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»of memories and escapes

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18 años antes.


                    Para Helena, tener diez años y caer en la desgracia de la pobreza era, sencillamente, el fin de su pequeño e infantil mundo.

La sociedad y el estilo de vida sobre el que se movía Londinium, no era amable para las almas jóvenes, o en realidad para cualquier otra persona a la que la suerte no acompañaba.
Eran situaciones precarias, que construían su día a día sin cesar, sin detenerse. La codicia llenaba la mente y el corazón de las personas de manchas negras y eso, lo tuvo que aprender a muy temprana edad, en el tiempo en que ni una sola mano amiga se presentó ante sus ojos. En el momento en que los civiles solo veían a una niña que no tenía futuro y que era mejor no voltear a ver siempre.

Cuando Helena debió haber estado jugando con otros niños, se encontraba a sí misma en la plaza mendigando, ya fuera por un pedazo de pan o una moneda, para llevar devuelta al callejón que se había vuelto su hogar junto a su madre. Cuando Helena debió aprender siquiera a leer o comprender las palabras escritas, estuvo acobijando a su moribunda progenitora en las noches de más frío, hasta que no lo tuvo que volver a hacer.

Fue una madrugada de invierno que la sacó de la inconsciencia y trajo a la castaña niña de grandes ojos, devuelta a la realidad. Se había quedado dormida en su lugar de siempre, contra la dura e irregular piedra de alguna casa, en el callejón que ella misma se había atrevido a llamar hogar. Estaba acobijada con la tela de la pesada capa azul que la acompañaba desde que tenía memoria, desde mucho antes de que ella y su mamá pararan en las desgraciadas y ocupadas calles de Londinium.

El cuerpo pequeño de una niña de diez años se removió entre las telas y se incorporó, estirando el cuerpo adolorido e incomodado por la dureza de la piedra, decorado de suciedad gracias al polvo de las calles. Se sacudió como pudo sus harapos desgastados y llevó sus ojos pardos hacia los de su madre, encontrándola todavía con los orbes cerrados, quieta en su lugar. Aquello extrañó a Helena, pues su mamá siempre había sido la primera en despertar, a pesar de estar increíblemente enferma.

Sin dudarlo otro segundo, se acercó al cuerpo de su progenitora y posó sus pequeñas manos en el rostro maternal, sin embargo se horrorizó al sentir una piel áspera, dura al tacto e increíblemente fría. Ella era consciente del frío invierno que se aproximaba, pues venía temiéndolo todo el año, esperando que para ese entonces, estaría bajo un techo junto a una chimenea cálida.

—¿Mami? —Susurró arrodillándose a un lado de la mujer pálida y sin vida —. Estás congelada... podemos compartir mi capa si quieres.

Sin esperar respuesta, Helena extendió aquel material de pesado algodón sobre sí misma y sobre su madre y se volvió a acostar a un lado, esperando ansiosa el momento en el que esta abriría sus ojos y la mirara directo a los suyos. Un 'buenos días' y un beso en la frente fue lo único que esperó el resto del día; pero nunca más obtuvo respuesta.

Cuando ya era bien entrada la mañana, las personas comenzaron a llenar las calles de la ciudad. La mayoría de ellas portaban prendas más pesadas, acorde con el clima, llevaban sus bolsos y canastas llenos de frutas, verduras, legumbres, casi rebosando, pues se estaban preparando para el invierno, mientras que Helena seguía acurrucada contra el cuerpo de su madre, viendo pasar el mundo ante sus ojos apagados, sin esperanza de ver un mejor mañana.

En el momento en el que decidió volver a cerrar los ojos, ignorando el frío y el hambre que azotaban sin piedad su tembloroso cuerpo, un tirón brusco e inesperado le arrebató la capa con la que se estaba acobijando. Abrió los ojos asustada y llevó su mirada hacia el intruso, el cual la veía con la tela azul entre sus manos y los ojos abiertos, como si no hubiera esperado encontrarse con alguien bajo el algodón.

—¡¿Qué crees que estás haciendo?! —Exclamó enojada, levantándose del suelo —. ¡No tomes lo que no te pertenece!

Y dicho eso, se acercó al niño de cabellos rubios y tomó de vuelta su capa, con la misma fuerza que este se la quitó en un principio. Luego, sin importarle nada más, comenzó a organizarse en su anterior lugar, antes de que el extraño niño irrumpiera en su tranquilidad.

—¿Te vas a volver a acostar ahí? —Preguntó incrédulo.

Helena lo volteó a ver molesta.

—Claro que sí. Es mi mamá. —Contestó antipática.

El niño, de no más de trece años, tragó saliva y se removió en su posición, sintiéndose de repente incómodo y fuera de lugar. Sus ojos azules se pasearon por todo el callejón, encontrando varios objetos que parecían pertenecer a aquella niña de ropas sucias, gastadas y cabellos enmarañados. Se impresionó aún más al notar los tonos azules que pintaban la piel, ya pálida de la mujer que supuestamente era la madre de esa chiquilla. No tardó en comprender que esa mujer ya había abandonado el mundo de los vivos hacía rato.

—Te puedo ayudar a encontrar refugio para el invierno —soltó de repente.

Helena alzó su cabeza y lo observó sospechosa. Nunca nadie antes le había hecho una propuesta tan amable, era fuera de lo común, placentera y bienvenida.

—¿Mi mami puede venir conmigo?

El rubio volvió a tragar saliva y miró al suelo, no sabiendo bien cómo contestar a aquella inocente pregunta.

«»                    A sus trece años, había estado viviendo en el prostíbulo, recibiendo el cariño y el cuidado de las chicas que trabajaban allí. Estaba muy agradecido por ello, pero así mismo como tenía una cama y comida, comprendía las atrocidades de la sociedad, quizás no en su totalidad, pero sí más de lo que esa niña parecía comprender en esos momentos.

Sabía de primera mano la crueldad de los Soldados Negros, la malicia de los adultos y la violencia que se respiraba en las calles de Londinium. Pero él se había aprendido a mover cada vez más, siendo noqueado una y otra vez, pero siempre se levantaba, una mano femenina le curaba sus heridas y él seguía creciendo.

¿Pero esta niña a quién tendría ahora?

—Es un lugar solo para los niños —trató de explicar —. Es una señora que le da hogar y alimento a todos los niños perdidos de aquí.

—Pero yo no estoy perdida —comentó arrugando la nariz en confusión —. Aquí está mi mamá.

Primero hubo un silencio, luego el niño se atrevió a hablar nuevamente.

—Pero tu mamá se quedó dormida para siempre.

Así fue como Helena comprendió la muerte por primera vez.
La describía como un sueño profundo y eterno del que nunca volverían las personas cuando les llegara el momento. A su mamá le llegó el momento, solo que a ella le hubiera gustado saberlo, que le avisara por lo menos, para poder despedirse y recibir un ansiado abrazo.

A la tierna edad de diez años, tuvo que dejar el cuerpo inerte de su progenitora atrás. Dejar atrás la vida que era conocida para adentrarse a una que sería relativamente mejor, pues siempre creía que mientras hubiera un lugar para dormir y alimento que caer en su estómago, estaría bien.

El niño rubio de ojos azules la llevó por las calles, hasta que pararon frente a unas puertas dobles de madera oscura, algo desgastadas, pero que se sabían bien cuidadas. Estaban lejos del ajetreo del mercado y del puente, así que a los alrededores se respiraba una extraña tranquilidad, una que Helena no sabía que existía.

—¿Aquí vives tú? —Preguntó Helena, volteando a ver al niño.

—No, yo vivo en otro lugar, que queda por el puente —aclaró con rapidez y tocó las puertas cuatro veces —. Eso es todo. Solo tienes que esperar por la señora Clarisse y ella te dejará entrar.

Cuando le terminó de indicar, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el centro de Londinium, donde decía que estaba su hogar, pero la niña lo llamó, deteniéndolo a medio paso.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Arthur, pero mis amigos me dicen Art.

—Soy Helena —sonrió la niña y luego miró sus zapatillas dañadas, sintiéndose apenada de repente —. Gracias Art.



17 años antes.


La primera vez que Helena conoció a Arthur, fue tristemente el mismo día en el que murió su madre. Recordaba todo a la perfección, lágrimas todavía se acumulaban en sus ojos al rememorar aquel primer día de invierno. Cuando Arthur la dejó ante las puertas del orfanato, Clarisse fue la señora que le dio la bienvenida y la acogió bajo su techo. Aquella mujer terminó siendo el alma caritativa que tanto había esperado Helena desde su llegada a Londinium, era todo lo que había deseado, era todo lo que cualquier otro niño que vivía en terribles condiciones merecía.

En los días en los que comenzó a robar para ayudar en el orfanato y así todos poder subsistir, fue cuando se relacionó al fin con Gilbert, otro muchacho huérfano que había llegado dos años antes que ella. En un principio, la presencia del otro los traía sin cuidado, pero cuando comenzaron a ser cómplices y a compartir aventuras, cubriendo al otro de sus travesuras, una fuerte y leal amistad se consolidó en aquellas dos revoltosas almas.

Gilbert compartía aquella visión sobre el mundo que tenía Helena y la apoyó. Gilbert había aprendido a conocer a Helena más de lo que ella creyó conocerse y viceversa. Gilbert estuvo ahí cuando, pasado un año de la muerte de la progenitora de la niña de cabellos castaños desordenados, la abrazó y dejó que llorara el día entero en su hombro y luego compartió sus propias memorias sobre sus padres.

Encontraron algo más en común y que compartían.

Desde que Helena Silverstone comenzó a vivir en el orfanato, junto a Clarisse, Gilbert y otros niños, no volvió a ver a Arthur, como si la mismísima tierra, o Londinium se lo hubiera tragado por completo, sin dejar rastro. La ausencia de ese niño de cabellos rubios y ojos de azul puro, no restaban ni un ápice de la inmensa gratitud que ella sentía hacia él; aunque tenía que admitir que todavía le picaba que en un principio hubiera planeado llevarse su capa azul.



16 años antes.


Al segundo aniversario de la muerte de su madre, Helena decidió ir al centro de la población, al callejón que había resultado siendo su hogar antes del orfanato, clamándole a Gilbert que estaba lista para observar una vez más aquella etapa de su vida que tanto la había marcado. Su fiel amigo, conociendo el temperamento malhumorado que atacaba a Helena cuando no le seguían la corriente, la acompañó sin decir otra palabra, estando listo para agarrar su mano y salir corriendo de ahí si llegase a ser necesario.

Él sabía que no importaba cuántos años pasaran después de la pérdida de un ser querido, el dolor seguiría presente para siempre, volviéndose hueco, pero constante, insistente.
Su propio padre había sido perseguido y dado de baja por el Ejército Negro. Gilbert no lo vio suceder, pero su mamá fue la encargada de explicarle por qué estaban abandonando su granja y la razón por la que su padre no iría con ellos. No tuvo que enterrar a su papá, pero sí tuvo que enterrar a su madre, quien fue víctima de una peste que azotó a la mayoría de granjeros de ese sector de Gran Bretaña.

Corrió lejos de la vida campesina que conocía, esperando poder olvidar lo malo y conservar los buenos recuerdos, de su familia, de su hogar y de sus animales.

Sabía que Helena no había vuelto a ese callejón, esperando poder olvidar también, pero el dolor no era misericordioso con sus víctimas y demandaba ser sentido a toda costa.

Cuando ambos amigos estuvieron frente al callejón, Helena tomó con fuerza la mano de Gilbert y este se la apretó, queriendo transmitirle todo su apoyo y fuerza, todo lo que necesitara en ese momento. Con un profundo respiro, se adentraron entre aquellas dos viejas casas.

Helena no sabía muy bien con qué se iba a encontrar. Por un momento se volvió a sentir de diez años y en su zona cómoda, pero entre más cerca estaba, el vacío se hacía más grande. En esa pequeña calle no había ni un solo rastro de que dos personas hubieran hecho de ese lugar su hogar. Creyó por un segundo que vería el inmóvil cuerpo de su madre, pero solo encontró suciedad, malos olores y soledad.

Sin perder otro segundo, se agarró a llorar en el hombro de su amigo, queriendo sacar toda su frustración y dolor en las lágrimas que brotaban de sus expresivos y grandes ojos pardos.

—¿Por qué has vuelto? —Preguntó alguien detrás de los amigos. La voz sonó rara, haciendo la transición de una voz infantil a una más gruesa y profunda.

Helena se despegó de Gilbert para voltear a ver a la persona que les estaba hablando. Su joven corazón pegó un salto al encontrar de pie, a unos pocos pasos de ella y de Gilbert, a Arthur.

—¡Arthur! —Exclamó emocionada, a pesar de que lágrimas amargas todavía se resbalaban por sus mejillas —. No creí que volvería a verte.

El rubio lucía ligeramente diferente. Era más alto, tenía una posición más firme en su cuerpo y los rasgos aniñados de antes, estaban comenzando a desdibujarse, para dar paso a un rostro más masculino, indicios de la primera madurez.

—¿Por qué has vuelto? —Repitió la pregunta.

—Si tú eres ese Arthur —comenzó a hablar Gilbert, dando un paso al frente, hacia el nombrado —, entonces sabrías perfectamente la razón por la que Eli está aquí.

—¿Quiénes son tus amigos? —Preguntó Helena curiosa, ignorando el pequeño altercado de miradas que se había formado entre su mejor amigo y el rubio, para centrar su atención en los otros dos chicos que estaban a ambos lados de Arthur.

—Él es Tristán, alias Wet Stick —señaló al moreno, el cual esbozó una sonrisa amistosa —, y él es Back Lack —el último parecía ser un poco más gruñón, sin embargo asintió con la cabeza, observando a Helena y a Gilbert —. Y claro que sé qué tanto significado esto para Helena —Continuó hablando, ahora dirigiéndose al amigo de la mencionada —, pero no debería estar aquí.

—¿Ahora me dices qué debo hacer? —Preguntó Helena, un poco berrinchuda y cruzándose de brazos.

Pero Arthur no le contestó. Les dedicó una última mirada y, acompañado de sus amigos, se retiraron del callejón.

Debía admitir que ella había esperado algo más de su reencuentro con Arthur, después de dos años exactamente, pero las sorpresas no siempre tenían que ser agradables para el que las recibiera.

Gilbert resopló burlón y confundido.

—Es un tonto.

—Sí —concordó Helena —. Los niños a esa edad se creen lo mejor, cuando en realidad todavía tienen más juguetes que otras cosas.

El castaño asintió, en concordancia con las palabras dichas por su amiga, luciendo pensativo, hasta que recordó algo importante, que sabía que podría contentar a Helena.

—¡Ya sé dónde podría estar tu mamá, Eli!



Actualidad.


Escapar de los Soldados Negros no era en realidad un problema muy serio para Helena, de hecho, ya había tenido que hacerlo varias veces en ocasiones pasadas, desde que cumplió los once años, siempre logrando esconderse en los lugares indicados que tanto conocía.
Llevaba gran parte de su vida escapando y escondiéndose del ejército que era comandado por el rey Vortigern, la verdadera definición de tirano: quien se regocijaba en el sufrimiento de sus súbditos, poderoso y con palabra absoluta, abusando de su posición como el monarca de Gran Bretaña.

No era la mejor situación por la que estaba pasando el país, ni siquiera los largos años acostumbraría a las personas, pero a ella le habían enseñado muchísimas cosas.

Al tomar su capa azul, tener a la mano su espada, su broche y su daga, volteó a ver a Gilbert, esperando expresar unas últimas palabras, antes de tener que ocultarse por otro tiempo, lejos del orfanato. No sabía cuánto tiempo tendría que pasar antes de poder volver a ver a su compañero de crimen y a su segunda madre, así que no quería irse de esa manera.

—¿Perdiste la cabeza? ¡Muévete Eli! —La afanó Gilbert a la vez que Clarisse desaparecía de la cocina para retardar un poco más a los Soldados Negros en la entrada —. Nosotros lo manejaremos bien.

—Prométeme que cuidarás de los chicos y de mamá.

—Sí, sí, como sea, pero vete ya. —Dijo empujándola hacia la ventana.

Helena se colgó unos tres segundos del cuello de Gilbert y luego desapareció en la oscuridad de las calles. El castaño cerró las ventanas y luego se apresuró a ocultar el dinero robado por Helena, bajo una piedra falsa del suelo de la casa, luego se dispuso a organizar el mercado. Lucir tranquilo, recolectado y sin nada que ocultar era su especialidad.

Por parte de la castaña, esta se movió con sigilo por las calles, tomando camino hacia el puente, hacia un conocido prostíbulo en el que sabía que encontraría refugio sin dudarlo. Aquello la tranquilizaba, pero también la hacía volver a sentirse como esa niña, buscando ayuda de la misma persona de siempre.

Trepó por los techos sobre los cuales ya había pisado varias veces antes, cuidando sus espaldas, hasta que divisó una familiar ventana, abierta de par en par, que daba al interior de la habitación de Arthur, pero antes de saltar sobre el techo del prostíbulo, notó a varios Soldados Negros rondando las calles y supo que tendrá qué retroceder pronto, antes de que notaran su figura sobre los tejados.
Sabía que el rubio tenía a medio Ejército Negro de Londinium en sus bolsillos, pero ella no y la estaban buscando, así que se arriesgó a buscar refugio en otra parte.

Solo que ahora, esa otra parte, era totalmente desconocida para ella.

Sus ojos observaron una vez más aquella ventana que podría haberla ayudado a ocultarse, hasta que dio media vuelta y se alejó.

Bajó al suelo y comenzó a correr, esquivando todo tipo de obstáculos que se le presentasen, objetos, personas, perros callejeros, hasta que pronto notó que ya no estaba sumergida en la civilización que le era familiar. Si bien, la arquitectura de las casas y mansiones no cambiaba, el ambiente sí, y ella tendría que estar preparada por si lo llegaba a necesitar.

Bajó la velocidad y se secó el sudor de la frente y el cuello con las mangas de su camisa carmesí, después posó la capucha de su capa sobre su cabeza y se encorvó. Pero de repente, un agudo dolor se instaló en el interior de su cabeza y sus ojos se abrieron más, mostrando unos irises más claros que los suyos propios. Ante sus ojos se veía a sí misma a la distancia, retorciendo su anatomía con dolor y deteniendo su andar. Sabía lo que estaba haciendo, pero también se veía a una distancia impropia de su cabeza.

Pronto, el dolor se desvaneció y sus ojos volvieron ver lo que tenía justo delante de ella: el suelo. En algún momento sus piernas cedieron ante su peso y había caído, pero ya su cabeza no dolía y lo único que veía delante de ella era la arcilla y cemento sucio de la calle junto a sus temblorosas manos.

Al tratar de incorporarse, la fuerza que ejerció, pareció ser demasiado para su cansado cuerpo, el cual apenas se alzó, volvió a caer, totalmente inconsciente.











¡Jelouuuuu! ¿Qué tal están? Espero que muy bien, aquí trayéndoles capítulo nuevo, siendo este un pequeño recorrido de lo que ha sido la vida de Helena y cómo se conoció con Arthur ^^ Admito que la primera parte, me partió el corazón con tanta inocencia de nuestra protagonista, pero ya sabemos cómo es ella ahora ;D

¿Alguna idea de lo que le pudo haber pasado al final? ¡Quiero saber de sus especulaciones! Sería bastante interesante saber sobre sus teorías. Además, ¿que enfermedad le habrá dado a la madre de Helena? ¿Será que tengo un plan para eso? xddd

Me demoré un siglo para decidirme exactamente qué era lo que quería plasmar y cómo, siendo este capítulo empezado como veinte veces D: espero que les guste.

¡Feliz lectura!





a-andromeda

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