CAPÍTULO 34
Después de quince días, debía volver a la escuela, debía afrontar el mundo al que tanto miedo le tenía, Levka, ni mucho menos su madre, lograron convencer a su padre de que no era conveniente hacerla regresar, para él era más importante que no reprobara el año escolar, porque eso interfería en su futuro.
Sergey con la influencia que tenía, no descansó hasta que las chicas que la habían atacado en el baño, fuesen suspendidas de manera definitiva, para que así ella pudiera regresar.
Como si no supiera que eso no solucionaba absolutamente nada, porque casi todos en la escuela la odiaban, prefería mil veces, vivir encerrada en su habitación a tener que ser ignorada por el mundo, ya no la atacaban físicamente, pero muchas veces las palabras solían ser más hirientes que cualquier golpe.
Odiaba tener que vivir en un constante estado de zozobra, odiaba escuchar como la insultaban con susurros, pero más odiaba su cobardía por no poder defenderse, no poder levantar la cabeza y gritarles que se fueran todos a la mierda.
Su vida era un completo infierno y el demonio era Edmund, al que amaba y odiaba al mismo tiempo. Imposible no sentir que su corazón se cargaba de rabia en contra de él, cuando todos la culpaban y era como si él mismo lo hiciera.
En su casa, no era menos el acoso que vivía, cada dos minutos irrumpían en su habitación para ver si se encontraba bien, su padre había mandado a retirar los pomos de la puerta de su habitación y del baño, para que no pudiera trancarlas, por lo que no podía tener momentos de privacidad, aún en contra de todos los esfuerzos de su familia, porque no volviera a atentar contra su vida, era una idea que persistía en ella, algunos días más decidida que otros, pero estaba segura de que esa era la única salida a sus incomprendidos problemas.
Con los meses logró convencer a sus padres de que estaba mucho mejor, pero realmente cada día su impotencia crecía desmedidamente, porque no tenía noticias de Edmund, no sabía cómo iba el juicio, pero por las discusiones que tenía su padre por teléfono con el abogado, estaba segura de que aún no se dictaba sentencia. Intentó en vano buscar en internet noticias sobre el caso, pero Sergey la mantenía aislada, había bloqueado todos los portales de noticias.
Decía que no quería que ella se perturbara con lo que estaba pasando, porque ya había tenido suficiente con todo lo vivido desde aquella noche en que Edmund Broderick, intentó abusarla.
No tenía televisión en su habitación solo estaba el de la sala, y en el horario de las noticias, su padre siempre estaba en casa y prohibía que se sintonizaran. Así que vivía en el "mundo perfecto" que él había creado para ella.
Era la última semana de clases, pensaba al menos terminar el año escolar y largarse de ese lugar al que más nunca volvería. Se alentaba a cada minuto, repitiéndose que faltaba muy poco.
Caminaba por el pasillo, abrazada a un par de libros, con la mirada al suelo, como era su costumbre, y con un gorro rosa, realmente infantil que su madre le había comprado, para que no se avergonzara de su cabello corto.
Los murmullos eran más intensos, por lo que se aventuró a mirar por el rabillo del ojo, encontrándose a todos mirándola y recriminándole, quiso correr a los baños, pero por experiencia, sabía que no era un lugar seguro, por lo que se fue al patio de comida y se sentó lo más alejada posible, mientras esperaba a la última clase.
De manera inevitable, seguía siendo el centro de atención y tuvo la certeza de que algo había pasado con Edmund, sabía que si preguntaba, solo conseguiría ser agredida.
Después de un par de minutos, encontró el valor para levantarse de la silla y salir del campus, sabía que no debía hacerlo, su padre se lo tenía prohibido, pero necesitaba saber qué estaba pasando.
Tan solo a un par de calles estaba un quiosco donde vendían periódicos y golosinas, caminó rápidamente por la acera, sin mirar más que a la punta de sus zapatos.
Compró el diario y lo pagó, como si estuviera cometiendo el peor de los delitos, corrió al otro lado de la calle donde estaba un parque, se sentó en una banca, y empezó a buscar página por página, hasta que halló lo que buscaba.
Edmund había sido sentenciado a quince años de prisión, no pudo leer mucho, porque la vista se le nubló por las lágrimas y el corazón empezó a latirle tan lento y dolorosamente que pensaba que dejaría de bombear.
Quería salir corriendo e ir a ayudarlo, pero su cuerpo todo tembloroso no respondía. En ese momento un jeep azul se detuvo justo en frente, bajaron dos chicos, mucho más altos y fornidos que ella, haberla tomado de sorpresa no le dio tiempo a reaccionar.
Por segundos, tal vez minutos, estuvo tan turbada que su memoria quedó totalmente en blanco y cuando quiso alertarse, ya estaba dentro del jeep en el asiento trasero, en medio de los dos chicos, e iban dos más en el asiento delantero, todos con gorras negras.
El aliento se le sofocaba en la garganta junto a los latidos apresurados de su corazón y no le dejaban pronunciar palabra. Esto era mucho peor que quedar encerrada en el baño a la merced de cinco chicas dispuestas a liberar su odio contra ella.
En su cabeza solo se preguntaba: ¿Hasta dónde llegaría todo eso? ¿Qué iban a hacerle? ¿A dónde la llevaban? Mientras se aferraba con fuerza al periódico, uno de ellos se lo arrancó, dejando pedazos de papel en sus puños. Inevitablemente gritó al tiempo que sobresaltó y cerró los ojos.
—Por... Por favor —tartamudeó con voz temblorosa—. No me hagan daño, por favor —sollozó, sin poder reconocer a ninguno de los chicos, estaba segura que no eran de su escuela, suponía que eran de Princeton, porque se les notaba que rondaban los veinte años.
—¿No quieres que te hagamos daño? —preguntó uno de ellos burlonamente, quitándole el gorro de un tirón, dejando expuesta su corte tan varonil y los demás se carcajearon.
—No... no —imploró con las lágrimas rondándole por las mejillas—. Por favor —suplicó ahogada, buscando un poco de compasión en los ojos marrones que reflejaban rabia.
—No, no vamos a hacerte daño, solo vamos a hacer que los quince años que Edmund estará encerrado por tu culpa, sean justos... ¿Edmund te violó?
—No... no... —Negó desesperadamente y miraba aterrada a los hombres a su lado, pero ellos parecía no darle importancia a su terror.
—Entonces tiene que haber una violación para que sea justo, fue tu padre quien exigió justicia, así que nosotros nos encargaremos de que se cumpla —habló el otro, que sacó del bolsillo de sus jeans un paquete de preservativos.
—¿Por qué me hacen esto? Yo no tengo la culpa... no la tengo, por favor. —Intentó convencerlo, sin poder apartar su mirada aterrada del preservativo que sacaba del paquete plateado, era primera vez que veía uno, porque lo más cerca que había estado de un condón, era de los paquetes que veía en el supermercado y que siempre le causaban pudor.
No pudo evitar que su mecanismo de defensa se activara y empezara a defenderse cuando uno de ellos empezó a desabrocharle el pantalón.
Lo manoteó fuertemente, pataleó y empezó a gritar, pero le taparon la boca, tan fuerte que le lastimaba y casi no le dejaban respirar.
En ese momento el jeep se detuvo, estaban en un lugar totalmente solitario y enmontado.
Mientras ahogaba los gritos en esa mano que la estaba casi asfixiando, sus padres eran ateos, por lo que nunca le inculcaron la creencia sobre la existencia de algún Dios; sin embargo, en ese momento, ella necesitaba aferrarse a alguien o a algo, que le diera la fortaleza para enfrentar ese terrible momento para el que verdaderamente no estaba preparada. Suponía que no debía ser así, que su primera vez, debió ser con el chico que amaba y que por culpa de su familia, ahora debía pasar quince años en prisión.
Sin dejar de taparle la boca, la bajaron del jeep y la tiraron en el suelo enmontado, sin que pudiera evitarlo, porque no podía luchar contra cuatro hombres, le arrancaron los pantalones y las bragas dejándola expuesta, mientras seguía pataleando.
Sentirse desnuda ante las miradas cargadas de burla y odio, era humillante y aterrador. Ni siquiera podía cubrirse el pubis, porque le sujetaban las manos con fuerza desmedida.
Uno de ellos se bajó los pantalones, arrastrando al mismo tiempo la ropa interior, dejando expuesto su pene se erecto ante Natalia, que también era primera vez que veía uno, porque ni siquiera tuvo tiempo para ver el de Edmund.
Sentía que el corazón se le iba a explotar y realmente anhelaba que eso pasara de una vez por todas, para no tener que sufrir más tortura. No creía merecer eso, intentaba negar con la cabeza mientras forcejeaba, pero no conseguía hacer nada más que ahogarse con el llanto y mirar al cielo, tratando de encontrar forma en las nubes, para aislarse de la realidad que estaba viviendo y no sentir como las manos de esos chicos, le sujetaban con fuerza las muñecas y los tobillos.
La respiración se le agitó todavía más cuando el que se había bajado los pantalones y puesto el preservativo, se le acostó encima, el pánico se le aferró a cada molécula al sentir el aliento caliente sobre su cara y la erección tantear entre sus muslos, a muy poco de penetrarla.
—Vas a saber lo que es ser violada de verdad, maldita rusa —murmuró en su oído—. No son más que una plaga traidora, que vende a su propio país... Cobarde como todos los rusos hijos de puta.
Natalia trataba de respirar, se esforzaba por hacerlo, tanto sus pulmones sufrían, mientras las lágrimas le resbalaban a borbotones por las sienes, su cuerpo estaba tan tenso que dolía y no podía controlar los espasmos que lo sacudían.
No sabía que tan mal había hecho para merecer eso, para estar a punto de ser obligada por cuatro hombres, para perder de esa manera tan aterradora una inocencia que solo quiso regalarle al chico de sus más lindos sueños.
Nadie merecía eso, ella no lo buscó, no quiso tener que estar tirada sobre hierba seca, con hormigas picándole las nalgas, mientras un chico que duplicaba su peso estaba encima de su cuerpo sofocándola, al tiempo uno le sostenía las manos y otro los pies.
Quería dejar de llorar, quería liberarse, pero no podía, solo miraba al cielo, tratando de hallar en la inmensidad celeste, la única salida, porque ya no había manera de convencer a esos hombres de que no le hicieran daño. No temía morir, porque gran parte de ella contemplaba esa opción con buenos ojos, pero sí le aterrorizaba la situación en la que sucedería.
—Esta vez te vamos a perdonar —dijo de pronto, como si se hubiese conmovido de la situación, y Natalia se sintió embargada de un gran alivio, de pronto el cuerpo se ese chico que seguía sobre el suyo dejó de ser una terrible amenaza—. Pero si llegas a decir algo, te aseguro que te vamos a encontrar, los cuatro te violaremos sin piedad y después te asesinaremos... Lo mismo haremos con tu hermano —amenazó, se levantó, se quitó el condón y se subió los pantalones.
—Si gritas juro que te haré daño, verdaderamente lo haré —dijo el que le tenía la boca tapada—. ¿Vas a gritar? —preguntó.
Natalia negó desesperantemente con la cabeza, prometiendo con ese gesto que no lo haría, mientras sus ojos seguían llenos de lágrimas y el rostro sonrojado y sudado.
Entonces poco a poco le quitó la mano de la boca, ella agarró una bocanada de aire, que alivió el dolor en sus pulmones.
Tres de ellos subieron al jeep, mientras el que la había mantenido amordazada se quedó acuclillado a su lado, recorrió con su mirada el cuerpo de Natalia de la cintura para abajo, apreciando la nívea desnudez.
—Ni se te ocurra decir una sola palabra, porque la próxima vez no voy a controlar las ganas que te tengo. —Estiró la mano y con la yema de los dedos le acarició desde el vientre hasta el pubis, disfrutando del constante temblor que el delgado cuerpo le regalaba.
Se levantó y corrió al jeep, donde los esperaban sus compañeros, arrancaron dejándola en medio de la nada.
Una vez sola profirió una especie de grito y sollozo a partes iguales, se quedó petrificada en el lugar, acurrucada en posición fetal, planteándose si debía moverse, si debía levantarse y huir o quedarse ahí para siempre, permitir que las hormigas se la comieran de a poco, como si fuese el desperdició de un dulce.
La brisa le provocaba escalofríos, no podía evitar sentirse fría y sudorosa a la vez, mientras intentaba llenar los pulmones y controlar el temblor que le imposibilitaba cualquier movimiento, sin poder controlar su llanto.
Como si un rayo la impactara y la sacara del estado de pánico en el que se había hundido, agarró rápidamente la ropa y empezó a vestirse, mientras miraba el solitario lugar que la rodeaba.
El temblor en todo su cuerpo, apenas le permitía caminar, necesitaba salir de ahí, encontrar la manera de regresar a su casa, casi a un kilómetro de distancia encontró su mochila, la agarró y siguió caminando.
—Esto no va a parar, nunca terminará —se decía, mientras seguía llorando descontroladamente y avanzaba sin rumbo fijo.
Suponía que lo más sensato sería subir a un taxi e ir a su casa, pero tal vez, esa era la única oportunidad que tenía y que había estado esperando por meses.
La culpa aumentaba a cada segundo, al pensar en esa nota del diario en la que se enteró de que Edmund había sido condenado a quince años de prisión, y que tal vez ella sería torturada por sus amigos, durante el mismo tiempo.
No iba a soportarlo, nunca imaginó que ese chico que la salvó de ser devorada por los cocodrilos y que le hizo experimentar los sentimientos más lindos, tuviera que pasar tantos años encerrado, por culpa de su padre.
Cuando por fin llegó a la carretera, pensó en que la mejor opción de poner punto final a su situación sería pararse en medio de la vía, lo intentó en varias oportunidades, pero no tuvo el valor y lloró de impotencia.
Subió a un taxi y le pidió que la llevara a una farmacia, donde compró varios frascos de medicamentos que no necesitaban prescripción y dos botellas de agua.
Entró a un baño público e hizo lo mismo que meses atrás, estaba segura de que en ese lugar nadie evitaría que por fin consiguiera su objetivo.
Pero volvió a despertar en un hospital, al saberse viva, empezó a llorar porque realmente no deseaba seguir sufriendo, le gritó al doctor que la atendió, le suplicó que respetara su decisión.
Él solo le decía lo valiosa que era la vida, que apenas era una niña para atentar contra su existencia, pero ese hombre no podía comprender que ya estaba cansada. Que su vida era un caos, un infierno del cual necesitaba desesperadamente liberarse.
Sus padres esperaban afuera, pero no quiso verlos, le suplicó al doctor que no los dejara pasar, solo quería estar sola, quería abrazarse a la oscuridad, a lo desconocido que significaba la muerte y que tanto anhelaba, pero que se habían empeñado en interrumpir su único deseo.
El hombre atendió a su petición y no autorizó la visita de sus familiares; sin embargo, le dijo que necesitaba que alguien más le ayudara, por lo que pidió la presencia de una especialista.
El doctor no se fue hasta que llegó una mujer de tez morena y ojos grandes y expresivos, con un semblante que sorprendía por la calma que irradiaba.
—Hola Natalia —saludó con una amable sonrisa, al tiempo que con lentitud tomaba asiento al lado de la cama.
Ella no habló, solo miró el doblez de la sábana, se sentía muy débil y también molesta.
—Natalia, te dejaré en compañía de la doctora Harrison, es psicólogo, por favor, permite que te ayudemos —comentó el doctor con tono preocupado.
Natalia siguió sin responder, no tenía nada que decir, porque estaba segura de que los consejos que alguien más pudiera darle, no conseguiría parar los ataques de quienes la odiaban.
El doctor salió, dejándola en compañía de la psicóloga.
—Natalia, ahora que estamos solas, puedes confiar en mí, prometo que solo quiero ayudarte —dijo con toda la paciencia del mundo—. ¿Quieres hablar de lo que pasó? ¿Quieres contarme qué te llevó a querer terminar con tu vida? —le llevó la mano hasta la de Natalia, brindándole apoyo.
Natalia alejó su mano de la de la mujer, no quería que nadie más la tocara, al tiempo que negó con la cabeza.
—Natalia, debemos hablar de lo que pasó, no quiero presionarte, pero tienes que ayudarme para que pueda ayudarte.
—No hay nada de qué hablar —dijo al fin—. No quiero hablar de nada, por favor, no pierda su tiempo conmigo.
—Te aseguro que no eres una perdida de tiempo, y creo que sí hay mucho de qué hablar, sobre todo de las marcas que tienes en el cuerpo, sobre todo en las nalgas y las piernas.
—Solo son picaduras de hormigas, no hay nada más de que hablar —dijo secamente, sin mirar a la mujer.
—Y las marcas en tus muñecas y tobillos, ¿quieres hablarme sobre eso? —preguntó mirando las betas rojas en las muñecas.
Natalia se percató de que se notaban mucho, por lo que intentó cubrírselas.
—No voy a hablar.
—Está bien, no voy a presionarte, solo hablaremos cuando estés lista. La mujer se mantuvo en silencio por más de un minuto—. ¿Todavía no estás lista? —preguntó sonriente.
Natalia volvió a negar con la cabeza y se le derramaron varias lágrimas.
—Soy estúpida —sollozó fuertemente—. Soy estúpida... Debí pararme en la vía, debí ponerme frente a un camión, era la única salida.
—Natalia, no sé por lo que estás pasando, y no lo sabré sino me lo cuentas, pero no puedes seguir pensando que la única salida a tus problemas es quitarte la vida, eso es solo para los débiles y veo en tus ojos que eres una chica valiente.
—No... no lo soy... ¡No lo soy! Si fuese valiente habría hecho algo por Edmund, está en prisión por mi culpa, no quiero que me entiendan, solo quiero que me dejen en paz, por favor, déjeme en paz —suplicó llorando.
La mujer se levantó y se quedó mirándola.
—No voy a presionarte, cuando estés preparada lo harás, porque liberar lo que te pasa te hará bien, deja salir todo lo que te ahoga, si no quieres contárselo a nadie, hazlo para ti misma... Una buena terapia es escribirlo, no sé qué pasó con Edmund, pero si necesitas pedirle perdón, hazlo, escribirle una carta y pídele perdón, si no puedes entregársela ahora, porque no tienes el valor, algún día lo encontrarás, un pedazo de papel y un lápiz puede ser de mucha ayuda, a través eso puedes conversar con Edmund, cuéntale todo lo que te pasa, todo lo que quisieras decirle, cosas buenas o malas, no te guardes nada, porque nadie puede entenderte mejor que tú misma, vuelca todas tus emociones para que no te ahoguen... Esa es una mejor opción, mucho mejor que suicidarte.
Natalia sorbió las lágrimas y siguió en silencio, pero escuchó atentamente cada palabra de la mujer.
La doctora Harrison, decidió dejarla sola, para que meditara sobre lo poco que habían conversado.
Durante los cinco días que duró internada en ese lugar, no permitió la visita de su familia, y por egoísta que pareciera, se sentía bien no verles la cara a sus padres ni a su hermano.
La psicóloga siguió visitándola, fue quien le llevó el primer cuaderno y lápiz, cuando empezó a escribir lo hizo desde ese caótico momento de su vida encerrada en un hospital, pero no le gustó, después hizo una carta a Edmund, tratando de aclarar la situación, pero no encontraba las palabras adecuadas que expresaran su culpa.
Por lo que quiso, por primera vez en mucho tiempo ser positiva, e inició con la primera vez que lo había visto y todo lo que despertó en ella, se le hizo muy fácil escribir sobre esas emociones que había despertado su primer y único amor.
De regreso a su casa, siguió escribiendo, en poco tiempo terminó con el primer cuaderno, pasaba horas escribiendo encerrada en su habitación. Al parecer, su padre se había condolido y ya no la reprendía ni la maltrataba físicamente, tal vez, temía que volviera a atentar contra su vida.
Pero eso duró tan solo unos meses, el mismo tiempo que ella llevaba escribiendo cada mínima cosa. Cuando lo jubilaron se volvió más amargado y toda su frustración la pagaba con su hermano y con ella.
Una vez más se encontraba en un callejón sin salida, todos sus problemas los volcaba en los cuadernos, que había bautizado "Edmund" imaginaba que era con él con quien conversaba y la comprendía como solo ella podía hacerlo.
Cuando la gente empezó a olvidar lo que había pasado, ella por fin se armó de valor y fue a prisión para entregarle esa carta que llevaba meses esperando poder entregar, pero no le permitieron verlo; sin embargo, no perdió la esperanza y lo hizo en dos oportunidades más, pero obtuvo el mismo resultado, porque era menor de edad.
Levka había conseguido liberarse del yugo de su padre y era un jugador estrella del que Sergey se sentía sumamente orgulloso. Mientras ella, solo se aferraba a sus cuadernos, los que atesoraba secretamente, tenía que mantenerlos escondidos para que su padre no los destruyera, como pretendía hacer con el pasado.
Una tarde, antes de irse a Princeton, a donde se la llevaría Levka. Volvió a toparse con Stella, quien no perdió la oportunidad para insultarla y agredirla, estaba vez, no solo por Edmund sino también por lo que había hecho su padre de provocar que la expulsaran.
Definitivamente esa fue la gota que derramó el vaso. Natalia, comprendió que la única manera de liberarse de todo eso, era dejar a Edmund, sacarlo de manera definitiva y tratar de salir adelante, trató de olvidar su nombre y su cara.
Quiso quemar los cuadernos pero no tuvo el valor, los dejó en un cajón con llave en un lugar seguro en su habitación, al que nadie tenía acceso.
Al día siguiente partió a New Jersey, donde intentaría empezar de cero, pero solo terminó bajo el poder de Levka, quien constantemente le recriminaba estar pagando sus estudios y de vez en cuando la agredía, como tantas veces lo había hecho su padre.
Al parecer su destino era seguir encerrada en ese círculo vicioso, porque aunque empezó a trabajar en una firma de abogados, lo que pagaban no alcanzaba para pagar sus estudios.
Con los años su esfuerzo por olvidar a Edmund estaban dado resultado, cada vez su recuerdo se diluía más, tanto que ni siquiera lograba materializar en su mente con claridad el rostro de aquel chico que tanto había amado y por él que tan había sufrido.
Cuando conoció a Mitchell en la firma de abogados y lo especial que era con ella, volvió a ver luz al final del camino, decidió darle y darse una oportunidad.
Fue feliz con él, porque era comprensivo, amable, cariñoso, detallista, era lo que nunca nadie había sido con ella. Al terminar sus estudios, no dudó un segundo en aceptar su propuesta de irse a vivir juntos, prefería eso, a tener que regresar a casa de sus padres.
Al final se casó con él, fue su primer hombre, fue quien casi le arrancó del corazón a Edmund Broderick, porque sin que ella se diera cuenta, aún existían raíces que siempre la llevaban a su pasado y a ese chico de belleza exótica.
Con los meses, la felicidadfue cambiando su sabor, empezaba a ser amarga, descubrió otro tipo de agresión,que algunas veces era más devastadora que la verbal y la física, porque eldesinterés era letal, y era como Mitchell la trataba, pasó de ser cariñoso yatento, a ser totalmente indiferente con ella, haciéndole sentir que soloestaba a su lado porque un papel firmado lo obligaba y porque no quería perderla mitad de su fortuna.
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