Especial [Los primogénitos Targaryen - Velaryon]
[•] Perdón por la extensión.
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Red Keep se mostró ante sus ojos celestes, su corazón empezó a latir con rapidez y sus manos, a temblar. El viento golpeaba su rostro, sus largos cabellos castaños eran removidos junto con su capa. Había dejado de escuchar las órdenes de Daemon por centrarse en la belleza de ese castillo, de ese mismo castillo en el que compartió sus mejores recuerdos. Su grandeza jamás lo intimidó, ese pequeño Jacaerys que creció entre esos muros y lujos no logró perderse por el amor de su familia y... por él. Pudo rememorar a un pequeño Jacaerys sujetado por la mano de Aegon, escuchando que ser caprichoso no era malo y que estaba en su derecho que el castillo se doblegara y lo consintieran. Se suponía que era el primer hijo de la princesa Rhaenyra y el favorito del rey Viserys I, podía ser el único en sentarse ese trono de hierro las veces que quisiera -sin recibir acusaciones de ansiar un trono ajeno.
Al pequeño Jacaerys no le gustaba la imponencia del trono de hierro, ciertamente temía a las espadas incrustadas. Había escuchado las historias sobre ellas, el dolor de los caídos que su corazoncito no podía ansiarlo. Nunca imaginó que uno de sus tantos recorridos con Aegon, el rey Viserys I se les uniría bajo el propósito de enfrentarlo al trono. Ambos platinados sentaron al pequeño Jacaerys en el trono de hierro, exclamaron que él sería el siguiente rey y que su régimen sería justo y noble como su corazón, lo que llenó a calidez no fueron sus palabras, sino esas sonrisas repletas de alegría y orgullo que le dirigieron. El pequeño Jacaerys había quedado prendido de cómo la mirada de Aegon se iluminó, cómo sus mejillas se marcaban por finas líneas al sonreír. En ese momento, supo que las sonrisas de Aegon eran de las más hermosas y que no debía privarlas al mundo.
Sentado en ese trono de hierro, el pequeño Jacaerys se juró que las mantendría y cuidaría de ellas. Que Red Keep tendría la dicha de tenerlas.
El príncipe Jacaerys bajó la cabeza, su mirada se cristalizó al recordar la inocencia de ese pequeño tan ajeno a las responsabilidades de su linaje, de su amor hacia su madre y hermanos, y especialmente, de la constante amenaza que desata la ambición por el poder. Hizo su primer sacrificio, le rompieron el corazón y sus nobles juramentos. No podía permitir que volviera a ocurrir, desde que su padre Laenor fue llevado por El Extraño se comprometió a ser como él y cuidar de los que amaban.
Él no importaba, estaría bien si su familia era feliz y se encontraba a salvo.
Sus lágrimas resbalaron, su aroma a naranja con toques a vainilla se tornaron amargos por la tristeza. No podía quebrarse, los soldados anunciaban que desembarcarían y que les aguardaban un carruaje. Debía ser el hermano mayor fuerte, el irrompible. Su corazón tenía que entenderlo y sus lágrimas tenían que parar. Sintió un toque cálido, se giró y divisó a su hermano Lucerys. Su toque cálido y tímido se volvió en uno fuerte, sus manos se aferraron a las suyas, su sonrisa a medias le dieron acogida a su corazón. El príncipe Lucerys limpió las lágrimas de su hermano con la misma delicadeza con la que se acercó, permitió que sus feromonas lo envolvieran y dieran esa seguridad que Jacaerys ofrecía a los pequeños de su familia.
Ambos hermanos se vieron, el príncipe Lucerys recostó su cabeza en el hombro de Jacaerys. En silencio, observaron cómo la embarcación llegaba al puerto. Fueron recibidos por gritos y aplausos, varios cortesanos se animaron a esperarlos por el cariño a la primogénita del rey Viserys y otros, por la curiosidad de conocer la belleza madura de los príncipes Velaryon. Incontables bardos que pisaron DragonStone dedicaron canciones y poemas a dicha belleza al ser inusual en la realeza, el príncipe Daemon era consciente de ello y su instinto protector se alzó.
Como el dragón receloso que era, el príncipe Daemon se encargó de que sus hijos Velaryon no solo sean escoltados por los alfas de su familia, sino por los betas que personal y ferozmente entrenó. Creyó hacer hecho lo correcto, mujeres y varones de baja cuna se atrevieron a lanzarse contra los príncipes Velaryon -a pedirles que se voltearon a verlos, a que sus capas dejaran de cubrir sus hermosos rostros. El príncipe Jacaerys se esforzó por evitar que su hermano Lucerys fuera con ellos, su propio corazón cedió ante la felicidad de su segundo hermano al recibir ese ramo de rosas tan rojas como las capas que portaban. Los cortesanos varones mantenían su límite, intimidados por la compañía de Addam. Mientras que las plebeyas que eran madres les ofrecía sus bebés recién nacidos a ser besados por Lucerys.
El príncipe Jacaerys sonrió enternecido al mirar a su hermano Lucerys tomar a uno de los bebés con tanto cuidado, y besar su frentecita. La capa de su hermano se rindió ante el fuerte viento, sus rulitos castaños se mostraron y los plebeyos varones quedaron prendidos por esa belleza y dulce aroma que emanaba. La escena era tierna y encantadora, el príncipe Lucerys animó a sus hermanos. Joffrey jaló a Jacaerys, lo que bastó para que se le extendiera más y más ramos con diferentes flores -unas pequeñas y humildes, otras extravagantes y preciosa.
La princesa Rhaenyra sonrió orgullosa al notar cómo sus tres hijos se llenaban con esos ramos, Aegon III y Viserys II imitaban a su padre Daemon al mirar desconfiado y gruñendo celosos por la cercanía de los cortesanos. Rhaena intercedió y se acercó, siendo igual de bien recibida. La amabilidad de los príncipes no eran mentira, los cortesanos suspiraron encantados por todos ellos -incluido a los dos príncipes platinados que eran el vivo reflejo del Targaryen mayor.
—Es hora, nos esperan. —Avisó Rhaenyra, el príncipe Daemon llamó a sus hijos. Los príncipes Velaryon se despidieron, la princesa Rhaena compartía la misma magia de ser consentida. Aegon III y Viserys II extendieron sus aromas para marcar a sus hermanos mayores, Adam rio al saber que los menores resultaban más celosos que el propio príncipe canalla.
La princesa Rhaenyra disimuló su sorpresa al divisar las siluetas del león dorado en el carruaje y más, al escuchar la presentación de dos apuestos alfas de cabellera rubia. La casa Lannister comenzaba con sus jugadas, Tyland había mandado a sus dos hijos mayores a resguardar el recorrido de la familia de la heredera al trono. Daemon sonrió petulante y seguro, ni Jacaerys o Lucerys se giraron a verlos. No iban a ser cautivados por esos lujos, el Targaryen mayor se había encargado de consentir a su familia -esto en razón de que entendieran que nadie sería dignos para ellos.
A excepción de Helaena, su inocencia era un tesoro que su amada hija Baela supo apreciar.
—Inició el acecho. —Susurró Lucerys al oído de su hermano Jacaerys, el primogénito de Rhaenyra asintió. La casa que encabezaba su lista era la de Los Lannister, Lancel Lannister no había apartado su mirada de él; logrando fastidiarlo. Su sonrisa desapareció, endureció su propia mirada y levantó la cabeza. Se subió al carruaje, ignorando la mano que Lancel le había ofrecido.
El príncipe Lucerys fue el que reprimió con éxito su risa, Joffrey y los menores no lo intentaron. Lancel quiso creer que se mofaban de alguna broma, y no del desplante del príncipe Jacaerys.
—Admiro a Los Lannister. —El príncipe Daemon comentó sarcástico, en lo que sujetaba a "Hermana Oscura" en sus manos. Sus hijos y esposa lo escuchaban con atención, mientras que los de Tyland Lannister montaban sus corceles por delante del carruaje. —. Miren, que enviar a sus herederos a las fauces del dragón y esperar que regresen con la mano de mis hijos es una oda a su estupidez.
—Daemon. —La heredera al trono lo llamó en son de regaño, Aegon III y Viserys II aún eran pequeños. Sus manos acariciaban su abultado vientre.
—Solo suponen erróneamente que su oro bastará para conseguir nuestra gracia, padre. —El príncipe Jacaerys intervino en favor a su madre, sabían que el enojo de Daemon podía traerles severas consecuencias. Daemon había ejecutado a cualquiera que se atreviera a ofender a sus cachorros, ya sea por insultos o por miserables intentos de cortejarlos. —. No se les puede culpar, si la fortaleza de su casa se funda en sus riquezas.
—Quizás, estés en la razón. —El príncipe Daemon hizo una mueca de desagrado. —Lo único cierto es que ni ofreciéndoles su peso en oro serán dignos de ustedes.
Los menores Targaryen asintieron, Rhaena sonrió negando a sus pequeño hermanos.
—Esos intentos de leones se verán mejor colgados en mi pared. —El príncipe Daemon simuló que susurró, la heredera al trono suspiró resignada.
Jacaerys le sonrió a su madre, Rhaenyra sabía que contaba con su amado niño. Su primogénito era su orgullo, de sus mejores hombros en los que se sostenía. Confiaba plenamente en su justicia, en su proceder. Que solo su tranquilidad, aceptó uno de los ramos de Jacaerys para disfrutar de su frescura y dulce olor.
El príncipe Jacaerys olvidó su inquietud dentro del carruaje, las quejas de Daemon terminaban en burlas de Aegon III y Viserys II como en las promesas de que no se despegarían de sus dos hermanos mayores. Lucerys se rio, alegando que apenas encuentren la cocina del castillo se olvidarían de su supuesta misión. Joffrey le apoyó, la debilidad de los dos alfas menores de su familia era la comida, podían consentir la gracia de Jacaerys y Lucerys por lo mismo. Que inocentemente fueron usados en su niñez por varios plebeyos jóvenes para hacerles llegar a Jacaerys y Lucerys, sus regalos de cortejo.
Hubo risas, conmoción por cómo la dulce Visenya se hacía presente en el vientre de la heredera al trono. El príncipe Jacaerys se sintió afortunado, a su corazón debería serle suficiente esta felicidad. Tenía una familia que lo amaba, que su solo alegría mejoraba sus días y le animaba a seguir esforzándose por ser un hombre de honor. Sin embargo, estaba ese vacío que torpemente creía ignorar. Porque apenas el carruaje se detuvo, su corazón volvió a latir con fuerzas y su omega a desesperarse -como si buscando a alguien... A él.
El príncipe Jacaerys miró a su hermano Lucerys, ambos compartían el mismo nerviosismo. Se animaron silenciosamente, sin darse cuenta de que el príncipe Joffrey había percibido el cambio ansioso en sus aromas. El menor de Los Velaryon no preguntó, bajó tras ellos. Jacaerys tragó seco, mantuvo la mirada expectante a la inmensa puerta y volvió a ignorar inconscientemente los intentos de Lancel por acercársele. Incluso le entregó sus ramos para que se las entregara a un sirviente.
Sus ojos celestes estaban clavados en esa puerta, desesperados por volver a verlo. Entendía que era incorrecto, que debía frenar la ilusión de su corazón. Que había que portarse como el heredero de la futura reina, sacudió su cabeza y tomó aire.
No dejaría que su omega tomara el control.
—Bienvenida de nuevo, princesa Rhaenyra.
—Lord Caswell. —La heredera al trono estaba contrariada, no esperaba ser recibida por un lord leal a su casa y reclamo, sino por la reina Alicent.
La beta regente tuvo una severa discusión con su padre Otto Hightower, desaprobó que la mano del rey haya autorizado que los hijos de Tyland Lannister fueran a recibir y custodiar el recorrido de la princesa Rhaenyra con su familia. Suponía las verdaderas intenciones de su padre, quería devolverle la molestia que le provocó cuando le ocultó el regreso de la princesa Rhaenyra. No le interesaba si su padre se sentía amenazado, no podía seguir más el camino que trazó para ella y sus hijos. Porque sabía que ese camino era miserable, la ambición del trono que él les ofrecía no repondría los corazones rotos de sus hijos.
La reina Alicent estaba seguro de ello, la plenitud que sus cachorros sintieron de pequeños no había vuelto. Sus sonrisas eran apagadas, sus miradas contenían ese dolor de la pérdida y su carencia de consideración solo evidenciaban los vacíos que estaban. Le recordaban a ella, su corazón de madre se estrujaba. No deseaba lo mismo para sus hijos, no se resignaba a que fuera la desdicha y miseria lo que reinara sobre ellos por un trono.
Ese infierno no lo valía, la reina Alicent se dirigió hacia la habitación de su primogénito. Ser Arryk discretamente le informó a la reina que su hijo pasó la noche en las calles de seda, participó como espectador en esas fiestas de placer. No se llevó a nadie, no le pagó a nadie. Rechazó a quienes se les acercaba por beber, el vino en su copa no se terminaba. Que ser Arryk se obligó a entrar cuando apareció el alba, regresó al príncipe Aegon balbuceando un solo nombre y a tropezones.
La reina Alicent suspiró profundamente, Aegon se había ahogado nuevamente en el licor. Lo supo al escuchar el nombre que su primogénito balbuceó, él solo ponía ese nombre cuando el dolor le sobrepasaba y dejaba que el licor lo convirtiera en incapaz de sostener con los pies. Las borracheras del príncipe Aegon tristemente eran el medio por el que ella podía saber el estado de su hijo. Se culpaba de que fuera así, no fue una buena madre con él. Su desconfianza y recelo era entendible, lo respetaba. Sin embargo, tampoco podía rendirse.
El príncipe Aegon era su primogénito, el hijo a quién más lastimó. Renunciar a pelear por él, a salvarlo de sí mismo, no era una opción para la reina Alicent. Así que, la beta retuvo su tristeza y culpa, porque su primogénito la necesitaba fuerte y decidida. Lo suficiente para no amilanarse ante su desprecio, no esta vez.
La reina Alicent entró a la habitación de su primogénito, encontró a Aegon profundamente dormido. Su rostro estaba contraído por los malestares de su última borrachera, esta mañana no se le consentiría sus caprichos. Debía detenerse, esto si esperaba que la razón de su alegría y agonía volviera a él -antes de que nuevamente se le arrebataran.
— ¡Aegon! ¡Despierta! —La reina Alicent gritó, su primogénito gruñó. Mas no se levantó ni abrió los ojos, aparentemente no tenía intenciones de responder a su llamado. —. ¡Aegon Targaryen! ¡Despierta ahora!
Los constantes gritos de la beta regente hartaron al príncipe Aegon, volvió a gruñó y sobó sus ojos. Aún reacio a abrirlos, no quería ceder a los pedidos de su madre. Suponía que le esperaba regaños, los mismos que Otto le repetía al portarse como un impuro y decepcionante príncipe.
— ¡Aegon! ¡Tu reina te ordena que te levantes de esa cama! ¡Ahora mismo! —Lo que consiguió fue que Aegon se dignara a dirigirle la palabra.
— ¿Bajo qué intenciones? Si temo que no le soy ni le seré útil a la reina. —El príncipe Aegon murmuró con la voz ronca, esa que le ayudó a disimular lo roto que estaba.
—De pensarlo, ¿crees que me confiaría en ti? —El silencio del príncipe Aegon fastidió más a la reina. Su hijo se empeñaba en creer en sus intenciones, y estaba en su derecho. Solo que su necedad le impedía entender sus palabras, darse la oportunidad de saber si eran sinceras. —. Ayer te visité, Aegon. Te dije que iba a necesitarte, y tú me botaste de tu habitación con la promesa de que cumplirías.
—El día no ha acabado. —El príncipe Aegon susurró despreocupado.
— ¡Cierto, no ha acabado! ¡Pero tu necedad te quitó la oportunidad que recelé para ti, porque ayudó a Los Lannister a ser ellos los que escolten el regreso de la princesa Rhaenyra con sus hijos! —La reina Alicent no se contuvo más, sus gritos podían ser escuchado en todo el castillo. —. Le permitiste a Lancel Lannister ser el primer alfa de la ciudad que reciba al príncipe Jacaerys.
El príncipe Aegon abrió los ojos, el nombre de Jacaerys hizo que su corazón dejara de latir y que sus manos amenazaran con temblar. Mientras que, en su mente se desataba un caos -en el que el enojo vencía. Porque la reina Alicent tenía razón, su necedad le impidió que escuchar los motivos de la reina Alicent en la noche anterior. No le interesó saber, pues sabía que no cumpliría, que se iría a beber con el único propósito de defraudarla -de conseguir nuevamente esa mirada de decepción que de niño acostumbraba a verla, y no esa de lástima a la que se enfrentaba diariamente.
Por primera vez en esos quince años de lucha contra la reina Alicent, el príncipe Aegon se tomó por un idiota. Y a pesar de que su corazón aún no podía confiar en ella, y tal vez no lo haga en esta vida, pudo creer en la desesperación reflejada en los ojos de su madre. La reina Alicent lucía cansada y frustrada, como si realmente se hubiera esforzado por preparar su encuentro con el príncipe Jacaerys. Aegon vaciló por unos segundos, quería encontrar la mentira y evitar que su corazón se emocionara -que su lobo se levantara y aullara por el omega al que le habían obligado a renunciar. No ansiaba que sus ilusiones se descontrolaran, que nuevamente lo ensombrecieran y se burlaran de él.
— ¿Él realmente ha vuelto? —Aegon no era capaz de pronunciar su nombre, no estando sobrio. Porque su lobo empezaba a aullar desconsolado, no se resignaba haberlo perdido. Añoraba esos días de alegría, en los que podía sentirse digno y amado.
—Sí, Aegon. Él está aquí. —Esas cuatro palabras hicieron que el príncipe Aegon volviera a sonreír. La reina Alicent ahogó su llanto al notar cómo el brillo en los ojos de su primogénito regresaba, cómo su característica amargura evidenciada en su aroma desaparecía y cómo esa sonrisa se ensanchaba más y más.
El príncipe Aegon se levantó de la cama y abrazó a su madre por la emoción. Su corazón lo traicionó, cogió el control de sí mismo y le devolvió la ilusión. No permitió que su mente lo hiriera, que lo llenara de miedos como el haber lastimado al príncipe Jacaerys con la ruptura de su compromiso. Porque a su corazón le bastaba la cercanía de Jacaerys, el poder verlo nuevamente y sentirlo. No era ambicioso, podía conformarse con solo tenerlo en este castillo y saber de él -no de los diversos rumores e historias que se narran de él. De ahí que, en las afueras de una de las casonas de las calles de seda, él se dignara a hablarle a Los Siete.
Les pidió que le regalaran la dicha de volverse a encontrar con esos ojos celestes en los que podía encontrar la puerta al cielo. Se emborrachó creyendo que no sería escuchado, no era un devoto y quizás, tampoco una buena persona.
Solo una que ansiaba una oportunidad, una última dicha de la que podría aferrarse para soportar el infierno de Red Keep.
El príncipe Aegon recorrió el castillo, sus piernas le temblaban y su corazón le advertía con salirse del pecho. Su búsqueda no parecía tener éxito, y no quería esperar hasta que el rey Viserys I los llamara. Necesitaba verlo, saber que su madre le decía la verdad y que Los Siete no era tan crueles como los imaginaba.
Su corazón herido necesitaba de ese suspiro de vida, del príncipe Jacaerys.
Aegon detuvo su andar, su mirada violeta se cristalizó cuando divisó a un joven de cabellera castaña acariciando las miles de espadas que adornaban el trono. Era un toque nervioso e incluso temeroso, las imágenes de un pequeño Jacaerys al que le temblaba las manitas por tener que enfrentarse a la dureza de ese trono regresar a él. Su lobo pudo reconocerlo, aulló de alegría y él simplemente podía dejarse caer de rodillas.
Era real, había vuelto.
—Jacaerys. —Susurró el príncipe Aegon, el joven de cabellera castaña se giró. En su pecho, llevaba el símbolo de la casa Targaryen. El corazón de Aegon dejó de latir en el momento que pudo encontrarse con esos ojos celestes.
—Aegon.
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