Letters
En ese día, al igual que los anteriores durante casi más de quince años, rebosaba en una cantidad exorbitante de amor; Se podía constatar en los suspiros de las jóvenes solteras que circulaban por las calles, también por las parejas, que tomadas de la mano, iban de un lado a otro anunciando que seguían amándose como aquella vez en que ambas partes se sinceraron y confesaron sus sentimientos con un "Me gustas"; un dulce que, ahora podemos asegurar, pocos son los afortunados en poder saborearlo en sus labios aunque sea por unos años que más parecen segundos.
Ahora bien, es cierto que el amor es un sentimiento pesado, que, en su mayoría, es infundado por una persona y de tal forma suele quedarse hasta la eternidad, pero es cierto que hay otras opciones; por ejemplo, los poemas, las cartas o incluso la música, hacen experimentar el mismo sentimiento en las personas, las cuales y muy variantes, son sus razones para buscar consuelo en manchas de tinta en un papel.
El sol de esa mañana, aunque poco amable, dejaba caer toda su fuerza en el pueblo donde el correo de cierta pareja era entregado, pero no respondido. La zona en donde las cosas comenzaron fue conocida por un tiempo, mientras que el polvo enterraba el recuerdo en la memoria de las jovencitas que cada semana encontraban algo nuevo de lo qué proclamarse fan. El viento era escaso, se perdía entre el bailar de las hojas de los arboles en una creciente primavera, y todas las coloridas flores de los campos atrapaban la mayoría de atención de los transeúntes menos despistados.
Los pasos lentos, pesados y un poco seniles de un hombre, de esos que recientemente se han jubilado y no tienen mucho qué hacer más que visitar a sus amigos, llegaron a los peldaños que daban a la oficina de correos. El señor, entrado en la vejez, se llevó las manos a la espalda y observó con curiosidad cómo dos jovencitas pasaban a su lado hablando sobre el tema que estaba de moda; La reciente escritora apodada "La estrella romántica".
—Así que ya lo han olvidado... —murmuró el hombre con una voz tan amable como su aspecto. Se repasó la mano por su cabeza, la cual estaba falta de cabello y luego volvió a esos pensamientos en donde la juventud le parecía tan volátil que no sabía apreciar a un buen escritor, y no uno cualquiera, sino uno que él mismo vio crecer.
—Bueno, yo todavía no te olvido, muchacho —inquirió observando un punto muerto en la calle, como si en aquel sitio estuviera la sombra de dos personas que le traían a su vieja memoria la misma admiración de antaño—. Todavía tengo tus escritos y algún que otro artículo de algunas revistas. Qué bueno que eras.
El viejo se echó algunas risas apagadas, se golpeó con suavidad la espalda y observó el puesto de revistas que estaba levantado justo frente a la oficina de correos, el lugar donde todo había comenzado. Se inclinó un poco, sólo para darse cuenta, que como lo había pensado, la revista que solía comprar ya no colaboraba con su autor favorito, el autor salido de ese mismo pueblo.
—Qué mal gusto tienen las personas —reprochó, ahora cancelando la idea de volver a comprar dicha revista.
El tendero le respondió con una risa, apareciendo desde detrás del puesto.
—¿Lo dice por el chico? —le preguntó, tomando de sorpresa al señor Brown—. Profesor, no sé porqué siento que ya no me va a comprar esta revista.
Brown reparó en unas risas honestas, inclinando un poco la cabeza y mostrando esas arrugas en su rostro que lo único que hacían era volverlo tierno y sabio a la vez, como en sus viejos años como docente; Siempre aconsejando de buena manera a todos sus aprendices, aún si no eran parte de su clase.
—Supongo que también sabes de él —respondió el señor Brown afirmando sus cortos pasos—. Lo lamento mucho, pero ya no la compraré. Siempre he pensado que cuando un buen escritor tiene un periodo de depresión, nadie le da el verdadero apoyo que necesita y a cambio, lo olvidan como las hojas secas en otoño. Los dos eran buenos alumnos... —enseguida el profesor negó con la cabeza y sacó un par de monedas que entregó al tendero por un libro con juegos de sopa de letras—. A cambio comenzaré a comprarte este. Ya me hace falta ejercitar el coco.
El contrario recibió de buen grado las monedas y con ellas hizo un signo extraño, pues era su primera venta en el día y creía que eso le iba a traer buena suerte en su día de trabajo.
—Todos en el pueblo nos conocemos, profesor —dijo el tendero como despedida—. Y por supuesto que todos conocíamos al joven Gren y al travieso de Soren. Me temo que no puedo expresarme de la misma manera, pero espero que las cosas se solucionen pronto para los dos muchachos; a pesar de todo eran muy buenos y le daban un color único a las tardes de este pueblucho.
El señor Brown asintió, compartiendo la misma opinión y enrollando su nuevo libro para meterlo en la bolsa trasera de sus pantalones. Asintió nuevamente y levantó la mano en signo de despedida.
—Que pases un buen día, Tomás —le dijo, sabiendo que era cierto de que todos se conocían, así como que todos echaban de menos a aquel par—. Yo esperé lo mismo.
"Hice mucho por ambos, pero no pudo haber sido suficiente. Me di cuenta bastante tarde" Pensó con cierto remordimiento que le deformó la expresión, y con la confusión dibujada en el joven Tomás, le dio la espalda para por fin entrar a la oficina de correos.
Al dar un paso dentro, la decoración le recibió entre los típicos tonos mates, algunos pedestales con figuras ya deformadas con el tiempo. Dos pequeñas mesas a su izquierda y derecha, y al frente suyo, un pasillo que lo llevó directamente hasta una mesa alta, hecha en marfil, donde le esperaba con una media sonrisa un señor de unos cincuenta años; con gafas, un bigote teñido de nieve y la frente tan arrugada como una hoja de papel botada a la basura.
—Uriel, buenos días —dijo el señor Brown terminando sus pasos frente a la mesa, a la cual duras penas pudo colocar la punta de sus dedos.
El mencionado se colocó las gafas, reafirmándolas en el puente de su nariz y con su pobre vista pudo saber de quién provenía aquel saludo. Instantáneamente se le dibujó una sonrisa en sus labios partidos y formuló un asentimiento con la cabeza, dejando de lado los papeles y bolígrafo que tenía a la mano.
—Muy buenos, señor Brown —respondió con una voz un poco dura pero más amable, que a duras penas intimidaba—. ¿Está de paseo?
Brown asintió, observando curioso los papeles de su amigo.
—Sí, salí a caminar un poco para respirar aire fresco; estar todo el tiempo con la mujer es muy grato, pero de vez en cuando uno necesita su espacio.
—En eso lo entiendo muy bien —formuló Uriel desdibujando su sonrisa para emitir una leve risa; esperaba que su mujer no lo escuchar—. Pero me temo que también tiene otro propósito, observa mucho estas hojas.
El hombre sobre la mesa removió los papeles, no dejando pasar desapercibida la curiosidad del señor Brown.
—Tan atento como siempre —respondió uniéndose a las risas, las cuales pronto se apagaron ante el nuevo ataque de los recuerdos de hace tan solo unos años—. Pues sí, he venido par saber si tienes noticias de Gren. ¿No ha mandado más cartas? ¿No ha venido? No sé si lo has notado, pero las revistas ya no lo buscan y no dicen ni pío de él. Me preocupa un poco volver a cometer el mismo error dos veces con él.
—Ay profesor —respondió Uriel con un velo de pesar y dolor en el rostro, compartiendo los mismos sentimientos que su amigo—. Usted hizo todo lo posible al estar llamándoles, intentando saber si todo estaba bien; es injusto que tome también la culpa que no es suya. Además, hace años que fue su profesor, de verdad que los quiso como un par de hijos.
El hombre se quedó callado. Reflexionó todo lo que vivió tanto con Gren como con Soren, incluida la vez que ambos buscaron su consejo al verse envueltos en una historia de amor, de la cual tenían miedo ser rechazados por todos en el pueblo; pero Brown siempre les dio el mismo apoyo, ese que bien se puede pensar que viene del padre más honesto y dedicado a sus hijos.
Los ojos se le humedecieron y la voz se le quebró. Respiró hondo y se tragó el sentimiento, como lo había hecho los últimos años.
—Han pasado casi quince años desde entonces —respondió el Señor Brown con la mirada baja—. Y todavía los extraño. Siempre fueron mis niños, por eso estuve al tanto de ellos; me alegraba mucho cuando llamábamos, no podía haber adivinado que ese tono que usaba era falso... que todo iba mal, cuando había salido del pueblo por su bien... tampoco olvido a Gren...
—Señor Brown —interrumpió el contrario, sabiendo que aquellas palabras en la voz de su amigo eran tan amargas que podían cegarlos y enmudecerlos por dolor ante toda la vida que les restaba—. Antes me ha preguntado si este muchacho ha mandado correo últimamente, y la verdad es que no. Me temo que se dio cuenta de todo ¡Parece una película! Pero mi hija me ha dicho que hace poco habló con él y que, tras su accidente, logró recordar todo y dejó de escribir, o al menos de publicarse, por eso ya no aparece en las revistas o alguna editorial.
Brown guardó silencio, meditando todo lo sucedió y el orden de los hechos.
—Supongo que la noticia tan fresca lo lastimó tanto que lo hizo olvidar... —agregó Brown—. Ni que lo digas, una completa película dramática; primero se van como pareja; sabemos de ellos por las llamadas que les hacía; se presentan problemas; se fractura la relación y uno queda solo en esa ciudad, tan solo que recurre a sus sentimientos en un arranque de locura. Después tiene más problemas, aunque sea un famoso escritor y tras eso, lo olvidan, por el simple hecho de recordar.
—Así parece —agregó Uriel asintiendo—. El tiempo no perdona ni se detiene, tu y yo, tan viejos, lo sabemos muy bien.
Mientras tanto, en el momento en que esos dos hombres invocaban esas palabras y el viejo recuerdo de un par de amigos que terminaron enamorados, creyéndose listos para enfrentar la vida con la armadura forjada por sus sentimientos sin saber el cruel resultado, en una ciudad que quedaba a una hora de ese pueblo en tren, estaba encerrado en su habitación un escritor de hebras naranjas y desliñadas, las pecas se le confundían con las ojeras y los ojos aunque siempre hermosos y atractivos, estaban cansados, pobres y muertos en vida.
Estaba frente a una hoja de papel en blanco; listo para plasmar una ultima carta. Tenía que ser honesto, no importaba cuantas lagrimas aparecieran, debía de plasmar aquello que lo hubo mantenido vivo los últimos quince años y que ahora resplandecía por su desmesurada ausencia.
Tomó el bolígrafo, esto no era tan fácil como para usar su computador, y tras echar un fuerte suspiro que resonó en las cuatro paredes, comenzó su misiva.
En la ciudad donde te perdí y no lo recordé. 19 de junio del 2015
Me aborrece, mi pequeño, hacer de cuenta que este podría ser el mismo saludo lleno de amor y esperanza que te he escrito estos últimos años:
Todavía no encuentro la forma correcta de comenzar esta carta. Sin embargo, no hay nada de qué preocuparnos, pues esta vez no me pondré tan dramático como hace tiempo, no haré comparaciones dramáticas y difíciles de entender y tampoco nadie más leerá esto; es para ti, para tu corazón que ya se encuentra en completa salud y para mi suplicio, al que le está llegando tarde el descanso.
Sabes, si alguien, antes de todo este drama y sucesos, me hubiera dicho la verdad, no le hubiese creído y lo hubiera tomado por loco, así como mis pocas amistades me tomaron en los últimos años. No puedo creer que la hija del señor Uriel haya soportado tanto mis delirios sobre ti, sobre tus besos y esas caricias que se hacían presentes en las noches en donde más me hacías falta.
Soren, lo lamento mucho.
Si es posible, me gustaría pedirte perdón como antes, hacerte reír con mi típica escena en donde me arrodillaba frente a ti como tu príncipe, te tomaba de la mano, la cual besaba y tras ello, pedía tu perdón y tu rompías en risas vergonzosas.
Eran muy buenos tiempos ¿No? Cuando estudiábamos y hacíamos de cuenta que sólo éramos amigos, aunque en realidad ambos estábamos locos por probar nuestros labios, unir nuestros cuerpos en un mar de respeto, deseo y necesidad.
Nunca voy a olvidar la vez que te dije que te amaba.
Nunca voy a olvidar todo ese apoyo por parte de nuestro profesor de historia, el señor Brown ¿Lo recuerdas? Fue nuestro cómplice en más de una travesura. Además, quien también nos cuidó desde lejos.
Hay tantos recuerdos que formé contigo que, estoy seguro, puedo morir antes de olvidarlos y no dedicarles una sonrisa llena de melancolía.
Quisiera volver a esos días donde estábamos solos, frente a una ciudad que no conocíamos, pero estábamos listos para enfrentar todo para encontrar un mejor tratamiento a tu enfermedad, uno en donde en nuestro pueblo no te podían ofrecer.
Quisiera que todas estas lagrimas que he derramado tras el recuerdo, tomaran alguna clase de poder y me hicieran dormir para encontrarte tras el puente de la vida, y juntos disfrutar de los placeres simples de antaño.
Hay tantas cosas que quisiera, pero por sobre todas, que no estuvieras muerto.
Tras quince años de tu muerte, la cual de alguna forma me afectó al punto de hacerme creer a mi mismo que todo estaba bien y seguir una vida en donde la aventura de un escritor se cruzó, recordé que habías muerto.
Yo solía escribirte cartas día tras día, porque no estabas conmigo y en mi locura, creí que estabas en el pueblo. Entonces escribía con todo mi amor, a veces eran poemas, otras algo más simple como un chisme o el deseo de saber cómo era tu día, pero jamás hubo respuesta.
Naturalmente me preocupé, pero no tenía el valor de ir a verte al pueblo, algo me decía que no podía poner un pie encima, y ahora entiendo que era porque no estabas ahí esperándome como yo creía.
Al poco tiempo después, una revista me contrató para escribir algunos artículos. Me comenzaron a pagar bien, mis poemas para ti eran, bien aceptados por las chicas, pero ninguna de ellas podía compararse a ti, a tu ternura, a tu inocencia, y esa fuerza que para ser menor que yo, me sorprendía mucho.
El final de esta historia en donde no estaba más que el recuerdo de mi amor por ti, fue donde tuve un accidente, y al golpearme la cabeza recordé que quince años atrás habías muerto. Así es, estuve viviendo en una ilusión por unos quince años, de los cuales, temo haberte preocupado en el lugar donde sea que estés ahora.
Decirte que no rompí en un llanto amargo, de esos que desgarran la garganta y el corazón y que hacen más que eco que las cascadas de los ríos, sería una reverenda mentira. Creí que tanto llanto me ahogaría, que todo era una mentira, pero se volvía realidad cuantos más recuerdos volvían a mí.
Actualmente me encuentro muy perturbado, no estoy seguro si podré escribir bien o con lógica esta carta; ni si quiera estoy seguro de si podré salir adelante sin ti.
Ahora me encuentro solo en nuestra casa, en el nido que ambos llegamos a habitar y que ahora me recuerda tu figura y aroma. Estoy por completo cegado por la incertidumbre, pero sí he de mencionar algo con seguridad, es que te sigo amando con la misma fuerza, que por ti no soy capaz de cometer una locura en contra de mi vida y que, sin pensarlo mucho, te haré una ultima sorpresa, una que te debo desde hace años y que me dejará más calmado.
Con mucho dolor y ganas de volverte a ver; Tu rostro de estrellas.
PD: ¿Podrás esperarme un poco más a que me vuelva viejo y termine mi vida para encontrarnos nuevamente y hacer recetas tan locas como el emparedado de pan?
Gren se limpió el ultimo rastro de lagrima, dobló la carta con amargura y la metió a un sobre, el cual selló y tras ello, tomó una mochila para salir de casa.
Suspiró con fuerza cuando se encontró, a las pocas horas, frente a la oficina de correos de aquel pueblo que lo vio crecer y conocer al amor de su vida. El sol ya se estaba ocultando y esos rayos opacos le recordaron a todas esas veces que salía con Soren en una de esas citas llenas de bromas y besos.
Con tan solo caminar por esas calles los recuerdos le regresaban, era uno tras otro; las hermosas sonrisas de Soren, el corazón se le hundió. Esos ojos celestes que lo reflejaban, temerosos a un primer beso, le invocaron el llanto.
Y esa voz, esa hermosa voz, que ya nunca más volvería a escuchar. Gren se vio obligado a detener sus pasos por unos minutos, bajar la mirada y sentirse tan adolorido que ni una sola canción romántica o un "vamos, tu puedes seguir adelante" le ayudaría ni un poco.
Al haber pensado un poco más y como si Soren le hubiese dado un empujoncito, Gren retomó su camino, siendo dibujado por el crepúsculo de ese día.
Afirmó el agarre a su mochila y con una valentía enorme, abrió las puertas para encontrarse con un par de rostros conocidos, pero ya viejos. En ese momento y con el silencio gobernando, el señor Brown sintió que veía un fantasma y Gren permaneció estupefacto y avergonzado.
—¡Gren! —gritó el señor Uriel, pero los dos restantes le ignoraron dando un par de pasos para adelante.
—Muchacho... —murmuró el señor Brown llevándose la mano a la boca, casi cayendo de la impresión.
—Profesor...
Ni bien llamó a su mayor, Gren tomó carrera entre sus lágrimas, para fundirse en un abrazo que necesitaba desde hace tiempo. El hombre lo aceptó y al poco rato también se unió al llanto.
Era una hermosa imagen, en donde Soren seguramente dirían que parecían padre e hijo.
Una vez el momento se terminó, ambos señores le dieron su pésame al muchacho, quien les contó que había vuelto al pueblo por todas las cartas que le había mandado a Soren. El señor Uriel se las entregó y tras prometer que volvería al anochecer para cenar juntos y hablar de todo un poco, Gren salió de las oficinas y fue directo al hogar donde antes vivía Soren.
La caminata fue un calvario nuevamente, pero ya no iba solo y con el corazón destrozado, pues ver caras viejas, le traía un poco de consuelo.
La última sorpresa que le tenía preparada era dejarle todas esas cartas en su habitación, porque le pertenecían sólo a él, y cuando pudiera, desde la otra vida, podría leerlas cuantas veces quisiera.
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