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CAPÍTULO 60


El día al que April más le temía había llegado, no había dejado de estar nerviosa ni por un segundo, aunque tratara de ocultárselo a sus seres queridos e intentara infundirse seguridad y esperanza para poder calmarse.

La habían ingresado la noche anterior, para prepararla con tiempo. No permitieron que Edmund se quedara a pasar la noche con ella, a pesar de que le hizo falta, fue de gran alivio, pues de esa forma no pudo darse cuenta de que la preocupación no le había permitido dormir.

Todos llegaron a primera hora de la mañana, intentaban mantener una amena conversación, mientras Santiago estaba sentado sobre su regazo.

—Me están matando de hambre, lo primero que haré al salir de esa operación será comer —dijo, siendo positiva.

—Voy a prepararte tu comida favorita —dijo su madre, mientras le sostenía la mano y se esforzaba por ser fuerte, por darle ánimos a su hija, pero verdaderamente estaba aterrada.

—¿Dónde está Edmund? —preguntó, puesto que ya llevaba más de media hora desaparecido, y en un par de horas se la llevarían.

—Dijo que iba por un café —comentó Carla.

—Él y su vicio. —Sonrió, recordando que Edmund no podía pasar la mañana sin su buena dosis de cafeína.

—Seguro que no debe tardar —comentó Abigail, dedicándole una mirada cómplice a Carla.

En ese momento la puerta se abrió y Edmund entró.

—Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma —dijo April, ofreciéndole la mano.

—Así que están hablando de mí eh, supongo que nada bueno. —Atendió la petición de ella y le sujetó la mano, al tiempo que se acercó lo suficiente para darle un beso en la frente.

—¿Cuántas tazas de café llevas a esta hora?

—A falta de cigarros, me ha tocado duplicar la dosis —bromeó de la exigencia que le había hecho Aidan, de no fumar los días previos y posteriores a la operación, porque le hacía daño a April.

—Lo siento —dijo, acariciándole el rostro.

—Está bien, he pensado en dejarlo de manera definitiva... —hablaba, mientras le rozaba los cabellos—. Mejor dime, ¿estás preparada?

—Ya no hay vuelta atrás, lo estoy, pero... No puedo negar que estoy deseando que las dos horas que faltan pasen lentamente.

—No hablo de la operación —dijo, buscando algo en el bolsillo de su pantalón—. Hablo de que quiero saber si estás preparada para decirme que sí —indagó, mostrándole una argolla matrimonial.

April se quedó sin palabras, solo lo miraba a los ojos, mientras los de ella se llenaban de lágrimas.

»¿Me harás rogar? —preguntó Edmund, al ver que ella había enmudecido. April empezó a negar con la cabeza, al tiempo que las lágrimas se le derramaron, y Abigail y Carla, quienes habían sido cómplices de Edmund, la miraban sonrientes—. ¿No quieres ser mi esposa?... ¿Eso es un no? —preguntó Edmund, entre aterrado y divertido.

—¡No! —chilló April—. Es decir, es un sí...Un «no te haré rogar» y un «sí quiero casarme contigo» —explicó con lágrimas rodando por sus mejillas. En un impulso, le sujetó el rostro, estrelló su boca contra la de él y empezó a darle muchos besos.

—¿Estás segura de que quieres casarte conmigo? —preguntó una vez más.

—Sí, muy segura. Me haría la mujer más feliz del mundo.

—Pues es lo que deseo, hacerte feliz... —Le dio un beso—. Dame unos segundos. —Caminó a la puerta y la abrió—. Walter, pueden pasar.

—¿Qué es esto? —preguntó April sorprendida.

—Es un juez de paz, un notario y mi abogado... Dijiste que deseabas ser mi esposa, así que vamos a casarnos.

—¿Ahora? —preguntó en voz muy baja, como si pretendiera que los demás no escucharan.

—Ahora lo haremos por el civil, sé que te preocupa no estar con un vestido acorde a la ocasión o maquillada, pero nada de eso le importa al que quiere ser tu esposo; después de todo, es a mí a quien deseas impresionar, y déjame decirte que tu sola presencia me impresiona, sin ningún tipo de artificios. Luego de tu recuperación nos casamos por la iglesia, ¿te parece si te vas al quirófano pensando en qué traje de novia te gustaría usar, y a dónde te gustaría ir de luna de miel?

—Sí, me encantaría —dijo sonriente y las lágrimas brotaban con facilidad.

Edmund le enjugó las lágrimas y le dio un beso en la frente.

—Entonces no perdamos tiempo. —Se alejó de ella y miró a los presentes—. Sí, señores, nos casamos —dijo con entusiasmo.

Abigail y Carla irrumpieron con un aplauso, al que también se les unió Walter.

—Pero Edmund. —April, volvió a captar su atención—. No he preparado ningún documento, supongo que necesito algunos requisitos.

—Ya todo está listo, para eso conté con la colaboración de tu señora madre —dijo señalándola, y Abigail levantó la mano, mostrándose sonriente y con los ojos brillantes por ver la dicha en su hija.

—Gracias mamá —dijo April muy emocionada.

—Creo que necesitan espacio —comentó Carla, poniéndose de pie y cargando a Santiago.

—Hijo, sostenme esto por unos minutos —pidió Edmund, entregándole un estuche de terciopelo negro, donde estaban los aros de matrimonio.

—No, no es necesario que se levante —dijo el juez de paz, consciente de que estaba frente a una condición especial y la joven intentaba levantarse—. Señor Worsley, siéntese a su lado.

Edmund obedeció, se sentó a su lado y se tomaron de la mano. Ella estaba temblando y fría.

—¿Estás bien? —susurró su pregunta.

—Sí, solo que estoy nerviosa, nunca antes me he casado.

—Adivina ¿qué? —preguntó y frunció ligeramente la nariz—. Yo tampoco, pero está en mis planes hacerlo muchas veces más y siempre con la misma chica. Aunque ya no serás una chica cuando celebremos la boda de oro.

—Gracias por recordármelo Edmund Broderick.

—Aun viejita y arrugada te seguiré amando.

—Empecemos... Los testigos pueden ubicarse a un lado, por favor —solicitó el juez, por lo que Walter y Abigail se ubicaron junto a la cama—. Buenas tardes, estamos aquí para unir en matrimonio a April Sophia Rickman y Erich Regan Worsley. —Los aludidos se miraron y sonrieron.

El juez continuó con la ceremonia, empezó a leer el acta matrimonial, en el que dejaba claro los términos legales del compromiso y le dio la palabra a uno de los testigos.

—Hoy asistimos... —habló Walter con esa serenidad que lo caracterizaba—, al compromiso público y formal, por el que dos personas inician un proyecto común de vida. Dos personas que por encima de todo se aman, se quieren, no ocultan sus sentimientos, y así lo manifiestan públicamente, sin complejos, con sinceridad y con amor, mucho amor... Del cual yo soy fiel testigo.

Prosiguieron con la lectura de los artículos civiles, mientras que April y Edmund se miraban a los ojos, seguían tomados de la mano y sonreían, dejando en evidencia esa felicidad que retumbaba en sus corazones.

Santiago se mostraba algo inquieto, porque deseaba ir con sus padres, por lo que Edmund tuvo que cargarlo, para que pudieran seguir con el matrimonio.

—Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. —Les recordaba, mientras que Edmund y April se volvían a mirarlo y asentían, de acuerdo con cada una de las cláusulas—. Deberán además, compartir las responsabilidades domésticas, el cuidado y atención de ascendientes y descendientes, y de todas las personas dependientes a su cargo.

Esta vez fue la oportunidad de Abigail para ofrecerles algunas palabras a los novios, no pudo más que expresar agradecimiento hacia ese hombre que hacía feliz a su hija, por protegerla y amarla. Después dirigió sus palabras a April, diciéndole que ella había cambiado su mundo desde el mismo instante en que supo que llegaría a su vida, que había sido el mayor regalo de Dios y de su esposo. No pudo controlar unas lágrimas de emoción y le lanzó varios besos.

—Vamos ahora con la aceptación de los contrayentes... Erich Worsley, ¿aceptas contraer matrimonio con April Rickman y efectivamente lo contraes en este acto? —preguntó, mirándolo fijamente.

Edmund miró a April y apretó aún más la unión de sus manos.

—Sí, acepto. —Al decirlo, pudo notar cómo la mirada de April intensificaba su brillo.

—April Rickman, ¿aceptas contraer matrimonio con Erich Worsley y efectivamente lo contraes en este acto?

—Sí..., sí quiero —dijo con un remolino de lágrimas haciendo estrago en su garganta.

—Ahora pueden intercambiar los anillos —anunció el juez.

—Santi, dame las cajitas, préstamelas. —Le pidió Edmund, quitándole el estuche. Sacó ambas alianzas y le devolvió la cajita a su hijo, para que siguiera jugando. Verificó cuál era el más grande y se lo dio a April, y él se quedó con el más pequeño—. Dame tu mano —pidió, sintiéndose estúpidamente nervioso—. Yo, Erich Worsley, te tomo a ti, April Rickman —hablaba mientras le deslizaba en anillo por el dedo anular, y miraba cómo ambos temblaban—, como mi esposa, y prometo serte fiel y cuidar de ti en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida... Todos, absolutamente todos los días de nuestras vidas. —Se llevó el dorso de la mano de ella y le dio un beso.

—Yo, April Rickman... —Sorbió las lágrimas y sonrió, cuando Santiago le limpió las que le corrieron por las mejillas—, te tomo a ti, Erich Worsley, como mi esposo... Prometo serte fiel y cuidar de ti en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida. Aun cuando pasen muchos años y te vuelvas un viejito cascarrabias, prometo amarte y cuidarte como el primer día. —También le besó el dorso de la mano—. Te luce la alianza Edmund Broderick. —Le guiñó un ojo, tratando de ser sagaz.

—Así parece señora Worsley... Pero ese título es solo en el ámbito legal, porque en mi mente y corazón, siempre serás: «la señora Broderick».

—En virtud de los poderes que me confiere la legislación del Estado de la Florida, los declaro unidos en matrimonio. ¡Felicidades, pueden besarse!

Todos empezaron a aplaudir, y Edmund le sujetó el rostro a su esposa, y empezó a besarla con pasión y ternura.

Después de que se besaran por lo menos un minuto, procedieron a firmar, para validar el matrimonio. Los aplausos siguieron, incluyendo a Santiago, quien imitaba a los presentes.

—El brindis lo haremos después, por ahora no podemos tentar a la novia —dijo Edmund, al tiempo que se levantaba de la cama.

El juez de ceremonia y el notario se marcharon, no sin antes desearles que fueran felices en su matrimonio.

Santiago fue con su abuela, y Edmund regresó a la cama, se sentó al lado de April y la refugió en sus brazos. Siguieron conversando, todos tratando que la chica estuviese tranquila, pero lo cierto era que todos estaban muy nerviosos.

La tensión se hizo sentir cuando llegó la enfermera con una silla de ruedas a buscarla.

—April, es hora. —Le anunció.

Edmund la estrechó aún más entre sus brazos, pero sabía que no podía ser por mucho tiempo.

—Déjame ayudarte. —Bajó de la cama y le tomó la mano, para guiarla hasta la silla, mientras ella le dedicaba una mirada atormentada, la cual no podía esconder.

Abigail se acercó a despedirse, y Edmund le dio espacio, quedándose con el niño.

—Pequeña, todo va a salir bien —susurró, acariciándole la cara, mientras se obligaba a no mostrar debilidad. Debía ser fuerte por su hija, infundirle seguridad.

—Mamá, te quiero... Te amo, recuérdalo en todo momento...

—No hables así, que no es una despedida. —Le reprendió dulcemente, pero era que ella misma estaba aterrada.

—Cuida de Santi y de Edmund mamá, no sé... Debemos ser realistas, no sabemos lo que pueda pasar, y no quiero irme sin que me prometas que los cuidarás.

—Sabes que no necesitas pedirlo, pero eso no va a pasar, tú te harás cargo de tu esposo y de tu hijo. ¿Entendido?

April asintió con la cabeza varias veces, reteniendo las lágrimas que amenazaban al filo de los párpados, y los latidos del corazón alterado, mientras temblaba entera. Le dio un fuerte abrazo a su madre y un beso.

Abigail sabía que debía darse prisa, porque tenían que llevarse a su hija, y aún faltaba el turno de su yerno y su nieto.

Edmund se acercó a su esposa y le entregó al niño. Ella se lo sentó en las piernas y empezó a besarlo incontables veces, mientras el hombre le acariciaba un brazo.

—Todo va a estar bien, en unas horas volveremos a vernos —susurraba con la voz ronca, molesto con sigo mismo, porque no quería que April se diera cuenta de que estaba sufriendo, pero no podía ocultarlo.

—No podré entrar con esto a quirófano. —Con todo el dolor de su alma, se quitó la alianza.

—Está bien, lo aguardaré por ti. —Lo agarró, se quitó la cadena que llevaba puesta, metió el anillo y se la volvió a poner—. Lo mantendré aquí cerca de mi corazón, esperando a que regreses para ponértelo una vez más. —Se acercó y posó su frente sobre la de ella, cerró los ojos para no llorar—. April, te amo, te amo, te amo demasiado mi niña... ¿Lo entiendes?

Ella solo asentía sin encontrar las palabras.

»Te necesito conmigo cariño. Sin ti nada tendría sentido... Nada. Yo no podría soportarlo.

—Edmund...

—Tienes que sobrevivir April, tienes que regresar a mí... Eres mi esposa y prometiste cuidarme cuando ya sea un viejito... Tu viejito.

April no pudo más y terminó sollozando.

—Tengo miedo mi vida, tengo mucho miedo.

—No llores princesa, tienes que estar tranquila.

—No puedo estarlo, sabiendo que si no salgo de ahí, dejaré lo mejor que le puede pasar a cualquier ser humano...

—Pero vas a salir, en unas horas nos veremos, en unas horas solo tendremos este momento como un recuerdo, solo eso..., solo eso. Santi y yo vamos a estar esperándote, y vas a regresar... Repite conmigo: «voy a regresar». —Le pidió—. «Voy a regresar». —Ella repitió con él, quien buscó su boca una vez más. Quería quedarse con el sabor de sus besos, mientras ella lucharía por su vida.

—Edmund, si algo pasa, quiero que sigas adelante, sigue adelante amor.

—No, no digas eso —suplicó, sin poder contener las lágrimas—. Solo dime que volverás, y no me pidas que intente superarte, porque no lo voy a hacer. Acabo de comprometer mi vida contigo, nuestra vida acaba de empezar, y no vas a arruinarla. Piensa..., piensa en todas las cosas que tenemos por hacer, como por ejemplo, una linda niña, con tu nariz de ratoncita.

April sonrió a través de las lágrimas, lo besó todavía más, deseando con toda su fuerza detener el tiempo en ese instante.

—Te amo esposo mío —susurró cuando se separaron. Ella volvió a besar la cabeza de su hijo y se lo entregó a Edmund, segura de que él lo cuidaría muy bien.

Edmund se levantó, pero se mantuvo aferrado a la mano de ella, hasta que ya no pudo seguir sosteniéndola, porque tuvieron que llevársela, y él se quedó con el alma pendiendo de un hilo, y ese único hilo era su hijo, el que tenía entre sus brazos.

FIN

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