El suave calor de su cuerpo firmemente rodeando al suyo, el delicado pero varonil aroma que emanaba de él y la sensación maravillosa de tenerlo junto a ella de nuevo era todo lo que podía sentir en ese momento en que su mente se encontraba aturdida y sus instintos se hacían cargo de su cuerpo.

Era asombroso estar allí, estar así entre sus brazos después de tanto tiempo y distancia, después del miedo a no volver a verlo, de saber que su muy admirado y amado violinista estaba solo luchando por sus sueños a miles de kilómetros de ella.

Después de meses de preocuparse por él, por si duerme y come bien. Deseando que no se exceda en sus horas de prácticas y sobre todo anhelando su regreso a cada minuto del día y por fin él está allí con ella esa noche.

Esa noche en la misma azotea donde tantas veces se reunieron y donde ella toco el violín por vez primera. Descubrió que deseaba congelar ese instante perfecto.

Ese pequeño momento en el que juntos todo era maravilloso. Sin dudas, sin miedos y con la certeza de que ella lograba llegar a su corazón de la misma manera que el al suyo.

Quería disfrutar tanto como pudiera de ese momento de dicha en que se sentía estallar de felicidad mientras Len la abrazaba y podía ver en sus ojos y sonrisa el amor que por fin sabía mutuo.

Por qué solo la música de Len tocaba tan profundamente su alma y esa noche al estar allí en sus brazos supo que sus corazones estaban unidos y nunca más se separarían ni siquiera en la distancia.

Kahoko supo que no necesitaban un beso en ese momento, este no era su final feliz, era solo el comienzo de su felicidad y por ese instante con ese abrazo cálido y dulce se sentía plena y dichosa.