CAPÍTULO 48
Edmund y April llegaron muy temprano al hospital, encontrándose a Santiago despierto, mientras Carla le daba de comer; no había nada que los hiciera más felices que ver la emoción de su niño cuando los veía entrar.
April lo cargó y empezó a besarlo una y otra vez, a punto de desgastarle la mejilla a besos, y el muy pillo, disfrutaba de las muestras de cariño de su madre. Mientras que Edmund le acariciaba los cabellos y le preguntaba si había dormido bien.
Se despidieron de Carla, quien debía ir a su casa a descansar, antes de irse a la universidad.
El doctor llegó, tomándolos por sorpresa, porque esa mañana no le tocaba revisión a Santiago. No pudieron evitar que los nervios empezaran a jugar con sus emociones.
—Buenos días —saludó, acercándose al niño. Le acarició la espalda y lo miró vivazmente.
Edmund y April lo saludaron al unísono, y lo miraban totalmente desconcertados.
—¿Sucede algo doctor? —preguntó Edmund, porque a April se le habían quedado las palabras enredadas en los latidos de miedo que le retumbaban en la garganta.
—Todo está bien, no deben preocuparse, la recuperación de Santiago ha sido totalmente satisfactoria... —Desvió la mirada al niño—. Tengo un paciente muy fuerte —expresó satisfecho.
April sintió que el alma le regresó al cuerpo, y sonrió nerviosamente, sintiendo cómo Edmund le rozaba la espalda, intentando tranquilizarla.
—¿Están preparados para sacarlo a pasear? —preguntó, mirando a los padres del niño, quienes seguían sorprendidos—. Es necesario que Santi empiece a salir, exponerlo al exterior de manera progresiva. Tiene dos horas para que lo lleven a pasear.
—¿Es seguro que salga del hospital? —preguntó April.
—Totalmente, la herida ha sanado muy bien. Se debe tener un poco de cuidado y no dejar que intente quitarse el parche; lo hace porque le pica, pero si lo distraen olvidará la comezón.
—Entiendo —asintió Edmund.
—Entonces de dos a tres horas, y en cuanto regresen me avisan, para venir a revisarlo.
—Sí doctor —dijo April con una amplia sonrisa.
El doctor se marchó, dejando a Edmund y a April sin saber qué hacer.
—Bien, voy a vestirlo para que lo lleves a pasear —dijo April, caminando con el niño hasta la cama.
—Espera un momento... ¿Cómo que lo lleve a pasear? El doctor dijo que debíamos ser los dos.
—No dijo eso exactamente. —Lo sentó en la cama, y ante la mirada de desconcierto del niño, le dijo—: Vas a pasear con papi, ¿quieres ir con papá?
—Sí, quiero pasear con mi papi —dijo sonriente, y de forma instintiva levantaba una ceja, en un gesto muy pícaro y divertido.
—April, nunca antes he salido con un niño, no sé si...
—Sé que es tu primera vez, pero es necesario que empieces a crear lazos con tu bebé.
—Lo hago cariño, si lo hago todos los días —dijo nervioso—. ¿Por qué no vienes con nosotros?
—Me quedaré a organizar este desastre, enviar la ropa a la casa... Ed, no temas, sé que lo harás muy bien. Ahora, pásame el bolso que está sobre la mesa —pidió, mientras le quitaba con cuidado el pijama a Santiago.
Edmund fue por el bolso y lo puso sobre la cama, April rebuscó algunas de las prendas que él le había comprado y que el niño no había tenido la oportunidad de estrenar.
Sacó unos jeans, una camisa de cuadros rojos, azules y blancos; unas tiernísimas Converse rojas y una chaqueta de los Patriotas.
Edmund quedó totalmente derretido ante la imagen de su pequeño vestido de esa manera, nunca imaginó que tanto orgullo le fuera a caber en el pecho; sin duda, Santiago era lo más lindo y tierno del universo; sin embargo, seguía muy nervioso, nunca antes había compartido solo con él.
April terminó de vestirlo y caminó hasta la pequeña nevera, sacó varias cosas y las metió en un bolso.
—Aquí tienes una compota, avena y gomitas vitamínicas. No creo que pida algo más... —Metió también un vaso infantil—. Agua, recuerda que debes darle agua de vez en cuando, aunque ya él la pide, también te avisará si quiere ir al baño; aquí tienes toallas húmedas, dos pañales, solo por si acaso...
—April, solo serán dos horas, no nos vamos a explorar otros planetas —dijo sonriente al ver que la chica metía y metía cosas.
—Aquí tienes a Peppa..., y a George —dijo metiendo los peluches. Cerró el bolso y se lo entregó a Edmund, quien se lo colgó en un hombro; después recibió al entusiasmado niño, que sonriendo se fue a los brazos de su padre.
—Bien. —Edmund estaba muy nervioso, pero decidido a salir con su hijo; era una nueva experiencia que debía enfrentar. Se acercó a April y empezó a dejarle caer besos en los labios.
—Estarán bien —decía ella en medio de los besos, de esos toques de labios que le ponían a temblar las piernas.
—Eso espero. —Sonrió nervioso, pero siguió besándola.
—Ya váyanse, o Santi verá sus dos horas pasar solo mirando cómo sus padres se besan.
—Júrame que estarás bien —suplicó Edmund, mirándola a los ojos, mientras la punta de su nariz rozaba la de April.
—Te lo prometo, aquí estaré cuando regreses —aseguró con sus pupilas fijas en las de él, mientras posaba la mano en su mejilla y le acariciaba el pómulo con el pulgar.
—Entonces nos vamos. Santi, dale un beso a mami —pidió Edmund.
April no permitió que su hijo se esforzara por acercarse a ella, por lo que se puso de puntillas y le besó la mejilla.
—¿Estás feliz de ir con papi? —preguntó, mirando los vivaces ojos grises enmarcados por espesas pestañas.
—Sí —dijo sonriente.
—Te portas bien.
—Sí. —Volvió a mover la cabeza de manera afirmativa, mientras Edmund lo miraba sonriente.
April los vio salir, y nunca en su vida había presenciado una escena más tierna; se emocionó hasta las lágrimas. Su hijo era hermoso, pero en los brazos de Edmund era perfecto.
—Estoy pensando a dónde iremos a esta hora de la mañana. —Le dijo Edmund, caminando por el pasillo hacia el ascensor. Estaba seguro de que no podía llevarlo a ningún parque, porque temía que Santiago se sintiera atraído por algunos de los juegos y se esforzara más de la cuenta. En ese momento el nuevo teléfono que Walter le había llevado al hotel empezó a vibrar en su bolsillo; sostuvo al niño con un brazo y sacó el aparato. La llamada entrante era de su secretaria, entonces recordó que tenía una importante reunión—. Mierda —siseó, e inmediatamente se percató de que había dicho una mala palabra delante de su hijo, quien lo miraba atento—. Olvida lo que dije, ¿quieres ir al trabajo de papi? —preguntó, mientras desviaba la llamada.
Santiago lo miró desconcertado, definitivamente no había entendido la propuesta de su padre, porque nunca antes había ido a ese lugar.
»Sé que no es el mejor lugar del mundo, pero trataré de que lo pases muy bien... Solo serán unos minutos.
Las puertas del ascensor se abrieron en el estacionamiento del hospital, y en medio de los autos, caminó hasta donde estaba el de él.
Al llegar, tocó con los nudillos el vidrio, para captar la atención de Pedro, quien lo esperaba para llevarlo a la oficina.
El chofer bajó, mostrándose gratamente sorprendido al ver a su jefe con el niño. Ya sabía de su existencia, pero no lo conocía.
—Pedro, ayúdame con esto. —Le entregó el bolso, donde llevaba las cosas de Santiago—. Parece que llevara el mundo encima, y April lo hace parecer tan fácil —dijo, observando cómo su chofer ponía sobre el asiento trasero el bulto.
—Así que este es el famoso Santiago —comentó sonriente, observando al niño.
—Sí —dijo Edmund con el pecho hinchado de orgullo—. Saluda Santi, dile hola a Pedro.
—Hola —dijo en voz baja, sintiéndose tímido, mientras Edmund lo miraba con una sonrisa.
—Es igual al padre, pero tiene mucho más de la madre —aseguró, al ver detenidamente al pequeño de ojos grises, cabello rubio oscuro y piel blanca—. Hola Santi... —De pronto cayó en cuenta de que su jefe venía solo—. No lo está secuestrando, ¿cierto?
—No. —Sonrió Edmund—. El doctor nos dio permiso para salir. —Entró al auto y el chofer le cerró la puerta.
—Eso me deja mucho más tranquilo —dijo Pedro una vez que estuvo dentro del auto y lo puso en marcha—, porque no quiero meterme en problemas, ahora que estoy en proceso de nacionalización.
—Lo sé... Vamos a la compañía. —Le ordenó.
—Andando hacia Worsley Homes —dijo de buen agrado—. Santi, ¿quieres escuchar música? —preguntó, echándole un vistazo al niño a través del retrovisor.
—Sí. —Pegó la cabeza al pecho de su padre y sonrió.
—¿Cuál te gusta? Estoy aquí para complacerte.
—De Peppa —dijo entusiasmado.
—¿De quién? —preguntó desconcertado y divertido.
—Peppa es su caricatura favorita... Creo que te ha puesto en apuros —comentó Edmund.
—Bueno, por ahora no tengo nada de Peppa, pero tengo una muy buena... ¿Te gustan las rancheras?
—Sí —dijo el niño sonriente, y Edmund soltó una carcajada, pues estaba seguro de que su hijo no tenía la más remota idea de lo que era una ranchera.
Pedro estaba sorprendido con la actitud de su jefe, parecía ser otro hombre, uno mucho más relajado.
—Entonces te voy a complacer —aseguró sonriente, y en muy poco tiempo se dejó escuchar el sonar de las trompetas del mariachi—. Solitaria camina la Vikina... —La voz de Pedro acompañaba a la de Luis Miguel—, y la gente se pone a murmurar... Dicen que tiene una pena..., dicen que tiene una pena que la hace llorar... —Cantaba a viva voz en su nativo español.
Santiago lo miraba expectante, no le entendía absolutamente nada de lo que decía, pero le gustaba, lo hacía feliz, por lo que sonreía y aplaudía con entusiasmo.
Edmund lo abrazaba y le daba besos en la cabeza, con un gran nudo de emoción haciendo estragos en su garganta. Jamás, ni en sus más locos sueños se imaginó en una situación semejante. Definitivamente, eso no tenía comparación.
—¿Te gusta? —Le preguntó Pedro a Santiago, echándole un vistazo por encima del hombro.
El niño movió la cabeza afirmando varias veces sin dejar de sonreír, y Edmund admiraba la habilidad que poseía su chofer para ganarse la confianza de Santiago; suponía que al ser padre todo era más fácil, esperaba ser la mitad de bueno para su pequeño.
Pedro siguió cantando durante todo el trayecto, y de vez en cuando le hacía bromas al niño, quien cada vez se mostraba más en confianza, por lo que reía y hablaba con sus frases inentendibles. Edmund deseó en varias oportunidades que April estuviera a su lado, para que le tradujera lo que quería decir, ya que ella contaba con la maestría de comprender ese idioma infantil en que él hablaba.
Cuando llegaron a Worsley Homes, Pedro le abrió la puerta y Edmund bajó.
—Déjeme ayudarle. —Le dijo al tiempo que sacaba el bolso del auto y se lo colgó a Edmund de un hombro—. ¿Seguro que estará bien? —preguntó con el rostro ligeramente fruncido, al ver que su jefe batallaba con el niño y el bolso.
—Definitivamente necesito ganar experiencia. —Se quejó, pero al mismo tiempo se sentía fascinado—. Estaremos bien.
—Eso lo conseguirá con la práctica. —Le quitó el bolso y caminaron en el estacionamiento hacia el ascensor.
Estaba solo cuando entraron, pero en el primer piso se sumaron unos cuantos trabajadores, quienes saludaron al jefe sin poder ocultar el asombro de verlo con el niño.
—¿Es su sobrino? —preguntó la jefe del centro de llamadas, mostrándose encantada con Santiago.
—No, es mi hijo —aclaró Edmund con gran orgullo.
—Oh, bien... —El asombro no le dejaba emular palabra, no tenía la mínima idea de que su jefe fuera padre—. Es hermoso... No lo sabía —dijo apenada.
—No te preocupes, son muy pocas las personas que saben de mi familia —comentó Edmund, tratando de aligerar la tensión en su empleada.
En el siguiente piso, más personas entraron en el ascensor, y todas se mostraron sorprendidas de ver a Erich Worsley con un niño en los brazos, pero supieron ser prudentes y no hacer ningún comentario al respecto; aunque apenas abandonaban el aparato, empezaban a murmurar acerca del extrañísimo evento.
—Buenos días Judith, siento la demora —dijo Edmund, siendo seguido por Pedro.
La secretaria se levantó de su asiento, mientras trataba de controlar su asombro y respirar, para no terminar desmayada.
—Buenos días. —Casi tartamudeó el saludo, mientras seguía a su jefe con la mirada, pero realmente miraba al niño en sus brazos.
—Tráeme mi café y la agenda —pidió en su camino hacia la oficina.
Judith, quien le tenía suficiente confianza a Pedro, le hizo varias señas, pidiéndole explicaciones sobre el pequeño, pero el chofer solo se levantó de hombros y le sonrió, mientras ella se fue en sentido contrario, en busca del café.
—Bien, le dejo esto por aquí —dijo Pedro, poniendo el bolso sobre el sofá—. ¿Puedo ayudarle en algo más señor?
—No, por ahora estoy bien. Muchas gracias Pedro.
—Para servirle —dijo con esa sonrisa que nunca se le borraba.
Cuando Pedro salió de la oficina, Edmund con mucho cuidado sentó a Santiago en el sofá, y se acuclilló frente a él. Miraba cómo el niño observaba con gran curiosidad el lugar.
—Aquí es donde trabajo... Aquí vengo cuando no estoy contigo en el hospital, ¿entiendes? —Le preguntó con cariño.
—Sí..., tabajo. —Asintió con la cabeza.
—Sí, es mi trabajo... Mira. —Edmund desvió la mirada hacia los balones sobre la repisa de cristal—. Espera un momento. —Se levantó y caminó hasta donde estaban, agarró uno y regresó donde el niño—. Este es mi mayor tesoro, algún día serán tuyos. No dejo que nadie los toque, pero como eres mi hijo, dejaré que los agarres. —Se lo ofreció con la mirada brillante—. Este fue un regalo de tu mami.
En ese momento entró Judith con el café y la agenda electrónica.
—Se supone que tienes una reunión importantísima en menos de diez minutos —comentó, posando la mirada en la pequeña ternura en el sofá—. No sabía que te iba tan mal en la inmobiliaria, como para que ahora también estés de niñero...
—Es mi hijo —interrumpió Edmund.
Judith se quedó con la boca abierta por varios segundos, y cuando consiguió cerrarla, tragó en seco y carraspeó.
—Yo..., yo..., Yo pensé... —Intentaba hablar, y su mirada saltaba de Edmund al niño, quien estaba concentrado en el balón de fútbol—. Pero ¿cómo es posible? —preguntó sorprendida.
Edmund se levantó de hombros y sonrió, quitándole seriedad al asunto, para que su secretaria se calmara un poco.
—Creo que puedes imaginar cómo.
—¿Y la madre? No me digas que te lo dejaron en la puerta de tu casa... —Se acuclilló frente a Santiago, quien la miraba expectante—. ¡Pero qué lindo es! ¡Hola precioso! Tiene tus ojos.
—Estás diciendo que soy lindo —bromeó Edmund.
—No tú, el niño.
—Acabas de decir que tiene mis ojos...
—Ay ya Erich.
—Y no, no me lo han dejado en la puerta de la casa. Estoy viviendo con su madre.
—¡¿Qué?! ¿Cómo es que yo no sabía nada de eso?
—¿Será porque no me gusta ventilar mi vida privada?
Judith le dedicó una mirada de reproche, porque sospechaba la situación en la que su jefe se había convertido en padre; llevaba dos años trabajando con él, y en ese tiempo había llegado a conocerlo lo suficiente; además de que todo Miami conocía su vida íntima.
—Hola pequeño, ¿cómo te llamas? —preguntó, rozándole con la yema de un dedo la barbilla.
—Tiago... —dijo aferrado al balón.
—Santiago —comentó Edmund para que su secretaria comprendiera, mientras la observaba enamorada de su hijo. Era común que su niño robara corazones a su paso—. Ten cuidado. —Le pidió, cuando vio que ella le acariciaba el pecho.
—¿Acaso es tan coqueto como el padre?
—No, es que está recién operado del corazón —explicó, llevándose las manos a los bolsillos del pantalón—. Está de permiso médico, en cuanto termine la reunión debo llevarlo de vuelta al hospital.
—¡Ay pequeño! —dijo con pesar, acariciándole la mejilla, y después miró a Edmund—. Creo que tienes mucho que contarme.
—Eso será después, ahora voy a tomarme mi café, antes de que se enfríe. —Agarró la taza que su secretaria había dejado sobre la mesa de cristal blanco.
—Estaré encantada de cuidarlo mientras estás en la reunión.
—No, voy a llevarlo conmigo, no quiero dejarlo solo.
—Estará conmigo.
—Tú estarás con nosotros —ordenó Edmund, caminando hacia su escritorio; encendió el computador y revisó los puntos a tratar en la reunión que debía liderar.
Judith se quedó jugando con Santiago, le daba toda la atención que él requería, lo que le permitió a Edmund concentrarse en su trabajo; agradecía que el niño fuese tranquilo, no como otros que había visto en algún restaurante o tienda, que parecían unos pequeños terremotos, y por culpa de los cuales, mentalmente se ratificaba que nunca tendría hijos.
—Edmund, es hora. —Le recordó Judith, después de varios minutos.
—Sí, sí... Vamos. —Se levantó de la silla y caminó hasta el sofá donde estaba su hijo sentado, le quitó el balón y lo puso en su religioso lugar, después regresó—. Ven aquí —dijo al cargarlo con mucho cuidado.
—Papi pipí..., pipí —dijo con urgencia.
—¿Quieres hacer pis?
—Sí, pipí.
—Está bien, vamos al baño... —Caminó con el niño al baño de su oficina, lo puso de pie sobre el suelo y él se acuclilló enfrente; le desabrochó el cinturón, también lo hizo con el pantalón, y le bajó la ropa interior; entonces, se dio cuenta de que no alcanzaría al retrete, y no lo levantaría por la cintura, para evitar lastimarlo con la presión de sus manos; rápidamente pensó en cómo ingeniársela—. Aguanta un poco... ¡Judith! Tráeme la taza de café.
—¿Otra?
—No, la que ya usé, rápido... Es una emergencia.
En menos de un minuto la secretaria apareció en el baño y le ofreció la taza.
—Puedes hacer pipí aquí —dijo, ubicando el envase justo debajo del pequeño pene de su hijo.
—Como padre eres el mejor agente inmobiliario. —Se burló la joven.
—Lo sé, lo sé... Apenas me estoy adaptando. —Edmund esperó a que el niño terminara y vació la taza en el retrete—. Asegúrate de que la boten, no sea que me sirvas el café de mañana en la misma.
—Mejor bótala tú de una vez —dijo, señalando la papelera del baño.
Edmund aceptó la sugerencia, arrojó la taza y le acomodó la ropa al niño; después lo cargó a la reunión, a la que sin duda alguna, llegarían unos minutos tarde.
Todos los asistentes se mostraron sorprendidos ante la llegada de Erich Worsley con un niño en los brazos y en compañía de su secretaria.
—Buenos días, pido disculpas por el retraso, pero algunas veces las obligaciones de padre superan las laborales. —Caminó con el niño hacia su puesto, siendo seguido por Judith.
Natalia, quien estaba presente junto a los altos ejecutivos de Worsley Homes, no pudo evitar fijar su mirada en su jefe con el niño en brazos, realmente no entendía nada; él no tenía hijos, bueno, no que ella supiera.
No sabía cómo sentirse al respecto, no quería juzgarlo, pero si tenía hijo, posiblemente tenía mujer, y evidentemente le era infiel de forma descarada.
Ese pequeño rompía sus extrañas esperanzas, no podía comprender sus sensaciones en el momento, se sentía dolida, engañada, molesta, pero sobre todo, sentía como si le hubieran roto el corazón; cosa que creía no era posible, porque no pensaba estar enamorada de su jefe. Él no representaba más que un intrincado nudo de emociones ligadas a lo imposible.
No era ella la única que no podía dejar de mirarlo, todos en la sala se mostraban perturbados, y por ser discretos, se obligaban a no hacer comentarios; aunque realmente se morían por acribillarlo a preguntas, porque todos conocían la vida libertina que llevaba el magnate de la inmobiliaria.
Edmund le pidió a Judith que ocupara su puesto y le entregó al niño. Levantó la mirada, encontrándose con las caras de desconcierto de sus empleados.
—Sé que están un tanto sorprendidos, pero saben que no suelo exponer mi vida privada en el trabajo; realmente no es beneficiosa para las negociaciones, sin embargo, hoy haré una excepción y les presentaré a mi hijo Santiago. —Desvió la mirada hacia el niño—. Santi, saluda. —Le pidió, aumentando la sorpresa en quienes trabajaban para él, pues nunca lo habían visto ser tan «tierno».
—Hola —dijo el niño con las manos apoyadas sobre la mesa, sintiéndose cómodo en las piernas de Judith.
—Hola Santi. —Walter, quien era el único no perturbado, fue el primero en saludar, ganándose una mirada del niño, y una sonrisa, por haberlo reconocido.
Después del abogado, y como si se hubiesen puesto de acuerdo, cada uno de los ejecutivos saludó al niño con un «hola» y un ligero movimiento de mano. Cuando fue el turno para Natalia, Edmund no pudo evitar mirarla, y ella también lo hizo, pero rápidamente sus miradas se rompieron. Ella bajó la vista a la carpeta que estaba sobre el escritorio, y él le echó un vistazo general a los presentes.
Después de la inusual presentación, Edmund dio inicio a la reunión, en la que consiguió concentrarse totalmente, porque su hijo estaba siendo bien cuidado por la secretaria, quien le daba galletas con chispas de chocolate y le hablaba bajito.
En varias oportunidades vio cómo Natalia se quedaba mirando a Santiago, y le sonreía enternecida, pero no podía más que fijarse en ella por segundos, porque todas las miradas estaban puestas sobre él, y no iba a seguir dando de qué hablar a sus empleados.
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