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40. Aemond

El príncipe Aemond suspiró profundamente, mientras su vista recaía en la turbulenta belleza del puerto. Jamás se imaginó que distintas embarcaciones arribaran por día, que de éstas bajen hombres y mujeres sosteniendo cajones repletos de novedades traídas de las ciudades libres, o que el bullicio producto de sus gritos fuera tan ensordecedor. Quizás porque no tuvo el interés de explorar, de conocer lo que el mundo tenía consigo. Se dedicó a mantener una vida monótona en la que priorizaba conseguir una sabiduría retraída de los libros y ser capaz de derribar a cualquier oponente que se le cruce. No aspiraba más, tampoco tenía motivo para hacerlo. Se suponía que las expectativas no recaían en él, que siendo el segundo hijo varón de los reyes, solo se esperaba un matrimonio favorable para la corona.

Lo que era un burdo engaño para no aceptar que había perdido la emoción, que se enfrascó en un propósito tan simple. Uno del que no previó realmente a lo que estaba renunciando, de ahí que no entendiera ese sentimiento en su corazón cuando divisaba al príncipe Lucerys lleno de curiosidad. Porque el miedo de no poder seguirle el ritmo se mezclaba con esos nuevos y extraños anhelos de querer saber más del mundo que le sirve.

El hijo de la reina Alicent bajó la cabeza, ocultando una irónica sonrisa del futuro señor de las mareas. No quería que se enterara del enorme efecto que resulta en su vida, no si aquello podía asustarlo y hacer que se aleje. Por lo que, se limitó a permanecer en silencio y tomar la bolsa que el príncipe Lucerys había comprado para guardar sus nuevas adquisiciones y así distraerse. La vigía sería larga y creía no ser necesario, el omega era bastante bueno. Esos preciosos ojos verdes iban de embarcación a embarcación, deteniéndose en sus capitanes y en los señores del puerto. Ambos habían descubierto cierta afinidad en varios de éstos por la manera en que se abrazaban y reían, seguido de una sospechosa ida hacia uno de los bares más cercanos.

El príncipe Lucerys chasqueó la lengua, llamando la atención del jinete de Vhagar. El alfa lo vio con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, percibiendo su aroma de lavanda con jazmines más amargo. El hijo de la heredera al trono se había despedido de las hermosas y amables sonrisas para en su lugar, tener una dura apariencia. Lo que le hizo preguntarse cómo luciría en batalla, "¿sería igual o más de atractivo?". No pudo responderse, no con el omega saliéndose del escondite que habían fijado como perfecto para la vigía.

—Ven, te invito un trago. —El príncipe Lucerys ladeó la cabeza en dirección de un bar de dudosa reputación. Su entrada contaba con un terrible aspecto: la puerta añeja y sus paredes de madera agujeradas, adornada por barriles repletos de restos de pescado y otros mariscos. No había seguridad si el inmundo olor que provenía de esos barriles alejaba a los curiosos o si era que estuviera custodiada por tres hombres corpulentos.

Al futuro señor de las mareas poco le preocupó, iba a adentrarse a ese bar por ser el que los capitanes escogían para llevarse a los señores del puerto. No requería de una explicación o sospechas, no con su basta experiencia. Así que estaba seguro de que ese bar era la cúpula de esos infames ladrones a la corona.

El príncipe Aemond tampoco vacilaba de aquello, se había percatado que la casualidad de que un capitán y un señor del puerto se decidieran por ese bar para entretenerse, se terminó por repetirse más de cinco veces. Así que, rápidamente se colgó el bolso del omega para seguirlo por detrás. Su propia apariencia les sirvió para intimar a esos tres guardias. Porque a pesar de ser grandes y corpulentos, no se comparaban a un alfa prime.

El príncipe Aemond era aun más grande, con una presencia que imponía. La cicatriz que cursaba por su frente y mejilla cobraba más tenebrosidad por la capa, su aroma a sándalo con eucalipto se avinagraba peligrosamente. Que los tres guardias se miraron entre sí, debatiéndose en permitirles el pase.

—Son trescientas moneda de oro. De ser buenos chicos, recibirán el doble o triple. Depende de ustedes. —El príncipe Lucerys sacó de sus bolsillos un pequeño saco de tela para lanzarse al hombre de cabellera rubia. Éste se quedo inmovilizado, tal vez por la sorpresa de la falta de tacto del omega. Uno que aquel podría jurar como beta.

—Queremos el cuádruple. —Intervino otro de los guardias, a lo que el príncipe Lucerys asintió. El oro jamás fue un problema para él, no siendo un Velaryon. Sabía invertir cada una de sus monedas y el que las ofrezcas a esos tres era por una razón.

—Bien, el cuádruple para cada uno.

Los guardias sonrieron conforme, haciéndose un lado. Al príncipe Aemond le disgustó desperdiciar esas monedas de oro, cuando él fácilmente podía haberlos doblegado a través de su fuerza.

—Recibirán lo solicitado, siempre que estén a mi disposición con un solo trueno de mis dedos. —El príncipe Lucerys susurró al guardia de cabellera rubia, mientras el jinete de Vhagar se adentraba primero. —. Díselos.

El guardia de cabellera rubia entrecerró los ojos, tratando de comprender la confianza de aquel beta. De tamaño era inferior y seguramente también de fuerza, el oro no bastaría si atentaba contra sus orgullos. Mas parecía no importarle, cada palabra dicha por esa delicada boca se sentía como una sentencia.

El príncipe Aemond lo notó, preguntándose si realmente era útil para esta vigía. Porque el omega se había encargado de liderar cada uno de los movimientos de ambos, desde el modo en no ser descubiertos hasta qué humor tener. Era como si tuviera distintas máscaras, esas que elegía acorde a la situación. No negaría que aquello le intrigaba, "¿qué tanto había por descubrir de este Lucerys?".

—Esta cerveza es exageradamente mala. —El omega hizo una mueca, dejando el vaso en la mesa. Se había sentado en la esquina del bar, en la esquina donde el sol no alumbraba. Esto para tener un panorama más completo. —. No la bebas, pediré otra.

—Así que, realmente estamos aquí por un trago. —Murmuró el jinete de Vhagar, mientras olía la cerveza. No solo su aspecto era malo, sino su aroma. Devolvió el vaso para cruzar sus brazos y mirar fijamente al omega. Éste pedía con coquetería otro licor a una de las camareras del bar, obteniendo la oferta de un vino.

El príncipe Aemond se removió incómodo, controlando su propio aroma para no captar la atención. "¿Esta era una de sus máscaras?".

—Te dije que no querrías a este Lucerys. —El omega sonrió a medias, mientras jugaba con el vaso de cerveza. Se había dado cuenta de las miradas del jinete de Vhagar, que esas se mezclaban con la confusión y cierta desaprobación. No lo culpaba, su comportamiento no era propio de un príncipe de la corona. Sin embargo, aquel título no era el único que portaba sobre sus hombros.

—No es que no lo quiera, sino que me sorprende. —El jinete de Vhagar resopló, estaba siendo sincero. No conocía al omega y viceversa, dejaron de ser esos niños hace mucho. Ellos construyeron nuevas facetas por separado, unas que evidentemente podían ser juzgadas. Él tenía las suyas, no se tildaría de santo. No cuando de su espada no dejaba de correr la sangre. —. Eres bastante interesante, ¿lo sabes?

—Por supuesto, es otro de mis encantos. —El príncipe Lucerys puso sus brazos en mesa, apoyando su cabeza en sus dos manos para parpadear lentamente y lucir sus preciosos ojos verdes con esas pestañas largas.

El alfa mordió su labio inferior y negó, agradeciendo de que el hijo de la heredera al trono tuviera puesto su capa. De lo contrario, captaría las miradas de otro y dudaba que su lobo pudiera controlarse.

—Recuerdo haberte dicho una vez que estaba tentado a llevarte a la torre más alta y custodiarte como el dragón que soy. Ahora más que nunca, ese deseo persiste, Lucerys. 

—No hay razón, no si mis ojos solo te miran a ti. —El jinete de Vhagar tragó saliva con dificultad, constantemente se olvidaba que era el omega quien le invertía el juego y terminaba por ponerlo nervioso -justo como en ese momento.

— ¿Entonces brillan solo por mí? —El alfa dio su mejor intento.

—Solo por ti, Aemond. —El príncipe Lucerys no mentía, sus preciosos ojos verdes se reflejaban como dos esmeraldas; robándole el aliento al hijo de la reina Alicent.

La conexión entre ambos era fuerte, inquebrantable. El príncipe Aemond lo podía jurar, que si no anhelara tanto al omega, ignoraría su petición y se lo llevaría lejos. Porque a él no le importaba lo que ocurriese con el reino, especialmente si fue su víctima. Estaba harto del deber, de la codicia que despierta el trono. Que no quería pertenecerle más, sino y enteramente al futuro señor de las mareas.

Lucerys ignoraba el verdadero poder que tenía, ese con el que se podría asegurar la paz de Westeros o su destrucción.

—Su bebida. —La camarera interrumpió, dejando la botella de vino y dos copas. Con torpeza, se apuró en servir. La tensión en la que se habían envuelto los príncipes de la corona era latente, una que difícilmente se podría terminar -de no ser por la razón que los trajo a ese bar.

La puerta se abrió de la que parecía ser una zona privada del bar para mostrar a cinco hombres regordetes con un par de alfas de larga barba y de claro descuido. Los últimos eran capitanes, el príncipe Lucerys lo supo de inmediato por la suciedad en sus ropas y por su piel reseca. Mientras que los otros eran señores del puerto, esos hombres regordetes que había visto en una reunión pactada por su madre y la reina Alicent. Aquellos les había jurado a la princesa Rhaenyra y la reina Alicent que sufrían robos, que la capital se había vuelto cuna de infames ladrones que se apropiaban injustamente de los impuestos portuarios.

"Una sarta de mentiras", el príncipe Lucerys pensó a medida que bebía del vino. Su mirada verdosa recaía en esos hombres, en cómo fraternizaban con los capitanes y la gente que les servía. Eran detestables, sobre todo al notar sus manos sobre los cuerpos de las camareras.

—Quiero proponer un brindis a nombre de estos nobles e inteligentes señores. —Uno de los capitanes habló, cogiendo con una mano su copa y con la otra, a la camarera que los atendió. El rostro de la beta se veía contraído por la tristeza, el miedo y la vergüenza. —. Porque han accedido declarar solo el 2% de los impuestos portuarios a las putas del senil rey Viserys I. ¡Salud!

— ¡Salud! —Exclamaron el resto, incluido el príncipe Lucerys. Lo que descolocó al jinete de Vhagar, doblemente cuando el omega se levantó y con copa en mano, se deshizo de la capucha que cubría sus rulos.

Su belleza jamás había sido ignorada, no ante hombres hambrientos como los que estaban en el bar. El omega era consciente de ello, que sonrió de lado cuando las miradas se posaron en él. No les temía, no cuando estas habían sido su sombra constantemente. Que se abrió camino entre las mesas para quedarse frente a los capitanes y a los señores del puerto, bajo la seguridad que el príncipe Aemond le ofrecía al ser quien resguardaba su espada y daga. 

—Es de admirar, mis lores. Sus bolsillos se llenan de oro, mientras el tesoro real se empobrece. ¡Que gran hazaña!

Uno de los capitanes dio un paso hacia adelante, hipnotizado por la belleza del omega. Ésta que lo había vuelto ciego para no percatarse del príncipe Aemond -ese que tenía sus manos sobre su espada. —Hay otras hazañas que podemos enseñarte, solo debes acompañarnos a esa recámara.

Las risas de alfas y betas no se hicieron esperar, el príncipe Lucerys arqueó una ceja y sostuvo esa sonrisa de lado -tan desafiante.

—Estimo que no tienen el oro ni la hombría suficiente para entretenerme. —Ello detuvo las risas para ser reemplazado con la extensión de feromonas altamente furiosas, no comparadas con el del jinete de Vhagar. El príncipe Aemond estaba llegando a su límite, empezaría una masacre en segundos. —. Porque insultan a la heredera al trono y a la reina sin su presencia, como las inmundas ratas que son.

—Tú, hijo de perra. —El capitán de barba roja se atrevió a tomar al príncipe Lucerys del brazo, lo que le costó su propia mano. Porque el jinete de Vhagar reaccionó de inmediato, desenvainando su filosa daga de acero valyrio para apartar esa asquerosa mano del omega.

El futuro señor de las mareas no se exaltó por la sangre que manchó su rostro o por los gritos de horror del capitán, menos por el resto de alfas y betas que se levantaban. Aquel se retiró su capa para tomar su espada y daga, mirando fijamente a los señores del puerto -esos que lo habían reconocido.

El príncipe Lucerys tronó sus dedos, los guardias del bar aparecieron y se dirigieron confundidos hacia él. —No dejen que escapen. —Señaló con su espada a los señores del puerto.

Mientras que el príncipe Aemond lidiaba con un grupo de alfas, pidiendo perdón internamente al futuro señor de las mareas por lo que haría. Pues el que tomaba el control era su lobo, ese que era tan despiadado si se trataba de salvaguardar la seguridad del que juraba como suyo.

Targaryen y Velaryon derribaron a cada intento de rival, compartiendo por primera vez el campo de batalla. Lo que alarmó a los guardias del bar, esos que apresaban a los cinco señores del puerto, por lo mortal que eran. Ni alfa o beta entrenado en lucha consiguieron herir al par, humillándolos una y otra vez. Que los pocos que quedaban se arrodillaron en rendición, esperando la piedad. Una esperanza que se esfumó cuando la capa del príncipe Aemond cedió y reveló su cabellera plateada.

No saldrían vivos, lo supieron y se obligaron a tomar nuevamente sus espadas para tratar de huir. Uno de estos cogió a una camarera como escudo, a lo que el príncipe Lucerys negó y tiró su daga. Ésta cayó directamente en el medio de los ojos de aquel pobre infeliz, aterrorizando doblemente a la mujer que no dejaba de llorar.

—Es suficiente. —El príncipe Lucerys puso su mano sobre el brazo del jinete de Vhagar, éste iba por un par de betas. Iba a destrozarlos, tal como lo hizo con los otros. Sin embargo, la intención del omega era dejarlos libre. —. Necesitamos que den el mensaje.

El príncipe Aemond gruñó en respuesta, no seguro si era esa insana afición suya porque se corra sangre o por su desatado lobo. —Basta con uno.

—No siempre, ¡lárguense! —Demandó el futuro señor de las mareas al par de betas, mientras retenía al alfa. En ese ojo violeta destilaba la furia, una que debía asustarlo como a las mujeres que presenciaron su desmesurada obra. Porque esa furia prometía una cruel violencia, una que no se sació a pesar del considerable número de hombres que se rindieron ante ella.

El príncipe Lucerys suspiró profundamente y soltó sus feromonas alrededor de él, quería que fuera la dulzura de la lavanda con jazmines lo que sintiera y no la mezcla del licor con sangre que había. Tardó unos segundos, el hijo de la reina Alicent dejó su estado a la defensiva.

— ¿Doblegaste a mi lobo con solo un puñado de tus feromonas?

El príncipe Lucerys sonrió inocente. —Usted tiene sus habilidades como alfa prime y yo las mías, príncipe Aemond.

El omega no le permitió indagar más porque fue con las mujeres, sacó otra bolsa con monedas de oro y se disculpó por lo sucedido. No sin antes prometerle que de desear servir en el palacio, lo buscaran.

—Andando. —Ordenó a los guardias del bar, los que no dudaron en desobedecer y arrastrar con ellos, a los señores del puerto.

Los que merodearon cerca del bar se corrieron cuando la puerta se abrió y de ella, salieron los príncipes de la corona.

Escoltas pertenecientes de las Capas Doradas aparecieron ante los rumores que el hijo de la princesa Rhaenyra y el de la reina Alicent se encontraban fuera de Red Keep, provocando un terrible silencio en el puerto. Lo que le hizo sonreír al jinete de Vhagar, no hace mucho se quejó de su tortuoso bullicio. 

—Sigue sonriendo y la ciudad dudará de tu cordura, Aemond. 

—Ya lo hace, Lucerys.

— ¿No te importa?

El alfa negó con rapidez. —Solo me importa lo que tú pienses.

El príncipe Lucerys rodó los ojos y siguió caminando rumbo al palacio, mientras que el jinete de Vhagar no se detuvo en girarse y prestar atención a los pueblerinos que seguramente debían culparlo de la masacre en el bar. Porque de verdad no le interesaba si ellos lo acusaban de ser un monstruo que incluso podría ir en contra de su propia sangre, no si tenía anhelos de acabar con su abuelo. Él no sería un hipócrita, no con sus principios bastante claros -esos que se regían por el bienestar de Lucerys y de los que él ama.

Que, ante las enormes puertas de Red Keep, había tomado la decisión de responsabilizarse. No quería que la reputación de Lucerys se cuestione, ignorando que parte de la historia del omega contaba con ese tipo de enfrentamientos.

—Lucerys, yo... —El alfa no pudo terminar, el futuro señor de las mareas se había quedado inmovilizado ante la presencia de Harwin Strong. Aquel había regresado nuevamente, teniendo como primer encuentro al omega. Ambos se vieron sin decir nada, con sus corazones latiendo rápidamente.

El príncipe Aemond miró a su alrededor, los guardias que fueron contratados por el omega estaban interesados en saber mientras los señores del puerto rogaban por su liberación. Así que, dio la orden a Las Capas Doradas de llevárselos a todos ellos.

— ¿Eres tú, Lucerys? —Harwin se acercó al futuro señor de las mareas, temiendo ser rechazo. Pero el omega no se alejó ni repelió el abrazo con el que fue envuelto, no cuando había extrañado al alfa.

El hijo de la reina Alicent sonrió apenas unos segundos porque frunció el ceño ante la presencia de una mujer que miraba atentamente la escena. Por sus rasgos, dedujo que era una Strong.

Pero, ¿quién precisamente?

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¿Qué tal les está pareciendo la historia? 🤭
Pd: En el grupo de Telegram, se votó por un especial de Jacaerys x Aegon. Así que es lo que se nos viene 🫶🏼

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