CAPÍTULO 1
Edmund no se despidió del funcionario policial que le abrió la puerta, estaba concentrado en ponerse el reloj de pulsera y fijó su mirada gris en la delgada aguja que contaba los segundos, paradójicamente ese pequeño objeto en su muñeca, le anunciaba que después de diez años el tiempo volvía a tener sentido.
Por fin estaba libre y no sabía qué hacer con tanta libertad, ni siquiera sabía qué significado darle a esa palabra, era consciente de que debía empezar de cero y completamente solo. Había entrado en ese lugar con tan solo diecinueve años, en ese entonces ni siquiera tenía claro qué quería ser en la vida, con veintinueve años tampoco tenía claro lo que sería.
Caminaba por el pasillo enmarcado en rejas, de un lado estaban las paredes que se levantaban muchos metros por encima de él y que lo mantuvieron aislado del mundo por mucho tiempo, del otro lado había un estacionamiento al aire libre, repleto de vehículos de diferentes marcas, colores y tamaños. Se detuvo sintiéndose dubitativo, tenía ganas de regresar a su celda, porque empezaba a temerle a la libertad, se giró y observó una vez más el edificio marrón. Seguía manteniendo el mismo color y la misma fachada, era como si todo se hubiese quedado suspendido a la espera de ese momento.
Suspiró y se volvió nuevamente hacia la salida, mientras recorría ese largo pasillo con el candente sol en lo más alto. Quiso imaginar a sus padres esperándolo, seguramente su madre estaría llorando de felicidad y su padre lo abrazaría haciéndolo sentir de vuelta, pero estaba seguro de que eso no pasaría, porque murieron mientras él estuvo encerrado, ellos se habían gastado todo el dinero del tratamiento para curar el cáncer que acabó con la vida de su madre, intentando inútilmente sacarlo de ese inmerecido infierno en el que le tocó vivir.
Al final del pasillo lo esperaba el único hombre que lo había visitado durante diez años y el único encargado de informarle cómo seguía el mundo exterior y del que a partir de ese momento volvería a ser parte, hombres con la honorabilidad y el gran corazón de Walter, seguramente muy poco existían.
Siguió defendiéndolo sin importar que nadie le pagara, demostraba que más que ese abogado que su padre le había contratado, se había convertido en su amigo, o quizás simplemente le tenía lástima.
—Bienvenido a la libertad Edmund —dijo con una franca sonrisa y le ofreció la mano.
—Gracias por la ropa y el reloj —recibió el saludo del abogado al que conoció con el cabello negro, pero también había sido testigo de la evolución de las canas en las patillas y sienes.
Walter le había llevado el día anterior la ropa que llevaba puesta y el reloj, porque si no le hubiese tocado salir desnudo, extrañamente así se había sentido en el momento en que dejó sobre la cama el uniforme de prisión, al que desde hace mucho empezó a ver como a una segunda piel.
—¿Listo para ir casa?
Edmund volvió a mirar hacia el edificio marrón en una silenciosa despedida y se mantuvo callado por algunos minutos.
—No lo sé —dijo al fin regresando la mirada al abogado.
—Comprendo, debes estar un poco desorientado, pero te acostumbraras rápidamente, ya verás.
—Eso espero —dijo escuetamente.
—Vamos —le llevó una mano a la espalda para que avanzara—. Ya la casa está esperando por ti, tienes comida y ropa, no tendrás nada de qué preocuparte por al menos quince días.
—No era necesario —habló mientras caminaban por la grava hacia donde los esperaba la camioneta de Walter.
—No te preocupes, no me cuesta nada.
—¿Por qué lo haces Walter? —preguntó mirando al hombre que le abría la puerta del vehículo—. ¿Por qué simplemente no te desentendiste de mí y me dejaste solo? No tengo cómo pagarte.
—Yo no te estoy cobrando Edmund, lo hice porque quise y no me voy a desentender de ti, no descansaré hasta que seas un hombre de bien —respondió y cerró la puerta, bordeó la camioneta y subió—. Así que ve pensando en la manera de no defraudarme —sonrió sinceramente y puso la camioneta en marcha.
Realmente no había abandonado a Edmund Broderick, porque se lo había prometido a su madre antes morir. Contrariamente de lo que se esperara, ella había muerto dos meses después que su esposo, quien estaba totalmente sano y quien en vida luchó por salvarla, pero de nada le sirvieron todos sus conocimientos médicos, porque él murió en un accidente automovilístico mientras la llevaba a ella al hospital y el cáncer aprovechó su ausencia para devorársela rápidamente.
—Pondré todo de mi parte para no hacerlo, mañana mismo empezaré a buscar trabajo. —Miró al paisaje, rencontrándose con la ciudad, sus impresionantes rascacielos, su agitada y frívola vida que empezaba a aturdirlo un poco, era volver a todo eso de golpe y no terminaba de asimilarlo.
Walter prefirió guardar silencio, al percatarse de que Edmund estaba concentrado en lo que lo rodeaba.
A Edmund le pareció una eternidad desde que salieron del centro de detención hasta Eastern Shores, donde se encontraba su casa, cuando realmente el recorrido solo les había llevado un poco más de una hora.
Al bajar de la camioneta miró con añoranza ese lugar en el que había crecido. Su casa con jardines tropicales de altas palmeras, piscina y un atrayente frente que daba al mar, contaba con un muelle, donde siempre estaba anclado el yate de su padre, ese que tuvo que vender para poder pagar el mantenimiento del lugar, también tuvo que concederle el permiso a Walter para que vendiera los autos y todos los electrométricos.
Cuando entró sintió una gran presión en el pecho, estaba tal y como la recordaba, solo faltaban pocos muebles, pero se mantenía limpia. Caminó lentamente hacia la terraza donde la brisa marina le refrescó la cara y le inundó agradablemente el olfato con su aroma a salitre, ese que tanto había extrañado, al frente seguía hermosa e impresionante la bahía, en la que le parecía que había muchos más edificios que la última vez que la había visto.
—Si tienes hambre en la nevera encontrarás comida preparada, junto al teléfono te dejaré mi número, por si necesitas comunicarte —comentó Walter al ver a Edmund ensimismado. Se detuvo a su lado mirando en la misma dirección, sin terminar de despedirse, quería seguir ahí haciéndole compañía, porque sabía que ese era un momento muy difícil para él. Edmund había salido de esa casa esposado, cuando apenas era un chico, y ahora regresaba siendo un hombre totalmente solitario—. Si necesitas algo más, solo tiene que pedirlo. —Se aventuró a cortar el silencio.
—Gracias Walter... podrías dejarme solo, por favor —pidió con la voz ronca, conteniendo el llanto que se le arremolinaba en la garganta, producto de sus recuerdos y el dolor de su más crudo presente.
—Sí, te dejaré solo —dijo en voz baja y salió del lugar.
Edmund escuchó cuando la camioneta arrancó, aun así, él siguió conteniendo el llanto todo lo que pudo, sin apartar de la bahía su mirada borrosa por las lágrimas.
Carraspeó varias veces tragándose las lágrimas que le ahogaban la garganta, incontables veces había imaginado ese momento, pero nunca pensó que sería tan doloroso llegar a una casa sin la presencia física de nadie más, pero colmada de recuerdos.
Decidió entrar a la casa y evitó ir a cada rincón, prefirió subir y entrar en la habitación que habían ocupado sus padres. Sabía que era un golpe realmente fuerte, como los que venía recibiendo desde aquella maldita noche en que su vida se hizo mierda, pero debía afrontarlo con valor.
Abrió la puerta y encendió la luz, como lo había solicitado, la habitación seguía intacta, cada cosa en su lugar, todas las pertenencias de sus padres invadían el espacio, aunque todo eso no era más que un teatro, un espejismo en el que quería creer y aferrarse, porque ni siquiera el aroma de los medicamentos que usaba su madre se hallaba en lugar.
Caminó hasta la cama y se sentó, recorriendo con su mirada cada espacio, cada detalle, reviviendo momentos que le hubiese gustado valorar mucho más. Sobre la mesita de noche se encontraban los mismos tres portarretratos, con fotografías familiares de diferentes etapas de sus vidas.
Agarró uno en el que él estaba en medio de sus padres, vestido con su toga y birrete el día en que se graduó de la secundaria, se quedó admirando la fotografía por mucho tiempo, intentando darle vida a esa imagen, si tan solo pudiera retroceder el tiempo a ese momento, aniquilaría su maldita debilidad y cambiaría totalmente las cosas.
La culpa y la impotencia seguían latiendo desesperada dentro de él, de manera inevitable se llevó la fotografía al pecho y se echó a llorar, en medio de sonoros sollozos se dejó caer en la cama, permitiéndose liberar el dolor por la muerte de sus padres cinco años atrás, a los que no puedo ver por última vez porque ni siquiera pudo asistir a los funerales.
Lloró amargamente prometiéndose que sería la última vez que lo haría, por lo que se desahogó hasta que se quedó dormido.
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