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17. Alicent

La reina Alicent dejó su lectura sorprendida, su hijo Aemond y el pequeño Lucerys empezaron a discutir en Alto Valyrio. Su pronunciación era impecable y fluida, ambos se escuchaban como verdaderos nativos de Valyria. No podía entenderlos, mas aquello no impidió que sonriera al notar la diversión en su hijo al picar con sus dedos las mejillas sonrojadas del pequeño Lucerys. El hijo de Rhaenyra se mantenía firme en lucir enojado, en que se le diera la razón sobre la vocalización de una sílaba en Alto Valyrio; cruzó sus brazos, arrugó sus cejitas e hizo un puchero con su boquita.

A la reina le causó ternura, su propia sonrisa se ensanchó y su mirada se tornó más dulce. Era el quinto día y quizás el último de la presentación del pequeño Lucerys, y el instinto maternal que el segundo hijo de Rhaenyra avivó en ella perduraba. No estaba segura si le asustaba que una beta como ella fuera afectada por el aroma dulzón y calmado del pequeño Lucerys, o si se lo agradecía por ayudarle indirectamente a renunciar a la terquedad de su resentido corazón. Lo cierto era que su instinto maternal despertó junto con el de protección, su corazón no quería que sus hijos se alejaran de los niños de Rhaenyra porque los hacían felices.

Y genuinamente a la misma reina Alicent.

Jamás había experimentado esta sensación de hacer lo correcto y ser feliz por ello, a pesar de que llevaba toda su vida sacrificándose por ese deber; la reina Alicent bajó la mirada y se avergonzó. Su mente no dejaba de cuestionarse sobre su comportamiento, su debilidad y cómo se excusaba en la moralidad para ser ruin con sus propios hijos. No fue justa, no fue una mujer buena -solo una que se dejó a merced de los embustes de su padre, de ser tratada como una pieza más a su juego y que la misma permitió incluir a sus únicos hijos.

No supo en qué momento sus lágrimas la traicionaron, de no ser por el toque suave del pequeño Lucerys sobre sus manos. El menor las había tomado, las estaba acariciando con delicadeza y sus feromonas se desplegaron alrededor de ella -como una cálida manta que buscaba alejarla de la frialdad de su tristeza y propia amargura. La reina Alicent alzó su rostro, la distancia con el pequeño Lucerys era nula, los latidos de su corazón se detuvieron. No había admirado al segundo hijo de Rhaenyra tan cerca.

El dulce niño de Rhaenyra, que se había presentado como un omega prime, ahora contaba con una inconfundible luz sobre él que destacaba lo hermoso de sus ojitos verdes y cómo podían teñirse de otros colores ante la exposición del sol, o lo suave que sus mejillas redonditas lucían, o lo tentador que era desaparecer las manos en esos rulitos castaños que se escapaban hasta su frentecita, o lo tierno de su naricita respingada. La belleza del pequeño Lucerys era única, Alicent solo lo había visto en la reina Aemma -en esa mujer que la acogió como una hija más, que no dudó en abrazar su corazón herido por la pérdida y que se esforzó por cuidar de su inocencia e ilusión.

Que el intento de no romperse fracasó, la reina Alicent se abrazó del pequeño Lucerys al notar la preocupación en los ojitos verdes de Lucerys; devolviéndose a esos días en los que se refugiaba en el regazo de la reina Aemma. Experimentaba la misma calidez, ternura, cariño y comprensión, su corazón se alegraba y su alma se llenaba por ese reconfortante abrazo.

La reina Alicent suspiró profundamente, sus ojos se abrieron y divisó a su hijo Aemond detrás de Lucerys. Era consciente de su territorialidad, lo que le hizo agradecerle en silencio. Porque su hijo Aemond estaba compartiéndole la magia de su Lucerys -ese era su gesto de amor hacia ella.

— ¿Está mejor, mi reina? —La delicadeza con la que Lucerys se dirigió hacia ella hizo que volviera avergonzarse por sus acciones pasadas. Rechazó a los hijos de Rhaenyra sin tratarlos, sin conocer sus corazones y la magia de cada uno; fue tan injusta.

—Lo estoy, príncipe Lucerys. —Alicent se atrevió a acariciar las mejillas de Lucerys, era tal y como lucían: tan suaves. Le hubiera gustado haberlas acariciado cuando apenas era un bebé, poder acunarlo y disfrutar de esa etapa tan tierna. La princesa Rhaenyra le ofreció la oportunidad con Jacaerys al pedirle ayuda para su cuidado, mas su terquedad y recelo le hicieron perder esa oportunidad tras otra.

—Pero, aun noto tristeza en su mirada. Tal vez, mi abrazo no sea suficiente. —El pequeño Lucerys susurró para sí mismo, su mente se prendió con una idea y esa abarcaba a su noble prometido. El menor se apartó de las caricias de la reina para ir por Aemond, tomar su mano y jalarlo hasta la beta.

Aemond quiso poner resistencia por la desconfianza a su madre, pero terminó cediendo por Lucerys. Creía en él y en sus intenciones, estaba seguro de que solo buscaba que la reina Alicent volviera a sonreír. Lo que ciertamente su corazón también quería, se regañaba a sí mismo por amarla. Las acciones pasadas de la beta seguían presentes, no podía simplemente olvidarlas -especialmente, las que involucraban separarlo de Lucerys, y pretender que no se hicieron daño.

Mas, ahí estaba Aemond frente a su madre. El pequeño Lucerys en el medio de ambos, pudo distinguir la tristeza en sus miradas; lo que estrujó su corazón. Porque parecían necesitarse, pero los dividía un enorme muro de dolor. Aquello no pasaba con su madre, él podía refugiarse en sus brazos las veces que quisiera o incluso en sus hermanos; mientras que Aemond se retenía y no le gustaba. Su platinado merecía el mismo amor, la misma libertad de correr hacia su madre y hermanos -de saberse protegido y en familia.

—Mi madre jura que un abrazo mío o de mis hermanos le devuelve la valentía y las fuerzas. —El hijo de Rhaenyra bajó la cabeza, no estaba seguro si hacía o no lo correcto. Solo escuchaba a su corazón, a ese que le animaba a darle el mundo de ser necesario a Aemond -si eso le hacía feliz. Y podía jurar que un abrazo con su madre le devolvería una pizca de él. —. Tal vez, puedan intentarlo y hacerme saber si ella me dice la verdad o me miente.

La reina Alicent le sonrió a Lucerys, seguido miró a su hijo y dudó en estirar sus brazos. Era consciente del daño que le hizo, de los errores que cometió y que difícilmente podría repararlos. Porque lo abandonó, no supo amarlo y cuidarlo. Se perdieron tantos años, ella no podía simplemente exigirle una nueva oportunidad -a ninguno de sus hijos. Aegon, Aemond y Daeron tenían a Rhaenyra y a sus niños, ellos les hacían felices y no iba pretender formar parte de esa alegría. No lo merecía, se conformaba con velar esa plenitud.

Mientras que, Aemond se esforzaba por reprimir el recuerdo de ese niño de cinco años que anhelaba con fuerzas un abrazo de su madre para esas noches de tormenta o esos días en lo que juraba no existir. Porque la Alicent que tenía al frente no era la misma, pudo notarlo al mirarla directamente y percibir su arrepentimiento. Las lágrimas que derramó momentos atrás no eran parte de un embuste, su corazón quería rendirse al imaginarse que su madre sería como Rhaenyra, que por primera vez procuraría su felicidad y no el deber. Pero temía a ilusionarse y volver a ser herido, su abuelo Otto estaba presente en sus vidas.

Alicent y Aemond se abrazaron fuertemente, se excusaron con no romper la ilusión de Lucerys para hacerlo. Mas, sus propias lágrimas evidenciaban lo contrario -a esa necesidad de saber que aún se tenían, que había una ligera esperanza de remedir su presente.

El pequeño Lucerys seguía sin comprender la mezcla de tristeza y felicidad en el aroma de Aemond, mas no evitó para que el mismo sollozara en silencio. Porque era capaz de distinguir lo íntimo de ese momento, porque ese era la magia del abrazo de una madre -daba calma, cariño y refugio a tantas emociones. Que le alegraba que Aemond pudiera vivirlo, su corazoncito se sentía tan lleno por ser testigo de aquello. Se apuró en secar sus lágrimas para no ser descubierto, fue demasiado tarde.

Aemond lo conocía tan bien, que después de alejarse de su madre fue con él para abrazarlo de la misma manera. —Estoy seguro de que Rhaenyra no te miente, Luke. Solo mírala, la reina Alicent luce más feliz. ¿Verdad?

—Lo hace. —Lucerys susurró, Aemond se aferró más a él. No quiso girarse hacia su madre y comprobarlo por miedo. Pero la respuesta afirmativa del menor le devolvió la ilusión, escondió su rostro en los hombros del pequeño Lucerys. —. ¿Y tú también lo estás?

—Lo estoy. —Fue suficiente para que el pequeño Lucerys correspondiera completamente al abrazo de Aemond.

La reina Alicent dejó de llorar, contempló la escena y volvió agradecer a Los Siete de enviar a Lucerys. Porque su nacimiento no solo le permitió que Aemond sobreviviera, sino que evitó que se perdiera en la amargura del palacio. El pequeño Lucerys finalmente tomó el mismo significado con el que Rhaenyra atesoraba a Aemond, era el milagro de su amistad con Rhaenyra. Había sido de las razones para que las murallas se caigan, para que su propio hijo Aegon haya encontrado cariño, complicidad e inspiración en Jacaerys, para que su travieso Daeron tuviera la oportunidad de cultivar mejores recuerdos en su infancia al lado del tierno Joffrey.

El pequeño Lucerys era un omega prime, una flor que ha florecido en la adversidad; volviéndose la más rara y hermosa de todas. Tenía un propósito y parecía que estaba cumpliéndolo: Red Keep retomaba sus colores, la ilusión y felicidad nuevamente se asentaba en sus torres.

— ¿Podemos ir al jardín? Salió el sol, apuesto que mis hermanos están allá. —El pequeño Lucerys pidió, Aemond y la reina Alicent se vieron. Ambos esperaban que la princesa Rhaenyra llegara, diera su autorización junto con el maestre Marel de que el celo de presentación de Lucerys haya terminado. —. No se niegue, mi reina. ¡Por favor! Extraño muchísimo jugar con ellos, le prometo que seré bueno.

—Ya lo eres, príncipe Lucerys. Y me encantaría premiarlo por ello, pero temo que tu condición aún es delicada.

El príncipe Lucerys negó frenéticamente. —Ya no me duele nada, ni tengo fiebre. Estoy bien, lo juro.

La reina Alicent titubeó, recordó que el maestre Marel informó que para el tercer día las contracciones y fiebre desaparecerían; y que estos dos días más que se añadieron eran por precaución. La princesa Rhaenyra y el maestre Marel se preparaban para el cuidado de un omega prime, para advertir la reacción del resto. La heredera del trono no quería exponer a su hijo, y ella lo respetaba. Se portó exactamente igual cuando se enteró de la peculiar condición de Aemond, temía que el mundo lo viera como un desafío a ser derrotado.

Sin embargo, los ojitos de Lucerys eran una tentación terriblemente difícil de ignorar. Su aroma a lavanda y jazmines la invitaban a aceptar su petición, la reina Alicent buscó ayuda en su hijo Aemond. El platinado suspiró resignado a perder contra Lucerys y asintió, Alicent suponía que no tenía más decisión que tomar -Aemond lo hizo por ella.

—Entonces iremos, no se separarán de mí. —El pequeño Lucerys asintió emocionado, Aemond fue por su capa y se la puso al menor. La capa estaba impregnada del aroma a sándalo y eucalipto, lo que hizo brincar al omega de Lucerys.

La reina Alicent negó sonriente y permitió que su hijo y el pequeño Lucerys caminaran por delante. Había designado a Ser Cole a su padre, no quería al beta cerca de Lucerys. La mirada llena de placer que le lanzó al menor cuando lo encontraron seguía en su mente, difícilmente lo olvidaría. Se preguntaba si el desprecio de Ser Cole por la princesa Rhaenyra no conocía límites, si podría desconocer los límites y atacarlos con crueldad. Su corazón quería creer en el beta, en esos principios que frecuentemente pronunciaba. Mas, estaba ese instinto protector que le hacía desconfiar -por primera vez en su vida.

Prefería la guardia de Ser Arryk Cargyll, el alfa los reverenció y ofreció una distancia prudente. No se atrevió a mirar al príncipe Lucerys, esto por la territorialidad de Aemond. El platinado sujetaba al menor de la mano, miraba seriamente a los vasallos y demás escoltas con los que se topaban; mientras que Lucerys se robaba suspiros llenos de ilusión y también de tristeza de no poder disfrutar más del aroma dulzón del pequeño Lucerys -para el desagrado de Aemond.

—Todos están observándote, Luke. —Aemond susurró serio, su lobezno amenazaba con hacerse presente ante el miedo de que Lucerys se le sea arrebatado. —. Estoy tentado a llevarte a la torre más alta y custodiarte como el dragón que soy.

El pequeño Lucerys rio, inocente. —. No es necesario, Mond. Porque mis ojitos solo te miran a ti.

— ¿Así? —Aemond se giró hacia Lucerys, el menor no le mentía. Esos ojitos verdes lo miraban con adoración y admiración, su capa cubría sus rulitos y frentecita. Su aroma a sándalo y eucalipto se mezclaba con el de Lucerys, su estado de alerta se esfumó. —. Entonces brillan por mí.

—Solo por ti.

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[•] A este punto de la historia, se escribe y cobra sentido por sí sola. No deben temer, se está formando un fuerte vínculo. Que el pobre Otto cranee bien sus próximas jugadas. 👀💕

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