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XVIII

Verla sentada en la sala de estar de mi casa era algo tan raro como encantador para mí.

Romina leía con atención cada uno de sus pequeños libros de leyes internacionales de los últimos diez años. No importaba que tanto pasará a su lado y la observará, nada lograría que ella despegue los ojos de esas páginas.

En realidad, jamás imaginé que llegaría a verla en privado, mucho menos en mi casa. Aunque esta ya era la tercera semana en la que venía casi día por medio, se supone que debería haberme acostumbrado.

Todo inició una mañana al llegar a la firma. Gracias a la ayuda legal interna y al apoyo del jefe, la demanda en mi contra por negligencia fue desestimada y se impuso una contrademanda por difamación. Poco a poco había regresado a mi vida normal. Nuevamente, podía recibir casos que tengan una buena paga. Sin Adriana, pero con un cactus y un departamento con demasiado espacio para ocupar.

Aunque ya no era necesario que siga yendo a la oficina donde estaban los pasantes, me gustaba pasar por ahí. La peor parte de la firma de papeles, la mudanza y el careo con Adriana había pasado más fácilmente gracias a ellos y sus ocurrencias. Mi lado maduro, en donde ser abogado era lo más importante, se preocupó al ver nuestros futuros profesionales; sin embargo, también me agrado el ambiente que había ahí.

No esperé ver los cinco botados sobre la mesa con cientos de papeles, viendo al suelo sin mucho ánimo.

—¿Buenos días?

Todos levantaron la cabeza y se lanzaron sobre mí.

—¡Mau... Doctor Vega!

Alejandra fue quién explicó todo de un golpe mientras el resto balbuceaba cosas incomprensibles. Al parecer, al ser el último mes del año, tenían que presentar su proyecto de tesis, algo que aparente ninguno de los cinco tomó en cuenta cuando se dieron cuenta que estaban en el décimo semestre.

Desde ese día, iba en mis tiempos libres para ayudarlos a completar sus temas y ayudarlos en todo lo que pudiera. Alejandra, Fernando, Esteban y Rodrigo ya tenían un pre-proyecto listo, pero Romina fue quien tuvo más problemas.

—Es mi culpa. —Se quejó con tristeza.— Desde el inicio el licenciado me dijo que no era buena idea que abarque tantos temas de golpe, y ahora no me recibe ningún pre-proyecto sin definir un tema.

Ella parecía que se desinflaba cada vez un poco más, y me dio mucha pena verla así.

Entre el trabajo y sus clases sabía que contaba con poco tiempo, así que no pensé mucho para preguntarle:

—¿Qué tal si nos vemos después de tus clases en la cafetería de al frente? Podría intentar definir tu tesis.

Ella levantó la mirada con esperanza y asintió repetidamente.

Desde entonces, nos vimos en esa cafetería por una semana entera. No fue fácil ayudarla a elegir algo en concreto, pero después de unos días logró escoger uno y a partir de entonces, decidimos ir a mi casa para poder tener más comodidad de trabajar. En el calor del momento no me pareció una mala idea. Una sala de estar era más cómoda que una cafetería, donde escuchábamos los murmullos y cada diez minutos llegaba la mesera a preguntar si gustábamos algo más.

El día después de ese día, al verla en mi casa sin nadie más, tome consciencia de que quizá no era una buena idea.

Aun así, fue más natural de lo que esperaba verla en mi casa. Al terminar su turno laboral a eso del medio día, Romina iba a la universidad, y yo me quedaba en la oficina. A las cinco salía del trabajo y llegaba a mi casa a organizar las cosas que había dejado por la mañana, y cerca de las siete ella llegaba.

No solo nos limitamos a hablar sobre su tesis. En algún momento, entre nuestras reuniones, ella terminó por contarme poco a poco de su vida. Era la hermana mayor de tres. Su primera opción para estudiar no era derecho, sino literatura, aunque terminó por elegir esta carrera por la presión familiar.

—No me arrepiento de eso —Romina comentó ese día mientras comíamos una Pizza.— En el primer año de la carrera me di cuenta que me gustaba mucho derecho, así que realmente no fue una mala decisión.

Tenía la atención dispersa, demasiado para mi gusto. Era fácil para ella estar escribiendo algo en su laptop y de la nada, acercarse a la ventana y mostrarme algo gracioso que había visto en la calle.

Y también, de alguna manera, hablar con ella sobre mi vida también fue natural para mí. Le hablé sobre mi infancia, y cómo fue crecer con un hermano con trece años de diferencia. Incluso había llegado a conocerlo por accidente un día que Benjamín llegó con alitas de pollo. Después de que Romina se fue, recibí su aprobación de parte de mi hermano menor.

Incluso un día me animé a preguntarle sobre sus zapatillas, y ella me contó que cuando comenzó la universidad los había comprado con su primer sueldo en una tienda de ropa. Cuando le cuestioné porque no los lavaba, ella dijo que le daba flojera hacerlo.

No teníamos nada en común. Ella era espontánea, le gustaba improvisar. Los fines de semana me llamaba para ir a ferias, parques o simplemente dar una vuelta por la ciudad. Me decía que permanecer en casa no era sano cuando no hacía nada más que trabajar de lunes a viernes.

Aunque ahora podía decir que mi edad no me dejaba ser así, mentiría si no aceptará que siempre fui así. No me gustaba salir de mi rutina, y eso fue lo que tanto molestaba a Adriana.

La gran diferencia entre Romina y Adriana era su actitud frente a mi terquedad.

Adriana simplemente se molestaba por ello, peleaba conmigo y salía sola a hacer lo que quisiera en ese momento. Romina, en cambio, lograba convencerme y cumplir su plan.

Y me alegraba mucho haber logrado influenciar en ella. Podía concentrarse más en su trabajo, se organizaba con más facilidad e incluso cuando veía que no quería salir, ella aceptaba mi propuesta de quedarnos en mi casa y ver alguna película.

En palabras de Benjamín:

—Ella es la llama que necesitaba tu aburrido corazón, y tú el hielo que necesita para enfriar su mente.

—Eso suena romántico.

—No lo es. Te estoy llamando aburrido.

Dejé de divagar cuando escuché el sonido secó de un libro cerrándose. Miré a Romina y ella se estiraba con flojera. Me vio de reojo y sonrió.

—Creo que termine la peor parte por ahora.

—Felicidades, futura doctora.

Ella frunció el ceño.

—No, por favor, no pongas más presión, Mau.

Reí por su reacción.

—Creo que serás una buena abogada, tienes actitud y aptitud. Quizá incluso podríamos trabajar juntos.

Romina sonrió un poco.

—Eso sí sería algo bueno.

Me senté a su lado y revisé lo último que había escrito. El derecho humano a la identidad cultural por Romina Cabrera. Aún había algunos detalles a reforzar, pero para ser su primer borrador oficial era bueno. Solo faltaba el visto bueno de su tutor, aunque la veía satisfecha con su trabajo. Esperaba que todo saliera bien.

Ordenamos todo lo que había dejado sobre la mesa. Todo en el ambiente se sentía natural. No podía nombrar el momento exacto en el que ella había logrado ingresar a mi vida y formar parte de ella. No sabía si era desde la primera vez que la presentaron en la firma y vi sus llamativas zapatillas, o las veces que ella venía corriendo en busca de ayuda cuando no entendía cómo funcionaba la fotocopiadora. O quizá cuando era mi ayudante en algún juicio, o la vez que la vi en el ascensor cuando Adriana me botó de nuestra casa. Tal vez cuando ella me invitaba a tomar café al verme solo en la oficina, o me ayudó a adaptarme en el grupo de pasantes. O las veces en las que paseábamos por un parque alejado o reíamos juntos viendo alguna película de la que nunca en mi vida había escuchado hablar.

Todo fue tan natural que no me di cuenta. Eso me encantaba.

Eran las diez de la noche cuando ella tomó su mochila y se paró.

—Muchas gracias por todo Mauricio, realmente te debo una enorme.

—No hay de qué. Fue un gusto ayudarte —respondí sonriendo.

Ella revisó algo en su celular mientras nos acercábamos a la puerta, y tome la confianza para decirle.

—Escuche que mañana por la Glorieta del Sur va a haber una pequeña presentación de teatro. ¿Quisiera ir?

Ella me volvió a ver y dio un saltito infantil.

—¡Oh, si! También me dijeron que por esa calle hay un nuevo restaurante de comida italiana.

—Perfecto, vamos al teatro y luego a cenar.

—Es una cita.

—Así es.

Ninguno reaccionó al usar la palabra "cita''.

Aunque podía asegurar que por dentro me sentía bastante feliz por poder tener un "cita" con ella.

Abrí la puerta y ella dio un paso para luego girar. Sonrió otra vez, y no pude evitar notar que sus mejillas estaban sonrojadas.

—Hasta mañana, Mauricio.

—Hasta mañana, Romina.

CharlieBlue97

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