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VII (I). Debbie.

          22th december 1982.                                                                                      Macclesfield, England, United Kingdom.

Querido Ian:

Mi vida es de paso a partir de ahora, un avión que despega desde que te fuiste, marcando a tantos. Es cierto que la nostalgia está ahí, respirando y bebiendo de mi sangre. Querrás saber que he vuelto a Manchester, concretamente a Macclesfield, y me vi con Debbie en un café. Creo que nunca he visto unos ojos azules tan apagados, tanto que da la sensación de que son un bloque de hielo. Llevaba a Natalie en sus brazos, la niña tiene tus ojos y tiene todos los amaneceres que Debbie guarda para ella, en todas las noches que sus ojos trasnochan, su mente está en miles de sitios a la vez, y sus labios acuden a besar la frente de su pequeña hija, protegiéndola de cualquier mal.

"¿Me puedes hacer un favor?" preguntó Debbie con su voz acuosa pero tranquila, nada emocional, yo sé que no tengo nada que reprocharle, no debe ser agradable justamente para ella necesitar algo de mí, porque yo se lo robé todo sin querer.

"¿Puedes quedarte con la niña, mientras voy por las últimas cosas que escribió y las últimas fotos de Ian, del último año? Yo asentí.

A medida que Deborah Curtis se iba alejando por la calle, yo intenté con mis brazos proteger ala pequeña. Sentía que a ella yo le había robado algo.

Hay destinos emocionales que los produce una estación, y el invierno es un sempiterno recordatorio del paso del tiempo, un calendario del abismo, y Manchester se llena de frío, y la nieve y el hielo nos golpea, nos sacude, nos invade, como granizo pétreo.

A veces una simple canción puede alterar nuestra monotonía, pero tocar con los dedos la letra de quien ya no está, es como bailar en su aroma eternamente, poder engañar al tiempo y que nos envuelva la brisa de ese papel, hasta doblegarnos al recuerdo.

Una lágrima mía cayó al hombro de Debbie, y una de ella cayó a la foto que yo tenía sobre las manos. Nos miramos, y yo sostuve su mano mientras ella bajaba la cabeza, y cerraba la puerta de Natalie para que no la oyera llorar y gritar. A veces se sentía tan sola para ocuparse de la niña y mantener al margen sus sentimientos. Yo admiré la forma en la que se rompía y se recomponía.

A veces las lágrimas son las que nos pegan con pegamento, las que nos mantienen de acero, cuando se supone que somos de cristal. Nos hacen más fuertes aunque se crea lo contrario.

La cocina retumbaba su ruido en las paredes,

los gritos de Deborah,

marcaban el silencio de incongruencias

y los ojos cristalizados de Natalie,

componían el cuadro desestructurado

de una madre marcada por los remordimientos,

y una hija que crecería marcada por la sombra

de la muerte de su padre.

Siempre tuya, Annik.

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