CAPÍTULO 29
Edmund se obligaba a no pensar en la dolorosa confesión que April le había hecho, sentía que la cabeza iba a estallarle y en el pecho le anidaba el agobiante vacío de la perdida, no podía dejar de mirarla ni por un segundo y nada aparte de ella lograba captar su atención.
Había querido hablar de lo que le pasaba, quería saber cuál era esa enfermedad que en poco tiempo se la robaría, pero ella no deseaba hacerlo, solo decía que a cada minuto se obligaba a olvidar su realidad, porque no pretendía pasar triste ni agobiada el poco tiempo que le quedaba.
—¿Estás seguro que no deseas cambiarte primero? —preguntó April con una tierna sonrisa, pero escondía tanto sufrimiento del que no quería ser partícipe a Edmund.
Él negó sin dejar de mirarla a los ojos y tragó en seco. Ella le puso la mano sobre el muslo.
—No, no deseo perder el tiempo. —Puso su mano sobre la de April, inevitablemente odiaba que ella pudiera sonreír de esa manera en un momento como ese, cuando él estaba desesperado, solo que aún no creía todo por lo que estaba pasando y estaba casi en un estado catatónico.
—Tu ropa aún está mojada y podrías enfermarte. —Le recordó.
—¿Crees que pescar un resfriado es enfermarme? —susurró su pregunta, sintiéndose indignado.
—Por favor Edmund, no me mires así, no me hagas sentir mal, lo menos que quiero es que sientas lástima por mí.
—No te tengo lástima, solo que me haces sentir impotente —le llevó las manos a las mejillas y la obligó a que lo mirara a los ojos—. Entiende que necesito hacer algo por ti...
—Lo vas a hacer, cuidarás de Santi.
—¡No! No quiero cuidar del niño, quiero salvarte a ti —exigió haciendo más fuerte la presión sobre sus mejillas, sin importar que el taxista lo mirara a través del retrovisor.
—Por favor Edmund, ya no más, ya no más... Podemos olvidarnos por un momento de mí, ahora lo más importante es Santiago.
—¿Crees que restándote importancia me harás sentir mejor? No April, no es así. Tal vez para ti sea fácil porque sabes lo que te pasa, pero para mí no, no puedo con tanta incertidumbre.
—No es fácil Edmund, para mí no es fácil. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se obligó a no derramarlas—. Pero no puedo echarme a llorar lamentándome por lo que me pasa, porque no puedo mostrarme derrotada delante de mi hijo, no lo entiendes, no puedes entenderlo, porque no conoces a Santiago, pero cuando veas lo lindo que es —sonrió aún a través de las lágrimas—. Cuando veas sus ojitos y sus pestañas, cuando veas sus manitos, sabrás que es más importante que cualquier cosa, tengo que ser fuerte por él, tengo que sonreír para él, así por dentro esté cayéndome a pedazos.
Edmund se acercó y le besó la frente, sintiendo como se le erizaba cada poro de la piel, no era excitación, ni frío, era admiración lo que le provocaba tal reacción.
—Tendrás que darme un poco de esa fortaleza —susurró estrellando su cálido aliento contra la frente de April, cerró los ojos por segundos, para después mirar como la lluvia seguía cayendo.
—No necesitas que yo te dé fortaleza, porque tú la posees, solo que en este momento estás perturbado. —le acarició el cuello, calentándose las manos con la piel caliente del hombre que amaba, y se sentía tan diminuta a su lado.
El taxi se detuvo frente a la puerta principal del hospital, Edmund le ofreció la tarjeta de crédito para pagar por el servició y mientras esperaba, su mirada fue captada por un helicóptero que descendía en el helipuerto, que daba la impresión de ser un platillo volador.
—Gracias —dijo en el momento en que el hombre le devolvió la tarjeta.
April bajó primero que él y se paró junto a la puerta, justo en el momento en que plantó los pies en el suelo, el corazón se le instaló en la garganta, no tenía la más remota idea de cómo se sentía, porque nunca antes había experimentado todas esas emociones que lo azotaban.
Se arremangó hasta el codo una de las mangas de la camisa blanca que llevaba puesta, y que se le había bajado, en un intento por encontrar controlar sus nervios.
—Es mejor que no nos anunciemos, porque harán mil y una pregunta —dijo April y Edmund asintió.
Él quería hablar, pero a cambio solo un molesto zumbido taladraba en sus oídos.
April caminó y él lo hizo a su lado, percatándose de que ella apenas le llegaba por el hombro. Tal vez debía abrazarla, ser más afectivo, pero no podía, solo caminaba a su lado como un total desconocido, mirando la decoración infantil del Everglades donde habitaban flamingos rosados.
Entraron al ascensor y el corazón lo ahogaba con los latidos.
—¿Estás bien? —preguntó April al ver a Edmund en silencio, notándolo más pálido de lo normal y estaba segura que no era por la luz fluorescente del ascensor.
—Sí —dijo asintiendo, tratando de convencerla de que realmente estaba bien.
April decidió no decir nada más y las puertas se abrieron en el piso que ella había marcado, tampoco se aventuraba a sujetarle la mano a Edmund, porque realmente ese momento era el más extraño en toda su vida. Amaba a ese hombre, muchas veces había imaginado que conociera a Santiago y ahora que estaba a punto de suceder, no se lo creía.
Ella caminaba y Edmund iba un paso por detrás, podía sentir toda esa energía que ese hombre de casi dos metros de estatura desprendía, y agradecía al cielo que Santiago hubiese heredado la estatura del padre. Porque ya los doctores le habían dicho, que su hijo había crecido, mucho más de lo que lo hacían los niños que padecían Tetralogía de Fallot.
Al llegar a la habitación se aferró al pomo de la puerta y miró una vez más a Edmund, que estaba mucho más pálido, tenía los labios totalmente blancos, en su frente estaba perlada por el sudor y dos grandes gotas corroan por sus sienes.
—Edmund, ¿seguro que estás bien?
—Sí —dijo con la voz estrangulada y después negó con la cabeza—. Realmente, necesito un baño.
—Está bien te acompaño.
—No, no es necesario, puedo ir solo.
—Te llevaré —dijo caminando para dirigirse a los baños que estaban al final del pasillo.
Edmund la siguió mostrándose apurado y apenas entró corrió al baño de caballeros.
Ella deseaba esperar afuera, pero no sabía que era lo que le pasaba a Edmund y no iba a dejarlo solo, por lo que entró sin importarle que la entrada de mujeres no estuviese permitida.
Vio a un hombre orinando que se sorprendió ante la invasión y atacado por el pudor intentó cubrirse.
—No se preocupe, no he visto nada, juro que no he visto nada —dijo colocándose una mano a un lado del rostro y siguió su camino, escuchando las arcadas que provenían de uno de los cubículos.
Ahí estaba Edmund acuclillado, al lado del retrete y no le había dado tiempo de cerrar la puerta.
Ella entró y empezó a acariciarle la espalda, intentando aliviarlo un poco, también le pasaba una mano por la frente, retirándole el sudor frío.
—Todo está bien —lo consolaba, mientras él se tensaba y seguía devolviendo la comida en el retrete.
Se sentía totalmente avergonzado, pero no podía pedirle a April que se marchara, porque un torrente de alimentos mal digeridos no se lo permitía.
—No tienes por qué ver esto —dijo pulsando el botón para que el agua se llevara toda esa porquería.
—Vamos Edmund, no es primera vez que veo a un hombre vomitar, muchos lo hicieron a mis pies... ¿estás mejor? —preguntó masajeándole los hombros.
—Sí. —Se levantó y caminó a los lavabos, donde se enjugó la boca y se lavó la cara, igual seguía muy pálido.
—Solo estás nervioso.
—No, no estoy nervioso, realmente estoy aterrado... ¿Cómo pudiste permitir que un ser inocente tenga por padre a un ex presidiario? —preguntó todo tembloroso.
—Edmund, eres inocente... Nunca hiciste nada malo, más que enamorarte de una hija de puta.
—Igual estuve en prisión, no puedes dejarme tanta responsabilidad... ¡Por Dios! Ni siquiera me diste tiempo a prepararme psicológicamente.
—Estar en prisión no te hace un mal hombre, sé que cuentas con la responsabilidad suficiente, ¿a poco no administras una de las inmobiliarias más importantes del país? Eso te hace responsable.
—No, una compañía es totalmente distinto, un niño supongo que requiere más dedicación.
April le sujetó el rostro mojado y lo miró a los ojos, luchando por no echarse a llorar.
—Eres adorable Edmund, y lamento tanto no habértelo dicho antes... primero tuve miedo, pensaba que no ibas a creerme, confiaba en que iba a curarme, que el tratamiento daría resultado y podría criar a mi hijo sin muchas complicaciones, que su tratamiento también daría resultado... Cuando por fin decidí contártelo, cuando me enteré que ya nada se puede hacer por mí, descubrí que volviste con Natalia y lo menos que deseo es que Santiago sea criado por una persona que una vez traicionó al hombre que amo... Decidí que no te diría nada y que me armaría de valor y le contaría a mi mamá por lo que estoy pasando y ella podría quedarse con Santiago.
—¿Tu madre no lo sabe? —preguntó manteniendo un poco la distancia le apenaba que ella percibiera su acido aliento producto del vómito.
April sintió que el corazón se le empequeñecía porque había obviando lo de Natalia y solo preguntaba por su madre, a pesar de eso, negó.
—Ella sabe de Santiago, tuve que inventarle una gran mentira... Pero terminó adorando a su nieto, al que quiere conocer personalmente, pero no sabe que estoy muriendo, no encuentro el valor para decírselo... Me enteré de mi enfermedad a los siete días de la muerte de mi padre y mi hermano, no podía decirle a mi madre que la única persona que le quedaba estaba enferma, y que debía costear un tratamiento realmente costoso, cuando estábamos ahogadas en deudas... Por eso decidí venir a Miami, en busca de trabajo y que mi madre no se enterara de mi enfermedad, pensaba curarme y volver... pero lo que ganaba atendiendo las mesas en un café, no era suficiente, ahí conocí a varias de las chicas del Madonna, que iban a desayunar y escuchaba sus conversaciones... Fue difícil tomar la decisión, pero prostituirme no era tan terrible como el miedo que le tengo a morir y dejar a mi mamá sola... El resto de la historia ya lo sabes —agarró una bocanada de aire para llenarse de valor y no echarse a llorar.
—Debes decírselo a tu madre, no es justo que la prives de pasar junto a ti lo que te resta de vida... aunque no quiero pensar en eso, prefiero pensar que aún existe una solución.
Ella se puso de puntillas y le dio un beso en la boca, que él no quiso hacer más intenso, porque todavía saboreaba el desagradable sabor.
—¿Estás más tranquilo? ¿Ahora sí quieres ir a ver a tu hijo? —preguntó tratando de desviar el tema, Edmund no podía darse cuenta de que con sus deseos de que ella mejorara, la llevaría una vez más a llenarse de una esperanza que no le daría el resultado que esperaba, y una vez más las perderías. No había nada más doloroso y triste que perder la esperanza, ya había pasado por eso en varias oportunidades, no quería volver a pasarlo.
Edmund asintió.
—Yo creo que sí, ya tienes un poco más de color en el rostro —April sonrió para aligerar la tensión.
—No es gracioso April —dijo con la voz ronca.
—¡Por Dios! Edmund, tan solo es un niño de un año y siete meses —volvió a sonreír—. Anda, vamos que no quiero que se despierte y no me encuentre.
Edmund inhaló profundamente, cerró los ojos y asintió.
—Nunca antes he tenido un hijo.
—Lo sé —dijo tomándole la mano y guiándolo fuera del baño; en ese momento otro hombre entraba y les dedicó una mirada de desaprobación, pero ellos decidieron ignorarlo.
Una vez más frente a la puerta de la habitación de Santiago, el corazón de Edmund latía presuroso, lo podía escuchar haciendo ecos en sus oídos.
April abrió la puerta y la enfermera estaba sentada junto a la cama y de espaldas a ello, pero se volvió en el momento en que escuchó que entraban.
—Buenas noches —saludó April entrando en la habitación y casi arrastrando a Edmund.
—Buenas noches —La enfermera se levantó.
—¿Ha despertado? —preguntó echándole un vistazo a su niño rendido.
—No, duerme profundamente, eso es bueno —la joven de ojos avellanas, el echó un vistazo a cómo April le agarraba la mano al hombre trigueño y alto que la acompañaba—. Sin duda es el padre de Santiago —sonrió al ver el color los ojos y la forma de la nariz.
April pensó un poco pero al final afirmó, mientras Edmund seguía mudo y atontado mirando a Santiago dormido.
—Entonces me marcho, sé que queda en buenas manos —dijo la enfermera.
—Muchas gracias —agradeció April.
—Gracias —fue lo único que consiguió decir Edmund, antes de que la mujer saliera, pero sin desviar la mirada del niño que estaba acostado de medio lado y un cerdo rosado al lado.
April volvió a tironear de su mano y lo acercó más a la cama, el niño era un ser indefenso, tan pequeño, pero el impacto emocional que provocaba en él era intimidante. Solo intentaba hacerle un espacio en su raciocinio lo que significaba ser padre.
—Este es su peluche para dormir, es Peppa Pig —explicó agarrando el muñeco.
—¿Qué se supone que es ese cerdo? —preguntó sin desviar la mirada de la cara serena del niño.
—Es de su dibujo animado favorito —se acercó y le dio un beso en la cabeza, se quedó ahí robándose el aroma de su pequeño—. ¿Quieres tocarlo?
—No lo sé, no quiero despertarlo.
—Edmund, puedes dejar de tenerle miedo, tan solo es el resultado de una de tus tantas eyaculaciones, es uno de tus espermatozoides —Sonrío, estirándole la mano.
—No me hagas verlo de esa manera, creo que es mucho más que eso... Es mucho más —se atrevió a acariciarle con los nudillos una mejilla y era lo más suave que algunas vez había tocado.
—Claro que es mucho más, también puse mi parte.
—No lo dudo. Se le ve tranquilo, ¿qué tiene que van a operarlo? —preguntó sin poder creer que eso tan bonito y pequeño era suyo. Era tan increíble.
—Padece de Tetralogía de Fallot, le afectaron los medicamentos que tomo.
—Disculpa, pero no sé qué es Tetralogía de Fallot.
—Es una cardiopatía congénita, se le mezcla la sangre arterial y venosa, en realidad son cuatro malformaciones, ya lo operaron recién nacido, pero no pudieron solucionar todos los inconvenientes, por lo que ha estado con un tratamiento...
—¿Por qué has pasado por todo esto tú sola? —preguntó sintiendo algo de molestia—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Edmund, te dije que tenía miedo... Solo pensaba en que no ibas a creerme.
—Siempre me he mostrado comprensivo contigo, te he ofrecido mi amistad...
—Precisamente temía perder eso, temía que me culparás por la enfermedad de Santiago.
—No es tu culpa, tienes que tomar tu medicamento.
—No es fácil eso, porque me siento culpable y no puedo evitarlo... pero por favor no hablemos de eso ahora... Creo que es hora de que vayas a tu casa a descansar, mañana tienes que trabajar muy temprano.
—¿Crees que voy a irme a casa?
—Te lo pido.
—Puedes suplicarlo, pero no me voy —se sentó en la silla donde estaba la enfermera y de ahí nadie lo quitaría.
—Está bien, es tu decisión, solo nos quedaremos aquí viéndonos las cara porque no hay nada más que hacer —Se sentó en el asiento que estaba tras ella, al otro lado de la cama y de frente a Edmund, mientras el niño seguía rendido.
—No hay nada que desee más que mirar tu cara, perderme en cada uno de tus rasgos sin importar el tiempo que eso pueda llevarme —dijo con la voz espesa, porque realmente volvía a su memoria la realidad a la que April pretendía echarle tierra.
Ella bajó la mirada al niño, tratando de huir de esos ojos grises que estaban enrojecidos.
Edmund miró a Santiago, el cabello era una mezcla del color de ambos, un tono más claro que el suyo y uno más oscuro que el de April. Se quedó mirándolo en silencio por mucho tiempo, hasta que se armó de valor y se aventuró a tocarle la manito que era mucho más blanca y suave que la de él, en ese momento se percató de que no necesitaba ninguna prueba para asegurarse de que era su hijo, porque notó en la palma de la mano, el extraño lunar que él también tenía y que parecía ser un corazón color café, que él había heredado de su padre.
Volvió mano para mirar los dos lunares y eran totalmente idénticos, provocando que el corazón se le acelerara una vez más.
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