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Capítulo 11 Dueña y Señora

Capítulo 11 Dueña y Señora

—Escapar sería inútil, les advierto. Los cazaríamos y los mataríamos antes de que salieran del castillo para beber su sangre y drenarlos hasta que sus almas escapen huyendo de su cuerpo inerte. Denle gracias a Dios o aquello en lo que ustedes crean que los estamos dejando con vida... por el momento. Así que más vale que no hagan algo estúpido o la jugada les pude salir muy cara—, Leila les hablaba a los tres sirvientes de manera autoritaria, mientras un muy entretenido Leonardo observaba sin mediar palabra.

Los sirvientes salían de la habitación a cumplir con las órdenes que Leila les había dado. La ahora autoproclamada señora de la casa se volteaba y caminaba de manera sensual hacia un embelesado conde de Draccomondi—. ¿Qué te parece, amado mío? Esto es para lo que yo he nacido... para señorear un castillo y dar órdenes. Después de todo, la realeza corre por mis venas—, Leila acariciaba el pecho de Leonardo, tallando con sus uñas el pecho fornido al descubierto de aquel hombre hermoso.

—¿Y acaso no era la vida que tendrías como humana? ¿Cómo la encuentras diferente a lo que sería si te hubieras desposado con un mortal? Serías la dueña y señora de algún castillo en la región... o tal vez una princesa.

—No digas tonterías Leonardo. Me hubiese casado con algún duque o conde aburrido que pasaría sus días atendiendo quien sabe que asuntos fuera de la región. Me llenarían de hijos que tendría que amamantar como una vulgar bestia del campo. Luego engordaría y envejecería... Ahora tengo más que eso.

—¿No te arrepientes de nada entonces, mia principessa?

—Debo aceptar que andar errando por esos bosques sucios y llenos de alimañas no fue de mi agrado por los pasados meses. Pero, ¿qué es un pequeño sacrificio cuando se tiene el don de la inmortalidad y la juventud eterna? Ya al fin tengo mi castillo, sirvientes y un ser estupendo que siempre estará a mi lado para complacerme en todo—, aquí Leila besaba apasionadamente a Leonardo y dejaba escapar gemidos de placer y complacencia. Luego mordió suavemente el labio inferior de su amante dejando que una pequeña gota de sangre saliera de él, para luego lamerla extasiada—. Ahora soy Leila Von Dorcha, señora de Draccomondi.

Leonardo y Leila se voltearon reaccionando a un ruido que se escuchó en la habitación de junto para luego oírse una puerta cerrarse.

—Creo que tu baño está listo... señora de Draccomondi—, un sonriente Leonardo tomó a Leila en sus brazos y la llevó cargando hasta el lavatorio. Allí ambos rasgaron las ropas que llevaban puestas y desnudándose en medio de ardientes y obscenos besos y caricias se sumergieron en la tina llena con agua tibia y espumosa. Sus cuerpos en frenesí desbordaban lujuria mientras se hacían suyos el uno al otro en un ritual de sexo y pasión difícil de describir por su erotismo y salvajismo. Parecían dos fieras libidinosas regalándose con los más candentes roces y besos. Así estuvieron horas... hasta que despuntó el alba... y luego empapados en el candor del momento pasado, se envolvieron entre las sabanas de seda de la enorme y hermosa cama de pilares y descansaron.

El sol salía apenas en el norte de Ulm. A lo lejos se veía la sombra de un caminante. Era el guardia que vendría a relevar al pobre desafortunado que había perecido la noche anterior en manos de Leila y su insaciable apetito de sangre.

Escondido entre las murallas, estaba el cocinero, justo al final de un pasaje secreto que llevaba desde la cocina hasta el patio lateral del castillo. El viejo cocinero, al ver que se acercaba aún más la figura del guardia salió temerosamente hacia la claridad del patio, corrió lo más a prisa que pudo hasta la muralla exterior y lanzó por encima del portón enrejado de hierro un objeto pesado, lo más lejos que pudo. De inmediato, se refugió en la oscuridad de la entre-pared para no ser visto. A los pocos segundos se escuchó el sonido seco que hace al golpear el suelo, una piedra.

El guardia detuvo su caminar, se inclinó para recoger el objeto y para su sorpresa era una nota atada con cuerdas a una roca. De inmediato abrió el pergamino arrugado y húmedo y leyó el contenido.

El cocinero, refugiado en su escondite observaba nervioso. La carta explicativa burdamente escrita era su única salvación. Esperó cauteloso, mirando para todos lados que no lo hubiesen seguido. Rogaba al cielo que el guardia creyera lo que había escrito en la nota, por más absurdo que pareciera el relato de que dos monstruos bebedores de sangre los tenían secuestrados y que el corría el mismo peligro que el otro guardia si se acercaba. Podía ver la figura de aquel hombre que a media distancia aún permanecía inmóvil, sosteniendo el papel en sus manos... dubitativo.

De momento, el guardia soltó la piedra que aún tenía en sus manos y se dio vuelta para salir corriendo. ¿Habría visto algo? ¿Lo habrían descubierto? De todos modos lo mejor era no quedarse allí. Debía regresar a la cocina, pero esta vez lo haría por la parte fuera del castillo. Si aquellas criaturas infernales aún retozaban en su cuarto, no debería develar aquel pasaje secreto que en algún momento podría ser su única ruta de escape.

El anciano caminó cabizbajo por el patio lateral cuando de pronto se topó con Leila, justo frente a la puerta de la cocina.

El hombre palideció y retrocedió unos pasos. La condesa lo miraba furiosa y se abalanzó contra el pobre hombre, levantándolo por el cuello hasta elevarlo en el aire unos cuantos pies del suelo. Las piernas del pobre hombre se batían en el aire.

—¿Qué estás haciendo aquí, viejo decrépito? ¿Acaso querías escapar? Te dije que no podrías—, una endemoniada Leila cuestionaba.

El cocinero, apenas podía hablar. Leila lo apretaba tan fuerte que el flujo de aire era mínimo. La cara de aquel miserable se ponía roja pues a duras penas podía respira.
—Señora Leila... no es lo que usted cree...

—¡Ah, no! ¿Y entonces qué puede ser? Dime antes de que termine arrancándote la cabeza.

—El... el señor me ordenó en la noche que le preparara una sorpresa para el desayuno. Vine al patio a buscar unos conejos para desangrarlos—, el pobre hombre casi desmayaba por la corto de respiración.

En esos momentos, Leonardo aparecía justo detrás de Leila. —¿Te vas a desayunar al cocinero, amada mía?

—Puede ser... si lo que me acaba de decir resulta ser una vil mentira—, Leila aún sostenía al hombre con un solo brazo y lo apretaba contra la pared de piedra. Al anciano casi se le salían los ojos de sus órbitas—. Lo encontré merodeando en el patio y estoy segura que se trae algo entre manos.

—Pero suéltalo mujer para que explique—, Leonardo colocaba su mano sobre el hombro de Leila para disuadirla de soltar al viejo cocinero.

Leila finalmente lo dejó caer retrocedió para colocarse junto a su amante.

El hombre caía al suelo y tosía varias veces para luego poder hablar. —Señor Leonardo... yo sólo cumplía con la orden que usted me había dado de desangrar un conejo para que la señora Leila desayunara... dígale que lo que digo es cierto.

—Leila. Lo que dice este hombre es verdad. Yo anoche le dije que matara un conejo y lo desangrara y que te sirviera en una fina copa su contenido—. Leonardo levantaba de un solo tirón al hombre que con esfuerzo podía respirar luego del asfixiante apretón que le dio Leila. Le daba un empujoncito para que se acabará de ir de allí antes de que su amada lo asesinara.

—¿Y por qué estaba tan nervioso cuando lo encontré?—, la pelinegra argumentaba.

—¿Acaso tú no lo estarías si sirvieras a dos monstruos bebedores de sangre?

—No sé. Desconozco como piensa un sirviente—, dijo la mujer en un tono sardónico y luego ambos caminaron hacia el interior del castillo, mientras, el cocinero entraba a la cocina con un conejo regordete agarrado por las orejas.

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