Parte/10/No hay punto de comparación
A la mañana siguiente, todo era revuelo en la casa, desayunamos todos juntos como si de una gran familia se tratara, las criadas hacían las labores de la casa bajo la estricta mirada de doña Elisa, los jóvenes salimos a pasear, era mi último día en esa ciudad, ya que los chicos querían que conociera los lugares turísticos. Antes de salir de la casa doña Elisa nos ordenó categóricamente.
-Quiero que estén aquí a las cinco de la tarde ya que los señores Esparza de los Montero llegarán a las seis de la tarde, ellos son muy puntuales.
-Descuida mamá aquí estaremos puntualmente a las cinco en punto, ni un minuto más, ni un minuto menos.
Salimos alegremente, paseamos por la ciudad visitando los lugares más significativos, al mediodía fuimos a comer a un restaurante muy elegante, es bonita la vida de los jóvenes adinerados, cuando la única preocupación en la vida es gastar el dinero de los padres, que ganan con el sudor y lágrimas de los trabajadores.
No entendía, como mi abuela pudo cambiar la vida llena de comodidades de la gran ciudad, para irse a vivir a un oscuro pueblo, donde la mayoría de mujeres visten de negro, cual si fueran viudas, un pueblo casi sin vida, la única música que se escucha es el repicar de las campanas, que te despiertan puntualmente a las cinco de la mañana, para anunciar que ya es hora de ir a la primera misa; a las nueve de la noche en punto, suenan de nuevo, para anunciar que es hora de la bendición, todas las personas se ponen de rodillas, los hombres se quitan el sombrero, así andes caminando en la calle. Estas, campanadas anuncian que es hora de que reces las oraciones de la noche y te arrepientas de tus pecados cometidos en el día, por si te sorprende la muerte dormido.
Muy temprano en la mañana, no puede faltar la campanilla que va tocando el acolito que acompaña al sacerdote con el santísimo sacramento, que presuroso va por las estrechas calles a confesar a los enfermos postrados que no pueden asistir a la misa, o a darle los santos oleos a un moribundo para ayudarlo a buen morir para que su alma vuele al cielo y no acabe quemándose a los apretados infiernos; al menos eso es lo que dice el padre Leandro, a su paso el pueblo se postra, los hombres se descubren la cabeza y los niños besan la mano del cura, los cantos de los pájaros y las risas y los juegos de los niños son los que dan un poco de alegría al lugubre pueblo.
Pueblo sin ruidos excepto los domingos, un río de voces y colores inunda los caminos y las calles, es gente que llega de las Villas aledañas, llenando el templo y el atrio de la iglesia, pasada la misa de doce, pasan a las tiendas a surtirse de los víveres que van a consumir el resto de la semana, las dos únicas fondas que hay en el pueblo se llenan de comensales, después, pasan a la alameda y a media tarde se empiezan a ir, dejando el pueblo lleno de basura, las mujeres, enlutadas salen a barrer las calles, después de todo nuestro pueblo se destaca por ser uno de los más limpios de los alrededores, que si no es mucho decir el único.
Mi abuela me contaba de todos los lugares que había conocido en sus viajes que había hecho, aunque nunca hablaba de su familia, pude deducir que viajaban con ellos. Como no me quería quedar con la duda se lo pregunte pocos días antes de su muerte.
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