CAPÍTULO 27
Edmund se levantó de la cama, sacó todo lo que tenía en los bolsillos, incluyendo el teléfono, que estaba totalmente descargado, y lo lanzó sobre el colchón. De camino al baño, fue desvistiéndose, dejando las prendas regadas en el suelo. Se metió en el jacuzzi y lo puso a llenar, ahí se quedó tratando de dejar su mente en blanco, de mandar a la mierda esos recuerdos tan dolorosos, que revivía constantemente para endurecer su corazón.
Después de mucho tiempo y de casi quedarse dormido, salió desnudo y mojado, regresó a la habitación y se dejó caer en la cama, donde quedó totalmente rendido.
El insistente sonido del teléfono volvió a despertarlo, sentía que no había dormido ni cinco minutos y un terrible dolor de cabeza lo torturaba. Estiró la mano y descolgó.
—Buenas —no sabía qué más decir, porque no recordaba dónde estaba, mucho menos sabía qué hora sería.
—Buenos días señor Worsley, le llamamos para despertarlo, como lo había solicitado —dijo al otro lado una voz femenina.
Inevitablemente se le aclaró la mente y recordó que estaba en Panamá y que tenía una última e importante reunión.
—Gracias. —contestó.
—¿Podemos ayudarlo en algo más, señor Worsley? —preguntó amablemente.
—Sí, podrían por favor, subirme un par de calmantes.
—Enseguida se lo enviamos.
—Gracias —dijo y colgó.
Se quedó en la cama con la mirada fija al techo, esperando a que la cabeza dejara de parecer que le pesaba toneladas, hasta que escuchó que tocaban a la puerta.
Se levantó y caminó a abrir, estaba a punto de hacerlo cuando se percató en el espejo de la salida, que estaba desnudo.
—Mierda —se fue al baño, se puso una toalla alrededor de las caderas y con los dedos se peinó el cabello hacia atrás.
Regresó y abrió, esperaba con bandeja en mano, una mujer morena, que rondaba los treinta años, ofreciendo una amable sonrisa, que vaciló un poco y se sonrojó cuando lo vio solo con la toalla. Él hizo de cuenta que no se percató de que la mirada de la mujer no se paseó por su cuerpo.
—Buenos días.
—Buenos días señor, aquí tiene lo que solicitó —le ofreció la pequeña bandeja de plata.
—Gracias —agarró la bandeja—. Es muy amable.
—¿Se le ofrece algo más? —preguntó la mujer de baja estatura, si se comparaba con la de él.
—Eh... Sí, en unos minutos tengo que salir para una reunión y no me dará tiempo de organizar el equipaje, ¿podría hacerlo alguien?
—Sí, claro señor, yo misma lo haré.
—Gracias.
—Para servirle, puede cambiarse tranquilo, regreso en unos minutos para no incomodarlo.
Edmund volvió a agradecer, la mujer se marchó y él cerró la puerta, después buscó en la nevera, algo que no fuera agua, para tomarse el par de calmantes.
Solo esperaba que le hiciera efecto en pocos minutos, se duchó y se vistió, antes de salir, se dio cuenta de que había olvidado totalmente poner a cargar el teléfono, por lo que lo dejó cargando y se marchó.
En el vestíbulo del hotel ya lo esperaba su equipo de trabajo, incluyendo Natalia a la que prefirió ignorar para no odiarla todavía más.
Partieron a la reunión y una vez más Walter iba en medio de los dos, el silencio dentro del auto era incomodo, pero ninguno tenía nada que decir.
No dilataron mucho las pautas en la reunión, porque el equipo debía estar en el aeropuerto en pocas horas.
Erich Worsley se comprometió a volver en un par de meses para verificar personalmente el avance de la obra, que suponía en ese tiempo, ya debía estar casi terminada.
De regreso al hotel, tan solo contaban con tiempo para ir por sus equipajes.
Edmund buscó su equipaje y bajó rápidamente no debía perder ni un minuto, porque las camionetas ya esperaban por el equipo de trabajo, debían darse prisa si querían llegar a tiempo.
En el aeropuerto, como ya lo habían preparado, habilitaron una taquilla para el proceso de chequeo de equipaje y todo tramite aeroportuario.
Edmund miraba por la ventanilla, despidiéndose en silencio de Panamá mientras el avión despegaba, fue entonces que empezó a tocarse los bolsillos y no hallaba su teléfono.
—¿Pasa algo? —preguntó Walter al ver que Edmund buscaba algo, no solo en sus bolsillos sino en el maletín de mano.
—Dejé mi teléfono en el hotel —dijo preocupado, no por el aparato, porque la empresa telefónica automáticamente le repondría otro, sino por la información que tenía, y que no había hecho respaldo en una semana.
—¿Estás seguro? —interrogó Walter.
—Sí, sí... Mierda, lo dejé cargando —aseguró dejando de lado el bolso de mano.
—Bien, apenas lleguemos a Miami llamamos al hotel para que te lo envíen —dijo, tranquilizando a Edmund.
Tres horas después aterrizaban en el Aeropuerto Internacional de Miami, y Walter aprovechó para llamar al hotel, le informaron que el teléfono había sido entregado en recepción.
Walter solicitó el envío a la sede principal de Worsley Homes, que ellos se encargarían de los gastos.
—Gracias, es muy amable... Sí, nosotros corremos con los gastos —ratificó y finalizó la llamada.
Como siempre terminaba solucionando los problemas de Edmund.
Pedro, el chofer de Edmund, ya los esperaba en la salida del Aeropuerto, para llevarlos directamente a Worsley Homes.
Antes de que Edmund pudiera subir al Aston Martin Lagonda plateado, se acercó Natalia.
—Disculpe señor Worsley —lo retuvo. Él quiso ignorarla, pero no pudo hacerlo—. Sé que debo ir a la empresa, pero antes me gustaría ir a visitar a mi madre, quiero saber cómo sigue —su tono de voz era de súplica.
Edmund se quedó mirándola a los ojos, con la firma convicción de negarle el permiso y exigirle que fuera a cumplir con sus compromisos.
—Está bien, puede ir a visitar a su madre, pero la quiero mañana a primera hora en su oficina —dijo al fin, con aspereza.
Sabía que la situación por la que ella estaba pasando no era fácil; era algo que no le deseaba ni a su peor enemiga, que paradójicamente era la mujer que tenía en frente.
—Sí señor, muchas gracias —dijo tratando de ocultar de mejor manera sus emociones, algo que había aprendido a hacer perfectamente con los años.
Más que molesta con su jefe, lo estaba con ella misma, por haber tenido la debilidad de caer en las redes de ese hombre, después de mucho pensarlo, se dio cuenta de que se había comportado igual o peor que las putas con las que él se relaciona, suponía que esa era la impresión que ahora tenía de ella y nada conseguía con sentirse inútilmente arrepentida.
Lo vio subir al auto junto al abogado, y ella caminó a la parada de los taxis, ni siquiera se había despedido, simplemente se marchó, dejándola con un estúpido nudo de impotencia y lágrimas en la garganta.
Edmundo llegó a Worsley Homes, en su camino hacia su oficina, saludaba a sus empleados. Estaba agotado, pero sus responsabilidades no podían esperar.
Walter abandonó el ascensor un piso antes para dirigirse a su oficina.
—Buenas tardes Judith —saludó a su secretaria.
—Buenas tardes señor Worsley, veo que Panamá le ha sentado muy bien, tiene un bronceado perfecto —bromeó.
—Aproveché para conocer un poco, vamos a la oficina —pidió y siguió con su camino, se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero—. ¿Qué tenemos para esta tarde? —preguntó sentándose tras su escritorio.
La secretaria no agenda electrónica en mano le enumeró todos los compromisos pendientes.
Él sabía que se le haría imposible cumplir con todos, pero trataría de resolver la mayoría.
Suspiró ruidosamente, preparándose para empezar a trabajar.
—¿Le traigo café? —preguntó Judith, consciente de que a su jefe le esperaba una larga jornada, pero él mismo había decidido que así fuera. Algunas veces no comprendía por qué se presionaba con tanto trabajo.
—Sabes que eso no tienes que preguntármelo —comentó entrando al sistema en su computadora—. Además del café, me traes por favor, un calmante —todavía seguía con el maldito dolor de cabeza.
Judith asintió y salió de la oficina, regresó a los minutos con el pedido de su jefe y lo encontró totalmente sumido en sus labores.
—Gracias —dijo y le dio un sorbo al café, sin desviar su atención de un documento que leía.
—Sí desea algo más, solo tiene que levantar el teléfono.
—Está bien —dijo y la secretaría caminó a la puerta, pero antes de que pudiera abandonar la oficina él la detuvo—. Judith —ella se volvió—. No estoy para nadie.
—Está bien, señor —asintió y salió, dejando que su jefe trabajara tranquilamente.
******
Era una injusticia, realmente era la más cruel de las injusticias, más que tristeza e impotencia, sentía rabia, mucha rabia, tanta como para no poder contener las lágrimas ni el temblor de su cuerpo.
—Mi hijo está enfermo —sollozó con rabia—. Aun así, no he faltado ni un solo día.
—Lo sé señorita Rickman, lamento mucho su situación y no es mi decisión, el señor Campello, cree que no está rindiendo lo suficiente; además, no cuenta con la herramienta fundamental para llevar a cabo su trabajo, sabe que sin auto no puede cumplir totalmente con sus obligaciones —dijo la mujer, con pesar.
—Tengo mi auto, solo está en el taller, no he podido sacarlo porque he tenido que hacerle unos estudios médicos a mi hijo, pero en cuanto mejoré, podré tener nuevamente mi auto, por favor... por favor, necesito el trabajo, no pueden despedirme... Es en contra de la ley —dijo casi con desesperación.
—En las cláusulas del contrato estipula que si no cuenta con auto, es motivo suficiente para despido justificado —explicó sintiéndose un poco consternada por la situación que le tocaba enfrentar—. De verdad lo siento señorita Rickman, no hay nada que pueda hacer.
—No, realmente no lo siente —se levantó de la silla y con rabia se secó las lágrimas—. Dígale al señor Campello que voy a demandarlo —comunicó y salió de la oficina.
Al entrar al ascensor se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar ruidosamente, casi ahogándose con el llanto, sintiendo como el corazón se le aceleraba y se le hacía casi imposible respirar, sabía que debía calmarse, pero no podía lograrlo.
Llegó al piso donde estaba su pequeña oficina y se sentó, admirando el lugar, le gustaba su trabajo, le gustaba estar ahí, pero ya no era útil para la empresa, dejaba de serlo en el momento en que más necesitaba de su trabajo.
Sobre el escritorio tenía una foto de Santiago y Chocolat, la agarró y la metió en su cartera, se levantó caminó hasta el archivo, donde tenía otra fotografía de Santiago con su mamá, también la guardó.
No podía evitar que las lágrimas siguieran corriendo por sus mejillas, mientras era el centro de miradas de sus compañeros, que podían verla a través de los cristales.
Se apresuró porque no quería causar lástima, antes de salir, agarró la diminuta maceta que tenía un mini cactus redondo, coronado por una hermosa y llamativa flor fucsia.
Frente al gran edificio, mandó a parar un taxi y le pidió que la llevara a la clínica, donde estaba Santiago, de vez en cuando lloraba, porque se sentía en un callejón sin salida, pero su hijo la necesitaba más que nunca, ya encontraría la manera de no permitir que el mundo se le derrumbara, estaba segura de que encontraría la manera de salir adelante.
En la clínica le dijeron que no podía subir con el cactus, y terminó por regalárselo a la recepcionista para que adornara el desolado mueble de vidrio.
Antes de ir a ver a Santiago, fue al baño, se lavó la cara en varias oportunidades, lloró otro poco y volvió a lavarse la cara, tratando de borrar las huellas del llanto. Inhaló profundamente, tratando de llenarse de valor, salió del baño y entró a la habitación con una gran sonrisa.
Su pequeño se emocionó al verla y se puso de pie sobre la cama, le alegraba ver que se notaba con más energías, a pesar de llevar internado varios días.
Carla se levantó de la silla para recibirla, estaba realmente agradecida, porque iba a cuidar de Santiago mientras ella trabajaba, sabía que el niño se ponía muy nervioso con personas desconocidas.
—Gracias Carla —buscó en su cartera un par de billetes—. Vete en taxi.
—No April, deja así... —se negó a recibir el dinero.
—Por favor, es para que te vayas en taxi.
—No, mi papá viene a buscarme... Sé que necesitas el dinero.
—Gracias —la voz le vibró, pero se obligó a ser fuerte y no llorar. Sin duda, ahora que se había quedado sin trabajo más necesitaba del dinero.
Cargó al niño y le dio varios besos, al tiempo que Carla se despedía.
Santiago jugaba con algunos juguetes didácticos que le había llevado el señor Kingsley, mientras ella miraba los dibujos animados, tratando de distraerse, pero no podía evitar que alguna lágrima caprichosa corriera, cada vez que pensaba en la realidad que le tocaba afrontar.
Estaba sin trabajo y no tenía cómo cubrir todos sus gastos.
Santiago la sorprendió al cerrarle con los bracitos el cuello y le dio un beso en la mejilla. Su pequeño era muy inteligente e intuía que algo le pasaba, no importa cuánto ella se esforzara por parecer fuerte. Se aferró a él y se tragó las lágrimas que le anidaban en la garganta.
Ella lo cargó y empezó a arrullarlo, mientras lo cubría de besos, pasaron muchos minutos así, hasta que el niño empezó a quedarse dormido.
En ese momento llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo y agradeció al cielo que Santiago no se alarmó al ver al pediatra que lo estaba tratando.
—Buenas tardes, señorita Rickman.
—Buenas tardes doctor.
—¿Cómo está Santiago? —preguntó con una sonrisa acercándose al niño que estaba más dormido que despierto.
—Está tranquilo, hoy ha estado más enérgico—respondió mirando a esas espesas y largas pestañas de su bebé, que reposaban sobre los párpados inferiores.
—Ye tenemos los resultados, necesito que me acompañe a mi oficina.
—Sí, permítame unos minutos, para que no vaya a despertarse.
—Está bien —dijo y se quedó mirando al niño en silencio por casi un minuto, después salió de la habitación.
April cuando estuvo segura de que Santiago estaba totalmente rendido, lo acostó en la cama, y le acomodó la manito para que no se lastimara la vía por donde le medicaban el antibiótico.
Le dio un beso y salió de la habitación, cada paso que la acercaba a la oficina del doctor aumentaba su angustia. Realmente estaba muy asustada por los resultados que esos estudios médicos diagnosticaran sobre la salud de su hijo.
Llamó a la puerta y casi inmediatamente recibió respuesta.
Al entrar el doctor Rivera, estaba sentado tras su escritorio, la invitó a pasar y que tomara asiento.
—Dígame que son buenas noticias, por favor, hoy no he tenido un buen día —dijo con el corazón brincándole en la garganta al tiempo que se sentaba.
En cuanto el doctor Rivera bajó la mirada a la carpeta sobre el escritorio, supo que no eran buenas noticias.
—De verdad quisiera poder mejorar tu día —habló pausadamente—, pero no ganó nada con mentirte...
—¿Es grave?
—Estamos a tiempo de corregirlo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó con la garganta inundada y toda temblorosa.
—No mucho, necesitamos operarlo cuanto antes, el estrechamiento de la arteria pulmonar es crítico, debemos operarlo para dilatar parte de la vía pulmonar.
—Me dijeron que eso no pasaría —las lágrimas se le derramaron abundantes—. Me dijeron que con el tratamiento estaría bien... He cumplido al pie de la letra el tratamiento, lo llevo todos los meses a su consulta.
—Lo sé, lo sé... He revisado todo su informe médico, pero esto suele pasar.
—¿Qué hice mal? ¿Es mi culpa? —sollozó sintiéndose perdida.
—No es tu culpa, todo lo has hecho bien... Son cosas que escapan de tus manos, se debe al proceso de crecimiento de Santiago, pero no te preocupes, la intervención es totalmente segura en un noventa por ciento... Solo dime si estás de acuerdo y mañana mismo empezamos a prepararlo para intervención.
—Un noventa por ciento para mí no es suficiente, quiero tener la certeza de que mi hijo saldrá de esa operación, quiero verlo bien —exigió sin poder contener un poco de saliva que se le derramó mientras lloraba.
—Saldrá bien, Santiago es un niño fuerte, tú misma viste que hoy estaba con más energía, pero si no nos damos prisas empeorara. —explicó, tratando de darle ánimos a la pobre chica.
—Está bien —dijo al fin. No iba a rendirse ni mucho menos a permitir que su hijo muriera—. Está bien... dejaré que lo operen... Es seguro ¿verdad?
—Sí, es seguro —reafirmó—. Mañana empezamos a prepararlo, voy a programar su intervención para el jueves.
—¿Este jueves? —preguntó con la voz temblorosa.
—Sí, no podemos perder tiempo, quiero evitar ponerlo a respirar mecánicamente, y es lo que tendré que hacer si se sigue estrechando la arteria.
—Está bien —se levantó totalmente aturdida, consciente de que necesitaba hacer algo cuanto antes—. ¿Puede una enfermera quedarse con Santiago? Es que debo salir a solucionar la parte monetaria.
—Entiendo, sí... asignaré para que lo cuide una enfermera.
—Gracias, ahora debo darme prisa.
—Está bien, April, te aseguro que tu hijo estará bien.
—Gracias.
Salió de la oficina y casi corrió a la habitación de Santiago, él seguía dormido. Le dio varios besos en los cabellos, mientras lloraba bajito.
El doctor Rivera le aseguraba que no era su culpa, pero ella bien sabía que sí lo era, que todo por lo que su niño estaba pasando era su culpa.
Mientras la enfermera llegaba, ella pensaba qué hacer, dónde encontraría el dinero.
Era consciente de que atraía la atención del señor Kingsley, tal vez si lo llamaba y se acostaba con él, le ayudaría a pagar la operación de Santiago, pero realmente no quería, él estaba casado y tenía dos hijos.
No era que antes no hubiese tenido sexo con hombres casados y con hijos, porque la mayoría de sus clientes cuando trabajaba en el Madonna, contaban con esas características, solo que ahora era distinto. Ahora ella tenía un hijo y no quería volver a prostituirse.
Siguió pensando en posibles soluciones, por lo que buscó su teléfono y volvió a marcarle a Edmund, una vez más se le iba al buzón de voz.
En ese momento llegó la enfermera que se quedaría con Santiago, estaba segura que si despertaba y la veía con el uniforme, empezaría a llorar.
—Podrías por favor ponerte esto —dijo quitándose la chaqueta roja que llevaba puesta y que formaba parte de su antiguo uniforme—. Es que si te ve vestida de blanco se asustará.
—Está bien —dijo la enfermera y se puso la chaqueta.
—Regreso en un rato.
—No te preocupes, me quedaré con él, ve tranquila —le dijo la chica, a la que el doctor Rivera, ya había puesto al tanto de la situación.
—Gracias —Volvió a besar la frente de su hijo y salió.
Solo llevaba la falda lápiz en color negro y la camiseta sin mangas en el mismo color.
Frente al hospital mandó a parar un taxi y le dio la dirección de Worsley Homes, antes de elegir prostituirse una vez más, primero iba a agotar todos los recursos, si no había logrado comunicare con Edmund por teléfono, lo haría personalmente; aunque, sabía que no era fácil lo que le tocaba enfrentar, por Santiago haría cualquier cosa.
Cuando bajó del taxi una suave llovizna caía sobre la ciudad, por lo que se dio prisa.
Al entrar al edificio, la magnitud y opulencia del vestíbulo, le hacían sentiré mínima, no se comparaba en absoluto con su trabajo, o mejor dicho, su antiguo trabajo.
No podía creer que ese imperio perteneciera a ese hombre que amaba, a ese mismo hombre que llegó al Madonna, siendo tan solo un ex presidiario desesperado al que nadie quería darle trabajo.
Caminó hasta recepción, detrás de un lujoso mueble, estaba una mujer de cabello negro, piel clara y ojos verdes, un ejemplo de belleza y elegancia.
—Buenas tardes —saludó y la mujer no pudo ocultar la sorpresa en su mirada.
April sabía que era porque a kilómetros se divisaban las huellas de su desesperación y que debía tener los ojos hinchados de tanto llorar, pero no iba a darle importancia a su aspecto.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo servirle? —preguntó forzando una amable sonrisa.
—Necesito ver al señor —hizo una pausa y se recordó que debía llamarlo de esa manera que a ella no le agradaba—. Erich Worsley.
—Lo siento, el señor Worsley no puede atender a nadie en este momento —respondió con amabilidad y un poco de pena.
—Sé... Sé que debe estar muy ocupado, por favor, solo avísele que April Rickman lo busca... Es algo muy importante, es personal.
—Verdaderamente lo siento señorita Rickman, pero no puedo hacer eso que me pide.
—Es personal —volvió a decirle, sintiendo que volvía a llenarse de impotencia.
—El señor Worsley, pidió no ser molestado... si es personal puede llamarlo a su teléfono.
—Lo he hecho, pero está apagado, por favor —suplicó en un hilo de voz—. Es una emergencia.
—Lo siento —Negó con la cabeza—. Si interrumpo al señor Worsley corro el riesgo de perder mi trabajo.
—Entiendo, ¿puedo esperar a que se desocupe?
—No creo que de momento el señor se desocupe.
—¿Igual puedo esperar? —preguntó obligándose a retener las lágrimas.
—Sí, puede esperar si lo desea.
—Está bien —dijo y caminó hasta uno de los tantos asientos que estaban en el vestíbulo. Se sentó y ancló la mirada en la pared del frente, que era una fuente, por la que bajaba una cascada de agua.
Esperó y esperó, mirando a cada minuto al ascensor para ver si Edmund aparecía.
Después de esperar por más de una hora, caminó hasta un filtro con agua, se sirvió un poco y se tomó una pastilla.
Volvió a recepción a preguntarle a la mujer, pero ella volvió a negarlo, igual tuvo que regresar al sofá y esperar, porque estaba lloviendo muy fuerte, esperaría a que escampara un poco, y si Edmund no aparecía, sencillamente se daría por vencida.
Espero por una hora más, Edmund no aparecía, ni tampoco paraba de llover y estaba totalmente oscuro. Comprendió que seguir ahí era una pérdida de tiempo, ya no volvería a preguntarle a la mujer en recepción, simplemente salió en busca de otra solución para salvar la vida de su hijo.
No le importaba que la lluvia al empapara, al menos, así podía disimular las lágrimas que volvían a correr por sus mejillas.
Mientras lloraba de impotencia, esperaba un taxi, pero ninguno pasaba desocupado. Sentía que estaba estancada bajo la lluvia, tan cerca, pero también tan lejos de lo que creyó su esperanza.
Las fuerza poco a poco la abandonaba con cada sollozo, por lo que vencida terminó sentada en la acera, bajó un reflector.
No sabía de dónde iba a sacar el dinero para la operación de Santiago, no lo sabía.
O tal vez sí, iría a su casa, se cambiaría y regresaría al Madonna, tal vez podría conseguir un poco de dinero esa noche. Volvería a entregarle su cuerpo a todo el hombre que estuviese dispuesto a pagar por una hora de placer.
Si se esforzaba, si encontraba el valor suficiente, podía atender a siete hombres, con eso no pagaría la operación de su hijo, pero de algo serviría, tal vez aceptaría una parte por adelantado y vendería su auto, también algunos de los electrodomésticos.
Pensar en esas soluciones tan caóticas no la hacían sentir mejor, solo lloraba sin consuelo.
Edmund estaba totalmente agotado, no podía trabajar ni un minuto más, por lo que decidió que su día laboral había terminado. Le pidió a Judith que dejara los pendientes para el día siguiente a primera hora y salió de su oficina.
En el estacionamiento lo esperaba Pedro, subió al auto y agradeció al cielo, que por fin llegaría a su casa a descansar.
En ese momento un fuerte trueno retumbó.
—Parece que el cielo va a caerse —dijo Pedro al tiempo que ponía en marcha el auto.
—Que lo haga cuando esté dormido —bromeó Edmund—. ¿Cómo quedó el partido? —preguntó, al tiempo que salían del estacionamiento, por lo que no le prestó mucha atención a la mujer que estaba sentada en la acera sin importarle la lluvia.
—Detroit Lions 31 y los Los Ángeles Rams 28 —contestó mientras avanzaba, alejándose cada vez más del edificio.
—Te debo trecientos —dijo girándose un poco para volver a ver a la mujer que estaba en la acera frente al edificio que había dejado una calle atrás.
—Así es señor —sonrió el chofer.
—Pedro, para el auto... para, para —ordenó con urgencia.
El chofer no terminaba de parar totalmente, cuando Edmund abrió la puerta y bajó, sin importarle que la lluvia lo empapara se echó a correr.
Entre más cerca estaba de esa mujer, más tenía la certeza de que era April, por lo que se arriesgaría sin importar si estaba teniendo absurdas visiones.
—¡April! —gritó su nombre.
La mujer rápidamente levantó la cabeza y lo miró.
Era ella, podía reconocerla a kilómetros de distancia, automáticamente el corazón se le aceleró al punto de casi reventar y corrió más rápido.
April sintió que todo el peso que llevaba encima la abandonaba al ver a Edmund corriendo hacia ella bajo la lluvia, por lo que se levantó rápidamente y contrariamente de dejar de llorar, su llanto se intensificó, quería correr a su encuentro, pero sus piernas temblorosas no se lo permitían.
Él llegó totalmente agitado hasta ella.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás llorando? ¿Por qué no me avisaste? —preguntaba al verla ahogada en llanto y toda trémula.
April no dijo nada, solo lanzó a él y lo abrazó, Edmund correspondió inmediatamente brindándole ese apoyo que ella había necesitado desde hacía mucho.
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