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CAPÍTULO 54


Natalia despertó con un terrible dolor de cabeza y con los ojos sumamente hinchados, tanto, que le costó un mundo abrirlos. Se quedó en la cama mirando al techo, mientras parpadeaba lentamente, sintiendo como si tuviese granos de arena al filo de los ojos.

La luz que se colaba por debajo de la persiana, le aseguraba que era de día; no sabía qué hora era, tampoco le interesaba saberlo, solo estaba ahí en la cama, casi inmóvil, respirando lánguidamente, con las sienes latentes por el dolor.

La música seguía casi susurrando en su habitación, era la voz de Adele, quien la acompañaba, con una interrogante que ella ya se había hecho millones de veces. ¿Qué pasará si no vuelvo a amar jamás? Mientras suplicaba por un recuerdo que pudiera atesorarlo.

Ese recuerdo ella lo tenía, realmente tenía muchos momentos que la ataban a ese pasado junto a Edmund, y que había atesorado por tantos años.

Se llevó las manos a la cabeza, haciendo una leve presión, como si con eso fuese a contener el dolor, pero no lo conseguía.

No sabía si encontraría la fuerza para salir de esa cama, no quería enfrentar al mundo, ni siquiera quería seguir siendo parte de él; suponía que ante ese pensamiento de querer dejar de existir, debía llamar a su psicóloga y contárselo, pero para ella era fácil, porque no estaba en sus pies, no sabía lo difícil que era su vida, que ninguno de sus consejos cambiaría la realidad que verdaderamente no quería enfrentar.

Todo era un completo caos, su madre ya no estaba y el vacío que había dejado era torturante, por otro lado, había descubierto que Edmund llevaba años en libertad, y meses de haber regresado a su vida sin darse cuenta.

Ahora tenía un hijo que aparentaba tener más de un año, lo que le estrellaba dolorosamente en la cara, que Edmund, apenas salió de prisión, rehízo su vida con otra mujer, que no la buscó, no pidió explicaciones, no quiso aclarar nada, lo que daba a entender que ya no le interesaba, no estaba en sus planes amarla, como ella lo había hecho todo ese tiempo.

Adele seguía cantando, recordándole a través de las letras, palabras que salieron de la boca de Edmund.

—Me dijo que yo sería su único amor, que iba a ser la madre de sus hijos, me dijo tantas malditas mentiras, que me he creído como una tonta... Cada día desde hace trece años he condicionado mi vida a él, a su amor... Esperando... ¡Qué ingenua he sido! —murmuró, sin poder controlar nuevamente sus lágrimas de dolor y decepción—. No me buscó, solo lo hizo para usarme, para jugar conmigo como lo hicieron sus amigos, como lo hicieron todos.

Impulsada por la rabia que le daba descubrir las intenciones de Edmund, se levantó, y haciendo caso omiso al dolor de cabeza, se fue al baño.

—Le prometí a mamá que no iba a permitir que me dañaran más, no puedo permitirlo... Tampoco puedo seguir dañándote Edmund, sé que por mi culpa te hicieron mucho daño, lo sé, pero a mí también me lo hicieron, también fui víctima. —Frente al espejo se limpió las lágrimas, tenía profundas ojeras y los ojos muy hinchados.

Se recogió el cabello, se puso un gorro de baño y se metió a ducharse; al salir se lavó los dientes.

Vistiendo solo el albornoz, bajó a la cocina y se tomó un par de calmantes; en la nevera se percató de que eran las dos y diez de la tarde, sin duda, el cansancio le pasó factura y había dormido más de lo que se había permitido en mucho tiempo.

Regresó a su habitación, agarró su portátil y empezó a escribir.

Señor

Empezó a escribir, pero no sabía si debía seguir con la fachada o simplemente exponerlo como Edmund. Después de pensarlo por varios minutos, decidió hacerlo de manera correcta, al fin y al cabo, legalmente Erich era su nombre.

Erich Worsley

Gerente General de Worsley Homes.

Sus manos.

Apreciado señor:

Terminó borrando esa palabra, no creía conveniente usarla. Prefirió hacerlo sin ningún saludo de por medio.

A través de esta carta quiero manifestarle mi deseo de renunciar irrevocablemente al puesto de Gerente del Departamento de Contabilidad, el cual he ejercido durante los últimos cinco meses.

Dicha decisión corresponde a motivos estrictamente personales.

Por tal razón, es importante informarle, que a partir de este instante, me desvincularé definitivamente de la empresa. Dejando en orden todas mis labores.

Quiero agradecerle la oportunidad que me dio al confiar en mí para este puesto, en el que crecí como profesional más de lo imaginado.

Cordialmente,

Natalia Mirgaeva.

Terminó de redactar, la leyó un par de veces y la mandó a imprimir; dejó el portátil sobre la cama y fue en busca de la hoja en la impresora; la firmó, la dobló y la guardó en un sobre.

Se fue al vestidor y usó uno de los trajes de chaqueta de un solo botón y pantalón en color grafito, con una camiseta de seda negra. Se hizo una coleta y se maquilló sutilmente. No tenía ánimos de esmerarse en su apariencia; sin embargo, usó unos pendientes de perlas grises.

Había decidido que solo llevaría la carta de renuncia y desaparecería, solo eso; pero a último momento, volvió a sentarse en la cama a escribir otra nota, porque era justo que Edmund se enterara que lo había descubierto en su mentira y que su posible plan de hacerle daño se le había ido a la mierda.

De igual manera la mandó a imprimir y la guardó en un sobre, con un bolígrafo le escribió: «Edmund Broderick».

Como una tonta volvía a llorar, sin poder definir la marea de sentimientos que la azotaban sin piedad. Agarró su cartera y guardó los sobres, apagó la computadora y la música, salió de su habitación; pero antes de llegar a la sala, regresó, porque si iba a destaparse todo, que supiera que no había sido el único mártir en esa historia.

Volvió y buscó en el cajón que guardaba sus más dolorosos recuerdos, y sacó los dos cuadernos en los que hizo catarsis, también sacó la carta que nunca le pudo entregar, porque cuando fue a verlo a prisión, no le permitieron entrar.

Aún seguía en el mismo sobre, con las mismas calcomanías de corazones, mariposas y estrellas, con el nombre de él escrito con la caligrafía de una adolescente enamorada, pero con toda la culpa del mundo sobre sus hombros.

Todo eso lo metió dentro de un sobre manila y lo selló, para después llevarlo consigo.

Salió, segura de que Levka se encontraba en el apartamento, porque sus zapatillas deportivas estaban junto al sofá, pero no iba a avisarle que saldría, prefirió dejarlo descansar.

Durante el trayecto, decidió no pensar, no quería hacerlo, porque si lo hacía, perdería el valor que había conseguido; entonces puso música, que no ayudaba mucho en su dolor de cabeza, pero era mejor eso que atormentarse con los recuerdos.

Al llegar a Worsley Homes, su valor se había reducido al mínimo, el corazón le martillaba fuertemente, las manos le temblaban y un obstinado nudo en su garganta aumentaba su tortura, pero no había marcha atrás.

Las miradas sorprendidas no se hicieron esperar al verla ahí, y los comprendía, porque tan solo el día anterior había enterrado al ser que más quería.

Le había tocado decir adiós de manera definitiva a su madre, cómo no obligarse a hacer lo mismo con Worsley Homes y Edmund Broderick, ya se había levantado una vez, había burlado a la muerte en dos oportunidades. No dudaba de tener la fuerza para volver a levantarse, y esta vez, sí dejaría a un lado la culpa, dejaría de vivir por Edmund y lo haría por ella.

—Natalia, ¿qué haces aquí? No tenías que volver tan pronto —dijo su secretaria, visiblemente sorprendida.

—Hola Janeth, no vine a trabajar, solo por unas cosas que necesito —explicó, entró a su oficina y cerró la puerta; empezó a recoger sus cosas, las más importantes y que podía entrar en su cartera, por eso eligió una grande, porque no quería que nadie se diera cuenta de que esa sería la última vez que la verían en Worsley Homes. Aprovechó para sacar los sobres con las cartas y los metió también dentro del que contenía los cuadernos.

Tuvo que tragarse varias veces las lágrimas, porque sin duda, estaba renunciando a su anhelado sueño de ser la contadora de una empresa como esa, pero bien sabía que un sueño fracasado no era el fin de la historia.

—Adiós Janeth —dijo al salir, sin atreverse a despedirse de otra manera.

—Hasta luego Natalia, espero que muy pronto logres estar bien. —Janeth, quien asistió al sepelio de Svetlana Mirgaeva, fue testigo de lo mal que había estado su jefa.

—Gracias. —Fue lo último que dijo Natalia, y se dirigió a los ascensores. Pulsó el último piso, y desde ese momento, el corazón empezó a martillarle todavía más fuerte.

La secretaria de Edmund se sorprendió al igual que todos los que la habían visto. Sabía que él estaba ahí, que detrás de esa puerta estaba su chico del fútbol americano, su primer y más intenso amor. Eso alteraba todos sus sentidos, pero no le haría caso a ellos, simplemente actuaría.

—Buenas tardes Judith.

—Buenas tardes Natalia, no imaginé que te incorporarías tan pronto. El señor Worsley te dio licencia por quince días.

—Lo sé, aún no me reintegro a mis labores —dijo en voz baja, porque temía que él la escuchara—. Solo vine a dejarte esto, para que por favor se lo entregues. —Le dio el sobre manila.

—Si quieres puedes dárselo tú misma, en este momento está desocupado.

—No, realmente no quiero importunarlo; además, estoy un poco apresurada. Por favor, entrégaselo tú.

—Está bien, ya mismo se lo llevo. —Recibió el sobre.

—Gracias, espero que estés bien.

—Tú también. Llevará tiempo, pero lograrás reponerte un poco. —Le dio las palabras de aliento.

Natalia asintió, agradeciendo el gesto de Judith, luego se marchó.

Apenas Natalia desapareció en el ascensor, la secretaria se puso de pie y caminó a la oficina de su jefe, sin perder tiempo tocó a la puerta.

Él la mandó a pasar y ella avanzó, encontrándoselo sentado en el comedor, mientras pasaba un resaltador verde neón sobre una hoja.

—Vino Mirgaeva y dejó esto para ti.

—¿Mirgaeva? —preguntó aturdido—. No pensé que se reintegraría tan pronto.

—No, no ha venido a trabajar, solo dejó esto para ti y se marchó.

—¿Para mí? —preguntó todavía más confundido, al tiempo que recibía el sobre.

La secretaria se alzó de hombros, dejando saber con el gesto que ella tampoco tenía la más remota idea.

—Bueno, vamos a ver qué es —dijo rasgando el sobre. Al abrirlo, sacó primero los dos sobres, uno estaba en blanco y el otro decía: Edmund Broderick.

Tan solo le bastó leer eso para saber que ella lo había descubierto. De manera inevitable, los nervios se le alteraron.

—Déjame solo Judith —pidió, posando el sobre de cara al cristal, para que su secretaria no viera el nombre, mientras intentaba mantener la compostura.

En cuanto Judith salió, sacó lo que quedaba en el sobre, eran dos cuadernos, que evidenciaban los años que tenían. El corazón de Edmund se fijó en su garganta, con latidos lentos le dificultaban respirar.

Era difícil decidir por dónde empezar, porque evidentemente, Natalia quería que viera todo eso. Así que entre todas las cosas que tenía encima del escritorio, eligió al azar.

Agarró uno de los sobres y lo abrió con manos temblorosas, temía, temía demasiado que eso fuese un chantaje o su amenaza de devolverlo a prisión, justo ahora que él no podía estar encerrado, que no podía dejar a April ni a Santiago, no en las condiciones en que estaban.

Antes de leer, quería llamar a Walter, que le ayudara con eso, que le aconsejara qué hacer, pero estaba seguro de que su amigo le daría el peor de los regaños, porque se lo había advertido.

Por su mente atravesó la posibilidad de huir con su familia, de irse a alguna parte, pero bien sabía que no era fácil, porque apenas mostrara su pasaporte en el primer aeropuerto, arrojaría una alerta a la Interpol, y no podía exponer a April o a su hijo. Ni siquiera podían viajar, el estado de salud de ambos no se los permitiría.

Se armó de valentía y leyó la carta, donde descubrió que Natalia estaba renunciando a Worsley Homes, hizo a un lado la hoja, que no le hizo mermar ni un ápice la angustia, y eligió la que llevaba su nombre.

Edmund.

Me he enterado de la peor manera y en el más terrible momento de mi vida, que has estado jugando conmigo.

Me cuesta mucho escribir esta carta, porque no sé qué decirte, ya que el hombre que la leerá no es ni la sombra del chico que conocí, definitivamente, no lo es, porque ni siquiera logré reconocerlo. Algunas veces, mi instinto me gritaba que eras tú, que eras mi Edmund, pero me obligaron tanto a olvidarte, me exigieron que debía borrarte de mi memoria, que supongo, después de tantos intentos, se obtuvo el resultado, y solo me quedé aferrada al quarterback de Princeton, y no pude sumarte años, mucho menos cambios.

Si queda algo de ese chico que juró amarme, permítele que sepa mi verdad, y si por el contrario, ya no hay nada, deshazte de todo sin siquiera mirarlo.

Te preguntarás cómo lo supe, cómo es que ahora me enteré de que mi jefe es quien en el pasado me hizo verdaderamente feliz. Fue buscando la manera de encontrar en los recuerdos un consuelo, pero hallé una amarga verdad.

Nunca, en ningún momento tuve acceso a tu caso, nunca me dejaron saber de ti, y después de trece años, tuve la oportunidad de encontrar tu expediente. Mi padre lo mantenía oculto, pero solo me bastó leer el nombre de tu abogado, para que todas mis dudas se desplomaran.

Me duele mucho saber que saliste en libertad condicional y no me buscaste, que no me pidieras explicaciones. Supongo que pensantes que no tenía nada que decir, pero tengo mucho que contar.

No entiendo por qué me diste empleo, por qué te acostaste conmigo, sin pedirme primero que habláramos.

¿Cómo pudiste simplemente hacer como si nada hubiese pasado? Como si tantas heridas que nos hicieron en el pasado hubiesen sanado, cuando bien sabes que no es así, al menos por mi parte, aún siguen sangrando y doliendo... Duelen mucho Edmund.

Me voy, me voy de tu vida, porque al parecer, soy la única que comprende, que estando a tu lado, corres peligro; y ya fue suficiente de tanto dolor.

Edmund terminó de leer la carta, sin poder creer en ninguna de las palabras ahí expuestas, había dejado de creer en Natalia desde hacía mucho tiempo. No sabía si eso era una más de sus trampas, otra de sus mentiras, para que sintiera lástima por ella.

Así que no, no iba a leer nada, ni siquiera iba a abrir ninguno de esos malditos cuadernos, no iba a sumergirse en un pasado de engaños que ella habría creado.

Agarró todo eso y lo lanzó a la basura. Se esmeró por olvidar el incidente, por no darle ninguna importancia, y regresó a trabajar.

Intentó concentrarse una vez más en el documento que leía, repasaba una y otra vez las líneas; sin embargo, el corazón no dejaba de golpetearle contra el pecho, y los malditos cuadernos en la papelera, no dejaban de ejercer un poder desconocido sobre él.

Estaba totalmente dividido, porque el Edmund hombre, se esforzaba por ignorar todo lo que tuviera que ver con Natalia; no obstante, el adolescente, como si fuera un demonio que llevaba por dentro, no podía controlarlo. Ese chico quería respuestas, anhelaba saber lo que había pasado para así poder sacar conclusiones.

Rugió molesto, porque el chico lo había vencido, se levantó y fue en busca de lo que había arrojado a la basura, con rabia lo puso encima del escritorio, y dio varios pasos hacia atrás, todavía rechazando la idea de dejarse someter.

Se llevó las manos a la cabeza, entrelazando los dedos en los cabellos, mientras la respiración se le hacía cada vez más forzada, porque los latidos desaforados lo llevaban a hacer el máximo esfuerzo para encontrar aliento.

Suponía que no debía permitir que Natalia descontrolara sus emociones de esa manera, que debía mantenerse impasible, pero no podía, y a todo eso se sumaba la impotencia.

Regresó a la mesa y agarró uno de los cuadernos; inevitablemente, la caligrafía se le hacía reconocida, la había visto antes, y no precisamente era la de su empleada, que la tenía mucho más estilizada; era la de quien creyó alguna vez su novia, los trazos eran más redondeados.

Eligió la primera página, de lo que suponía era como un diario. Vio le fecha y coincidía con quince días después de que a él le dictaron sentencia.

Aunque no quiera, recuerdo todo lo que me ha pasado, es como si lo reviviera en cámara lenta. Las agresiones duelen con la misma intensidad, las humillaciones me laceran con la misma fuerza, y mirarme cada día al espejo, me recuerda que todo lo que me han hecho es real, y todo el daño que he causado también lo es. Inevitablemente, vuelve a latir en mí el irrefrenable deseo de desaparecer.

Nadie puede comprenderme, pero sé que es la única salida...

Edmund se detuvo, no entendía nada, cerró ese cuaderno, agarró el otro y empezó por la primera página.

Me obligan a hacer una terapia que no quiero, no quiero torturarme más, no quiero escribir lo que ha pasado, porque suficiente tengo con que los recuerdos me atormenten, con que la culpa y el miedo me domine.

La doctora Anne, dice que es necesario para recuperarme, pero no me escucha cuando le digo que no quiero hacer lo que me pide, porque no deseo mejorarme, solo quiero llevar a cabo mi cometido, solo quiero que me dejen morir.

A Edmund se le heló la sangre, e inevitablemente cada poro de la piel se le erizó y el estómago se le encogió, de una forma tan brusca que le dio fatiga; al descubrir que Natalia había intentado suicidarse, necesitaba saber qué la había llevado a tomar esa decisión.

Creo que es mejor empezar por algo bueno, por lo mejor que me ha pasado, y fue el día que lo vi por primera vez, en el partido inaugural de fútbol.

Era el chico más apuesto que había visto en mis trece años, y agradecí que papá me obligara a asistir al partido de mi hermano. Mi vida cambió desde ese instante en que lo vi con su uniforme y me aferré a una ilusión. No sabía su nombre, no sabía de dónde era ni qué edad tenía, pero no pude despegar mis ojos de él durante todo el partido.

Un año y dos meses, fue ese exactamente el tiempo que tardó Edmund en mirarme por primera vez. En ese pequeño instante en que sus lindos ojos grises se fijaron en mí, supe el total significado de felicidad.

Edmund empezó a leer saltándose párrafos, no era que no le interesara, solo que quería saber cuanto antes qué la había llevado al punto de intentar suicidarse.

Ella relataba lo enamorada que estaba de él, explicaba el miedo que había sentido cuando le mintió sobre su edad, pero que estaba segura de que no se fijaría en ella si le decía que tan solo era una niña, y quería desesperadamente que la quisiera, porque era el chico de sus sueños.

Él pasó la mano por la cara y resopló, intentando liberar la presión que empezaba a fatigarlo.

También escribió sobre la vergüenza que sintió cuando él se enteró de que su padre le pegaba y que su hermano también lo hacía en algunas ocasiones.

Cada cierto párrafo repetía constantemente que lo veía como su salvador, como ese chico que se la llevaría lejos de los maltratos de su padre; que ella se hacía fuerte cuando estaba a su lado, y que olvidaba todas las presiones que provocaban las imposiciones de su padre.

«No quería», fue lo único que el pánico me obligó a decir, pero jamás imaginé que con esas dos palabras estaba condenando a lo mejor que me había pasado en la vida, que me estaba condenando a mí misma.

De nada sirvió retractarme, nadie me escuchaba, nadie quería creer que Edmund de verdad me quisiera, que era su novia, que nos amábamos. Se lo dije al policía, se lo dije al juez, a la psicóloga, se lo grité a mis padres, pero todos hicieron oídos sordos. A él lo juzgaron y a mí me aislaron. Nos separaron, todos se pusieron en contra de nuestro amor y terminaron venciéndonos.

Creía que la verdadera pesadilla era estar encerrada, cargar con la culpa, porque habían condenado al chico que amaba, pero la verdadera y más cruda pesadilla, empezó cuando me tocó enfrentar al mundo. Fueron todas esas personas que me hicieron daño las que me llevaron a un abismo, pero no me empujaban, solo me obligaban a saltar, aunque nunca terminaba de caer y terminar con todo. Cada vez que me lanzaba, alguien me rescataba y me dejaba una vez más al borde del abismo.

Cuando salía, en la calle nadie me hablaba, en la escuela sí lo hacían, pero solo para gritarme «zorra», «mentirosa». Los chicos me hacían vulgares propuestas sexuales, las chicas me señalaban y me miraban con asco. Trataba de hacer oídos sordos, de tragarme todo el dolor que me provocaban sus humillaciones.

La barrera de los insultos traspasó cuando me encerraron en el baño de chicas. Juro que no me dolieron tantos sus golpes ni sus escupitajos, mucho menos que me cortaran el cabello o que me desnudaran y marcaran en cada espacio de mi cuerpo palabras que antes me habían gritado. Lo que más me lastimaba era que afirmaran que Edmund me odiaba. Eso era lo más doloroso, lo que no podía soportar.

Edmund dejó de leer para agarrar una bocanada de aire, caminó hasta el sofá y se dejó caer, con las lágrimas agolpándose en su garganta, y la impotencia empezaba a hacer estragos.

Trasladarse en el tiempo y pensar en todo lo que estaba pasando Natalia, mientras él estaba en prisión lo atormentaba. Los dos compartían condena, los dos eran humillados y lastimados. Después de varios minutos, volvió a encontrar la fuerza para continuar leyendo.

Llegó a la parte que estuvieron a punto de violarla y la dejaron tirada en medio de la nada.

Edmund los envió, Edmund me odia y los mandó a que me hicieran daño. No entiendo por qué lo hizo si sabe cuánto lo amo... Yo lo amo.

Al leer ese párrafo, de su boca se escapó un sollozo, después otro y otro, hasta que todo su cuerpo terminó estremeciéndose de llanto y desesperación.

Dejó caer el cuaderno y se cubrió el rostro con las manos, mientras movía la cabeza negando.

—Yo no... Yo no los mandé. Si estaba encerrado, no podía hablar con nadie, y por mucho que me doliera lo que me había hecho, por mucho que intentara odiarla, no quería que nada malo le pasara, mucho menos que fuese víctima de tanta barbaridad —murmuró en medio del llanto.

En ese momento tocaron a la puerta.

—Ahora no Judith, no quiero ver a nadie... Ahora no —dijo con la rabia y el dolor que lo gobernaba.   

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