3. Aemond
Una y otra vez, sus dedos caían sobre la mesa, su aguda mirada violeta seguía al maestre Marel y sus resoplidos resonaban exageradamente. El pequeño Aemond no tenía intención de parecer gentil o interesado con las lecciones de Alto Valyrio que el maestre dictaba, porque detestaba que se le impusieran más obligaciones de las que atendía.
Consideraba que ser la sombra de su hermano Aegon debiese bastar, últimamente su madre le había ordenado permanecer a su lado y ofrecerle su compañía como si se tratase de una vil doncella. Al pequeño Aemond le importaba poco o nada, si su hermano necesitaba de su aroma a sándalo para despertar a su gran alfa. Aborrecía escuchar las quejas de su hermano, o sus bromas sobre la falta de dragón. No se sentía querido, sino aborrecido y ciertamente utilizado. Podía jurarse como un adorno más que su madre usaba para enaltecer la imagen de Aegon, y lo odiaba tanto -sus lágrimas no tardaban en aparecer al envolverse por el amargo sentimiento de no bastarle a su madre o a su hermano para ser querido genuinamente.
El pequeño Aemond dejó su enojo por la tristeza, su aroma a sándalo se tornó espeso e inquietante dentro de su alcoba. Lo que llamó la atención del maestre Marel, no tardó en detener su dictado por acercarse al pequeño príncipe. Al mayor no solo se encargó la educación del príncipe por sus conocimientos, sino por el cariño que demostró tenerle desde el vientre de la reina Alicent. El mismo que lo llevó a ordenar libros sobre la casta de su pequeño príncipe a los comerciantes de Braavos, se sabía que sus grandes bibliotecas almacenaban una cantidad exuberantes de relatos de la Antigua Valyria, magia de los hombres libres y de los de Sin Rostro.
El maestre Marel quería entender a su joven príncipe, y especialmente, ayudarlo a manejarse. Sus cambios de humor eran erráticos e intensos, la mayoría prefería aislarlo por lo asfixiante de su aroma y comportamiento. La princesa Rhaenyra y sus hijos eran la excepción, de ahí que ambos compartieran la promesa de cuidar al pequeño Aemond. Y quizás, iba a pecar por su indiscreción. Pero, el maestro Marel consideraba que el pequeño Aemond supiera que era apreciado por sí solo y no por lo que podría representar.
—Mi príncipe, considero que ha sido suficiente por el día de hoy. —El maestre Marel habló, mientras dejaba el libro con las lecciones de Alto Valyrio. Esto por sacar otro libro del pequeño cofre que cargaba con recelo. —. No parece interesado en escuchar o practicar su lengua.
— ¿Importa?
El maestre Marel asintió. —Un buen estudiante se caracteriza por su interés.
—Entonces dígaselo a mi madre. —El pequeño Aemond cruzó sus brazos, su aroma se espesó más. Se sentía amenazado, vulnerable y olvidado. La reina Alicent apenas lo visitaba; y si lo hacía, solo era para ordenarle entrenar con Aegon o ayudarle a practicar su idioma. —. Que tiene otro defecto para corregir.
El maestre Marel se quedó en silencio, compartiendo culpa. Era una verdad a voces de la dureza con la que la reina Alicent educaba a sus hijos, su corazón solo se ablandaba con la princesa Heleana.
— ¿La reina ha enumerado sus defectos, mi príncipe?
—Como una buena madre. —La mirada violeta del pequeño Aemond brillaba, no precisamente por la felicidad. —. Dice que soy malo con mi familia, que me quitará la ceguera y me enseñará sobre la lealtad a mi propia sangre.
— ¿Es lo que usted quiere?
El pequeño Aemond alzó sus hombros, era un niño de cinco años. Lo único que recibía eran regaños por sus protestas de no seguir a Aegon ni callarse ante sus crueles bromas, las peleas con su madre por preferir el regazo de su hermana Rhaenyra y no el de ella. Podía entenderla, no era un buen hijo ni un sirviente leal a su reina.
Solo quería ser feliz, sentirse seguro y amado.
— ¿Puedo ser honesto? —El maestre Marel asintió sus manos, invitándolo a confiar. El pequeño Aemond apretó el agarre y tomó aire, se le había dicho que como alfa prime, debiese evitar la vulnerabilidad. Difícilmente lo conseguía, esto con las personas que parecían interesadas en él. —. Yo solo quiero ir a ese campo de narcisos, y nunca más volver a este palacio. No soy feliz, pero estoy seguro de que ahí lo seré.
—Me gustaría saber por qué, mi príncipe. —El maestre lucía confundido. Su príncipe no había visitado algún campo de narcisos, apenas salían del palacio. Y cada viaje de la familia real han sido a las haciendas de sus lores, no tuvo oportunidad de conocer el supuesto campo de narcisos.
—Lucerys; por seguirlo, llegué hasta ese campo. — La mirada triste y apagada de Aemond se iluminó. Mientras que, la confusión del maestre se incrementaba. —. Tuve que hacerlo, Lucerys rodaba por el campo tan despreocupado y risueño.
—Pero, mi príncipe, el pequeño Lucerys apenas es un bebé. ¿Cómo es posible que lo viera rodando en un campo de narcisos?
—Ya no era un bebé, sino un adulto. Por esa razón, no lo pude reconocer al inicio. —El pequeño Aemond respondió con obviedad, la confusión del maestre no desaparecía de su rostro. El pequeño príncipe resopló. —. Solo seguí su llamado, hasta que me encontré con sus ojitos verdes -esos que reconocería entre miles por su brillo y amor reflejado.
—Mi príncipe, usted debe...
—No lo soñé, créeme. Lucerys se me presentó cuando lo cargué por primera vez, incluso sentí su aroma.
—... —Por primera vez, el maestre Marel se quedó sin palabras.
—Me darás la razón cuando Lucerys empiece a oler a lavanda con jazmines.
La seguridad del pequeño Aemond bastaría a cualquiera para creerle, pero su edad se lo impedía. El maestre no estaba seguro si lo correcto era refutarle, su investigación sobre la casta prime había iniciado. Y no podía olvidarse que su príncipe era un niño, fantasear y considerarlo como una verdad resultaba propio de su corta edad.
Por la magnitud de su confesión, sería razonable atribuirle aquello.
Lo correcto era mantenerse neutral, hasta encontrar respuestas en sus libros. —Sus palabras son mi ley, príncipe. Pero como hombre de letras, debo asegurarme de que sus ilusiones no sean confundidas con la verdad.
El pequeño Aemond rodó los ojos, su aroma volvía a mostrarse picoso. —Mientes al igual que mi madre.
—No lo hago, mi príncipe.
— ¿Entonces por qué dudas?
—Para evitarle el dolor de un corazón roto.
El pequeño Aemond bajó la cabeza, sonrió triste. —Ya es demasiado tarde, mi familia apuñaló mi corazón. Pero no es su culpa, sino la mía. No soy suficiente para ellos, para que me amen.
El maestre Marel se frustró, su príncipe tenía cinco años y empezaba a reflejar la amargura del olvido. No lo quería, aún era inocente. Merecía ser amado, sentirse seguro y a salvo; su pequeño príncipe necesitaba de la calidez que su hermana y familia le ofrecían. El alejamiento que la reina le imponía al duplicar sus lecciones de Alto Valyrio y humanidades, como su adiestramiento en combate debían parar -antes de que termine apagando al pequeño Aemond.
El maestre Marel se decidió, aprovechó que la atención de su pequeño príncipe se haya clavado en su libro. Se lo entregó, permitió que lo revisara, mientras que él se retiró. Ordenó a los guardias del príncipe no ser interrumpidos, se sabía que la reina no visitaría a su segundo hijo ni lo llamaría hasta la hora de la cena.
El maestre Marel iba a arriesgar su lugar en la corte por su decisión, pero no temía. Esto era lo correcto, se acercó al pequeño Aemond. Le quitó el libro, volvió a tomar sus manos para mostrarle una sonrisa. —Usted será un gran estudiante, dominará su idioma y de los hombres libres, va a convertirse en uno de los hombres más sabios; a cambio yo seré más que su maestre.
— ¿Más que mi maestre?
—Su cómplice, apañaré sus visitas a la princesa Rhaenyra y a sus hijos.
— ¿Por qué?
—Porque necesita más que la frialdad de sus obligaciones. —El maestro Marel fue sincero, el pequeño Aemond lo supo por la firmeza de su agarre.
—Entonces llévame con ellos. —El pequeño Aemond se soltó de su maestre, fue directo hasta debajo de su cama. De ahí, sacó un pequeño cofre. Lo abrió solo para mostrar en sus manos a un dragoncito de lana. —. Lo hice con mi hermana, ella me enseñó a tejer. No creo ser bueno, aún tengo heridas en los dedos.
El maestre Marel sonrió enternecido, el pequeño Aemond podía ser tan ajeno a la codicia del trono -igual que su hermana Heleana.
—Pero sé que Lucerys lo amará, tiene mi aroma. Así que, no me va a extrañar tanto.
—No, no lo hará. Porque usted lo visitará diariamente, siempre que cumpla su palabra.
—Lo haré, tiene la promesa de un príncipe.
El maestre asintió, tomó la mano de su pequeño príncipe y dejó que lo mostrara cómo se escapaba meses atrás. Cruzaron los pasajes ocultos del palacio, la emoción de Aemond era papable hasta en su propia voz. No soltaba a su maestre, ni al dragoncito de lana. Sus pasos eran rápidos, ansiaba llegar y encontrarse con su hermana y su bebé.
Los había extrañado tanto, que recién pudo imaginarse cuánto en el momento que llegaron.
Aemond pudo sentir ese llamado, el mismo que lo tentaba a escaparse por las noches. Pasaron meses en los que solo debía conformarse con frecuentar con su hermana y sus hijos en las comidas, su madre no le permitía que se acercara más de un saludo. Lo que entristecía a su corazón, porque ansiaba volver a tomar a Lucerys en sus brazos, escuchar su risita y apretar con suavidad sus cachetitos.
Su maestre había escuchado sus plegarias, su corazón latía con rapidez. Sus manos sudaban, no se animaba a cruzar el umbral del pasaje. Tenía miedo de que Lucerys no lo reconociera, de que haya sido desplazado por Jacaerys. La mera posibilidad lo hizo temblar, pero el maestre Marel lo animó con un leve empujón. Aemond le iba a reñir por su atrevimiento, de no ser porque escuchó al pequeño Lucerys llorar y a la princesa Rhaenyra cansada como desesperada.
—Mi dulce niño, ¿qué te ocurre? ¿Qué te duele? ¿Por qué no dejas de llorar? —Rhaenyra mecía a Lucerys en sus brazos, su pequeño bebé no dejaba de llorar. La princesa temía que su dulce bebé padeciera de alguna enfermedad que los maestres no pudieran descubrir o tratar, porque su hijo llevaba meses con estos episodios de tristeza -los mismos que la sumía a su intenso dolor.
El pequeño Lucerys solo dejaba de llorar cuando caía dormido -irritado por el llanto. Ni las atenciones de las nodrizas o sus propias feromonas lo calmaban.
Las propias lágrimas de Rhaenyra cayeron en el rostro de su dulce niño, era tan pequeño y frágil. No podía saber lo que le entristecía, no podía hacer más que llorar con él.
Lo que provocó esa escena en Aemond fue una batalla de emociones; principalmente, entra el enojo y la tristeza. Se sentía culpable, no los había visitado en estos meses. Dejó que su madre cumpliera su propósito, no siguió su instinto por confiado en la promesa de ser Harwin. Fue un tonto, y quizás su hermano Aegon tenía razón para burlarse de él. Porque parecía que renunciaba con facilidad, y no podía permitírselo -no si se trataba del pequeño Lucerys.
El lobezno de Aemond tomó el control, dejó que su instinto fuera libre y lo llevara hasta Lucerys. Su hermana lo miró con sorpresa, pero esperaba que no se opusiera a que le entregara al pequeño Lucerys. Porque no estaba seguro si sería el príncipe bien portado que la reina Alicent educaba con severidad, su instinto de tomar a Lucerys y calmar su llanto era mayor y más intenso. Que su propio aroma lo delató con lo asfixiante que se volvió.
Aemond jaló a su hermana hasta uno de los sillones de su alcoba para dejar el dragoncito de lana a un lado y sentarse con ella. Le extendió sus brazos, la princesa Rhaenyra pudo descifrar su intención; y aunque no deseaba soltar a su propio hijo, sentía una acorazonada que era lo correcto.
Y así parecía.
Apenas Aemond recibió al pequeño Lucerys en sus brazos, dejó de llorar. Le dieron tregua a sus ojitos hinchados por el llanto, su pechito aún hipaba. Aemond acercó su frente contra la del pequeño Lucerys, permaneció segundos de ese modo; liberando sus feromonas -esta vez, para envolver y tranquilizar al pequeño Lucerys. Lo que consiguió con ayuda de la calidez que le compartía, el pechito de Lucerys se calmó y el último rastro de sus lágrimas fue borrado por Aemond.
Aemond besó su frentecita y le alcanzó el dragoncito de lana, el pequeño Lucerys se aferró de él y su risita no tardó en escucharse por toda la habitación. Rhaenyra suspiró de alivio, pero sus lágrimas no se detuvieron. Por lo que, su hermano tuvo que imponer su aroma sobre ella para asegurarse que el pequeño Lucerys no volviera a llorar, esta noche Aemond había aprendido que encontrar dolor en los ojitos verdes de Lucerys le enfermaba de ira y desesperación.
—Él solo me extrañaba. —Aemond respondió con seguridad, el pequeño Lucerys jugaba feliz con su dragoncito de lana. La princesa Rhaenyra sonrió, secó sus lágrimas y volvió a suspirar. —. Pero, ya no lo hará más. Vendré a visitarlo todos los días; y si tardo en llegar, no lo separes de su dragoncito. Tiene mi aroma, le servirá.
—Entendido, mi príncipe. —Rhaenyra acarició los cabellos platinados de su hermano, se sentía tan agradecida por haber apartado a su bebé de otro mal día.
—Bien, ahora necesito que llames a ser Harwin. Debe entregarme su vida por haber faltado su promesa de cuidar a nuestro Lucerys.
Rhaenyra miró con orgullo a su hermano, su instinto protector era admirable. Porque no soltaba al pequeño Lucerys, ni dejaba de liberar sus feromonas para envolverlo con él. Y a pesar de que sonaba severo, su aroma se mantenía en orden y calmado.
—Perdónale la vida, mi príncipe. Ser Harwin realmente se esforzó en procurar su promesa.
—De ser así, debió informarme sobre estos episodios de nuestro Lucerys. Pude haberlo calmado antes, evitado que sus ojitos terminaran rojos e hinchados.
—Temo que ese fue mi error. —Rhaenyra cambió su atención por su bebé, no podía creer lo sereno y feliz que se mostraba. Movía ese dragoncito de lana, lo golpeaba contra el pecho de Aemond y sonría tiernamente. Su bebé lucía encantado, tanto que dudaba que quisiera soltar a ese dragoncito por el suyo que está próximo a eclosionar. —. Buscaba evitarte problemas con la reina, Aemond.
—Tonterías, hermana. Si Lucerys me necesita, el enojo de mi madre o del mismo rey me resulta irrelevante. ¿Entendido?
Rhaenyra asintió. —Serás un gran alfa, señor y compañero de vida, Aemond.
—Solo me interesa seguir siendo el favorito de nuestro Lucerys.
Tras presenciar y escuchar la conversación, el maestre Marel se regresó a la habitación de su pequeño príncipe. Ahora no tenía dudas de las palabras de Aemond, debía ser verdad esa visión que el pequeño Lucerys le mostró. Porque la conexión que parecían compartir se reflejó en cómo logro calmarlo con tanta facilidad, y aquello debía servirle para empezar.
El maestre Marel sacó más libros de su propio cofre, se quedó con el único que detallaba relatos y leyendas sobre las almas destinadas.
—Si estoy en lo correcto, voy a luchar para que no lo separen de lo que nació para ser suyo, mi príncipe.
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