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Capítulo 10 Sirvientes y Vasijas

Capítulo 10 Sirvientes y Vasijas

Leila y Leonardo Habían ya caminado por varios días y ya habían salido de la región de Argengau, donde estaban siendo fuertemente perseguidos por los locales luego del incidente en el castillo de los von Dorcha, los cazadores en el bosque y otras muertes en la región. A los legionarios de la provincia de Suavia se habían unido las unidades eclesiásticas y los inquisidores de la iglesia. Su idilio se había convertido en una búsqueda constante de alimento y refugio.

Leonardo y Leila aguardaban escondidos dentro de un granero al caer la noche. Ambos esperaban recostados sobre unos pajales y veían como el cielo cambiaba de tonalidades hasta que las primeras estrellas se colaban a través de los rotos en el techo de madera vieja y podrida.

—¿Estás seguro que los terratenientes salieron de viaje?— preguntaba Leila a su compañero. Lo miraba fijamente con sus ojos negros que brillaban con destellos escarlata en la oscuridad de aquel lugar polvoriento y hediondo a humedad y a granos pasados de tiempo.

—Si. Salieron hoy en la tarde. Solo quedan en la mansión dos guardias, y tres sirvientes. Podremos quedarnos allí un par de meses y habrá sangre fresca por una semana... Vamos. Ya es hora.

Leila se ponía de pie primero de un brinco de manera vivaracha y juguetona como lo haría una niña cuando está emocionada. Leonardo la siguió hasta la puerta de entrada del granero y agarrándola sutilmente por la cintura le dijo—, recuerda que hay que ser discreto mia rosa nera si queremos estar tranquilos en este lugar por un tiempo.

—Sí, mi amor. Esta vez haré las cosas como se debe. No quiero seguir huyendo ni viviendo en el bosque vestida con harapos y matando conejos o ciervos para sobrevivir.

—No lo haremos más. Te prometo que te daré la vida que mereces, mia principessa y seremos felices por toda la eternidad—. Leonardo le dio un beso a Leila en la mejilla y ambos caminaron hacia la mansión en medio de la oscuridad.

Fue fácil todo una vez adentro de la fortaleza. El primero de los guardias cayó en silencio. Nadie lo oyó luchar por su vida. Leila había aprendido a la mala a asesinar de manera más cuidadosa para no ser descubierta. El ser una criatura nocturna que se alimenta de sangre humana los hacía seres poderosos y prácticamente invencibles, pero vulnerables a la falta de alimento y a las mañas de quien los caza en nombre de un Dios que los había desterrado del paraíso desde que Lilith sedujo a Adán mucho antes que Eva fuera creada.

La vida de los vampyrs se había tornado oscura. Los humanos habían diezmado debido a la peste y a las guerras imperiales. El Armagedón Bíblico se desataba sobre la faz de la tierra y los demonios eran quienes luchaban por sobrevivir. Las hordas de la Iglesia estaban diseminadas por toda Europa y más aún en esta parte del Imperio Germánico en su cacería de brujas. Leonardo había viajado mucho desde el norte de Milán en el condado que señoreaban los Draccomondi. Era un secreto a voces que los condes eran vampyrs, pero lo hostil de la región y lo escarpados de los montes donde se encontraba enclavado el castillo, los había protegido por siglos de la amenaza de los inquisidores... y de los curiosos. Nadie osaba perturbar a los Draccomondi, pues quien se adentraba a sus dominios no salía con vida.

Leonardo, siendo un bohemio libertino había decidido recorrer el mundo en busca de sangre nueva y emociones ya olvidadas detrás de las murallas empedradas de la fortaleza de los Draccomondi. Al igual que Leila, quería tener otra vida- sus doscientos años de edad siendo un vampyr los había pasado en su castillo- que no fuera la de ser un estirado conde vampiro de una escarpada región del norte de Italia. Él era un sangre pura de segunda línea generacional y su estirpe era una muy poderosa y ancestral desde que el mundo fue creado. El había nacido vampiro y pasaba desapercibido entre los humanos. Sin embargo Leila era toda una vorágine de emociones y fogosidad que Leonardo tendría que amansar si quería que su amada y él mismo siguieran con vida.

Leila sonreía victoriosa. Se había alimentado y ya estaban dentro de la mansión de unos duques de menor jerarquía en las fronteras de la región de Suavia. Era un pequeño castillo comparado con el que fue de ella en Argengau, pero un castillo al fin. Y Leila, por el momento parecía estar conforme con el plan propuesto por Leonardo de pasar una temporada allí, seguros de la lejanía de los inquisidores y del ejército del Sacro Imperio Romano- Germánico.

Leonardo había salido en busca de los únicos habitantes de la mansión: los sirvientes. El otro guardia llegaría al despuntar el alba y sería presa fácil. Ya había atado a los sirvientes en unas mazmorras improvisadas en las catacumbas del edificio de piedra y madera. Estos serían la reserva de alimento para la semana. Dos viejas regordetas y el cocinero permanecerían encadenados hasta que les diera hambre... lo más probable a Leila primero que a Leonardo, ya que un vampiro de linaje puro puede sostenerse por más tiempo hasta la próxima ingesta de sangre.

Los tres miserables miraban con ojos aterrados a Leonardo que les daba la espalda y se marchaba de aquella habitación oscura y húmeda enclavada en el nivel inferior del castillo. Las mujeres sollozaban y gemían apenas imperceptiblemente por estar amordazadas y el hombre tiritaba de miedo.

En la habitación de la hija de la duquesa, Leila vaciaba el ropero y hacía fiesta con los vestidos de la jovencita. No eran tan ostentosos como los que ella solía utilizar cuando era la condesa de Argengau, pero eran mucho mejor que los trapos de las campesinas que había robado de algún tendedero para cambiarse el vestido sucio y quemado con el cual había sido enterrada.

Vistiendo sólo un refajo translúcido y gastado, Leila se medía por encima cada uno de los vestidos y bailaba coqueta frente a un enorme espejo de cuerpo completo en la pared de fondo de la alcoba. En su rostro brillaba una enorme sonrisa, sintiéndose complacida y reivindicada después de tanto tiempo de andar vagando como una maldita pordiosera por los bosques de la región, refugiándose en cuevas o en cabañas abandonadas, sucias y malolientes. Al fin descansaría su cuerpo en una cama cómoda y limpia y vestiría decentemente.

En esos instantes Leonardo entró a la habitación. —Me alegra verte tan contenta. Así es que me gusta que estés, amore mio—, dijo y le plantaba un beso en la mejilla a Leila.

La mujer lanzó el vestido que tenía en sus manos sobre la cama y de manera seductora, abrazó a Leonardo por el cuello. —Si, estoy muy feliz. Tengo un techo decente... bueno, no tan decente como estoy acostumbrada, pero si está limpio y amueblado con buen gusto. ¡Y tengo ropa nueva! Mira cuantos vestidos hay sobre la cama. No tendrán finos brocados ni encajes pero la doncellita al menos es de mi talla y estos me servirán para verme presentable... Y qué te parece si nos damos un baño juntos de agua tibia y aromática para relajarnos y entrar en calor—. Leila besaba a Leonardo en la boca con pasión y gemía lujuriosamente mientras apretaba su cuerpo contra el del hombre de manera impúdica.

—Me parece bien... pero, ¿quién te va a preparar el baño de tina?— Leonardo se echaba para atrás para mirar el rostro de Leila que se caía ante la pregunta.

—¿No me digas que hay que soltar a las tres vasijas?

—¿Si quieres sirvientes? Tienes que aprender que no todos los humanos son para alimentarse.

—Ah, está bien. Ve a desatarlos y tráelos acá—, Leila reaccionaba mortificada y ordenaba de manera pedante a su amado.

—Como usted ordene, mia principessa. Sólo te pido una cosa... no te los vayas a comer luego. ¿Está bien?

Leila soltó un resoplido de inconformidad y reviró los ojos. Leonardo sonrió y salió de la habitación.

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