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1. Aemond

El rugido de Syrax resonó en todo King' s Landing, el pequeño Aemond despertó y saltó de su cama. Se puso de puntitas, fijó su mirada violeta en la vista de ciudad y esperó que el rugido de Syrax se volviera a escuchar. Tardó cinco segundos en hacer temblar las ventanas del castillo, el pequeño Aemond dio brincos de felicidad.

Su hermana le había contado sobre la valiosa conexión del jinete con su dragón, el cómo podían compartir las mismas emociones y agonías a través de su vínculo. Por lo que, su astuta cabecita no dudó en atribuir los rugidos de Syrax a los dolores de parto que posiblemente su hermana estaba sufriendo en ese momento. Porque solo esa tortura se le tenía permitido sufrir, la vida de Ser Harwin era garantía de ello. Y aunque no confiaba en el Lord Comandante, su hermana Rhaenyra lo hacía y le apostaba a su buen juicio.

De ahí que, lo citara en su alcoba hace dos lunas. Le advirtió a Ser Harwin que el único enemigo que su hermana pudiese tener y al que debía enfrentar en el momento preciso era la agonía del parto. Las nodrizas le habían informado sobre las escalas del dolor que su hermana padecería, el cómo iba a mostrar valentía junto y una aguerrida fuerza para dar a luz al pequeño Lucerys. Se lo comentó a Ser Harwin con determinación, a lo que el alfa le concedió su palabra de caballero como garantía de que mantendría ajena a Rhaenyra de cualquier peligro -salvo fuese su enfrentamiento con el parto. Al pequeño Aemond no le bastó, le exigió su vida y Ser Harwin se la ofreció.

El pequeño Aemond estaba preparado para dos situaciones: celebrar la llegada de Lucerys o cobrar la vida de ser Harwin Strong.

Su corazón lleno de ilusión ansiaba lo primero, tanto que latía con rapidez y las sonrisas se le escapaban. Estaba realmente emocionado, feliz de que el día llegara. Apenas pudo colocarse un abrigo por el cruel frío de la madrugada, quería ser de los primeros que conozcan a Lucerys -y si debía sincerarse, ser el único que lo hiciera. Su instinto era primitivo, no escuchaba las voces recriminatorias de su madre que aseguraban ser las del buen juicio. Prefería aferrarse a la ilusión de conocer al bebé que pateaba de felicidad en el vientre de su madre por solo escuchar su voz, o sentir su calidez a través de las pequeñas caricias que depositaba en el vientre de su hermana.

Para la corta y simple perspectiva de Aemond, no había nada ni nadie que lo impidiese. Ni siquiera Ser Criston Cole, el mismo caballero que apareció en su puerta y obstaculizó su camino. El beta olvidaba su lugar y a quién tenía al frente, se trataba del tercer hijo del rey y del único alfa prime en esta generación. Su casta era por encima de Cole, el pequeño Aemond se lo recordó con solo liberar sus feromonas de manera asfixiante -tal como ser Harwin le enseñó para defenderse de la abusiva manía de control que Ser Criston Cole tenía. El caballero quiso enfrentarlo, pero se abstuvo al recordar que era hijo de la reina que juró proteger.

—Si no me permite resguardar su habitación, entonces déjeme alumbrar su camino. —Ser Cole pidió, el pequeño Aemond le respondió con la absoluta indiferencia.

Ambos caminaron rumbo a la habitación de la princesa Rhaenyra, la furia que se reflejaba en el aroma de Aemond fue cambiándose por una más dulce y relajante. La emoción de conocer a Lucerys terminó por borrar la amargura que Ser Cole le provocó, pero de pronto llegó el miedo. El pequeño Aemond había recordado los riesgos que las nodrizas le enumeraron, existía la posibilidad de que el parto tuviera complicaciones y que Lucerys no naciera vivo. La simple posibilidad le hizo temblar, cerrar su abrigo y disimular ante Ser Cole. El beta no se ablandaría por su preocupación, ciertamente era un caballero vacío.

La mirada violeta de Aemond brilló cuando divisó a Ser Harwin resguardando la puerta de la habitación de su hermana, ignoró la risa falsa que ser Cole soltó. Lo castigaría después, se inventaría un accidente del que solo su padre y madre pudieran culparlo por su descuido. Ahora quería saber cómo estaba su hermana, cómo iba con el parto. Sus intenciones quedaron en el aire en el preciso instante que se escuchó el llanto de un bebé, ambos alfas se vieron y se abrazaron dichosos.

Ser Cole hizo una mueca de desagrado, ninguno de los alfas le prestó atención. Festejaban la llegada de Lucerys, Laenor -quien cargaba al pequeño Jacaerys en los brazos- se les unió a ellos. El umbral de la puerta rebozaba de felicidad, también de la impaciencia. Los hombres querían entrar, conocer a Lucerys y asegurarse de la buena salud de la madre y del cachorro. Lo que las nodrizas pudieron sospechar, ellas se aseguraron de dejar presentable a la princesa Rhaenyra y a su bebé.

Los minutos que tardaron fueron una eternidad para los hombres, el pequeño Aemond se tentaba en animar a sus compañeros en derrumbar la puerta. Pero las nodrizas salvaron la integridad de la misma cuando abrieron la puerta, les mostraron sus sonrisas y ese alivio de haber apoyado en un parto seguro. Ellas se hicieron a un lado, permitieron la entrada a los hombres y una a una se fue despidiendo. Laenor y Ser Harwin intercambiaron miradas cómplices, los dos alfas estaban enterados de la compañía y gran interés del pequeño Aemond durante el embarazo de su hermano. Que silenciosamente decidieron dejar que el primero en conocer a Lucerys fuera Aemond, se había ganado ese legítimo derecho.

Laenor puso su mano en el hombro del pequeño Aemond, el mismo que titubeaba y jugaba nervioso con sus manos. —En Driftmark, el que nombra al cachorro venidero tiene el deber y derecho de ser el primero en conocerlo.

—Y se nos ha informado que tú nombraste a Lucerys. —Ser Harwin apoyó a Laenor. El pequeño Aemond miró a los hombres adultos, quiso reconocer la mentira en sus miradas. Pero no las encontró, una sonrisa se colocó en su rostro.

—Entonces debo ser el primero en entrar. —Ambos alfas asintieron, Aemond tomó aire y se abrió paso entre ellos.

El corazón le amenazaba con salir, sus manos le sudaban y su mente se nubló al divisar a su hermana Rhaenyra sentada en el sillón de terciopelo dorado y cargando a un pequeño bebé en sus brazos. Se quedó quieto admirando el momento intimo de su hermana, podía reconocer la devoción con la que acunaba al bebé. Tristemente, no reconoció lo mismo cuando su madre dio a luz a su hermano Daeron; o tal vez, era demasiado pequeño para notarlo.

Lo cierto era que se le escapó un profundo suspiro cuando su hermana se giró hacia él y le mostró una sonrisa. Al parecer, estaba de acuerdo con la decisión de los alfas adultos en dejarlo ser el primero.

— ¿Es mi Lucerys? —Aemond preguntó temeroso de escuchar lo contrario. Su mirada violeta estaba fija en el pequeño bebé que se removía en los brazos de su hermana. Su corazón no dejaba de saltar de la felicidad, mientras que su tímido y ansioso lobezno le alentaba acercarse más. Lo hizo con sigilo, temía que el pequeño bebé se alarmara por su aroma -tal como lo hacían los sirvientes y sus hijos en el palacio.

Sin embargo, Lucerys se mantenía en calma y con los ojitos abiertos. Rhaenyra le sonrió a su bebé y luego a su pequeño hermano, le ofreció sentarse a su lado. Aemond no vaciló en obedecerla, pudo sentir cómo su corazón se derretía al tener la imagen del bebé tan cerca. Era precioso, su piel lechosa y tan suave, sus ojitos eran de color verde -un verde que podría jurarse ser el de las piedras más preciosas que se escondían en las cuevas donde anidaban los dragones libres.

— ¿Puedo cargarlo? —Fue la petición que su corazón y su pequeño lobezno coincidieron. Temía a la negativa de su hermano, no había practicado en cómo cargar a un bebé. Ni siquiera consideraba tener la fuerza para hacerlo, solo era un deseo tan puro y lleno de inocencia.

Que Rhaenyra no pensaba negárselo. —Es tu legítimo derecho, mi príncipe.

Con la ayuda de la nodriza que la atendió en su primer embarazo, Rhaenyra guio a su hermano para poder cargar a Lucerys. Aemond atendió cada indicación, mientras que su corazón se desenfrenaba en la felicidad. Una que estalló y lo hizo sonreír de oreja a oreja cuando su hermana dejó a Lucerys en sus brazos, lo sentía tan pequeño y frágil. Sus manitas y piernitas se movían traviesas, sus ojitos parpadearon y Aemond juró que le dedicó una sonrisita. Lo que le animó a juntar sus frentes con suma delicadez, y con la cercanía, pudo percibir la dulce combinación de lavanda con jazmines -era un aroma tan sofisticado, tan reconfortante.

Inconsciente, sus propios ojos se cerraron para mostrarle un campo lleno de narcisos que era adornado no solo por el despejado y hermoso cielo, sino por un castaño que reía y se perdía en cada rodada que hacía en el campo. Pudo verse seguirlo, llamándolo y pidiéndole que se detuviera. Demoró en alcanzarlo, el castaño carcajeaba travieso y su mirada brillaba como el sol se reflejaba en los narcisos. Solo teniéndolo nuevamente cerca pudo reconocerlo, esos ojos verdes solo le pertenecerían a una sola persona: A Lucerys.

"Su Lucerys".

Aemond abrió los ojos, miró al pequeño Lucerys en sus brazos quedándose dormido. Quiso preguntarle a su hermana si también vio el mismo campo de narcisos, si pudo divisar a Lucerys de joven. O si al menos había detectado el aroma que le llevó a esa vista, pero su hermana parecía concentrada en la conversación con su esposo y Ser Harwin.

Su pecho se infló de orgullo; el pequeño Lucerys no solo lo escogió como su favorito desde el vientre de su hermana, sino también se reveló ante él. Y quizás él no entendía con exactitud lo que significaba, pero su lobezno lo hacía y le ordenaba aferrarse a Lucerys -quitándole toda oportunidad a Laenor o a ser Harwin de cargarlo.

—Sus brazos se cansarán, mi príncipe. Permítanos ayudarlo y conocer también al pequeño Lucerys. —Aemond soltó un leve gruñido, ser Harwin alzó ambas manos en inocencia. Mientras que, Rhaenyra y Laenor reían como consentían a Jacaerys -quien también tenía curiosidad por conocer a su hermanito.

—Parece que Jacaerys también quiere cargarlo. —Laenor comentó, su hijo se removía inquieto y se inclinaba hacia donde estaba Aemond junto con Lucerys.

—No, no puede. Es pequeño, puede soltarlo. —Aemond pegó a Lucerys a su pecho, soltó sus propios feromonas para evitar que el pequeño Jacaerys se lanzara contra ambos.

Rhaenyra acarició los cabellos platinados de su hermano y asintió, su primogénito tenía apenas tres años. Los ojos almendrados de Jacaerys admiraban a su hermanito como un juguete nuevo, no como el bebé delicado al que Aemond cuidaba. 

—Tiene razón, Jacaerys aún no puede cuidar de él.

—Tampoco necesita, Lucerys me tiene a mí. —Los tres adultos se vieron, admiraban la determinación de Aemond. No había duda de que las descripciones en los libros de la Antigua Valyria sobre los alfas primes no podían hacerle justicia a su hermano. Porque era igual de pequeño que su hermano o su sobrina, pero la firmeza y determinación con la que actuaba le aumentaba años.

Rhaenyra rezaba a Los Siete por mantenerlo a su lado, por la aún falta de interés de Alicent sobre su hijo. Pues, así se le permitía conocerlo y tratar de guiarlo -antes de que las hienas de la corte se centren en él, en su casta y lo peligrosa que podía representar en las manos incorrectas.

Su hermana lo quería a salvo, lejos del veneno y odio que se respiraba en el palacio. No olvidaba ni tampoco lo haría lo que Aemond le significaba, el milagro de su amistad con Alicent.

—Mientras así lo desees, nadie te quitará ese derecho, mi príncipe. —Rhaenyra besó la cabeza de su pequeño hermano, obligando a su esposo y Lord Comandante ser pacientes.

El pequeño Aemond soltaría a Lucerys una vez que sus brazos se cansen, o finalmente sienta que los alfas eran dignos de confianza para sostener al bebé. Lo que ocurriese primero esperaba que fuera antes de tener a la reina Alicent en sus aposentos, podía manejar el ambiente sin intrigas de quien alguna vez fue su amiga.

Pues su segundo hijo no tenía el cabello platinado, o los ojos violetas.

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