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Epílogo

Siempre era difícil visitar la tumba de la nona.

Ver su nombre escrito en la lápida y caer en cuenta de que ella ya no estaba entre nosotros todavía me seguía pareciendo algo irreal.

Después de lo que pasó, mi madre decidió poner en venta la casa de la abuela. Argumentó que quedaba demasiado lejos y por lo mismo era complicado trasladarse y mantenerla, pero yo sabía que en el fondo, lo que la empujó a tomar esa drástica decisión fueron los recuerdos.

Mi madre nunca estuvo lista para despedirse de su madre, ninguno de los dos lo estábamos. Y menos para vivir lo que vivimos luego de que ella se fue. Aunque si yo podía sacar algo bueno de todo lo que había ocurrido, fue que pude sentir la presencia de mi abuela por lo menos una vez más. Pude despedirme de ella y darle un último regalo: el descanso eterno.

Cuando desperté aquella noche, me encontré con que el rostro de la muñeca de porcelana se había roto a la mitad. Lili nos dijo que eso era una clara señal de que el alma de Clara fue liberada, y el demonio no tuvo más opción que marcharse. Ahora solo quedaba un objeto inanimado. Una reliquia que yo quise conservar, pero mi madre prefirió quemarla junto con el diario de la abuela.

Incluso ahora, pensar en todo lo que nos había tocado vivir me seguía pareciendo algo ilógico. A veces quería hacerme creer a mí mismo que todo había sido un mal sueño, pero cuando me miraba al espejo, las cicatrices en mis muñecas y en mi espalda me dejaban en claro que había sido completamente real. Una prueba imborrable de que a veces, el escepticismo no tiene lugar, y hay ciertas cosas que no pueden ser probadas mediante la lógica.

Mi madre sostenía el ramo de azaleas mientras yo quitaba las que ya se habían marchitado. Los restos de la abuela fueron enterrados junto a la tumba de mi tata, y junto a ellos estaba Clara. No pude evitar sentir angustia al ver la lápida pequeñita, y el nombre de la niña grabado en ella.

Toda la experiencia me había dejado un sabor amargo en la boca, una tristeza que llegaba cada vez que caía en cuenta de que mi abuela sufría todos los días por saber que el alma de su pequeña hija estaba encerrada dentro de aquella muñeca, y que ella no pudo hacer más que entregar su propia vida para ir en su búsqueda y así poder liberarla. Era duro pensar que mi nona tuvo que pasar por aquel terrible dolor ella sola, porque sabía que nadie iba a creerle, ni siquiera nosotros.

Cuando mi madre terminó de limpiar todas las tumbas, dividimos el ramo de azaleas en tres y dejamos algunas en la tumba del tata, otras en la de Clara, y por último, antes de dejarle las suyas a mi abuela, me incliné para leer la inscripción en su lápida una vez más:

"Leonor. Madre excepcional, abuela maravillosa. Te recordamos con mucho amor. Descansa en paz". 

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