor que se tenían.
La noche la pasaron en casa, viendo televisión con Santiago, porque tenían que irse a la cama temprano, ya que a primera hora del día siguiente partirían a otra isla.
April se levantó muy temprano y Edmund seguía rendido, fue a la habitación de Santiago y estaba recién despertándose.
—No hagas ruido, que papi está durmiendo; ven, colorea aquí. —Le entregó un cuaderno de dibujos y algunos crayones—. Voy al baño.
—Quiero ir contigo mami —dijo, clavando sus hermosos ojos grises en ella.
—No puedes mi amor, en un ratico regreso... ¿Por qué no coloreas algo para mami?, ¿me regalas esta flor? —Le pidió, señalando un girasol—. ¿Sabes qué color se usa? —Santiago agarró el crayón amarillo—. Sí, con el amarillo.
—No tardes mami.
—Prometo no tardar, solo unos minutos.
April se fue al baño de visitas, por si Edmund despertaba no se la encontrara en el de la habitación principal.
Se fue a su cartera, buscó lo que Walter le había enviado y llevaba semanas ahí. No había querido dárselo a Edmund, porque estaba esperando justo ese momento para hacerlo.
Caminó a la habitación de su hijo, quien no había terminado de colorear el girasol.
—Santi, ¿quieres despertar a papi y darle un regalo? —preguntó emocionada.
—¡Sí! Sí quiero —dijo, excitado.
—Bueno, primero tienes que darle este sobre y después esta cajita... Agarra primero el sobre.
April lo ayudó a bajar de la cama y el niño corrió con los regalos a la habitación. Subió a la cama donde Edmund estaba acostado boca abajo, y empezó a zarandearlo.
—Papi, papi, despierta... Papi, despierta —dijo, sacudiéndolo—. Te tengo un regalo.
—Sí, sí, ya desperté. —En realidad seguía más dormido que despierto.
—Toma, es tu regalo —dijo ofreciéndole el sobre, mientras estaba sentado en la cama, encima de sus talones.
April observaba sonriente la escena desde el umbral de la entrada a la habitación.
Edmund agarró el sobre, preparado para otro dibujo familiar hecho por Santiago, pero se encontró con la sentencia de libertad.
Era algo que ya estaba esperando desde hacía mucho, pero tenerla por fin en sus manos era lo mejor que podía pasarle, era la mejor noticia, era un hombre totalmente libre y no podía creérselo.
—¡Soy libre! —gritó emocionado—. ¡Soy libre!
April reía divertida y conmovida por ver a su marido tan feliz, que los ojos le brillaban por las lágrimas que se asomaban.
—Papi..., papi, te tengo otro regalo —dijo, ofreciéndole con las dos manos la cajita con un estampado floreado.
—¿Otro regalo? —Se sorprendió Edmund, pero con la curiosidad en el punto más alto, le quitó la tapa a la cajita, mientras su hijo lo miraba expectante. Y se encontró con una prueba de embarazo—. Embrazada, dos o tres semanas. —Leyó en voz alta, sin poder evitar que las manos le temblaran.
No dijo nada, solo salió de la cama y corrió hasta donde estaba April. La cargó y la abrazó fuertemente, después de ocho meses intentándolo, por fin daba positivo.
Sintiéndose feliz y tonto, se echó a llorar, era demasiada dicha para un solo día.
—Es el mejor día de mi vida, de toda mi vida... —dijo eufórico, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, mientras giraba con ella en brazos.
April reía feliz, feliz de hacer dichoso al amor de su vida, mientras el fruto de su amor aplaudía sobre la cama, y el otro crecía en su vientre.
Cuando vio por primera vez a Edmund, no imaginó que llegaría a ese punto, no imaginó que unirían sus vidas y serían tan felices.
Jamás pensó que una puta y un expresidario tendrían un futuro próspero, lleno de amor y felicidad, pero ahí estaban, dándole continuidad a su historia.
NOTA: Gracias por haberle dado la oportunidad a la historia. Gracias por acompañarme en cada capítulo, por tener paciencia. Espero que lo hayan disfrutado al leerla tanto como yo al escribirla.
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