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35. Aemond

Ser Harrold Westerling disimuló su sorpresa de tener al segundo hijo varón de la reina Alicent en las puertas de la habitación de su padre, esto con una impecable reverencia y una complaciente rapidez para permitirle el ingreso. El príncipe Aemond agradecía la discreción del Lord Comandante de la Guardia Real, porque no podía prometerle la caballerosidad que se merece -de ser interceptado y obligado a hacerle conocer sus razones de esta visita inesperada. Amaneció cansado, sometido en un inmenso miedo al saberse tan desorientado. Que sus pasos lo arrastraron hasta el lecho del enfermo rey Viserys -como si su lobo se hubiera convertido en un cachorro necesitado de la protección de su padre.

Se sintió doblemente avergonzado cuando llegó hasta la esquina inferior de la cama de su padre, cuando sus frías y duras manos tomaron las de su padre y las envolvió en un fuerte agarre. Se supone que a la edad de tres años, él había dejado de creer que su padre sería capaz de cuidarlo, protegerlo e incluso de amarlo. Sin embargo, se encontraba llorando en silencio por tener a su padre a su lado y a la vez, jurarse tan solo en esta habitación.

Porque el rey Viserys jamás fue un buen esposo para la reina Alicent, tampoco un buen padre para sus hermanos. No le dio interés a sus primeros años de vida, no hubo miradas orgullosas o besos y abrazos cálidos que los acunara en reparo a un amor tosco y agrio por parte de la reina Alicent. Los dejó a la intemperie, a merced de Otto Hightower. Sus corazones aprendieron primero a desconfiar que amar; él primero conoció la amargura y dolor del olvido, la agonizante sensación de no ser suficiente -tan pequeño, tan inocente. "¿Podía su padre imaginar lo roto que se encontraba, saber del terror que sentía por las noches de no ser suficiente y volver a ser lanzado ese abismo negro de olvido? ¿Podía su padre decretarles una nueva oportunidad sin esos demonios que los acechaban día y noche?".

La respiración lenta a esos reclamos era su respuesta, su padre no iba a poder. Apenas se sostenía, El Extraño lo visitaba cada mañana con la esperanza de finalmente llevarlo y aquello le hacía temer. El rey Viserys aún no podía irse, debía intentar reparar sus errores y ayudarlo a ser libre. El corazón de Aemond se lo rogaba, no quería seguir cargando las cadenas que se impuso de pequeño. Él quería ser liberado por su padre, que le asegurase que su familia estaría a salvo de la ambición que el trono desata.

Porque deseaba entregarse al príncipe Lucerys, pertenecerle en cuerpo y alma.

Quería su vida de regreso, una en donde no esté aplastada por deberes que injustamente le impusieron por ser un alfa prime -el único capaz de salvaguardarlos. "¿Podía dejar de ser ese padre ausente, reclamar su lugar en esta manada y cederles sus últimos alientos protegiéndolos?", un suspiro profundo fue lo que recibió. El rey Viserys había despertado, su mirada se cristalizó ante las lágrimas que recorrían las mejillas de su segundo hijo varón. Era consciente del daño que le causó, de cómo su debilidad arrastró a una interminable agonía a su propia sangre. El perdón no le alcanzaría en esta vida, no se la merecía y tampoco era capaz de pedírselo. Lo hirió, lo convirtió en este hombre con el alma rota. —Quisiera llevarme tu dolor, Aemond.

—Quisiera que lo hagas. —El príncipe Aemond sintió cómo el nudo en su garganta quebraba su voz. —. Porque necesito ser un hombre mejor, uno que pueda merecerlo. Y sé que si este dolor me sigue persiguiendo, no lo conseguiré.

El alfa prime miró directamente a su padre, su corazón se estrujaba al verlo padeciendo. No era ese rey glorioso que los cuadros retrataron en su segunda boda, apenas llegaba a ser un fantasma. La culpa había sido de sus mayores consumidoras, Aemond no quería que esta venciera. Él necesitaba a su padre, que luchara al lado de sus hijos y que les devolviera esa felicidad que no supo proteger.

—Así que, te perdono, rey Viserys. Te perdono por no ser el padre que necesitamos, por no habernos protegido; te perdono por no haber peleado por mí. —Padre e hijo lloraron, sus pechos se apretaron. El rey Viserys hizo el esfuerzo y besó las manos de su hijo, de uno del que no era digno. —. Solo a cambio te pido que resistas, que partas cuando tu familia haya regresado a esos días dorados.

El rey Viserys asintió, agradeciendo a los dioses por haber salvado el alma de sus hijos -por haberles hecho conocer el amor de su hija Rhaenyra y de sus niños, por haberles mostrado que merecían ser amados. —Así será, Aemond. Me aferraré a la vida por ustedes.

El alfa prime se conformó con esa promesa, volvería a creer en su padre. Necesitaba hacerlo, recuperar las esperanzas incluso en la primera persona que lo lastimó con su indiferencia.

—Entonces podré libremente luchar por Lucerys. —El rey Viserys sonrió, podía jurar que su hijo volvía a ser ese niño lleno de ilusión, ciego en creer que era inmensamente amado y capaz de amar. —. Podré ganarme esa corazón que me prometió mantenerlo abierto para mí.

—Podrás, hijo. —El rey Viserys soltó las manos de su segundo hijo varón para dejarlo partir. Cerró sus ojos, la imagen de Aemma apareció nuevamente. Sabía lo que significaba ver a su amada esposa extendiéndole la mano, mostrándole esa hermosa sonrisa que tanto extrañó. Podía irse con ella, ser felices en el descanso eterno y abandonar esta infernal enfermedad. Mas, no volvería a ser ese cobarde que rehuía del dolor. Se lo prometió a su hijo, se aferraría a la vida. Esperaba que su amada Aemma lo perdonase, que lo siguiese esperando.

El maestre Marel fue anunciado por el Lord Comandante, el rey Viserys le sonrió. Su semblante permaneció decaído, pero ese brillo de esperanza iluminaba su raquítico rostro.

—Aemond me perdonó, Marel. Él está tomando su segunda oportunidad, ayúdame a cuidarlo. —El maestre asintió, compartió ese mismo brillo. Su pequeño príncipe recuperaba las alas que les fueron cruelmente arrancadas. —. No quiero más dolor para él ni para ninguno de mi familia.

—No lo habrá, la casa del dragón empieza a forjar nuevamente su época dorada. —El rey Viserys sonrió, se agarró del maestre Marel y se dispuso a beber cada uno de esos desagradables brebajes. Debía mantenerse fuerte, con vida. Asegurarse que su familia haya sanado, que haya vuelto a ser una sola.

La reina Alicent y su preciada heredera al trono se encargarían de ello, ambas mujeres se habían convertido en una dupla que hacía temblar a los opositores -esos que apostaban por la división de su casa. Él solo tenía que esperar, aferrarse a la vida tal como su hijo Aemond se lo pidió.

El príncipe Aemond cruzó los pasillos, siendo reverenciado por los guardias y vasallos que se topaban en su camino. La habitual y fría mirada que les dedicaba fue reemplazada por una de gentileza, no estaba esa amargura que lo hacía envidiar incluso a sus sirvientes. Pues la vida le devolvía la esperanza, el príncipe Lucerys le había prometido tener su corazón abierto para él y aquello le bastaba para que lentamente la luz que el hijo de su hermana Rhaenyra representaba se fuera apropiando de sus días, de sus ilusiones. Era increíble cómo regresaba a ser ese niño que se juraba el más afortunado por tener el amor de Lucerys. No había dudas, su corazón jamás de necesitarlo. El omega prime era una parte de él, lo mejor de él.

"¿Podría Lucerys amar a este Aemond? ¿Perdonarlo por haberse convertido ese abusivo que tanto deseó evitar de niños? ¿Podría dedicarle esa misma hermosa mirada llena de compresión y cariño?", el miedo se vio interrumpido ante el tirón de una de sus piernas. Su bellísima sobrina se colgaba de él, le mostró esos dientecitos de leche con esa sonrisa de oreja a oreja. El alfa prime no tardó en cargarle, en llenarle de besos el rostro y preguntarle cómo fue que se escapó de sus doncellas. La inocente pequeña alzó sus hombritos y después se rio. —Aplendí de tío Lucelys. Mami me contó cómo lo hacía.

— ¿Entonces quieres ser como tu tío Lucerys, eh? —Cualquier rastro de tristeza o temor se había esfumado. Su pequeña sobrina le había recordado todas las veces que su hermana Rhaenyra le pedía ayuda para encontrar a su cachorro, sintiéndose doblemente especial de ser el único capaz de dar con él por su dulce aroma a lavanda.

— ¡Sí, quielo sel como él! —La pequeña afirmó para picar con sus deditos las mejillas del alfa prime. —. Pala que me sonlias así de bonito.

El príncipe Aemond se sintió descubierto por su pequeña sobrina, sus mejillas se sonrojaron al igual que sus oídos. La pequeña princesa aplaudió con sus manitos.

— ¡Uhhhh! ¡Te sonlojaste! Es pol tío Lucelys, ¿veldad? Mami dijo que babeas pol él.

— ¿Mami? ¿O tu tío Aegon? —El alfa prime arqueó una ceja, no creía que su hermana Helaena lo expusiese con esa falta de tino. Ella era más romántica, distinto de Aegon. El primogénito de la reina Alicent parecía gustarle contar sobre su historia de niños a sus sobrinos. No lo culpaba, era bastante hermosa.

— ¡Tío Gon! ¡Tío Gon! ¡Tío Gon! —El alfa prime creyó que su pequeña sobrina le respondía. Pero solo estaba anunciando la llegada de su hermano, él venía cargando al tímido Jaehaerys.

— ¡Gracias a Los Siete que tienes a Jaehaera! Creí que era hombre muerto; y no puedo serlo. —El príncipe Aegon negó frenéticamente, su pequeño sobrino se burlaba de él y jugaba con sus cabellos. —. Jacaerys me prometió que esta noche saldremos a volar juntos.

— ¿Estás diciéndome que dependes de mi silencio para no arruinar tu cita con nuestro sobrino? —La sonrisa de lado del príncipe Aemond alarmó al primogénito de la reina Alicent.

— ¡Aemond, no te atrevas a delatarme!

— ¿Qué me va a pasar si me atrevo, eh? Soy mejor espadachín que tú, Aegon. —El alfa de menor rango asintió, dándole la razón. No podía intimidarlo por su cuenta, pero sí usando su más grande debilidad.

—Bueno, entonces temo que llegó el momento que Lucerys se entere de ese cuaderno lleno de dibujos que tienes de él. O incluso de esas cartas que guardaste para él. —La sonrisa de Aemond se borró, ahora apareció la de su hermano. Ambos se recordaron como esos niños que se acusaban con los omegas Velaryon. Sus propias barreras iban cediendo; después de todo, solo fueron víctimas del poder y de la ambición.

—Hazlo, Aegon, y no vivirás para montarte nuevamente a Sunfyre.

— ¡Qué tentador! —Ambos alfas se retaron, recibiendo dos lapos en su cabeza. Su hermana Helaena había llegado por sus cachorros, contemplándolos usar a sus sobrinos Velaryon como sus debilidades. Su propio corazón brincó de esperanza.

—Considero sinceramente que no merecen a mis sobrinos. Porque en lugar de estar enfrentándose, deberían ir al campo de entrenamiento, cuidar de que Los Lannister no los cautiven con sus "destrezas" como soldados y la palabrería barata que aprendieron de su padre Lancel.

El príncipe Aemond frunció el ceño, mientras que su hermano Aegon gruñó. Los Lannister empezaban a ser un mal que los irritaba, querían ganarse la atención de Los Velaryon. No tenían en reparo en hacérselo saber a todos los del castillo.

—No tienen oportunidad. —El alfa prime aseveró, su hermano asintió en apoyo.

—Pero sí ventaja y esa es la diversión que le causan al príncipe Daemon. ¿Quieren correr el riesgo?

Ambos alfas le entregaron sus cachorros a su hermana, esto para dirigirse hacia el campo de entrenamiento. Habían empuñada sus espadas, su acostumbrada e imponente presencia regresó. Los soldados y vasallos que se giraban a verlos temían por aquellos que causaron su evidente enojo.

La princesa Helaena les guiñaba a sus amados hijos, esos que a propósito se dispersaron para llegar hasta sus hermanos. Los gemelos Jaehaerys y Jaehaera serían sus mejores aliados, nadie dudaría de su inocencia. Ni siquiera Los Lannister previnieron que su galantería ante ellos le serviría para ayudarle a su hermosa madre a arruinar esos intentos de quedar como grandes espadachines ante los omega Velaryon.

—Cuando logremos unirlos, van a tener la fortuna de conocer a sus tíos tan felices. —Les prometió con un beso en cada mejilla.

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