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CAPÍTULO 58


A Edmund le extrañó llegar al hospital y no encontrase a April, en su lugar estaba Abigail, consintiendo desmedidamente a Santiago. Supuso que estaría en el baño y su madre se había quedado unos minutos más.

—Buenas noches —saludó sonriente, captando inmediatamente la atención de Santiago.

—Papi, papi —dijo emocionado, queriendo ponerse de pie sobre la cama, pero para eso todavía necesitaba la ayuda de alguien, y su abuela lo auxilió rápidamente.

—¡Hola Santi! Ven aquí, te extrañé. —Lo cargó y le dio un beso—. ¿Dónde está April? —preguntó feliz de tener a su hijo en los brazos, últimamente, cuando estaba en el trabajo, se pasaba el tiempo anhelando ese momento en que Santiago le ofrecía sus bracitos para que lo cargara.

—Salió, supongo que no debe tardar en llegar —respondió Abigail, levantándose del sillón—. Te traje comida, sé que la de aquí ya te debe tener cansado.

—Muchas gracias, de verdad lo agradezco, porque no solo me tiene cansado, sino que también es malísima —confesó.

—Lo bueno es que ya queda poco tiempo.

—Es lo que me mantiene positivo... ¿No sabes a dónde fue? —preguntó retomando el tema, sintiéndose extrañado y preocupado.

—No lo sé, pero hace un momento me envió un mensaje diciendo que estaba bien y que ya iba a salir para acá.

—Voy a llamarla. —Buscó su teléfono en el bolsillo del pantalón y le marcó. Justo escuchó el repique de la llamada, en el momento que April entró a la habitación.

—Parece que alguien intenta controlarme. —Sonrió, segura de que quien la estaba llamando en ese momento era Edmund.

—Solo quería asegurarme de que estuvieras bien.

—Bueno, aquí estoy, en perfectas condiciones —dijo abriéndose de brazos, esforzándose por sonreír. Caminó hasta Edmund y atendió la petición silenciosa que su hijo le estaba haciendo al ofrecerle los brazos.

—¿Segura de que estás bien? —preguntó, advirtiendo que había estado llorando. Los párpados hinchados y la nariz sonrojada, ella no podía ocultarlo con una sonrisa.

—Muy segura —confirmó, pidiéndole con un gesto un beso y él atendió a la solicitud.

—Mentirosa, no sé por qué te empeñas en mentirme si sabes que te descubro.

Ella frunció la nariz en un gesto divertido y le dio otro toque de labios.

—Solo necesitaba tiempo a solas, algunas veces lo necesito para desahogarme; de lo contrario explotaría, pero no te preocupes por eso... —susurró para no preocupar a su madre.

—Lo entiendo. —Le besó la frente, mientras se tragaba sus miedos.

April caminó hasta donde estaba su madre y allí se quedaron conversando un rato. Edmund las admiraba, seguro de que Abigail sí sabía muy bien a dónde había ido April. Algunas veces envidiaba la complicidad que existía entre ellas.

Abigail se despidió para ir a descansar, había pasado toda la mañana en el hospital, después se fue a casa, pero regresó pocas horas después con comida, y se quedó con Santiago, en lo que su hija salía a hacer algo muy importante.

Edmund y April aprovecharon para cenar junto a Santiago, quien poco a poco empezaba a comer alimentos sólidos.

—¿Te gusta? —Le preguntó Edmund, dándole de comer. El niño asintió y abrió la boca—. ¿Está bueno?

—Muy bueno —dijo, arrancándole una carcajada al padre.

—Es que abuela cocina buenísimo. Creo que terminará engordándonos.

El niño volvió a mover la cabeza afirmando, mientras se chupaba los dedos.

—¿Te dijo el doctor cuándo podremos llevarlo a casa? —Edmund dirigió su atención hacia April, ya que por asuntos laborales, no pudo estar en la reunión que tuvo ella esa mañana con el médico de Santiago.

—El miércoles, dijo que había evolucionado muy bien y que podríamos llevarlo a casa una semana antes.

—¿Este miércoles? Es una excelente noticia... Tan solo te quedan dos días Santi para que nos vayamos a casa... ¿Quieres ir a casa? ¿Quieres ver a Chocolat?

—¡Sí! ¡Chocolat! ¡Jugar con él! —dijo emocionado—. ¿Vamos a verlo?

—Sí, lo verás muy pronto.

Terminaron de cenar y siguieron su rutina de todas las noches, dormir al niño y después acostarse ellos en el sofá, donde descansarían abrazados.

Al día siguiente en la mañana, Edmund le pidió a una de las decoradoras de interiores que trabajaba para Worsley Homes, que fuera a su casa, ahí la atendería el ama de llaves y le informaría lo que deseaba hacer.

Después tuvo una reunión con Walter, a quien le contó todo lo de Natalia. Su amigo se mostró sorprendido, jamás imaginó que la chica hubiese sido víctima de abusos por parte de sus compañeros de clases. Lo que no entendía era cómo su padre había puesto sobre los hombros de Edmund todo el peso de la ley, y no lo hizo con esos otros chicos que después de todo, le habían hecho mucho más daño a su hija de lo que le había hecho él.

Su agenda ese día no le dejaba ni un minuto para respirar, en cuanto terminó su reunión con Walter, debió dirigirse a la sala de conferencias, donde había citado a los gerentes de los departamentos más importantes de Worsley Homes, para anunciarles la renuncia irrevocable de la señorita Natalia Mirgaeva. Todos se sorprendieron ante la repentina renuncia de la mujer.

Edmund les aseguró que esa misma semana encontraría un reemplazo con las mismas habilidades laborales que la señorita Mirgaeva.

Trabajó arduamente todos los días con la única intensión de poder tener libre el miércoles, porque quería ser él, en compañía de April, quienes llevaran a Santiago a casa.

Su hijo se había ganado el corazón de casi todos los que trabajan en el hospital, entró en ese lugar sintiendo pánico hacia las enfermeras y médicos, pero poco a poco, empezó a tenerles confianza y a quererlos.

Recibió muchos regalos, el auto de Edmund parecía la casa de Carl Fredricksen, por todos los globos que le habían obsequiado, y que sí o sí debían llevárselos a casa.

Durante el trayecto, Santiago le pidió música a Pedro, por lo que el chofer tuvo que complacerlo, pero no lo hizo con ranchera, sino con un bolero de Armando Manzanero, el que tuvo que cantar por petición del niño, y él, que tenía alma de cantante, ya que ese había sido su más grande sueño sin cumplir, no dudó en entonar:

Yo te propongo,

que nos amemos, nos entreguemos

y en el momento que el tiempo afuera no corra más.

Yo te propongo,

darte mi cuerpo después de amar y mucho abrigo

y más que todo y más que todo brindarte a ti mi paz...

Edmund entendía perfectamente la letra de la canción, y fijó su mirada en April, quien sonriente, miraba cómo Santiago estaba embelesado mirando a Pedro cantar.

Puso su mano sobre el muslo de ella, y cuando captó su atención, la volteó con la palma hacia arriba, April comprendió y puso su mano sobre la de él, entrelazando sus dedos.

Se acercó a ella y le mordió ligeramente el hombro, después le regaló una caricia con la punta de su nariz, y llevándola en ascenso, le acarició los labios.

—Dame un beso. —Más que una petición había sido una súplica.

April lo complació, le dio un beso intenso, apasionado.

—Santi, aquí... Sigue la canción. —Pedro llamó al niño, quien había dejado de mirarlo para ver cómo sus padres se entregaban a la intimidad de una ardiente pasión.

Yo te propongo,

de madrugada si estas cansada

darte mis brazos y en un abrazo hacerte a ti dormir.

Yo te propongo,

no hablar de nada seguir muy juntos la misma celda

y continuar después de amar al amanecer, al amanecer.

El chofer siguió cantando, conduciendo y tratando de tener la total atención del niño, mientras los padres seguían besándose.

Edmund poco a poco fue reduciendo la intensidad del beso, hasta que sonrientes se separaron; sin embargo, sus dedos seguían entrelazados.

En casa los esperaban Abigail, Carla y Aidan, quien había llevado a su hijo, pero no a su pareja, puesto que todavía no contaba con la confianza suficiente hacia Edmund.

Santiago no quiso seguir en los brazos de su padre, ya que deseaba caminar, pero con la seguridad de estar aferrado a las manos de sus padres. Su espontánea felicidad era evidente ante todos. No conocía ese lugar, esperaba llegar al único hogar que conocía, por lo que se sentía extraño, pero su pequeño corazón recién operado latió muy fuerte al ver a su mascota.

—¡Chocolat! —dijo emocionado, acuclillándose mientras su abuela retenía al perro.

—Con cuidado, con cuidado —pidió Edmund, al ver que tanto Santiago como Chocolat estaban muy emocionados.

El niño empezó a besar al perrito y a acariciarlo, levantando la mirada brillante de felicidad hacia su padre.

—Es hora de que veas algo —dijo Edmund, tomándolo en brazos nuevamente.

—Chocolat.

—Ahora podrás jugar con él, vamos arriba. —Edmund le tomó la mano a April, llevándola también.

Llegaron a la segunda planta, donde él se encargó de abrir la puerta de una de las habitaciones; inmediatamente, los ojos grises de Santiago brillaron con intensidad, y su gran sonrisa dejaba claro que estaba gratamente sorprendido.

—¿En qué momento pasó esto? —preguntó April tan emocionada y sorprendida como Santiago.

—Mientras no estábamos en casa... Santi, ¿te gusta? Esta es tu nueva habitación —dijo Edmund, poniéndolo de pie sobre la cama, que era un gran balón de fútbol americano.

—Sí, sí... —Movía la cabeza para darle seguridad a sus palabras.

La habitación había sido decorada en tonos azul, verde, marrón y blanco, donde dominaban los detalles del deporte que apasionaba al padre, pero también de otros temas infantiles que conjugaban muy bien.

—Seguro que no va a querer salir de aquí —dijo April, mientras le acariciaba la espalda a Edmund—. Recuerda que no debes consentirlo de más.

—Solo lo necesario. Necesita su propio espacio. —Se acercó al oído de ella—. Porque tú y yo vamos a requerir de mucha privacidad.

April le regaló una sonrisa pícara, mostrándose de acuerdo con él. En contra de los deseos de Santiago por permanecer en su habitación, regresaron con las personas que habían ido a darle la bienvenida a su nuevo hogar.

Disfrutaron de un rico almuerzo, en el que colaboró Abigail, porque a ella le apasionaba cocinar, ganándose constantemente los elogios de todos los presentes.

Santiago y su amigo Kurt jugaban con Chocolat, bajo la supervisión de Carla, mientras que April conversaba con su mamá, y de vez en cuando le echaba un vistazo a Edmund, quien estaba reunido con Aidan. Eso la ponía nerviosa, ya que sabía que solo estaban hablando de su intervención.

Uno a uno se fueron despidiendo los invitados, sabían que no sería una larga celebración, porque Santiago todavía necesitaba de mucho reposo.

Edmund aprovechó la hora de la siesta de Santiago para hacer ejercicio, debía hacerlo, pues últimamente estaba abusando con las comidas que Abigail preparaba.

Corrió por una hora en la cinta continua e hizo una rutina con pesas, para mantener sus brazos fortalecidos. Aprovechó su momento de soledad para llamar a «la rusa». Realmente debía catalogarla como su salvadora, porque era a la que siempre recurría cuando necesitaba de cosas de mujeres, de las que él no tenía la más remota idea.

Salió del gimnasio y se fue al área de la piscina, donde se encontraba April, acostada boca abajo en una tumbona, leyendo.

—¿Cómo va la historia? —Le preguntó, al tiempo que se sentó al borde del asiento y le palmeó el trasero.

—Bien, entretenida. ¿Terminaste la rutina? —Lo miró sonriente.

—Sí, ahora voy a ducharme, o mejor... —La sujetó por la cintura, cargándola sin ningún esfuerzo—. Vamos a darnos un chapuzón.

—No Ed... Espera, ¿qué haces? —preguntó divertida en sus brazos.

Edmund no atendió a ninguna de las protestas de April, y con ella en brazos, se lanzó al agua, donde empezaron a juguetear, pero también a compartir besos y caricias.

—Siento interrumpir Edmund, pero se te hará tarde. —La voz de «la rusa» reventó la burbuja en la que se encontraban—. Hola April, un gusto verte de nuevo. —Recordó que debía llamarla por su nombre, y no por el que ella le conocía.

—Hola rusa. ¿Tarde para qué? —Le preguntó April a Edmund.

—Es una sorpresa, así que no la arruines con preguntas. —La rusa respondió por Edmund—. Bueno, bueno... Salgan de ahí.

Ambos nadaron hasta la escalera para salir, y los ojos azules de la rusa se clavaron en la erección de Edmund, la que evidentemente se dejaba ver a través de la malla deportiva que llevaba puesta.

»Veo que se lo estaban pasando muy bien, pero hay asuntos prioritarios.

April no tenía la más remota idea de lo que hacía la rusa ahí, no sabía hasta qué punto le agradaba que Edmund siguiera manteniendo amistad con ella. Sabía que ellos habían tenido sexo; de hecho, los tres habían tenido sexo.

—Pueden ir a la habitación, vayan adelantando —sugirió él.

Los ojos de April se abrieron de par en par, suponiendo cuál era la sorpresa que Edmund estaba preparando. Estaba loco si pretendía que tuviera sexo con la rusa, en la misma casa que estaba su madre y su hijo.

—Edmund. —Caminó hasta él para excluir a la rusa—. ¿Acaso estás loco? No voy a participar en tu juego, ¡por Dios! Santiago está durmiendo en la habitación de al lado... No imaginé que las cosas serían de esta manera...

—April. —Le acunó el rostro—. Para..., para, no es lo que estás imaginando. La rusa no está aquí por sexo —dijo sonriente, al darse cuenta de la ligera imaginación de April—. Solo viene a ayudarte.

—A..., a... ¿A ayudarme? —balbuceó su pregunta, sintiéndose tonta por desconfiar de Edmund.

—Así es, ya no pierdas el tiempo y ve con ella.

—¿Para qué necesito de su ayuda?

—Ya deja de hacer preguntas «ratoncita curiosa» y ve con ella.

—¿Por qué me dices «ratoncita»? —preguntó divertida.

—Rusa, llévatela. —Él mismo la giró y le dio una nalgada, para que avanzara.

A April no le quedó más que irse, y bien sabía que ella tampoco le diría lo que se traían entre manos.

Llegaron a la habitación, y la mujer dejó sobre la cama el bolso que llevaba.

—Ve a ducharte. —Le pidió.

—Rusa, ¿en serio no me vas a decir qué está pasando?

—En unos minutos lo descubrirás, ya no pierdas tiempo.

—Está bien, espero que valga la pena tanto misterio.

—Seguro que lo valdrá —dijo.

April se fue al baño y ella aprovechó para ir a buscar el portatraje que había dejado en uno de los sofás de la sala.

Edmund también aprovechó el momento para entrar el vestidor y sacar algunas prendas.

Cuando April salió, se encontró con la cama llena de maquillajes, secador, pinzas, plancha y productos para peinado.

—Solo puedo decirte que será una noche especial —comentó, segura de que ya no podía seguir ocultándole a April que tenía una salida pendiente con Edmund.

Inevitablemente, se sintió estúpida por haber desconfiando de Edmund y de la rusa. Suponía que necesitaba tiempo para dejar atrás los demonios de un pasado marcado por la depravación.

—Gracias, siento haber desconfiado...

—Tranquila, yo también lo hubiese hecho... Ven, siéntate. —Le señaló el sillón y le posó las manos sobre los hombros—. April, no tienes de qué preocuparte. Edmund no es mi tipo...

—Mentirosa —dijo sonriente.

—Está bien, está buenísimo, y con el sexo ni digo, porque tú tienes el privilegio de tenerlo todos los días. Si yo fuera tú, no lo dejaría descansar, es más... —Señaló hacia la salida—, mandaría a sellar esa puerta, me olvidaría del mundo y solo dejara el espacio suficiente para que nos pasen el plato de comida... Pero es tuyo, es tu hombre y lo respeto; además, al parecer se volvió monógamo, pues tiene meses que no va por el Madonna.

Escuchar a la rusa decir eso, la llenó de seguridad y orgullo; le gustaba saber que Edmund no había vuelto por el Madonna. Sabía que no iba a ser un hombre totalmente fiel, porque conocía la esencia masculina.

Como prostituta, aprendió que el hombre no relacionaba sexo con amor, ya que tuvo muchos clientes que aseguraron estar enamorados de sus esposas, pero iban en busca de distracción y variedad. Los hombres no solían ser rutinarios, tarde o temprano caían en la tentación.

Muchos decían que tener sexo con ellas no era igual, que con sus mujeres solían disfrutar, vivir con intensidad los sentimientos que se despertaban en ellos, que mientras poseían a sus mujeres, también le conquistaban el corazón, pero también aseguraban que en algún momento ansiaban otros cuerpos, otras caras, otras formas de manifestarse en una cama.

No aspiraba a que Edmund hiciera la diferencia de lo que hacía el hombre promedio, pero con ella todavía estaba totalmente satisfecho, y eso la hacía sentir muy bien.

La rusa empezó a secarle el cabello, mientras conversaban de experiencias vividas en el Madonna. Se reían con anécdotas divertidas de algunos clientes.

El tiempo pasaba muy rápido mientras la maquillaba, después le hizo un peinado sencillo, de media cola, con un aspecto de ondas ligeramente despeinadas.

La rusa era de ese tipo de chicas que llevaba por dentro alma de estilista y maquilladora, que todo lo sabía, porque estaba al día con la tendencia. Algunas veces se hacía dólares extras cuando la llamaban de algún hotel, para prestar esos servicios a mujeres que debían cumplir con algún compromiso.

Cuando terminó, caminó hasta el portatrajes, bajó el cierre y sacó un vestido celeste.

—Mira esta belleza. —Le dijo, mostrándoselo a April—. Anda, póntelo.

—Es bellísimo. —Estuvo de acuerdo, se quitó el albornoz y quedó solo con una tanga de hilo delante de la rusa.

Al ponérselo, se dio cuenta de que era sensual, estilo griego, con una abertura en la pierna derecha que le llegaba al muslo, y que se perdía por la ligereza de la tela. Era ceñido en la parte alta de la cintura, resaltando su esbelta silueta; y el escote profundo, dejaba poco a la imaginación.

—Tenemos que darnos prisa, ya Edmund debe estar esperándote —dijo, al tiempo que le ofrecía unos pendientes de diamantes en forma de solitarios, y también le dio un anillo.

—¿Esto de dónde salió?

—De Tifanny —dijo con simpleza—. Son tuyos.

—Definitivamente, Edmund ha enloquecido.

—Tú eres la culpable de eso... Eres hermosa, y mi trabajo ha quedado prefecto. No podía esperar menos de mí. —Se autohalagó.

Al bajar, April se enamoró más de ese hombre que vestía un pantalón color hueso y una camisa celeste; llevaba el cabello peinado hacia atrás. Esos colores claros le resaltaban más el color de piel y de sus ojos. Se veía arrollador.

—No te pregunto si ya estás lista, porque si te faltara algo más, terminarías fulminándome —dijo, acercándose a ella y le sujetó la cintura—. Estás preciosa. —Le dio un ligero beso en los labios.

—¿Y Santi? Debe estar al despertar.

—Abigail dijo que se encargaría de él, mientras nosotros vamos a disfrutar de un atardecer que haremos inolvidable.

—Yo ya he terminado mi trabajo aquí, así que me voy —intervino la rusa—. Trabajo esta noche y no he descansado nada.

—Gracias —respondieron ambos a la vez.

—Diviértanse.

—Igual. —Edmund le guiñó un ojo—. Seguimos en contacto.

La rusa se marchó, y ellos fueron hasta el estacionamiento, donde los esperaba Pedro, ya listo para partir.

April jamás imaginó que Edmund se preocupara por llevarla a un restaurante tan romántico, no lo creía un hombre sentimental, pero definitivamente, la estaba sorprendiendo.

Caminaban tomados de la mano, mientras el maître los guiaba por el restaurante al aire libre, que era una plataforma de madera sobre la laguna, con una majestuosa vista a la bahía Biscayne.

Muros de madera sostenían las divisiones de cortinas blancas que se agitaban ligeramente con el viento, lo que hacía el ambiente más íntimo y romántico, junto a las mesas con mantelería en el mismo color.

Supuso que Edmund había reservado alguna de esas mesas para ellos, pero se dio cuenta de que no había sido así, cuando vio que abandonaron el restaurante y empezaron a bajar unas escaleras.

—Ten cuidado. —Le pidió él, mientras le ayudaba a bajar, y ella se alzaba ligeramente la parte delantera del vestido.

Siguieron por un camino de arena de playa, enmarcado por vegetación silvestre, donde algunas flores de varias especies acompañaban al verde, con sus vivos colores.

Ante los ojos azules de April, se presentó un camino iluminado por antorchas hacia una mini isla, en medio del mar.

—No puede ser, es precioso —susurró emocionada.

En el centro de la isla había una sencilla estructura de madera y cortinas de ligera tela blanca, una mesa para dos, igualmente vestida de blanco y farolas con velas rodeaban el encantador ornamento.

Aún no oscurecía, pero estaba segura de que cuando se hiciera de noche, debía parecer de cuento de hadas.

Disfrutaron del maravilloso atardecer y una cena inolvidable, Edmund le regalaba hermosas palabras llenas de amor y seducción, que poco a poco fueron preparándola para el momento que regresaron a casa y se encerraron en la habitación a hacer el amor.

Antes de quedarse dormidos, decidieron ducharse, y vistiendo cada uno el albornoz, se fueron a la habitación de su hijo, quien estaba rendido.

Abrazados, velaron el sueño de Santiago por casi una hora, después regresaron a su habitación, donde se permitieron descansar.  

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