37. Lucerys
El príncipe Lucerys se encontraba aprisionado entre las paredes de su alfa y el inmenso cuerpo del alfa que se atrevió a cruzar hasta su alcoba. Los ojos del desconocido eran amenazantes y su fuerza, descomunal; estaba usando su dominio queriendo someter al lobo del hijo de la futura reina a través de su nauseabundo aroma. Mas no lo conseguía, la resistencia del omega prime no se reducía. Se mantenía ese desafío, esa oscura determinación en la mirada verdosa del futuro señor de las mareas. Lo que frustraba al atacante, el terror que había causado su sorpresiva interrupción desapareció. Aquel que prometieron como el seguro de la gloria no se agachaba ante el peligro que representaba, su cabeza seguía en alto y una sonrisa de lado surcaba su bello rostro. No pudo reaccionar ante ella y plasmar la bofetada que merecía, porque su aroma a lavanda se hizo presente. Éste resultó un golpe directo para el extraño, sus emociones se mezclaron y cruzaban de un extremo a otro.
El atacante se sentía desorientado, su lobo traspasaba el enojo, deseo y ansías de proteger sobre el hijo de la futura reina en cuestión de segundos. Lo estaba mareando, el alfa quería arremeterlo con más fuerza pero la dulzura en la lavanda jugaba con su lobo incapaz de querer herirlo. El príncipe Lucerys aprovechó su descuido, le propició una patada entre la entrepierna y otra en su pecho cuando se doblegó ante el inmenso dolor. Recogió la daga que guardaba debajo de su almohada, se acercó hasta el desconocido alfa y tiró de sus cabellos para mirarlo. La muerte dictada por sus manos sería piadosa, comparado a lo que le esperaría si dejaba que los reyes, sus padres y hermanos dictaran justicia. Por lo que, sin titubear y darle oportunidad de recuperarse, el futuro señor de las mareas clavó rápidamente su daga en el cuello de su atacante.
Uno, dos, tres; fueron las veces que arremetió.
"No solo debes neutralizar a tus enemigos, sino acabarlos. Porque no puedes permitirte caer en batalla; eres mi corazón y buen juicio, Luke"; era lo que su tortuosa mente siempre recordaba cuando se enfrentaba.
El príncipe Lucerys notó que la respiración de su atacante se detuvo, que el color se iba de su rostro y que esos infames ojos se cerraban. Había acabado con él, tal como le enseñaron de pequeño. Dejó caer su cuerpo muerto en el suelo, viendo su daga aún en el cuello de este. No estaba más en peligro, finalmente pudo soltar el aire que había retenido. Su lobo abandonó su estado de alerta permitiéndole procesar la vil manera en que fue arremetido. Sus entrañas ardieron por el enojo, aquel alfa había sido un tremendo cobarde. Ni los de La Triarquía se les igualaba, estos le dieron guerra de frente. No como aquel, usando la noche y que dormitaba para embestirlo.
"Tal vez sí ameritaba ser ajusticiado por su familia", pensó.
El hijo de la futura reina lo miró con desprecio, deteniéndose a detalle en su aspecto. Sus ropas no se asemejaban a los que vestían los escuderos cuando no portaban sus trajes, tampoco a los de los sirvientes del palacio. La tela se hallaba más desgastada, haciéndole suponer que provenía de las afueras de Red Keep. Era evidente que lo enviaron, el príncipe Lucerys necesitaba descubrir por quién. Así que, se hincó hasta él para rebuscar entre sus bolsillos algún indicio. Solo se encontró con un pergamino y un mapa de Red Keep, su estado de alerta regresó tras leer lo que había traído a este alfa.
—Ya lo saben. —Susurró apenas, los gritos de sus doncellas interrumpieron nuevamente por el cuerpo muerto que yacía en los suelos. Lo que fastidió a un recién llegado Daemon, aquel ordenó a los guardias sacarlas junto con el bastardo al que no dejaría ni El Extraño recoja -porque no habría ni cuerpo para hacerlo. Addam de Cascos se encargó de obedecerlo, confiando en que los hermanos del omega prime se asegurarían de su buen estado.
El príncipe Lucerys sintió la presencia del esposo de su madre y de sus hermanos, se giró hacia ellos. No le dieron tiempo de explicar, estos se acercaron hacia él para revisarlo. Quería tranquilizarlos con palabras, mas comprendía lo inútil que era. Permaneció en silencio, lidiando con la angustia que sus aromas transmitían. Pero lo que terminó rompiéndole fue la preocupación de su madre, el cómo arribó agitada y llamando a su dulce hijo. La princesa Rhaenyra se espantó al notar la sangre en la cara de su segundo hijo, que solo acunarlo y verificar que no le pertenecía calmaron a su propio lobo -ese que reclamaba sangre y fuego para el infame atacante.
— ¿Dónde está? —La habitual mirada cálida de la futura reina se convirtió en una severa que denotaba una furia digna del dragón que era.
—En la fosa, yo lo ordené. —Explicó su esposo, recibiendo el permiso explicito con ese fugaz asentimiento de la princesa Rhaenyra para disponer de las más siniestras descargas contra el infeliz que pereció por la mano de su hijo. El sentir de ambos era uno, había arremetido contra su preciado cachorro; no perdonarían, a pesar de que la evidente muerte se lo llevó.
—Bien. —La princesa Rhaenyra regresó su atención a su segundo hijo. Acomodó los rulos alborotados que caían sobre su frente y depositó un beso, su dulce Lucerys estaba bien y a salvo. No sufrió daño alguno, se sentía realmente agradecida con el entrenamiento que recibió por parte de los tres alfas que supieron amarla y por tanto, también a sus cachorros. Lo convirtieron en un príncipe valiente, capaz de defenderse.
La heredera al trono lo envolvió en un fuerte abrazo, su aroma maternal intensificado por su embarazo logró reducir la tensión que había en sus otros hijos. Ellos se unieron al abrazo, el príncipe Jacaerys y Joffrey bajo la misma gratitud de que su hermano no haya sido lastimado, mientras que los menores Aegon y Viserys en son de resguardarlos recelosamente. El que faltaba era su esposo Daemon, el alfa era incapaz de dejar ese estado de alarma mezclado con furia.
La mano del príncipe canalla picaba por sacar a Hermana Oscura. Entendió que el ataque a su cachorro inició en la cama, que aquel infeliz entró a hurtadillas y fue directo a su lecho. Esto por cómo los libros, mapas y la lámpara de aceite que usaba el príncipe Lucerys estaban tendidos en el suelo juntamente con las almohadas y sábanas. Estaba incluso seguro de no ser por el aroma dominante del futuro señor de las mareas, podría detectar el intrusivo olor de su agresor.
El príncipe Daemon iba siendo preso de una furia indescriptible, a medida que sus ojos violetas surcaban por toda la habitación del omega prime. Lo sucedido fue una ofensa, una directa declaración de guerra y que este palacio guardaba infames traidores y no necesitaba de nombres. Los conocía a la perfección, empezaría con su caza. Soportó suficiente, así que avanzó decidido hacia los pasillos y con sus manos ansiosas sobre Hermana Oscura. Mas se detuvo ante la llegada de sus hijas, no corrían solas. Ellas eran acompañada por esa "lacra verde", la princesa Baela percibió las señales de su padre y dejó que su hermana fuese la que alcanzara al futuro señor de las mareas.
—Padre, por favor. —La princesa Baela habló suavemente, su padre se interpuso en el camino de la reina Alicent con sus hijos. Por lo picoso y abrumador de su aroma, era claro su mensaje: nos lo quería cerca.
El príncipe Aemond lo recibió, se soltó del agarre de sus hermanos Aegon y Daeron, pasó por el lado de su madre y se colocó a la altura de la princesa Baela. Estaba dispuesto a quitar al alfa y esposo de su hermana, a él tampoco le importaba el medio para hacerlo y lo demostraba al sostener con firmeza su espada de acero valyrio.
—Largo. —Espetó el príncipe canalla, su voz de rango no inmutó al alfa prime. No cuando estaba dispuesto a arder con tal de ver al príncipe Lucerys, de asegurarse personalmente que estaba bien.
—No. —Su tono fue similar, incluso superior. Su casta lo era, pocas eran las veces que usaba para imponerse sobre otros alfas. Pero el príncipe Daemon lo requería, era un hombre bastante irritante con su terquedad.
Su duelo era palpable, la reina Alicent con la princesa Baela trataron de apartar a los dos alfas. No lo conseguían, paso que daba el príncipe Aemond se le interponía el esposo de la futura reina. No lo dejaría pasar, la poca paciencia del prime se agotaba. Las manos del ambos iban a desfundar sus respectivas espadas y hacer que choquen entre ellas, de no ser por la interrupción de la princesa Rhaenyra con sus hijos.
—Reina Alicent, solicito una audiencia de urgencia con su majestad. ¿Podrá recibirnos en la cámara de juntas? —El príncipe Lucerys fue el que intervino, ganándose las miradas de los alfas.
—Puede. De hecho, demanda vuestra presencia, quiere saber si su preciado nieto está bien. —La reina Alicent respondió al instante, agradeciendo su llegada. También el de poder corroborar su buen estado.
—Lo estoy. —El futuro señor de las mareas lo dijo con firmeza, dirigiendo su mirada verdosa al alfa prime. Tuvieron un cruce tan fugaz pero suficiente para que el príncipe Aemond controlara a su frenético lobo.
—Entonces síganme.
El rey Viserys I estaba sentado en la cabecera de la enorme mesa de mármol, había desistido de sus guardias al tratarse de una reunión íntima. Otto Hightower no pudo ni acercarse a la cámara, se le había advertido del estado voluble del príncipe Daemon y de lo que su presencia podía desatar; orillándole a ir por su propio camino para enterarse. Mientras que, el príncipe Lucerys dejaba su silla para entregarle a su madre el pergamino y el mapa que consiguió de su atacante. La heredera al trono comprendió el gesto, leyó en voz alta lo escrito.
Los presentes no eran ajenos al destinos de los omegas de sangre real, de que su verdadera batalla era en el parto y sus mayores logros, los descendientes que brindaban para el seguro de la casa regente. También que sus matrimonios solían ser convenios políticos y que por ello, la codicia de los otros nobles los perseguía. Sin embargo, ahora la balance se inclinaba desfavorablemente a uno de ellos, al príncipe Lucerys.
Lo prodigioso de su casta había sido expuesto, noble y plebeyo lo codiciarían por la promesa de un real poder -por la gran magia Valyria que recorría sus venas.
—Los atentados no cesarán. —Admitió el príncipe Lucerys ante el silencio de su familia. Siempre intuyó que este momento llegaría, que se descubriría las virtudes de su casta y lo que aquello acarrearía. Lo seguiría ese riesgo que implicaba ser un omega, que los alfas y betas ansiosos por escalar tratarían de someterlo -sea por las buenas o las malas. Sus títulos no servirían de impedimentos, él no era diferente a sus semejantes de baja categoría. Podía ser abusado y reclamado sin su voluntad; no interesa el estatus en un mundo donde se suele dañar a los más vulnerables.
Una amarga verdad que recaía también sobre sus propios hermanos, su corazón se estrujó.
—Un omega sin marca siempre incita al desafío. —Le costó sostener esas palabras, no las creía. Sus semejantes y él mismo no eran responsables de lo que se desataba por el instinto primitivo de los alfas e incluso de los betas. —. Si a ello le sumamos las virtudes de mi peculiar casta, no resulta difícil suponer lo que se desatará si prontamente no soy reclamado.
—Lucerys... —Su madre llamó, a sabiendas al punto al que se dirigía a su hijo. No lo quería, no sentía que fuese oportuno. No cuando entendía que éste había abierto su corazón para una reconciliación, en la que tal vez guardaba aquel amor inocente que existió.
Sin embargo, la determinación del príncipe Lucerys era inquebrantable. No buscaba que por su culpa, cualquiera de sus futuros y muy posibles atacantes se equivocaran y fueran por sus hermanos. Tampoco arrastrar a sus padres a la incertidumbre del miedo, de la frustración de no poder protegerlo.
—La Corte debe ofrecer mi mano. —El futuro señor de las mareas se sentenció a sí mismo. Pese a que jamás no lo dijo, su corazón y omega esperaba que su cortejo fuese por el hombre que escoja y no el que le impongan. Mas no podía darse ese privilegio, había un deber que cumplir.
—No puedes ser esposado. —Su hermano Jacaerys se levantó interviniendo. El príncipe Lucerys reconocía esa mirada, esa que el primogénito de su madre portaba para nunca abandonarlo en cada decisión arriesgada. —. Según las costumbres de nuestra casa, me corresponde a mí forjar la primera alianza nupcial.
Los corazones de los príncipes Aegon y Aemond se apretaron, sus lobos empezaron a aullar enloquecidos. La convicción de los omegas Velaryon no se despedía de ellos, ambos de pie y sosteniendo la mirada sobre el otro. Necesitaban que se retractaran, que no enterraran la frágil esperanza que habían forjado al nuevamente cruzar caminos. Sin embargo, no había rastro de que declinaran, los hijos del fallecido Laenor se dirigieron hacia los reyes y sus padres, solicitando sean escuchados sus peticiones por el porvenir de la casa del dragón. No estaban siguiendo sus sentimientos, porque ni siquiera se detuvieron a pensar en ellos. Se regían por el deber que recaía sobre sus hombros -ese que compartían como los hermanos que eran y como los herederos de sus respectivas familias.
Resultaba admirable, e inmensamente aterrador.
Los vástagos de la reina Alicent reconocieron que aquellos omegas habían cambiado. No estaban más esos frágiles príncipes que juraban solo necesitar de su cariño y compañía, se convirtieron en lo suficiente independientes y capaces de sobrellevar el yugo de pertenecer a la realeza. El sueño de esa vida simple en los países libres desapareció, la frágil esperanza que habían forjado al nuevamente cruzar caminos era amenazada. Porque una contienda por sus manos los apartaba de sus vidas, conscientes de que por sus decisiones del pasado no tendrían oportunidad de participar y ser de los vencedores.
Era indigno incluso mencionar el deseo de quienes los despreciaron hace quince años, el príncipe Aemond podía jurar cómo se hundía en el odio hacia sí mismo. Su aroma a sándalo se mezclaba con la tristeza, enojo y frustración. Cada uno de esos sentires lo golpeaban, mientras que su lobo le recriminaba con desprecio.
Los príncipes Velaryon aceptaron abrirles sus corazones, pelear por el otro en nombre del recuerdo de la historia que alguna vez tuvieron.
Jamás le prometieron sostener sus manos, volver a amarlos y entregarse absolutamente.
No eran libres, estaba el deber y las heridas del pasado que apenas se cerraban. El príncipe Aegon sintió su garganta seca, ansiando una jarra de vino. Mientras que, su hermano Aemond guardaba el anhelo de que Vhagar lo consumiera con su fuego antes de imaginar qué casa noble reclamaría al futuro señor de los mareas. Sus pálidos rostros denotaban su contrariedad, no luciendo más la grandeza de sus castas. Apenas se sostenían, su silencio los sepultaba y sus ojos violetas se cristalizaban, el príncipe Daemon se encargó de apreciarlos e hizo una mueca ante sus genuinas reacciones.
—Rhaenyra, hija mía, ¿concuerdas con lo expresado por mis amados nietos? —Pese a que aprobar o denegar tales peticiones le correspondía a él como monarca, el rey Viserys I no quería volver a cometer los mismos errores. No sentenciaría a los suyos, respetaría sus elecciones aunque estas impliquen otro dolor. Sollozaba internamente por sus hijos, esos que no podían levantar los rostros para evitar perder el control sobre sí mismos.
La princesa Rhaenyra estaba en una situación parecida, dividida entre sus hijos y sus hermanos. Quería ser sabia y tomar la decisión que no hiera a ninguno; sin embargo, no existía tal camino. Su preciado Lucerys fue expuesto, tenía razón al jurar que los ataques no se detendrían. Esta noche fue un alfa de las afueras de Red Keep, mañana puede ser un caballero juramentado, un vasallo de las caballerizas o unos de los herederos de los señores nobles que conviven con ellos en el palacio. No podía ser necia, rogar que los dioses cuiden a su cachorro. Porque ni en sus propios soldados podía confiar, la codicia era un arma terriblemente desgastante. No era capaz de condenar a su hijo a vivir en la incertidumbre, con la paranoia de quién podría ser su posible agresor. Por lo que, proponer su mano y que encuentre a su esposo y alfa entre los vencedores era lo sensato. Mas no se sentía así, no cuando su primogénito se había colocado en la misma posición para no abandonarlo.
Estaba acorralada, la heredera al trono miró entre los presentes. La reina Alicent guardaba esa súplica de no dictar su aprobación, atendiendo al miedo y dolor que causaría en sus descendientes. Mientras que, sus hijos e hijas aguardaban con ese mismo y silencioso miedo. Ellos sabían que la decisión que tomara será puesta en un decreto real, el peso de la corona volvía a tratar de aplastarla. Su pequeña se removió en su vientre, sintiendo su angustia y pesadez. A lo que inmediatamente su esposo Daemon calmó, él tomó su mano y la apretó. En sus ojos violetas había fuego, ese que podía usar para quemar el mundo y con el que tal vez conseguiría más tiempo para que su familia sane antes de que cada uno tome su propio rumbo.
La princesa Rhaenyra se había decidido. —Mis hijos hablan con la verdad, padre. Lucerys no puede ser esposado antes que su hermano Jacaerys, resultaría una ofensa para mi primogénito. Es por ello que concuerdo con su razón, también con la de mi otro hijo. —Hizo una pausa, sus palabras resonaban fuerte y punzante en cada uno -en Aegon, en Aemond. —. Vendrán por él y no deseo que me lo arrebaten vilmente.
La princesa Rhaenyra tragó saliva duramente, se soltó de su esposo para levantarse y responder ante las miradas de sus dos preciados hijos. Su determinación era su fuerza, procuraría que sus futuros sean plenos.
—Con la venia de su majestad, deseo que se decrete la contienda por sus manos. Ésta invitará a las diversas casas nobles de los siete reinos y se festejará a la quinta luna llena de este año.
El rey Viserys I asintió, su esposa apretó el agarre que tenía sobre su antebrazo. Palmeó su maltratada mano para seguido darle la indicación de que deben volver, que por la mañana les esperaba una severa batalla con los otros miembros de la Corte. Su esposa entendía, lo ayudó a levantarse y retirarse; siendo imitada por la princesa Rhaenyra que quien con sus hijos abandonaron la cámara.
Solo se quedaron el príncipe Daemon con sus sobrinos Aegon y Aemond, el mayor buscaba descifrar las razones del patético trance que compartían. No queriendo vincularlo al amor, estaba siendo obstinado y un deliberado ciego. Lo aceptaba, mientras maldecía a los dioses.
Eran crueles, no tanto como él.
El príncipe canalla soltó una risa, los hijos de la reina Alicent alzaron la cabeza en reacción. E inevitablemente gruñeron, no necesitaban de la burla del hombre al que envidiaban por su fortuna.
—Siempre los he aborrecido, considerándolos indignos por su sucia ascendencia. —El príncipe Daemon desfundó su daga para mecerla. Prefería mantener la vista en su preciosa arma que en los tensos rostros de sus sobrinos. —. Otto Hightower es una escoria, la sombra que jodió sus vidas. No pienso cortar su cabeza por ustedes, sino por atreverse a mancillar nuevamente a mis cachorros.
El príncipe Aemond y Aegon cruzaron por segundos sus miradas, sintiendo cómo su enojo era redirigido.
— ¿Nuevamente? —La dureza en sus voces les concedió un punto a su favor frente al esposo de su hermana.
—Nuevamente. —Repitió clavando fuertemente su daga en la mesa de mármol. Estaba harto de esa escoria Hightower, que se pavoneara entre ellos. Ansiaba tener su cabeza colgada en las afueras de Red Keep. —. Ese maldito infeliz que tienen por abuelo los usó a ustedes la primera vez para deshonrarlos, porque sabía el dolor que les causaría y no se equivocó. Los rompió, convirtió los recuerdos con ustedes en pesadillas. Así que, no pretendan reescribir el pasado o su presente. No cuando su propia sangre seguirá atentando contra ellos y ustedes continúen incapaces de darle batalla.
El segundo hijo de la reina Alicent relamió sus labios, la palma de su mana amenazaba con sangrar. La sola posibilidad de que su abuelo Otto esté detrás de este ataque, de que las piezas se hayan movido de esa manera lo enfermaba y hacía desconocerlo.
— ¿Está acusando a la mano del rey de exponer al hijo de la heredera al trono? —El príncipe Aemond apenas logró terminar, su corazón se abatía por el fuego. Recordó el relato de Lucerys, de cómo ese hombre se subió encima de él y trató de morderlo -de cómo buscó someterlo.
—A él y a la lacra de Larys Strong, ese par ansía nuestra caída y entiende que solo nosotros podemos destruirnos. —El esposo de la princesa Rhaenyra respondió con el mismo enojo.
—Entonces pretenden envenenar nuestros corazones, que nos recelemos y odiemos por no escogernos. —El príncipe Aegon concluyó, golpeó la mesa abatido por la impotencia. Estaba harto, harto de que Otto Hightower dispusiera de sus vidas, de que fuera el maldito obstáculo de una vida al lado de la persona que ama.
Su hermano Aemond compartía el mismo sentir, arrepintiéndose de su pasado -ese en el que sirvió con entereza a su maldito abuelo. No más titiriteros sobre él, sobre su verdadera y única familia. Lo iba a destruir todo, se montaría sobre Vhagar y acabaría con cada jodida ventaja que le concedió a ese manipulador.
—Otto Hightower y Larys Strong son míos. —Remarcó el príncipe Daemon, deteniendo que su sobrino Aemond abandonara la cámara de juntas. —. No necesito de ustedes para acabarlos, sino para proteger a quienes parecen querer.
—No es una apariencia, los amamos. —Devolvió el príncipe Aemond, aún de pie y a solos unos pasos de la puerta. Su mano sujetada sobre su propia espada y su corazón hecho una piedra.
—Seré yo quien juzgue la sinceridad de su sentir. —El alfa también se levantó, imitado por el primogénito de la reina Alicent. Lo que diría a continuación le quemaría las entrañas, lo sabía. Pero primero era la seguridad de sus cachorros, ahora más que nunca ellos importaban. —. De encontrarla genuina, permitiré que sean los contendientes de la casa Targaryen.
Los hijos de la reina Alicent se voltearon a verlo, anonadados por la oportunidad que les estaba concediendo.
Así era el juego del poder, los enemigos se convertían en aliados. —De no ser los dragones que juran, sepan que van a morir gritando.
La advertencia del príncipe canalla no los intimidó, su lealtad se encontraba con su hermana y sus hijos.
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