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»of mysteries and memories







                    Cuando Helena Silverstone recobró la conciencia, ya no estaba en medio de las calles sucias de Londinium, tampoco era de noche. La luz del sol brillante se colaba por una ventana que estaba a su izquierda y ella se encontraba recostada sobre algo blando, una cama. Por un momento quiso volver a cerrar los ojos y entregarse al sueño que su cansado cuerpo le pedía, pero al recordar todo lo que sucedió la noche pasada, aquella tranquilidad fue reemplazada por tensión y cautelosamente se levantó de la cama.

Todos los huesos y músculos de su cuerpo protestaron ante el movimiento. Sentía como si cientos de caballos que le hubieran pasado por encima, aunque nada de eso se comparaban con el increíble dolor que azotaba su cabeza en esos momentos. A medida que era más consciente de sus alrededores, más fue recordando lo sucedido hacía horas, donde pudo haber jurado que se había visto a sí misma a distancia, desde algún punto de la calle, completamente diferente a su natural perspectiva.

Lo que había visto, había sido a ella misma, retorciéndose en su cuerpo y caer de rodillas, luego fue cuando volvió a ver el suelo ante ella y sus manos apoyadas en él. Había sido una sensación demasiado extraña, como si por un momento hubiera habitado el cuerpo de alguien más y otra persona se hubiera apoderado del suyo de igual manera. Si no estaba completamente loca, al menos eso respondería a las razones por las cuales siente su cuerpo vuelto nada.

Soltó un pesado suspiro y se estiró en su lugar. El cansancio seguía presente, pero primero debía alejarse de ahí lo más pronto posible.
La habitación en la que se encontraba no era muy diferente a la suya devuelta al orfanato. La diferencia recaía en que ninguno de los objetos que se encontraban allí le pertenecían. Ni siquiera sabía muy bien en dónde estaba parada y aquello, le recordó mucho a la primera vez que fue perseguida por los Soldados Negros, hacía algunos años atrás, días en los que apenas y tenía una mínima experiencia para robar y poder subsistir en la civilización. Aunque en realidad recordaba más las veces en que Arthur siempre parecía saber cuándo y dónde necesitaba ayuda, sin importar las veces que ella lo llegara a negar.

La ayuda de aquel hombre siempre había sido oportuna, pero Helena no creía ser capaz de admitir aquello en voz alta, ni siquiera para sí misma.



10 años antes.


Una Helena de dieciocho años recién cumplidos corría por las diferentes calles y callejones, mirando detrás de ella a cada rato, comprobando, lastimosamente que, unos cuantos Soldados Negros seguían tras ella, cada vez más cerca.
Resopló, sintiéndose cansada y molesta. Había hecho todo bien, si no fuera por los curiosos mirones que estuvieron justo allí, solo para arruinarle el trabajo. Todo el esfuerzo que había aportado a ese día se estaba yendo a la basura en tan solo minutos.

Al cruzar por una esquina, casi llevándose consigo a una mujer de edad, llegó frente a un callejón sin salida. Agitada, dio media vuelta para salir a la vez que agarraba con más fuerza las monedas en una de sus manos, pero los soldados estaban demasiado cerca, listos para atacar y no perdonar bajo ninguna circunstancia.
Así eran como se manejaban en la actualidad las cosas en Gran Bretaña: el fuerte sobrevivía, mientras que el más débil perecía si no era astuto. Los impuestos eran ridículamente altos, a pesar de la obvia pobreza que azotaba las calles, dándole más de lo que ya tenía al rey, el cual no hacía nada, ni volteaba a la cara a ver el sufrimiento de su pueblo. Solo se preocupaba por construir una inútil torre, a pesar de las tantas que ya había en Camelot.

Era sencillo odiar a los soldados, sin embargo estos seguían reglas, así que era más efectivo odiar al monarca, cosa que no era el mayor secreto. De hecho, iferentes grafitis pintaban algunas paredes de piedras de los lugares más concurridos, recordando al rey Uther y el legado Pendragon.
Siempre se corría el rumor de que pronto llegaría el legítimo rey a reclamar lo que por derecho de nacimiento le pertenecía. La corona.

A Helena le agradaban los cuentos, pero le faltaba mucho para poder creer en ellos.

—¡Ya te vi, ladrona! —Exclamó uno de los soldados. Muchas veces era normal que apenas fueran unos muchachos entrando en la madurez.

—Mierda... —susurró con la mandíbula tensa, removiéndose sobre sus pies, sin escapatoria.

De un momento a otro, una mano se cerró sobre su brazo izquierdo y tiró de ella hasta hacerla entrar en aquella casa ajena que encerraba el callejón. La primera reacción de la muchacha había sido golpear a quienquiera que se hubiera atrevido a llevarla consigo de esa manera, pero al distinguir el característico cabello de Arthur, su cuerpo se relajó de inmediato, pero su ceño seguía fruncido.

—¡No me vuelvas a asustar así! —Se quejó en susurros.

Sin embargo ella solo recibió de respuesta una sonrisa ladeada por parte del rubio, que todavía no la soltaba.
Juntos se movieron con agilidad por el lugar, ignorando las miradas sorprendidas de los habitantes, y salieron a la calle al otro lado, donde no había ningún callejón encerrado. Todas esas calles ya eran muy conocidas por Helena, por lo que supo que el muchacho de veintiún años la dirigía hacia el prostíbulo donde vivía. En realidad no le sorprendería si caminara con los ojos cerrados, pues siempre parecía ser que llegaría a ese lugar sin problema alguno.

Volvió a mirar hacia atrás, queriendo asegurarse una vez más que no estaban siendo seguidos.

—Ya los perdimos, Helena —habló Arthur al percatarse de las constantes miradas de la castaña hacia el camino que marcaban.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —Preguntó, siguiéndole el paso apresurada. A pesar de que Helena era ágil sobre sus pies, las largas piernas, junto a las zancadas del rubio, no era fáciles de igualar.

—Tu confianza en mí flaquea incluso cuando te estoy ayudando —comentó, posando su otra mano sobre su pecho, solo para exagerar las cosas.

Helena torció los ojos, prácticamente trotando a un lado del joven.

—El drama no es lo tuyo, Arthur.

El nombrado soltó una pequeña risa, a la vez que se detenía y consigo se llevaba a Helena, contra una pared de piedra, todo con tal de evitar a los Soldados Negros que rondaban las calles del puente. O al menos de eso se quería convencer ella, mientras sentía su respiración agitada, a comparación de la del ojiazul, el cual la tenía pareja. Siempre portaba un aire relajado, pero la castaña sabía de sobra que las palabras dichas por Arthur siempre llevaban una amenaza o advertencia casi imperceptible, para cualquiera, menos para los que lo conocían.

—Supongo que Gilbert se quedó atrás.

—Gilbert siempre se queda atrás —contestó devuelta malhumorada, asomándose un poco por la esquina, pero siendo detenida de inmediato por Arthur, quien la atrajo de nuevo hacia sí.

—Paciencia... —Le recordó, a pesar de saber lo fácil que Helena se podía exasperar. Característica que aprendió de ella pronto.

—Sí, sí, como sea —continuó quejándose, removiéndose en su lugar. Quedarse quieta no era lo mejor logrado de la castaña.

Arthur negó con suavidad con su cabeza y agachó la mirada, con una suave sonrisa en su rostro. ¿Cuántas veces, a lo largo de los últimos seis años había ayudado a esta chica? La verdad era que ya había dejado de contar hacía rato. No era porque esperara algo a cambio, tampoco porque quería llevarse alguna parte del botín que la chica tomara, pues él tenía los suyos propios; solo sentía y quería hacerlo.

No era secreto que él tenía su propio grupo callejero que trataba diferentes casos de negocios, sencillos, pero efectivos.
Que tenía a la mitad del Ejército Negro que rondaba las calles del pueblo en sus bolsillos y que, controlaba la mayoría de cosas que entraban de contrabando en el puerto, además de cuidar a las chicas del prostíbulo como su forma de agradecimiento, por ellas haberle dado un hogar a él. Tenía sus propias cosas sobres las que preocuparse, pero aceptaba que una de esas preocupaciones siempre sería Helena Silverstone.

Cuando él mismo se asomó por la esquina, ignorando con libertad la mirada de reproche que la castaña mandó en su dirección, pronto vio que ya no había obstáculos, así que volvieron a caminar.

—Y... ¿qué fue esta vez? —Preguntó con casualidad, a la vez que los dos se movían con suavidad entre la gente que también caminaba por las estrechas calles del puente.

Esos espacios, a esas horas del día, eran bastantes concurridos, no solo por las tiendas y bares, sino también por el lugar al que se estaban dirigiendo.

El rubio volteó a ver a la muchacha al no recibir respuesta. Notó de inmediato que su expresión malhumorada había cambiado por una más triste y pensativa. Ya no se veía como la Helena que conocía, la que no agachaba la mirada y siempre se negaba a que la ayudaran, a pesar de que en verdad llegara a necesitarlo. Ahora parecía algo ausente, sumida en sus pensamientos, por lo que decidió no volver a preguntar nada más, deduciendo que quizá habría tenido alguna mala noche.

Tampoco era secreto que ella y Arthur tenían algo más en común: pesadillas. Era un tema que lo unía bastante, pero que no era conversado con constancia, por no decir nunca. Él tenía sueños extraño de imágenes inentendibles, casi borrosas y en diferentes órdenes, mientras que las pesadillas de Helena solían ser más concretas, pero no por eso quería decir que ella las entendiera en su totalidad.

Cuando estuvieron al frente de las puertas dobles de madera, pintadas de color rojo, con unos viejos candelabros colgados a lado y lado, el rubio las empujó e ingresaron a la gran casa. En el interior de esta habían parejas, varias de las mujeres sentadas sobre el regazo de algunos hombres, sus prendas de vestir eran unos bonitos vestidos, con telas delicadas y colores claros y llamativos, aunque a su vez dejaban mostrar bastante piel para atraer su clientela. Las muchachas que trabajaban ahí eran amables, se solían cuidar entre todas. Solo eran otras mujeres tratando de hacerse una vida en Londinium, donde las oportunidades eran escasas.

Evitando cualquier otro hombre que no fuera Arthur, Helena le siguió el paso a través del lugar. Se estaban dirigiendo a la parte trasera del prostíbulo, donde quedaba la cocina y un espacio que hacía las veces de administración, hasta que se toparon con una linda chica de ojos claros llamada Lucy.

—¡Arthur! —Saludó la joven con una amistosa y radiante sonrisa. Cuando su saludo fue devuelto, continuó hablando —. Espero no estés muy ocupado, podríamos necesitar tu ayuda... —anunció algo apenada.

—¿Qué sucede, Lu? —Preguntó el rubio de inmediato, soltando finalmente el brazo de Helena para acercarse más a la otra joven.

—Jazmín está arriba y...

En vez de que Helena se quedara a escuchar alguna mala noticia que le recordaba y le hacía agradecer que, de cierta manera ella no había terminado trabajando en ese negocio, prefirió recostarse contra la pared y esperar a que el rubio volviera a su lado. Sabía que él se encargaría de inmediato de cualquier problema que se presentase bajo ese techo, pues él parecía haber hecho una promesa silenciosa de proteger a las personas del prostíbulo, sobre todo a las chicas. Forma de agradecerles por haberlo acogido cuando era tan solo un infante.

Arthur se volteó y buscó con la mirada a Helena. Pronto la encontró a un lado, recostada contra la pared y cruzada de brazos. La castaña asintió en su dirección, comprendiéndolo por completo y con eso, él se retiró escaleras arriba.

Helena admiraba el instinto protector que tenía el muchacho hacia las personas que de verdad le importaran, pues él no dudaba en meterse en problemas, con la única meta de que se le hiciera justicia a quien creía que se le debía. Aquel continente necesitaba más personas que lucharan por los demás, que defendieran a los que no podían protegerse; que fueran la voz de la mayoría, sufrida y doliente.

¿Quién sería mejor que la persona que reconocía y compartía sus molestias y dolores?



Actualidad.


—¿Sabes quién soy? —Preguntó una mujer detrás de Helena, sobresaltándola.

La castaña había estado observando el exterior a través de la pequeña ventana, pero se volvió con rapidez y fue a por su navaja, pero su mano solo encontró aire. Aquello la molestó de inmediato.

—¿Dónde están mi daga y espada? —Inquirió, comenzando a enojarse. Al menos su capa todavía permanecía con ella.

—Las tendrás devuelta cuando estemos seguros de que no las usarás en nuestra contra —esta vez habló un hombre, ingresando también a la habitación.

Era de piel bastante morena, ojos cafés oscuros, casi negros. Su barba era negra, pero varias canas estaban ya presentes. Su postura era firme y segura, sus ojos críticos, haciendo que la joven recién despierta se sintiera de repente intimidada ante su presencia, aunque eso no detuvo sus respuestas.

—Creo que no me podrían juzgar si las uso... después de todo ustedes... me raptaron.

Una sarcástica risa salió de los labios del hombre mayor.

—Esa es una grave palabra, niña. No te estamos reteniendo —habló y se encogió de hombros.

—Muy bien —aplaudió Helena y comenzó a caminar hacia donde estaban los dos conocidos —. Ya que no estoy atrapada, dudo que ustedes sean soldados y que no me interesa permanecer más tiempo aquí, me iré.

Dicho eso trató de abrirse espacio, pero fue detenida de inmediato.

—Sabemos que los Soldados Negros te buscan —anunció la mujer de piel pálida y ojos cansados.

Helena se tensó una vez más, apretó los labios y miró a la mujer directamente a los ojos.

—No dejaré que me entreguen —sentenció con voz dura.

—Al contrario —contestó el hombre —. Necesitamos que te unas a la Resistencia —soltó de repente.

Una risa exagerada y sarcástica no tardo en interrumpir el silencio que se había formado en esos momentos. Helena se agarró el estómago mientras intentaba controlar su respiración y su pequeño e improvisado ataque de risa. Jamás se uniría a la Resistencia, habían demasiadas muertes de ese lado y ella no esperaba ser una de ellas. El Ejército, hasta el mismísimo rey, se encargaba de cazar a las personas que formaban parte de esa causa.

Solo necesitaba esconderse en otro lugar hasta que las aguas se calmaran alrededor del orfanato. Esperaba que Gilbert y Clarisse se encontraran bien, junto a los otros niños. Eso era lo único que le importaba y necesitaba en su vida. Tal vez algún trabajo más 'digno', pero una mujer que venía de las calles no podía conseguir mucho más. No era la primera vez que debía mantenerse con un perfil bajo, pero sí era la primera vez que debió buscar estadía en otra parte que no fuera en el prostíbulo.

—Espero que ya hayan terminado con sus bromas, para así agarrar mis cosas e irme lejos de aquí —habló con seriedad, luego sonrió con ironía —. Prometo fingir que jamás los vi.

—¿Sabes qué significa esto? —Preguntó la mujer de cabellos oscuros, alzando una hoja desgastada y amarillenta, ignorando por completo el tema de conversación anterior.

En dicha hoja vieja, había un dibujo de un símbolo que Helena reconoció al instante. Era el dibujo de su broche familiar.

Por mero instinto se llevó su mano hacia su capa y se arropó más con ella. Aquel broche lo había dejado en la tumba de su madre cuando Gilbert la llevó a las afueras de Londinium, donde se decía que enterraban a los que no tenían hogar. Era claro que no comprendía cómo es que su madre habría terminado allá, o si alguien se encargó de eso, el caso era que, ese broche estaba enterrado junto a la persona que le pertenecía.

Ocultó lo mejor que pudo su sorpresa y miró a la mujer directamente a los ojos, para simplemente encogerse de hombros y negar con la cabeza. Lo único que quería hacer era irse de ahí, pues no le agradaba en lo absoluto que aquella pelinegra tuviera en su posesión aquel dibujo; solo le traería problemas, lo presentía.

—Está bien, puedes irte —cedió el hombre, haciéndose a un lado para dejar pasar a la ladrona —. Tus cosas están abajo sobre la mesa de carpintería.

Sin embargo la mujer de ojos mieles no parecía lista para dejarla ir.

—Estás mintiendo —declaró con severidad para después interrumpir el camino de Helena, quien dejó salir un bufido exasperado —. ¿Sabes quién soy? —Volvió a preguntar.

—¡No tengo ni la más mínima idea, por favor! —Exclamó alzando los brazos —. Tu amigo ya me dejó ir, será mejor que le sigas la corriente, o no dudaré en salir de aquí a la fuerza.

—Eres Helena Silverstone, parte del clan Silverstone, heredera de la marca. ¿No es así? —Cuestionó la mujer con increíble firmeza.

Primero se quedó callada, luego repitió en su cabeza esas mismas palabras y frunció el ceño. Aquella pálida joven conocía demasiado sobre un pasado que Helena había decidido impedir que la determinara.

El clan Silverstone había sido cazado y destruido por los Soldados Negros muchísimos años atrás, cuando ella todavía era una pequeña niña. Ni siquiera tenía recuerdo de ello. Admitía que sentía demasiada curiosidad por la información que la otra poseía y que ella, al parecer desconocía, puesto que nunca en su vida escuchó algo sobre heredar una marca. Desde que ella y su madre llegaron a Londinium, nunca volvió a escuchar algo más de los Silverstone, ella tampoco preguntó, puesto que apenas recordaba eso.

—Creo que me acaban de hablar en otro idioma... —Susurró con molestia pintando su tono de voz. La curiosidad no llevaba a nada bueno —. Escucha —habló normal, mirando a la otra mujer directamente a los ojos —, no comprendo nada de lo que estás hablando y, creo que todos estamos perdiendo nuestro preciado tiempo, ¿verdad? —Preguntó volteando a ver al hombre, quien asintió, de acuerdo con sus palabras —. Será mejor que me dejen tomar mis cosas y yo me largo de aquí, no sin antes pedirles unas cuantas provisiones. Ya saben, por el mal momento que me han hecho pasar. —Terminó con sorna y cruzándose de brazos.

El hombre volvió a asentir y se comenzó a retirar, sin embargo, la muchacha parecía que no querer rendirse, pues lo detuvo y dirigió una de sus manos hacia algún bolsillo que guardaba la capa, de igual color azul, solo que un tono más oscuro y una tela más lisa. De ahí, saco un puñado de tierra y piedras y se las extendió a Helena.

La castaña observó confundida, pero pronto, una extraña energía pareció calentar las yemas de los dedos de sus manos, al igual que un calor extraño e inesperado se hizo presente en su anatomía. Sin tener verdadero control sobre lo que hacía, acercó una de sus manos hacia el puñado y, ante sus incrédulos ojos, solo las piedras grises se alzaron de la tierra, entre más cerca estaba ella de tocarlas.

Asustada e impresionada, volvió sus ojos hacia el hombre y la mujer, pero pronto se sintió exageradamente cansada y sus ojos se cerraron de inmediato, dejándose caer al vacío.

—Te dije que era ella —habló la mujer, volteando a ver al moreno.











Bueno... siento que salió algo más largo de lo esperado, pero de igual manera (y como siempre) espero que les haya gustado (:
Estoy muy emocionada por contar el pasado y la relación de Helena y Arthur *-* para que así puedan entender la actual también xddd

Aquí se han revelado cosas bastante interesantes :o ¿alguna idea de lo que pueda llegar a suceder? Porque de ahora en adelante se vendrán muchas sorpresas, ahora que Helena se ha reunido con cierta de gente que apoya la Resistencia y la quieren a ella ahí.

Disfruten las historias y el ambiente sano mientras puedan JAJAJAJAJ

¡Feliz lectura!






a-andromeda

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