Capítulo 36 Una Pareja de Vampiros Felices
Capitulo 36 Una Pareja de Vampiros Felices
I
<<El tiempo con su paso de sol y luna marcha invisible mofándose de un mundo que le ignora. Las personas, pusilánimes instrumentos del destino, sólo le añoran cuando la vida se acaba. Es en el ocaso del alma cuando se sientan a meditar sobre lo que fue y está por terminar. Pero para aquellos que la vida es únicamente un ciclo observable en los ojos llorosos de una víctima en brazos, el tiempo se vuelve fútil y los minutos, las horas y las estaciones con sus distintos colores son solo monótonos paisajes en un largo caminar>>, Leila pensaba parada tras el enorme ventanal en su habitación dormitorio.
El sol salía tras la cordillera y veía como los granjeros cargaban en hombros sus herramientas de labranza para trabajar el campo.
—¡Ja, ja, ja!— la pelinegra dejaba escapar una resonante carcajada con un aire de cinismo—. ¡Que estúpida yo! Hasta me he vuelto poeta. ¿De cuándo acá me da por filosofar a mi?—, se decía mientras caminaba hacia el espejo ovalado en su alcoba. Allí ufana admiraba su belleza etérea. Jugaba con sus cabellos y echándolos tras sus hombros se acariciaba los brazos y pasaba sus dedos en ademanes sensuales por la piel expuesta de sus pechos sobre su escote. —Si la vida ni la muerte me han de importar a mi. El tiempo pasa y lo que es justo es justo para vivos y muertos. El que nace rey, rey muere aunque el destino se empeñe en decir lo contrario. Leila Von Dorcha... Condesa de Suavia, de Ulm, de Nordhausen o Bamberg o de Mansfeld... Da igual. Siempre he sido condesa con alma o sin ella. La muerte se abalanzó un día sobre mí y me sedujo enterrándome sus colmillos filosos. ¡Ja! Pero de mí solo obtuvo sangre. Con su hermoso rostro logró engañarme por un instante. Leonardo. ¡Mil veces maldito Leonardo Draccomondi! La parca vestida de hombre solo resultó un encanto pasajero. Y la muy estúpida huyó de mi pues resulté ser aún más poderosa que ella—. Leila se paseaba por la recámara, haciendo gestos de político en pleno discurso a sus súbditos. —He andado medio mundo y he enfrentado multitudes iracundas, ejércitos, perros rabiosos y me enfrentaría al mismo demonio y sé que le vencería... O seduciría hasta llevarlo a mi lecho y convertirme en la reina del infierno. A mis pies caerá todo hombre, mujer, vampiro, lobo, bruja, angel y todo aquello que yo desee. No ha habido nada ni habrá nada que me detenga. La vida por mí pasa sin dejar huella y a la muerte ya la he vencido.
La hermosa vampiresa recordaba el trecho recorrido hasta llegar a Mansfeld. Siempre se salió con la suya y terminó con título y corona, castillo y heredad. Tenía todo lo que deseaba y por lo que había luchado. Y luego de veinticinco años en ese pedazo de imperio olvidado en las faldas al sur de la cordillera de Harz su vida no podía resultarle más plena.
En esos momentos entraba a la habitación su nuevo consorte, quien otrora fuese su hijastro Dierk Berkhard. Luego de quince años de haberle convertido en vampiro, resultó ser la pareja idónea con quien compartiría por la eternidad.
El hijo del Vogt aprendió rápido las artes de la oscuridad y su carácter pausado lo convirtió en un esposo sumiso y candoroso aún siendo un vampiro. Era el complemento perfecto para su indómito y fogoso espíritu. Él procuraba complacerla en todo y su pasión por el trabajo de campo y el poder ocuparse de todo día y noche sin parar solo para cazar hizo que su pequeña provincia prosperara colmando de riquezas al feudo y a su codiciosa condesa.
El sumamente apuesto rubio se quitaba las botas y se despojaba de su capa y túnica. Dierk se acercaba hasta Leila, caminando erguido luciendo orgulloso sus pectorales bien formados y sus anchos hombros y le sonreía a Leila de manera picarona. Bien que sabía lo que provocaba en su lujuriosa pareja su recio y musculoso cuerpo.
Dierk plantaba un beso en la frente de la vampiresa y tiernamente le hablaba, —Leila, mi amor. Tengo ganas de cabalgar cordillera arriba, más allá de los límites de Mansfeld. Podemos llegar hasta Harzburg ¿qué te parece?
—¿Hoy no vas a hostigar a los pobres campesinos?
—No. Ya no queda más que hacer hasta la cosecha en otoño... podemos ir río arriba y cazar... y luego...— Dierk se acercó al oído de Leila y le susurraba todo lo que quería hacer con ella.
A la vampiresa parecían hacerle cosquillas. Sus ojos brillaron llenos de deseo y se relamía mientras se imaginaba todo lo que le proponía su por siempre amante de dieciocho años.
—Me encanta la idea... ¿Pero por qué no empezar ahora?—, Leila dijo para de inmediato aferrarse al cuello de Dierk y besarlo apasionadamente.
Ambos se desvestían el uno al otro. El traje de Leila caía al suelo al igual que las bragas del vampiro. Sus cuerpos perfectos se abrazaban y se regalaban indecentes caricias. Dierk levantó a Leila de los muslos y sosteniéndola por las nalgas, la llevaba aferrada a él hasta la cama y allí la poseyó como otras tantas veces. Sus cuerpos desnudos se fundieron en una erótica danza de desbordante frenesí.
II
El raudo galopar de los briosos corceles montados por Leila y Dierk se escuchaba resonante según las herraduras chocaban en los caminos empedrados de la falda de la cordillera. El Harz se alzaba imponente como un titán vigilante en la región sajona. Las laderas eran muy escarpadas como para que las bestias subieran y hoy no era el día para escalar montañas para la feliz pareja de vampiros.
Dierk abría el camino por entre el boscaje para que Leila le siguiera. Luego del fogoso momento hacía apenas unas horas en su alcoba, ambos necesitaban recuperar fuerzas y el deseo de sangre fuere humana o animal se volvía cada vez más fuerte. Así que siguiendo el rastro de algo que merodeaba bosque adentro, apretaron el paso montando sus caballos.
—¡Son humanos Leila!— Dierk advirtió y sus ojos azules destellaban con tonos rojizos iridiscentes.
—Pues será más divertido aún—, le decía la pelinegra al hombre guiñándole un ojo— ¡A ver quién llega primero!— Leila se apretaba los costados de la bestia, —¡Alé!— y se adelantaba cabalgando a toda prisa.
Muy de cerca la seguía Dierk. Él complaciente vampiro la dejaría ganar solo por verla feliz. Ambos se reían a la vez que jugaban a las carreras como un par de enamorados.
Poco tiempo después ambos llegaron hasta un claro del bosque a la orilla de un río. Allí un grupo de cazadores desollaban unas liebres y otros animales productos del obligado ejercicio del día. Eran tres hombres y estos una vez advirtieron la presencia de Leila primero y Dierk después, dejaron por un momento lo que estaban haciendo para mirar a la joven pareja que se desmontaba de sus caballos entre besos y arrumacos.
—Buenos días caballeros—, saludaba Dierk, caminando ahora frente a Leila—. ¿Cómo les ha ido la caza?
—Bien señor—, contestaba uno de ellos.
—¿Y ustedes jóvenes, que andan haciendo por esos lares? El bosque es un sitio peligroso—, preguntó otro de los hombres acercándose al vampiro.
—Nosotros estamos cazando, igual que ustedes—, respondió un sonriente Dierk.
—¿Cazando? ¿En esas ropas elegantes y sin arcos ni flechas?—, inquirió uno en tono burlón. Leila, poco a poco se acercaba hasta colocarse junto a su pareja. Ambos se miraban y en sus rostros se dibujaban unas sonrisas maliciosas. Detrás de ellos los cazadores se reían. —Y habrán cazado algo, me imagino. ¿Dónde están sus presas?
—Aquí, justo frente a nosotros—, contestó el vampiro agarrando por el cuello al cazador que tenía en frente y levantándolo en el aire. Abrió sus fauces dejando asomar sus afilados colmillos para rápidamente enterrarlos en su cuello. El pobre hombre no pudo repeler el brutal ataque y sucumbía tirado en el suelo mientras Dierk bebía su sangre sin piedad.
Los otros dos hombres corrieron a buscar con que defenderse, pero Leila dio un salto por encima de su amante y su víctima y embistió al par de cazadores por la espalda. Los derribó al piso con fuerza sobrehumana. De inmediato se puso de pie y de un zarpado dejó inconsciente a uno de ellos. Luego se lanzó sobre el otro que intentaba escapar arrastrándose por la yerba. Trepándosele encima, la mujer agarró al cazador por el pelo y halando su cabeza con bestial fuerza hacia atrás se pudo escuchar el quebrar de los huesos en la garganta del hombre. Los borbotones de sangre le salían por la boca al pobre infeliz y sus ojos se iban en blanco mientras Leila enterraba sus caninos en el cuello de su víctima.
Una vez acabado con los primeros dos cazadores, el tercero era una merienda compartida por los dos vampiros. La mujer succionaba sangre de su muñeca y Dierk de la clavícula. Estaban tan ensimismados en la ingesta de sangre que ignoraban que alguien les observaba.
—Oigan ustedes dos. Dejen algo para mí—, el intruso hablaba con evidente cinismo parado a unos pocos metros frente a ellos.
Su voz era inconfundible. Un marcado acento italiano hizo que Leila soltara a su víctima y se pusiera de pie. No podía creer lo que sus ojos veían. Frente a ella, estaba Leonardo.
¡Wujuuuuuuu! ¡Llegó Leonardo! ¿Qué piensan pasará ahora?
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