Capítulo 4 Relámpagos y Sangre
Capítulo 4 Relámpagos y Sangre
A lo lejos se veía el resplandor de los relámpagos que iluminaban fútilmente una noche nublada de otoño en Argengau. No había estrellas ni luna, sólo oscuridad. A los pocos segundos, llegaba el sonido de los truenos que retumbaban a la distancia, dando a entender que la lluvia aún tardaba en llegar. La brisa soplaba helada desde el lago de Constanza haciendo que las hojas de los árboles cayeran un poco antes de lo provisto sobre la verde alfombra del cementerio familiar de Los von Dorcha.
A la media noche, un grito desgarrador se escuchó en el camposanto. Las aves salían volando despavoridas como huyendo de una catástrofe. Un segundo grito se escuchó; aterrador y lastimero... era el grito de la muerte que acechaba y merodeaba entre las criptas de piedra y las cruces de hierro del lúgubre cementerio. ¡Era la muerte! O algo aún peor... era la voz de una mujer y en su clamor decía —¡Leonardo!
En el castillo de los Von Dorcha todos dormían. Los centinelas daban sus rondas, caminando más dormidos que despiertos tras las gruesas murallas empedradas de la mansión de Argengau resguardando con recelo la vida y posesiones de uno de los condes más ricos de la región. La noche estaba inusualmente silenciosa. Salvo el aullido del gélido viento y el grave sonido de los truenos que se perdía en la lejanía, todo lo demás era sigilo.
Uno de los guardias se iba riendo sólo. En un rincón del patio trasero había interrumpido, sin querer, una escena bastante candorosa entre una sirvienta y uno de los guardias. Los muy descarados y desvergonzados se revolcaban sobre la yerba en el jardín, cuando el guardia los sorprendió. El hombre se reía pues la cara de espanto y vergüenza que tenía aquel par cuando los encontró desnudos en pleno acto, era algo digno de recordar... bueno, tal vez no para la pobre pareja.
El centinela silbaba y caminaba. Los relámpagos alumbraban por breves instantes el camino a seguir, bordeando la muralla alrededor del castillo. La llama en las antorchas convulsionaba frenéticamente con la brisa que ya soplaba fuerte. El olor a tierra mojada inundaba el aire. La lluvia estaba tocando las puertas del palacio y amenazaba con caer fuerte. El joven soldado tanteaba con sus manos la muralla para no tropezar entre el estrecho pasillo y la oscuridad. El tiempo que pasaba desde que se mostraban los destellos y el ruido de los truenos ya era menos. El hombre tendría que avanzar o si no la tormenta lo tomaría desprevenido entre los oscuros pasillos de la entre-muralla.
Las gruesas gotas de agua sonaban ya en el piso empedrado de los pasadizos. El soldado apretaba la marcha para poder llegar a las barracas antes que la lluvia descargara con la fuerza que pintaba caería en breves minutos. Sólo tendría que recorrer la mitad del perímetro y su tarea estaba cubierta. El piso ya resbalaba húmedo por las primeras gotas que caían. Se agarraba de la pared y tanteaba el piso con cuidado, mas no disminuía su velocidad de paso. Al menos, los relámpagos alumbraban el camino.
El hombre levanto su vista del piso. Le pareció ver algo en frente de él. El soldado despejó de sus ojos del agua que bajaba por su frente y ajustaba su vista para poder descifrar lo que era. Las antorchas amenazaban con apagarse y el cielo destellaba una vez más.
—¡Qué demonios...!— El hombre detenía su marcha. Frente a él había una mujer... una mujer a la que él reconocía, más no creía que fuera ella. No podía ser lo que veía. Ella estaba vestida de blanco y sus largos cabellos negros caían libremente sobre sus hombros. Sus pies descalzos... Su cara era más hermosa de lo que recordaba.
—¡No puede ser! ¡Usted está muerta!— El soldado ahora caminaba hacia atrás. Sus brazos en frente a modo de protección. ¿Estaba viendo a un fantasma? ¡Era un fantasma!
Los relámpagos alumbraban el rostro pálido de la mujer... No había duda... era ella. ¡Pero ella estaba muerta! El la había visto en el féretro y ayudó a cargar la caja hacia el camposanto... El hombre estaba allí cuando la enterraron. Era imposible, pero frente a él tenía a Leila von Dorcha.
Hacía tres días que la mujer había sido sepultaba y contrario a mostrar algún tipo de descomposición, la mujer lucía radiante y llena de vida. No parecía un espectro translucido y fantasmal... no flotaba en el aire sin pies. Parecía de carne y hueso y se veía tan tangible como un ser vivo, sólo que más hermoso que cualquier mortal, y así mismo era de aterradora su presencia.
Leila, o lo que parecía ser la fenecida hija del conde Bruce de Suavia, estaba frente al soldado, justo en medio del recoveco bloqueándole el paso. El hombre estaba muerto del terror. Daba pasos cautelosos hacia atrás. Leila avanzaba hacia él por el estrecho pasillo moviéndose con un vaivén que lejos de ser sensual era escalofriante. Era como el paso de un felino al acecho, lento y seguro. El soldado sentía que era la presa. La piel en el hombre hacía rato estaba erizada y su corazón latía de manera errática. Sabía que la muerte estaba frente a él en la forma de la von Dorcha.
La lluvia caía fuerte y la brisa helada soplaba. Las antorchas se extinguieron. Leila avanzaba mientras el fulgor de los rayos alumbraba su rostro una y otra vez. El soldado retrocedía. La mujer sonrió maléficamente y en su boca asomaron dos largos y blancos colmillos. ¡Oscuridad! ¡Relámpagos! Su rostro ladeaba y miraba fijamente al hombre frente a ella y unos ojos fulgurosos amenazaban; rojos como el granate brillaban con luz propia.
—¡Por Dios!— El soldado retrocedía de prisa. Oscuridad... Relámpago... el rostro de Leila aparecía frente a él... Oscuridad... El hombre sintió que lo apresaban y un dolor punzante en su cuello... Relámpago... Dolor... Leila atacaba mordiendo al joven. El soldado sentía que la vida se le iba y la mujer succionaba inclemente su sangre.
Leila despegó al centinela y lo miró detenidamente. Aún estaba con vida. Sus ojos reflejaban terror y la muerte se asomaba tras de sus pupilas opacas. Leila mostraba sus colmillos llenos de sangre. El soldado jadeaba lastimeramente. Su lenta y trabajosa respiración era apenas un silbido imperceptible.
La aterradora criatura levantaba al soldado en el aire con una sola mano por el cuello apretando fuertemente su tráquea. El hombre no podía respirar. Se escuchaba el quebrar de los huesos en su garganta y luego, el hombre caía muerto en el suelo.
Leila se inclinó hacia el cadáver del guardia y de un solo golpe, cercenó su cuello. Con gusto se relamía la sangre en sus dedos... sangre que era del soldado muerto. Luego, inmutable, se levanto con gracia y caminó con cadencia alejándose de allí. Sus labios sonreían malignamente y sus colmillos brillaban en la oscuridad de la tormentosa noche.
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