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CAPÍTULO 47


April sabía que iba a ser uno de los momentos más difíciles de su vida, y agradecía infinitamente que Edmund estuviese a su lado, brindándole la fortaleza necesaria para enfrentarlo.

Él había organizado una reunión en su casa, mientras Carla cuidaba de Santiago en el hospital.

Estaban sentados en un sofá blanco, entretanto su madre estaba frente a ellos, ocupando un sillón, observando analíticamente la unión de sus manos.

—Mamá, tengo algo muy importante que decirte. —Empezó April, quien tuvo que tragar en seco en más de una oportunidad.

—¿Estás embarazada de nuevo? —preguntó Abigail, adelantándose a cualquier explicación. Suponiendo que la extraña actitud de ambos era porque Edmund se había molestado por tener que responder ante otro hijo.

—No. —April bajó la mirada y sintió la mano de Edmund estrechar más la suya—. No estoy embarazada... —No encontraba las palabras adecuadas para expresarse, iba a romperle el corazón a su madre y eso le dolía demasiado—. Mamá... —Levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. Cuando me fui de casa no fue por ti... Dios sabe que me hubiese quedado contigo en un momento tan difícil, pero... Unos días después de la muerte de papá y Roger..., empezó a faltarme el aliento..., y a dolerme el pecho... Pensé que solo era emocional. —La voz empezó a vibrarle y se obligaba a contener las lágrimas, mientras observaba la mirada brillante de su madre, que gritaba dolor y desconcierto—, pensé que solo era mi manera de sufrir su ausencia... ¿Recuerdas el día que no quise acompañarte al cementerio? —preguntó.

—Sí, lo recuerdo... No te insistí porque sé que ir a ese lugar era como volver a tener la certeza de que tu hermano y tu padre nos habían abandonado —dijo, tratando de mantenerse calmada.

—No fui porque me sentía mal, ya era algo más que emocional, y no quería que te dieras cuenta. Ese día... —Tuvo que hacer una pausa, la fuerza del recuerdo la aturdía.

—¿Qué pasó ese día cielo? —preguntó visiblemente angustiada.

—Mientras estuve sola me desmayé, y agradecí a Dios haber despertado antes de que llegaras.

—¿Por qué no me lo dijiste April? —preguntó en un hilo de voz.

—Porque te escuchaba llorar todas las noches, porque apenas conseguías sobreponerte al dolor, y lo último que deseaba era preocuparte... —De manera inevitable una lágrima corrió por su mejilla izquierda y se la limpió. Agradeció en silencio que Edmund le acariciara la espalda—. Decidí ir al médico, y estos no sabían qué decirme; fui una y otra vez, me hicieron muchas pruebas, muchos estudios, me indicaron algunos medicamentos...

—¿Por eso decidiste buscar trabajo...? Yo pude haberte ayudado April, soy tu madre...

—Tenías tus propias preocupaciones, vivías tu momento de dolor... No quería que sufrieras más, no teníamos dinero... Lo poco que ganaba cuidando a los niños del señor Jefferson o limpiando el jardín de la señora Scott no era suficiente para comprar los medicamentos que me enviaban, mucho menos daba para pagar los estudios que necesitaba realizarme para finalmente saber qué era lo que tenía.

Esa parte de la historia tomó por sorpresa a Edmund, él no tenía la más remota idea de todos los sacrificios que April tuvo que hacer; a pesar de todo, de joven él había sido afortunado, pues tuvo a sus padres, contó con las posibilidades de ir a una buena escuela, de hacer cursos de verano o viajar a los mejores lugares del mundo. Económicamente lo tuvo todo, y April tuvo que luchar desde que era niña.

Volvió a acariciarle la espalda, esperando poder brindarle un poco de consuelo.

—April, ¡te habría ayudado por Dios! Soy tu madre, habría dado mi vida de ser necesario —reprochó, más dolida que molesta—. Habría vendido la casa, lo que fuera con tal de tenerte conmigo.

—Lo sé, lo sé mamá, pero no quería que sufrieras más... Por eso me fui de casa. Aquí en Miami había más oportunidades de empleo, que en un pueblo de menos de mil habitantes.

—Sé que en Cohutta no tenías muchas posibilidades, pero me tenías a mí.

—Eso no era suficiente mamá, lo siento... Solo quería saber qué era lo que tenía, curarme y volver.

—No te has curado, por eso no has regresado, ¿cierto? —Intuyó, y su hija bajó la cabeza, evitando mirarla a los ojos, y la vio mover el rostro de manera afirmativa. Entonces se preparó para lo peor, respiró profundo y le pidió fortaleza al alma de su esposo.

—Ten... —La voz se le apagó, pero se tragó las lágrimas que la ahogaban—. Tengo cáncer... En el corazón —murmuró, con mucho miedo de que su madre la escuchara.

Sin poder más, se cubrió el rostro con las manos, y Edmund la abrazó fuertemente.

A pesar de que su hija casi habló entre dientes, pudo escuchar lo que le dijo, e inevitablemente el mundo se le desmoronó a los pies, pero sabía que debía ser fuerte, no mostrarse débil ni echarse a llorar, porque era a lo que April más le temía; no quería herirla, y aunque la estuviese destrozando por dentro, no iba a demostrarlo.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó, anclando la mirada en Edmund, quien contenía a April entre sus brazos. Esperando que él le diera alguna respuesta—. ¿Vas a curarte?

—No lo sé..., no..., no estoy segura —respondió April, agradeciendo que su madre no se mostrara tan alarmada.

—Sí, va a curarse —aseguró Edmund—. Van a operarla, tienen que hacerle un autotransplante. Es un tratamiento en el que le sacan el corazón y le extirpan el tumor; después lo regresan a su sitio; mientras, ella estará conectada a una máquina que le ayudará.

No iba a decirle a Abigail el gran riesgo que corre su hija al haber tomado esa decisión; de hecho, él mismo se sentía un tanto culpable, porque fue quien la orilló a decidirse por el autotransplante.

Aunque no iba a dudar en agotar los recursos, había hablado esa misma tarde con Walter, para que le ayudara a conseguir un donante; su amigo, como buen abogado, dijo que trataría de encontrar una lista de donantes, pero estaba seguro de que nadie aceptaría dar su corazón sino hasta llegada la hora, antes no lo harían.

Abigail se levantó y se acercó al sofá, donde se sentó al lado de April, y la abrazó fuertemente.

—Todo va a salir bien pequeña. —Le besó los cabellos y la arrullaba—. Verás que todo estará bien, confía en Dios y en las personas que te amamos.

April no podía parar de llorar, porque sabía que no era fácil; sabía que el riesgo de no salir de esa operación era muy alto, y lo que menos deseaba era aligerar su muerte.

Edmund admiraba la entereza de Abigail, ella era un roble; no lloraba, solo tenía palabras de aliento para su hija. No pudo evitar sentir envidia por la forma en la que sobrellevaba la situación, porque él, verdaderamente estaba hecho mierda.

Volvieron a bañarse juntos, algo que más que costumbre se estaba haciendo un vicio; se fueron a la cama, y desde ahí llamaron a Carla, quien les aseguró que Santiago se encontraba bien. April quería regresar al hospital para cuidar de él esa noche, pero Edmund terminó por convencerla de quedarse en la habitación, porque él le debía una cita.

Mandó a preparar palomitas de maíz, chocolates, té helado y gaseosas de Jolly Rancher; se quedaron en la cama a ver el partido de esa noche, y le sorprendió desmedidamente que April se entusiasmara con el Fútbol Americano, por lo menos, durante ese tiempo consiguieron distraerse, no pensar en lo que ella estaba pasando, y él se sentía fascinado de tenerla ahí, de experimentar por primera vez ese nivel de intimidad, en el que eran amigos, pero de vez en cuando compartían algunos besos, para convertirse en apasionados amantes.

Después del partido, decidieron ver una película, de un perro, que a través de la reencarnación, lograba volver con su dueño. Abrazada a Edmund, April pasó llorando casi toda la película.

—Es solo ficción. —La consoló él, besándole los cabellos.

—Sé que es ficción, pero quienes amamos a nuestras mascotas es como si fuera real... —Sorbió las lágrimas y sonrió—. Qué tonta soy, llorando por una película.

—Sí que eres tonta. —Sonrió él, enjugándole las lágrimas con los pulgares, mientras le sonreía—. Pero eres la tonta más hermosa, y así me gustas. —Se mordió ligeramente el labio inferior y le dio un par de besos—. Jamás te imaginé tan sentimental.

—Es que extraño a Chocolat, mañana temprano iré a buscarlo.

En ese momento Edmund descolgó el teléfono que estaba sobre la mesa de noche.

—Pedro, ven a mi habitación un momento —pidió y colgó—. Dame las llaves de tu apartamento. —Le solicitó.

—Edmund, no es necesario, ya es medianoche... Mañana iré temprano.

Él no le dijo nada, salió de la cama solo vistiendo una bermuda, y caminó hasta el sofá, donde estaba la cartera de April; rebuscó en ella hasta dar con las llaves.

—¿Son estás? —preguntó, agitándolas en el aire.

—Sabes que sí —dijo, poniéndose de rodillas sobre la cama.

En poco más de un minuto tocaron a la puerta, Edmund caminó y abrió a medias, porque no iba a permitir que Pedro viera a su mujer, quien solo llevaba puesto un sujetador y unas bragas de encaje color piel.

—Ve al apartamento de April y trae a Chocolat —ordenó, entregándole las llaves.

—Sí señor. —Obedeció, y con llaves en mano, se fue a cumplir con las órdenes de su jefe.

—Ed, no era necesario. Chocolat tenía suficiente comida, y está acostumbrado a estar solo. —Observaba cómo él se acercaba a la cama.

—Ya no tendrás que ir mañana. —Apoyó una rodilla en el colchón, luego la otra, y gateó hasta donde estaba ella; sujetándola por la cintura, hizo que se acostara, y él lo hizo encima del curvilíneo cuerpo—. ¿Quieres ver otra película? Tal vez Hachikō.

—Si quieres que te inunde la casa —dijo sonriente, acariciándole los hombros—. Te estás burlando de mí, ¿cierto?

—No. —Movió la cabeza de forma negativa, obligándose a permanecer serio, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo, porque una ladina sonrisa lo delató.

—Desgraciado. —Frunció la nariz en un gesto divertido, posiblemente le hubiese insultado con otras palabras por jugar con sus emociones, pero él la calló con un beso.

Después de varios minutos en el que con gran complicidad compartían miradas, aliento, saliva y caricias de sus lenguas y labios, decidieron ir al baño a lavarse los dientes antes de dormir, pues debían levantarse muy temprano para ir al hospital.

—¿Te has tomado el medicamento? —preguntó Edmund, mientras ella estaba acostada sobre su pecho y él le acariciaba los cabellos.

—Sí, imposible olvidarlo, ya es una rutina que llevo por siete años —dijo en voz muy baja, casi sin ganas; dejando implícitamente claro que no le gustaba hablar sobre eso.

—Ya no quiero que lo hagas a escondidas, vi los frascos en tu cartera —dijo lentamente, sintiendo la suavidad de las hebras rubias entre sus dedos—. Comparte conmigo todo lo que te pase, absolutamente todo; recuerda que estoy aquí para ti.

—Lo sé —murmuró, rodeándole el torso con el brazo—. Gracias.

—No agradezcas... —Le dio un beso en los cabellos—. Ahora duérmete, descansa.

—Buenas noches, que tengas dulces sueños.

—Mi sueño más dulce está entre mis brazos... Te quiero April.

—Yo te quiero más. —Ella sonrió complacida, porque había deseado tanto escuchar esas palabras, así, en remanso, antes de dormir, porque eso le daba las fuerzas para querer despertar.

Edmund tan solo dormía por minutos, no podía sumirse en el sueño, porque su estado de alerta lo mantenía atento; cada vez que podía revisaba a April, para ver si estaba respirando, si seguía ahí con él.

Escuchó algunos ruidos provenientes de la planta baja, no era necesario que él se molestara, para eso estaba el personal de seguridad, pero no pudo evitar salir con mucho cuidado de la cama, evitando despertar a April; se puso una camiseta de algodón, y descalzo salió de la habitación.

Las luces de la cocina estaban prendidas, y vio a Abigail sentada en un taburete junto a la isla, de espaldas a él.

—¿Desvelada? —preguntó para hacerse notar.

Aunque no podía verle la cara, percibió cómo se pasaba las manos por el rostro.

—Un poco, solo bajé por un té. —La voz ronca la dejó en evidencia.

Edmund caminó y bordeó la isla, hasta ponerse frente a la señora, quien evidentemente había estado llorando. Por la tarde, cuando le dieron la noticia, él pensó que esa mujer era de sangre fría, que al parecer, saber que su hija estaba a un paso de morir no le había trastocado ni un poco, pero ahí estaba, destrozada.

—Pensé que era un roble —comentó, ubicándose en un banco.

Abigail se paró, buscó una taza y le sirvió té, sin siquiera preguntarle si quería; después regresó a su puesto.

—No, realmente no lo soy... Me estoy muriendo ¡Oh por Dios! Mi niña, lo único que tengo... —Bajó la cabeza para poder llorar.

Edmund miraba el movimiento de los hombros de Abigail, provocado por el llanto.

—Sé lo difícil que es.

—No puedo llorar, no puedo hacerlo delante de ella; no pude mostrarle que mi corazón se hizo trizas con la noticia, porque el mayor temor de mi niña era verme sufrir. No podía permitir que pensara que me estaba destruyendo, debo ser fuerte... Al menos en su presencia.

—Admiro la fortaleza que posee, debía ser un pilar para April, debía ser fuerte, pero aunque me avergüenza admitirlo, terminé desmoronado frente a ella, sé que no es fácil...

—Gracias, muchas gracias por cuidar de ella... No tengo cómo pagarte lo que haces por mi hija. Siempre ha sido una niña ejemplar, ha sido tan buena, no merece lo que le está pasando —dijo, limpiándose las lágrimas, tratando de calmarse.

—Muchas veces no merecemos las cosas que nos pasan... ¿April le contó que estuve en prisión, y por eso tuve que cambiarme el nombre?

La mujer levantó la cabeza, mostrando sorpresa en su mirada ahogada en lágrimas, pensando que posiblemente tenía frente a ella a un asesino. Su turbación se disipó casi inmediatamente.

—No..., nunca me lo contó.

—Estoy pagando una condena de quince años, permanecí diez tras las rejas... Aún no soy totalmente libre, estoy bajo libertad condicional, y todos los días cuento los que me separan para liberarme definitivamente de mis demonios. Cometí un error, lo admito... No asesiné a nadie, solo me enamoré de una chica menor de edad, y su familia no me quería. Aprovecharon que nos encontraron en una situación comprometedora... Todos los días me reprocho no haber esperado y haberme dejado llevar por los sentimientos y el ardor de un chico de diecinueve años, soy culpable. Sin embargo, no creo que mereciera una condena simplemente por entregar mis sentimientos a la joven equivocada.

—Posiblemente ella no era la equivocada, sino su familia... Porque me enamoré de mi esposo cuando tenía trece años y él dieciocho, nos entregamos a la pasión cuando cumplí los catorce, pero mi familia aceptó a Reynold y nunca tuvimos complicaciones...

—No fue de esa manera, ella me acusó... Y no me dio la cara durante el juicio —explicó, haciendo una pausa para tomar té, porque no quería que Abigail pensara que la estaba rechazando—. Pasé muchos años preguntándome por qué, pero llegó un momento en que me cansé de no encontrar la respuesta y preferí olvidarlo. —Saboreó la caliente infusión, a esa mujer hasta algo tan sencillo como un té le quedaba buenísimo.

—Haz hecho bien, el rencor solo pudre el corazón. Los sentimientos negativos nos restan años de vida... —Ella bebió de su té, mientras pensaba en la pregunta que iba a hacerle—. ¿La has vuelto a ver? —interrogó, después de un minuto de silencio.

Edmund no sabía qué responder, sabía que April y su madre eran muy amigas, y que Abigail nunca se pondría de su lado. Posiblemente le estaba tendiendo una trampa, para que dijera algo fuera de lugar y así tener razones para separarlos.

»Sí, la has visto —aseguró Abigail, porque Edmund se mantuvo en silencio, y esa era una obvia respuesta.

—Sí. —No tuvo más remedio que darle la razón—. De hecho, trabaja para mí, aunque no fui quien la contrató. En un lugar con tantos empleados, no me corresponde hacer entrevistas. —Trataba de explicar, y volvió a tomar té—. Cuando lo supe ya era demasiado tarde, supongo que debí despedirla inmediatamente, pero a cambio solo le di un ascenso...

—¿Por qué lo hiciste?

Edmund no identificó ningún tipo de reproche en la pregunta de Abigail, por un momento eran como unos amigos que simplemente conversaban; incluso, ella parecía ser mucho más, era como su conciencia; entonces comprendió de quién heredó April esa manera de ser, casi como una psicóloga.

—No lo sé... Por lástima tal vez..., o por ganas de vengarme... Hacerle daño, darle posibilidades y que después se diera cuenta de que todo lo que tiene es gracias a mí... Realmente no lo sé —confesó, sintiéndose apenado—. Es muy confuso lo que siento por Natalia, algunas veces la odio, otras me conmueve...

—¿Qué dice ella? ¿Por qué acepta todo lo que le has dado? Si se supone que debería sentirse avergonzada por lo que te hizo.

—No me reconoce, realmente he cambiado mucho. Ya no soy más ese chico de diecinueve años que ella conoció.

Abigail se levantó y caminó hasta él, le posó una mano en el hombro; sin embargo, Edmund no pudo evitar tensarse, preparándose para la lluvia de insultos que iba a soltarle.

—Es normal que estés confundido —dijo con voz calma y una sonrisa conciliadora—. Hasta que no afrontes el momento, hasta que no se enfrenten y discutan sobre lo sucedido hace tantos años, no podrás aclarar lo que sientes hacia ella...

—Yo amo a April... —Se apresuró a decir.

—Lo sé, no te esfuerces en explicármelo, sé que quieres a mi hija... Pero nada es tan inhóspito, salvaje e incomprensible como el amor. Se puede amar de muchas maneras, posiblemente necesitas cerrar círculos en tu vida, porque aún late ese amor del pasado. Ese joven de diecinueve años necesita encontrar respuestas, y la única manera de hacerlo es enfrentando la situación.

Edmund se quedó inmóvil con la mente en blanco, sin saber qué respuesta darle. La mujer no lo estaba juzgando, ciertamente lo comprendía, podía jurar que mucho mejor de lo que lo hacía él mismo.

Ella se marchó sin decir nada más, dejándolo pensativo.

Edmund sabía que no podía decirle a Natalia quién era, no podía confiar en ella, porque bien podría denunciarlo y enviarlo de regreso a prisión; y ahora menos que nunca podía estar encerrado, ahora debía estar al lado de April y su hijo.

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