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28. Lucerys

El príncipe Lucerys sonrió a medias, su hermano Viserys tiraba de su mano para señalarle otro cuadro que colgaba en las paredes de Red Keep. Los ojos violetas del pequeño platinado brillaban, le emocionaba recorrer los pasillos del majestuoso castillo y descubrir la certeza de los infinitos relatos que logró escuchar en Dragonstone por algunos vasallos. Era tantos, mas escogía creer que el único verdadero fuese el de la época dorada -esa época en la que el castillo despertaba con la risa de los dragones y se devolvía a los sueños con las miradas cómplices de esos mismos dragones por la promesa de más aventuras al día siguiente. Pues estaba enterado de la frialdad que Red Keep acogía, se negaba a imaginar que el mismo castillo que dio lugar a una ilusión tan pura se haya ensombrecido.

El príncipe Viserys buscaba que su hermano Lucerys le ofreciera ese consuelo, que Red Keep aún mantenía esas mañanas tan refrescantes y cálidas. Sin embargo, el príncipe Lucerys apenas sostenía sus intentos por compartir su misma emoción. Él había regresado a esos pasillos que lo vieron crecer, las veces que caminó por estos lares con una enorme sonrisa y el orgullo reflejado en sus ojos le recordaron amargamente lo solitario de su presente. No caminaba más de la mano de él, no tenía más su aroma acompañándole o esa mirada cómplice. Se suponía que hace años lo aceptó, que el lamentar de ese pequeño Lucerys había sido enterrado.

Solo que el volver lo hacía más real, definitivo.

Su historia con el príncipe Aemond terminó esa noche.

La princesa Rhaena notó el sutil cambio en el aroma del segundo hijo de la heredera al trono, lo relacionó con la tristeza por cómo esa dulzura de las lavandas y jazmines se perdían poco a poco. No fue la única, el pequeño Viserys también se percató y antes de que pudiese preguntarle, la princesa Rhaena se lo llevó con la excusa de invitarle unos dulces de limón. El pequeño alfa se rehusó, su instinto protector no quería dejar solo a su hermano. Lucerys tuvo que soltar sus feromonas, asegurarle que simplemente estaba cansado y que iría a su habitación. Lo que bastó para que Viserys cediera, arrastrando con él a Adam.

El pequeño Viserys no pasaba por alto la cercanía de Adam, no quería que nadie se ganara el corazón de su hermano. El menor temía que lo lastimaran, que las hermosas sonrisas de su hermano Lucerys perdieran ese brillo que desafortunadamente no pudo conocer en su plenitud.

El príncipe Lucerys suspiró con pesadez, avanzó en compañía de su guardia. Recibió los saludos de un par de omegas nobles, decidiendo ignorar el sonrojo que causó en sus mejillas. Él solo ansiaba calmar su mente, impedir que los recuerdos siguieran golpeándolo. Porque se había jurado no sufrir por el pequeño Lucerys, ese que a su familia tanto le costó reponer. Debía ser fuerte, imperturbable como el príncipe Daemon. Lo intentaba, mantenía la cabeza en alto, sus emociones bajo control y su aroma, para sí solo.

Podía escuchar los suspiros de algunas doncellas tímidas y sentir las intensas miradas de los soldados que custodiaban las torres. No les temía, solo le abrumaba. La atención que su presencia y aroma obtenían le era tan desgastante, lo único que necesitaba era encerrarse en su habitación y respirar profundamente. Porque a pesar de que su regreso a King's Landing era inevitable, no creía estar listo para enfrentarse al pasado -a sus recuerdos que irónicamente fueron los mejores como de sus principales razones por las que pasó noches enteras llorándole. Que escogía el mar, admirar su inmensidad le devolvía la calma. Quería creer que esa elección era por su sangre Velaryon y su amor al mar, y no por la cobardía.

No podía permitir que vencieran, que lo volvieran a lastimar.

El corazón del príncipe Lucerys se tornó receloso, podía llegar a apreciar a sus doncellas, guardias y súbditos. Mas, su amor era exclusivo para su familia, bajo la seguridad de que no lo soltarían. Ellos no lo rechazarían sin explicaciones, no lo apartarían de su vida tan fácilmente ni lo acusarían de diluir su sangre. Podía ser suficiente para ellos, incluso llegar a ser especial. Y aquello le debía bastar a su corazón para sentirse conforme; constantemente, se lo repetía.

—Mi príncipe. —Un anciano y bien conocido maestre lo reverenció, el príncipe Lucerys sonrió sincero. Volvía a encontrarse con el maestre Marel, una extraña mezcla de emociones lo abatió. Porque el maestre Marel era parte de ese pasado que quería dejar atrás. —. Perdone mi intromisión, pero las doncellas olvidaron retirar unos libros de su habitación.

—No lo encuentro la molestia, ser. —El príncipe Lucerys se sentó en uno de los sillones, indicó a su guardia que la permanencia del maestre Marel no era una amenaza. —. Aún disfruto de las lecturas nocturnas.

El maestre Marel ensanchó su sonrisa con nostalgias, recordando a un pequeño Lucerys escabulléndose a la habitación de su príncipe Aemond para que le leyera su último cuento de Valyria.

— ¿Entonces me dejará esos libros? —El príncipe Lucerys preguntó en el intento de retomar la atención del maestre Marel, no quiso preguntar qué lo llevó a perderse. Porque podía suponerlo, los recuerdos -esos mismos recuerdos- que lo perseguían.

—Me encantaría, mi príncipe. Pero temo que estos libros ya tienen un dueño. —El maestre Marel se aferró a los libros, al príncipe Lucerys le despertó la curiosidad. De no ser el dueño de esos libros, no entendían el por qué estaban en su habitación.

—Y ese dueño tiene un nombre, supongo. —El maestre Marel asintió, el segundo hijo de la heredera al trono volvió a sonreír. No recordaba al maestre Marel tímido o nervioso, ciertamente era de las personas más firmes con la que creció. —. ¿Me lo dirá?

—Yo no creo que sea prudente, mi príncipe.

—Lo es, si se trata de cierto dueño que usa mi habitación como su zona de lectura.

El maestre Marel suspiró, ese era el Lucerys que recordaba: tan curioso e insistente.

—Los libros le pertenecen al príncipe Aemond. —La sonrisa del príncipe Lucerys se borró en segundos, sus ojos verdosos se abrieron y se fruncieron. El maestre Marel no quiso ser indiscreto, no cuando ambos príncipes se volvieron un recuerdo para el otro -uno de calma, otro de dolor.

—Entiendo. —El príncipe Lucerys tenía miles de preguntas para el maestre Marel, ninguna respuesta que quisiera escuchar. No pensaba alimentar esa débil ilusión de su omega, tenía suficiente con el peso de sus recuerdos y sentires pasados. —. Entonces entrégueselos pronto, no quisiera que el príncipe Aemond venga personalmente a buscarlos.

El maestre Marel bajó la cabeza, aquello podría interpretarse como un evidente rechazo. Y quizás lo era, el anciano prefería negarse a esa posible verdad.

—Espero lo disculpe, mi príncipe. Él suele tener sus noches de lecturas en su habitación cuando los conflictos en La Corte se exceden. —El príncipe Lucerys cerró los ojos por unos instantes, masajeó el puente de su nariz y se esforzó por no sobrepensar lo dicho por el maestre Marel.

Su lado omega empezaba a inquietarse.

—Aquí encuentra la calma que su atormentado corazón necesita. —El maestre Marel susurró ajeno a lo que sus palabras causaban, buscando explicar con obviedad. El príncipe Lucerys era el destinado de ese alfa platinado que juró cuidar y proteger, se esperaba que fuese su recuerdo apaciguara el caos que día a día se desataba.

El príncipe Lucerys se mantuvo en silencio, observando su habitación con detenimiento. No se imaginaba al segundo hijo varón del rey Viserys I entrando a su habitación, usándola como su escape. No cuando se trataba de la habitación de la persona que él rechazo abiertamente, no era lógico. Tampoco suponer que el maestre Marel le mentía, el príncipe Lucerys no quería enterarse más. No le parecía justo, él ya le había dedicado incontables noches de llanto a la decisión del príncipe Aemond por apartarlo de su vida. No deseaba seguir cargando más, su sonrisa ya perdió la plenitud de su brillo.

Él ya le entregó una parte de su corazón, inocencia e ilusión.

No compartían más que la sangre del deber, eran dos extraños con memorias.

No pretendía cambiar esa realidad, no fue quien se soltó.

—Maestre Marel. —El príncipe Lucerys nuevamente lo llamó, tras ponerse su capa. No quería estar en su habitación, ahora se sentía un extraño dentro de ella. —. Entréguele los libros y procure recordarle a su príncipe que esta habitación ha vuelto a ocuparse.

—No quiere encontrarse con él, ¿cierto?

—No, tendremos suficiente con las formalidades del reino. —El príncipe Lucerys se confesó. El dolor en sus palabras se sintió, junto con la espesura de su aroma. El maestre Marel bajó la cabeza, había sido un tonto y muy injusto al esperanzarse.

El segundo hijo de la heredera al trono se despidió del maestre, fue en la búsqueda de su hermano Jacaerys. Se le informó que estaba en el campo de entrenamiento, se permitió ser atento con varias otras mujeres nobles. Incluso aceptó sus rosas, prefería esos detalles que esas sucias miradas que varios alfas le lanzaban. Podía sentirse agradecido, la timidez de esas mujeres nobles logró que su mente detuviera un tormento que no debiese tener más lugar. Por lo que, encontrarse con el príncipe Daemon acompañado a Jacaerys fue más que reconfortante para su angustiado corazón.

Estar con ambos siempre le sirvió para envalentonarse, creer en su fuerza y en su convicción.

El príncipe Daemon contaba con esa facilidad para enaltecer a sus cachorros, para que la nobleza y los plebeyos ansiaran más a los hijos de su esposa. Porque su instinto protector tentaba a los desafíos de alfas incautos, un par de esos eran los hijos mayores de Tyland Lannister. Los dos rubios estaban en el centro del campo de entrenamiento, enfrentándose a duelo y presumiendo sus habilidades en combate. El príncipe Jacaerys sonrió de lado, mientras que el Targaryen mayor se mofaba por los burdos intentos de los dos alfas rubios.

El príncipe Lucerys suspiró, el cortejo de Los Lannister era indirecto. Pronto dejaría de serlo, habían vuelto a King's Landing y su madre les había advertido que con ello, asumirían sus responsabilidades como sucesores de la corona. Y su oficial cortejo era parte de esas responsabilidades, era cuestión de días, semanas o incluso meses para que el torneo por sus manos se extiendan por los siete reinos y los mejores postores se presenten. No podía escaparse de ese futuro, era el segundo hijo de la heredera al trono y el siguiente señor de las mareas. Tenía un deber más allá, solo esperaba que su corazón lo entendiera.

No podía aferrarse a un recuerdo, a una historia pasada que terminó hace tanto.

El príncipe Daemon se giró hacia Lucerys, no le gustó sentir la tristeza en su aroma. Se alarmó, lo inspeccionó de arriba hacia abajo en busca de algún rasguño o indicio de que fue amenazado. No halló más que la mirada perdida de su cachorro, no era el Lucerys audaz que solía tener en Dragonstone. Su cachorro lucía apagado, con esa misma mirada perdida que tuvo aquella noche en la que no solo fue atacado, sino que rechazado por la persona que adoraba. Lo comprendía, ató los cabos y supo que la reciente tristeza del príncipe Lucerys poseía un solo nombre -para su desgracia. No iba a permitir que lo hirieran otra vez, antes escogería mandarlo definitivamente con Lord Corlys.

El príncipe Daemon puso su mano en el hombro de su cachorro, lo apretó con delicadeza. Esparció sus feromonas para ambos príncipes, los hermanos Velaryon lo recibieron gustosos por la firme protección con la que lo envolvía. El príncipe Lucerys pudo darse tregua y finalmente disfrutar del espectáculo que Los Lannister le ofrecían. Aunque lo que terminaba llamándole más la atención eran las muecas de desagrado del príncipe Aegon en la otra torre, quiso reírse. Lo terminó haciendo, obteniendo las miradas de Los Lannister y de su familia.

—Enséñenle a esos tontos que necesitan más que un teatrito para que ustedes si quieren se dignen a mirarlos. —El príncipe Daemon animó a sus cachorros a ir a pelear. Los hermanos Velaryon obedecieron por dos razones: el mero gusto y evitar que el príncipe Daemon fuera a romperles la boca por solo tratar de sorprenderlos tan vagamente.

Tanto Jacaerys y Lucerys descendieron al campo de entrenamiento con la elegancia que los caracterizaba, su seguridad era evidente. Ninguno de los hijos de la princesa Rhaenyra bajó la cabeza o se intimidó por los rumores en su contra, sabían que no se atreverían a ofenderlos. Ni uno solo de sus detractores tenía la valentía para alzarse en armas y señalar sus infames acusaciones. Esto no solo porque el decreto regio de su abuelo siguiese vigente, sino también por el mismo afán de hacer respetar la memoria de su padre Laenor.

No permitirían que atentaran contra su familia.

El príncipe Lucerys estaba decidido a pelear por los suyos.

Lo hizo una vez, lo haría mil veces más.

Que al chocar la mirada con Ser Cole, no apartó sus ojos verdosos. No era más ese pequeño niño que se extrañaba por la dureza de sus entrenamientos, por sus hostiles regaños. No era más ese niño indefenso que inicialmente buscó agradarle, no podían socavarlo.

Un fuerte rugido retumbó desde Pozo Dragón, no le pertenecía a ninguno de los de su familia. El príncipe Lucerys pudo reconocerlo, ese rugido era de Vhagar. La dragona había llegado de su campaña, seguramente con su jinete. Dos soldados reales corrieron hacia la enorme puerta, se apresuraron en abrirle. El segundo hijo de la heredera al trono se volteó lentamente, sus ojos verdoso inquietos se clavaron en esa puerta y cómo de ella, se presentaba una melena platinada.

Su corazón se detuvo.

— ¡El príncipe Aemond Targaryen ha llegado! —El príncipe Lucerys tragó seco, sus manos y piernas temblaron ligeramente ante la presencia del alfa platinado. Esa misteriosa mirada violeta nuevamente se fijó en él, Lucerys podía sentir su intensidad. No era parecida a las de los otros alfas, esta era más propia y confusa.

El príncipe Lucerys lo vio acercarse, abrirse camino entre los otros alfas que agachaban la cabeza de inmediato. Su presencia era intimidante e incluso peligrosa, su casta como alfa prime lo hacía sobreponerse a cualquiera. Que los hermanos Lannister retrocedieron cautelosamente, ellos descifraron el mensaje de esa intensidad en la mirada del príncipe Aemond.

"Regresé por ti, Lucerys", esa media sonrisa, que puso en el instante que se colocó a unos pasos del príncipe Lucerys, les dio la razón entera.

*
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[•] ¿Qué pasará cuando Aemond se entere que Lucerys está más que dispuesto a creer que lo olvidó? ¿Será que su miedo a perderlo definitivamente pesará más que su supuesto deber de proteger a los suyos de los negros?

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