♤81♤ MANDATO ESPECIAL
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Finales del año 14.
10Ka, 50Ma.
Jadre.
Por deseo de Jaenice, la boda se realizaría durante la primera parte de la hora tercera. Ese amanecer sin embargo, el palacio no estuvo exento de un acontecimiento más histórico que involucraría a todo Jadre. La emperatriz había convocado al Consejo Real con el anuncio que revelaría su Mandato Especial, ese que había postergado hasta el momento idóneo y reservado para que fuese sabio y justo.
Quien más nervioso se mostró al respecto fue lord Dominik Dukor. Al duque lo ponía nervioso todo lo que estuviera fuera del alcance de su influencia y dada las características de su soberana, el Mandato prometía ser igual de desequilibrado. Así que puso de su parte para asegurar que no involucrara sus territorios de Haffgar y no destruyera ningún valor moral en los que por años los habitantes de Jadre se habían formado.
—Le recuerdo, duque, que el Mandato Especial es un deseo concedido a nuestro monarca —dijo el barón Blof-Alante cuando las peticiones de Dominik comenzaron a rayar lo "irritante".
—Solo me aseguro de conservar el orden en nuestro mundo, barón. Es mi trabajo como principal juez de Jadre.
—Le doy garantía de eso, duque —le afirmó la emperatriz.
Dominik la miró prejuiciado y entre cerró los ojos, reflexivo.
—Entonces podemos estar en paz sabiendo que su mandato no influirá en el dominio que tienen los líderes de Jadre sobre sus territorios.
—Así es.
—Ni involucrará perdones y favores para los traidores que se levanten. —El duque miró de reojo al representante del clan Juno al decir esto.
Al juno no se le escapó el gesto y se cruzó de brazos detrás de la mesa de diamante. Su brusca expresión parcial hizo que Dominik dejara de mirarlo.
—Tiene mi palabra, máximo juez de Jadre —prometió Khristenyara alegrándose que el duque fuese tan egoísta que no pensara más allá de lo que afectaba directamente a sus narices como para plantearlo.
Después de esa reunión, la emperatriz ordenó que se bajara el puente levadizo y se abrieran las rejas principales, y que todo el irlendiés de las regiones cercanas que pudiera acudir al gran patio del castillo lo hiciera. Se enviaron misivas urgentes a los principales cabecillas de los clanes, y los miembros con cargos importantes en la nobleza asistieron intrigados. Los búhos mensajeros regresaron de su viaje adornando el cielo del fondo del castillo con piruetas aéreas, y la expectación se aglomeró a los pies de la emperatriz, donde cientos esperaban ese mandato que podría condenarlos o liberarlos, pero que indudablemente cambiaría sus vidas.
—Ciudadanos de Jadre, están reunidos aquí en el patio este último día del año catorce, del décimo kiloaño, para escuchar el Mandato Especial que le fue concedido a mi padre cuando ascendió al trono, convirtiéndose en un regalo concedido monarca a monarca por generaciones.
El murmullo de abajo mantenía el carácter de duda e interés. Khristenyara llevaba una capa tafetán con calados carmesí y su corona resplandecía al mismo tiempo que sus ojos. Allí estaba parada derecha, en lo alto de las gradas que tiempo atrás había subido con Akenatem cuando el pueblo la acogió con una musical bienvenida después de larga espera; ese mismo pueblo que ella quería liberar de todos los yugos posibles, de la guerra, y de las cadenas que ataban sus corazones.
Alzó el cetro de oro que sólo podía tocar la emperatriz y la punta circular del mismo irradió luz Saol en las cuatro direcciones. El cielo tronó a petición de Su Majestad, y los silfos soplaron por los cuernos a la señal.
—Hoy los libero de la pesada ley que les crea una sombra para el matrimonio —gritó para que su voz se oyera más fuerte de lo que el sistema de altavoces de sir Yasaiko permitía—. Hoy rompo la ley que les prohíbe tomar viudas o viudos.
Los ojos vidriosos de Khristenyara se encontraron con los de lady Kerisha Daynon, que estaba en la esquina derecha con el resto de la familia real, perpleja y con lágrimas en el rostro. Entonces la emperatriz discurrió visualmente abajo, a los presentes atónitos por la felicidad que no esperaban. Habían mujeres llorando de alegría, hijas abrazando a sus padres, campesinos pobres que se quitaron el sombrero en señal de respeto, con miradas de gratitud. Y estaba Akenatem Hakwind, todavía con los vendajes en las heridas y un bastón que sostenía su peso. Los ojos grises estaban concentrados en lo alto pero no en Khristenyara, sino en una daynoniana diferente; la miraba con anhelo y ternura, una mezcla de las sensaciones que lo habían acompañado por años y que ahora se destapaban al eco de las palabras de la emperatriz.
Los aplausos se extendieron por el gran patio, llegando a estremecer la tierra que cada alma viviente pisaba. La vista fue tan conmovedora que a la propia Khristenyara se le humedecieron los ojos.
«Lo hice» se dijo orgullosa «Lo hice pueblo mío. Cedí mi oportunidad de escoger un beneficio propio para que ustedes sean felices, porque la felicidad de mi pueblo es también mi felicidad. Y esto es solo el principio.»
—•—
El evento que tuvo lugar más tarde duró poco. Ningún habitante
se sintió ofendido por no ser invitado a la exclusiva boda de la hija del duque, que solo contaría con trescientos invitados, porque Jadre entera estaba de celebración. Desde el anuncio de la emperatriz, se dio el día libre de trabajo y todos los que estaban en el patio, de común acuerdo, iniciaron los preparativos para una fiesta en sus terrenos, con su gente, que duraría hasta que las reservas de vino se agotaran.
Libres, libertad. Su benevolente emperatriz les estaba liberando de las pesadas cargas que los idryos de antaño le habían impuesto al pueblo, y los irlendieses estaban convencidos que con Khristenyara llegaba la era que pondría fin a las demás injusticias.
Celebraron en Villa Imperial, donde el aullido de lobos complacidos se envolvió con el canto de las viudas de guerreros. Celebraron en All-Todare, donde las más necesitadas no tendrían que venderse como esclavas a ricos terratenientes por no poderse mantener. Celebraron en las zonas restantes de Jadre donde hubiese alguien para hacerlo. Y hasta Haffgar se vio obligado, por presión del conde Devian, a convidar a sus vecinos a cenas espléndidas y toque de arpas. Muchos jueces idryos se sintieron ofendidos por el Mandato Especial, pero la magnitud del mismo les impidió rebelarse. Otros estaban agradecidos con su monarca, ya que en secreto despreciaban muchas de las leyes que se veían presionados a seguir por sus coterráneos.
Lord Dominik Dukor era el más afectado por la convalidación de la ley, pero para salvación de sus ya viejos nervios, tenía una ceremonia que oficiar, y eso le mantendría ocupada la cabeza para no pensar en lo que la emperatriz había hecho. Luego se atiborraría de aperitivos estimulantes y líquidos etílicos para licuar la conciencia y continuar sin pensar.
La emperatriz había dado permiso para que se usara el segundo salón principal de palacio (no el del trono supremo). En aquel salón el espacio era justo para los imprescindibles invitados que se tuvieron en cuenta. Jaenice lucía muy elegante, con un vestido de cola larga que su hermana menor Dalila hizo el honor de sujetar hasta el podio correspondiente.
Adrián estaba sumamente atractivo, con traje blanco y capa cocida de algodón con hilos de plata. Sus joyas evidenciaban su clan, Fayrem; y sus atributos más sobresalientes, los labios prominentes, los sensuales lunares y los sedosos rizos castaños nunca perdían la capacidad de atrapar las miradas alrededor. Hubiese sido maravilloso que la expresión del caballero fuese tan bienaventurada como su apariencia, pero él tenía un color rojo tenaceando los ojos y una sombra negra debajo de estos. Se hacía demasiado evidente que había estado bebiendo en horas recientes y pasado mala noche.
Sin embargo, nada arruinaría la divina imagen para Dalila, que mientras llevaba la cola del vestido de su hermana, pensó que nunca había visto un novio tan atractivo. Jaenice no estaba del todo consciente de la suerte que tenía, a juicio de Dalila. Pero la joven de los Dukor se animó con la idea que tarde o temprano, su hermana mayor terminaría dejando la hipocresía a un lado para valorar el hombre que sería suyo hasta que expirara.
El duque comenzó a dar el simposio tradicional a los prometidos que intercambiaron los votos. Dominik terminó con las clásicas palabras de "Puede besar a la novia" y Adrián se apresuró a dejarle un beso corto en la mejilla a Jaenice para luego conducirla por el pasillo alfombrado mientras todos aplaudían. Desaparecieron por las grandes puertas a los aposentos correspondientes y la celebración dio paso al bufet mixto de bebidas y aperitivos que con abundancia se había preparado.
—•—
Al llegar a la privacidad de los aposentos, Jaenice vio como su esposo se excusaba «un momento» debido al dolor de cabeza por una de las puertas interiores del lugar. El otro lado era desconocido para ella, así que se dirigió al cuarto de baño para deshacerse del vestido y lavarse el maquillaje de la cara. Supo que el estado de sus nervios ascendía a uno mayor que el previsto cuando se hirió la piel de los dedos quitándose las horquillas del peinado. Se reprendió por aquello, pero no pudo evitar preguntarse miles de cosas que asfixiaban su ilusión.
Estuvo clavada en el cuarto de baño con la esperanza que él irrumpiera en el cuarto principal y la llamara, cosa que no ocurrió. Así que mientras se debatía en lo que tenía que hacer, dejó pasar el tiempo delante del espejo probándose las diferentes lencerías de encaje que le habían tejido sus hermanas con seda de Turia y cintas regaladas por Vilfas. Comprobó cada ángulo de su cuerpo, esperando que fueran del agrado de su esposo. Se pellizcó las mejillas para lucir un sonrojo que pareciera natural, aunque en el fondo la alegría se le había esfumado.
Todo estaba dándose de un modo tan... político. No debía transcurrir de esa forma, no después que ella llevaba soñando con el día de su boda tantos años. Y a pesar de la alegría general por el Mandato de la emperatriz, algo destructivo le lastimaba el pecho.
Sabía que tendría que responderle preguntas íntimas a las damas del reino, que eran conocidas suyas de toda la vida. ¿Qué diría si su esposo se empeñaba en estar alejado? No, aquello no podía ser así. Jaenice debía tener algo que contarle a sus amigas, debía hacerles sentir celos, debía asegurarles que Adrián era excelente en todas las facetas conyugales y que las nobles se retorcieran de envidia al no tener un marido como él. Pero Adrián no cooperaba, y eso la estaba poniendo de los nervios. No podía arruinar esa primera vez, él no podía hacerlo.
La costumbre en Jadre era que después de los votos, los recién casados acudieran a sus aposentos para consumar el matrimonio. Mientras, los invitados continuarían la celebración con aperitivos y bebidas. Se suponía que el banquete de bodas no tuviera lugar hasta que los esposos, ya habiendo consumado el matrimonio, volvieran al lugar de la fiesta y prosiguieran con la tradición de comer los platos fuertes con los demás. Generalmente el evento se extendía hasta la media noche, y la música y baile caracterizaban cada minuto haciendo la fecha inolvidable.
Pero sir Adrián se había ido a una habitación alterna de sus aposentos con jaqueca y el tiempo transcurría sin que Jaenice supiera exactamente qué hacer. Nadie la había preparado para ese momento, y la vaga explicación de su madre había consistido en que su esposo tendría conocimiento de todo y si ella llegaba a sentirse incómoda en algún punto, debía resistir y fingir que estaba bien hasta que pasara.
Jaenice dedujo que no tendría oportunidad de fingir nada si su esposo no seguía el protocolo que se esperaba que cumpliera. Con los nervios todavía tensos, y un tanto avergonzada, se acercó a la puerta por donde él había desaparecido hacía casi una hora y llamó con respeto:
—¿Sir Adrián? —Como no obtuvo respuesta llamó más fuerte—. ¿Sir Adrián, me escucha?
Nada.
Jaenice suspiró volteando la espalda y apoyándose en la puerta. Admiró la hermosa decoración que habían preparado las cortesanas con rosas blancas incluidas, como ella había pedido. Telas largas caían de los ventanales para impedir que los rayos fuertes del sol alumbraran demasiado los aposentos; la idea era dejarlo a medias luces para un ambiente más romántico e íntimo. Las telas no eran del todo tupidas, sino que se constituían en ligera transparencia que permitía cierta claridad, aunque no la apreciación de quien caminara por el pasillo que se extendía del otro lado.
El ala paralela del castillo estaba construida con pasillos y compartida por pisos destinados a diferentes funciones donde cualquiera en cualquier momento podía pasar, por eso era importante cuidar la privacidad de los recién casados.
Jaenice siguió mirando las largas telas que caían sobre cada espacio abierto, preguntándose por enésima vez qué debía hacer. Por algún patético motivo, sintió que se le humedecían los ojos. En ese instante, la puerta se abrió de golpe y ella cayó a unos brazos que evitaron que su espalda se encontrara con el suelo. Al contacto, la piel reaccionó con un estremecimiento que le llegó hasta el vientre. Las manos de él eran tan suaves y cálidas...
Pero la sensación no duró mucho, porque Adrián la incorporó y se apartó como si se tratase de una dama más del reino y no su propia esposa. Jaenice se volteó.
—Escuché que me llamabas —le dijo él.
—Sí... yo... Quería saber cómo se encontraba. Te encontrabas —corrigió, recordando que después del matrimonio se eliminaba la formalidad.
Los ojos de Adrián aunque hermosos, seguían rodeados de ojeras y el aliento le olía a vino. Jaenice lo había notado desde el indiferente beso que él le dejó en la mejilla cuando intercambiaron votos. En ese entonces, dedujo que su esposo quería dejar los contactos más íntimos para cuando estuvieran solos.
—Me siento exactamente igual —contestó Adrián sin mucho entusiasmo—. ¿Algo más?
—Yo... no lo sé —respondió sincera tomando entre los dedos una cinta que caía de la pieza del pecho de su vestido de lencería.
Adrián la miró unos instantes.
—¿Por qué te has cambiado? ¿No piensas volver a bajar?
—No le haría eso a nuestros invitados —se apresuró en aclarar. Si de algo se enorgullecía era de cumplir las tradiciones—. Pero pensé que...
No pudo hablar más, le resultaba de lo más embarazoso conversar de los asuntos maritales con tanta... libertad. No era igual conversar con sus hermanas que hacerlo con un hombre del que apenas conocía cosas. Y estaban sus amigas de edad casadera, que siempre tenían algún jugoso chisme sobre una doncella deshonrada. Pero comentarle dichos asuntos a Adrián...
—Escucha, Jaenice, quiero que tengas algo muy presente —dijo Adrián sin atenuar el tono firme que había adquirido su voz—. Jamás me acostaría con alguien pensando en otra persona. No se trata de que no esté listo, es que no me siento dispuesto para hacer nada que te incluya.
Jaenice alzó la vista, los ojos grises mantenían esa inflexibilidad que tantas veces en el pasado había notado. Así que de eso se trataba, otra persona... Ella se sintió muy estúpida por no haberlo supuesto. El matrimonio que ellos habían contraído tenía una base de 'deber', era lógico que Adrián, luciendo como lucía y ocupando cargos importantes en la Corte tuviese otra persona debajo de la piel. Jaenice supo de quién se trataba y eso solo la aplastó más.
Porque la "otra" era perfecta e insuperable. Era la mismísima emperatriz de Irlendia...
Definitivamente omitiría eso cuando hablara con sus amigas.
—¿Crees que en algún momento...? —preguntó ella para que la esperanza no se le destruyera por completo.
Fuera o no por obligación, ambos habían intercambiado votos sagrados y una tercera persona no cabía en su relación. Al menos, la idrya esperaba que su esposo se adhiriera a dichos votos y no fuera como esos maridos que se iban a Territorio Infame por las noches. De solo pensarlo, Jaenice se enfurecía.
Una de las tantas razones por las que le enfurecía que a su hermana Vanadey le gustara el príncipe Kilian.
—No lo sé —se decidió a decir Adrián porque parecía que ella estaba a punto de echarse a llorar, y lo último que él necesitaba era presenciar lágrimas desordenadas.
Pero la respuesta que había querido dar realmente era un alto y claro "NUNCA".
Nunca podría tocar aquella mujer teniendo en su mente y corazón a Khristen, de quien seguía enamorado. Para desgracia de todos.
—Comprendo —soltó Jaenice animándose con el pensamiento que no existía amor y Adrián estaba siendo razonable en no concretar nada que en realidad ellos no sentían.
Aunque por otro motivo, la joven sabía que si él se la hubiese llevado a la cama ella habría accedido con mucho gusto a todo lo que sucediera después. Sí, se podía cultivar amor y demostrarlo de muchas maneras, pero si ella no tenía ese gran amor por aquel hombre ¿por qué sentía una necesidad que le quemaba la piel y la impulsaba a besarlo, desprenderlo de su traje y descubrir todos los placeres que escondía? Se ruborizó con la fantasía y se recordó que debía respetar la decisión de Adrián de no tocarse de aquellas maneras hasta que lo entendiese correcto.
—Si quieres volver al banquete, no te reprimas en hacerlo. Yo no iré.
Eso sí la tomó por sorpresa.
—¿No bajarás más?
—He dicho que me siento bastante mal, no tengo ganas de estar en medio de una celebración. Pero no estoy en contra de que tú vayas si así lo deseas.
—Quieres que te mande a traer algún té o...?
—No te molestes, solo quiero estar solo. —Y diciendo esto, cerró la puerta.
Jaenice se quedó allí de pie, confundida. Fue un gesto inconsciente cuando se llevó la mano a la boca para suprimir un sollozo, aunque sí notó el líquido que le salía por los ojos. Corrió de nuevo al cuarto de baño y trancó la puerta tras de sí. Y lloró.
—•—
Khristenyara miró el fondo de su copa vacía. Le había costado bastante tragar el líquido que minutos antes contenía. Su garganta estaba renuente a dejar pasar también bocadillos, así que no había tocado nada de lo sólido que estaban repartiendo.
—¿Tan hermosa y con esa cara? —Escuchó que le susurraban desde atrás y sin darle tiempo a contestar, le besaban la parte del cabello que cubría el cuello.
Ella se estremeció. Arthur le rodeó la cintura con los brazos y como era mucho más alto, apoyó su mentón en la roja coronilla.
—¿Qué sucede?
Khristen intentó despegarse un poco, por la cuestión del pudor en público siendo ellos los dos pilares de la realeza más importantes de Jadre.
—No es correcto que estemos de ese modo aquí.
—La mayoría de los invitados está bailando, y los otros han tomado tanto vino que no llegarán sobrios al banquete.
La emperatriz se relajó un poco. La verdad estaban en una esquina apartada del salón, cerca de unas puertas laterales que conectaban con uno de los jardines. El centro era lo más iluminado, y ellos quedaban bastante alejados del punto de atención donde en efecto, se estaban llevando bailes al estilo irlendiés. Los colores de los vestidos y capas se entremezclaban en vueltas mientras los sátiros seguían acompañando la danza al compás de la música alegre que tocaban los silfos.
—Cuéntame lo que sucede —volvió a pedir él—. Uhm... ¿acaso estás meditando en lo magistral que será tu boda en comparación?
—Estaba pensando en lo triste que se veía Adrián durante la ceremonia —reveló finalmente—. Nunca había visto un novio tan triste.
—Ni yo uno tan ebrio —aportó Arthur tomando uno de los canapés de la bandeja que un daynoniano de la servidumbre paseaba entre los invitados.
—¿No te sientes mal por él? Se casó por política rechazando la posibilidad de un futuro mejor.
Khristen le quitó a Arthur lo que quedaba del canapés y se lo comió de un bocado. Le había regresado su hambre habitual, la que había estado dormida. Pudiera ser que ver a Arthur comiendo era todo lo que necesitara. Y la sensación de quitarle algo al señor Control seguía siendo tan reconfortante como cuando eran adolescentes.
Arthur gruñó como protesta.
—Deberías hablar con él, es tu primo —aconsejó Khris terminando de tragar.
—Tuve un momento con él anoche y le infundí ánimo —reveló Arthur tomando otro canapés de una bandeja diferente y tragándoselo de inmediato previendo que fuese robado.
—¿Lo hiciste? —Khristen se mostró sorprendida.
Arthur esbozó una mueca y terminó de tragar.
—Bueno... a mí manera —confesó recordando el intercambio de miradas profundas, la suya enviando la gratitud por la entrega y valor de Adrián.
Khris resopló; no molesta, pero tampoco divertida.
—Sí, conozco en qué consisten tus fabulosos intentos de ánimo. ¿No le diste un empujoncito con el pie, cierto?
Arthur rio con el comentario.
—Adrián captó el mensaje. Somos Kane, nos entendemos entre nosotros.
—También me da pena por Jaenice.
—Pues ella se ha asegurado de regar por todo el reino que es la envidia de las nobles en edad casaderas —bufó Arthur—. Resaltando su buena fortuna, su ascenso en su ya alta clase social y contando todo tipo de vanidades que han contrariado a más de una doncella. Menuda cotilla le ha tocado al primo...
—Solo conserva las apariencias, pero en el fondo debe sentirse insegura. Casarse con alguien que no ama...
—¿Bromeas? Cualquiera alucinaría por casarse con un Kane.
—Oh cielos, olvidaba que hablaba con Don Perfecto.
—Reconoces que los Kane tenemos genes perfectos, y Jaenice también lo sabe. Solo míranos.
Ella lo hizo aunque sabía lo que iba a encontrarse: molde de labios esculpidos, ojos color tormenta, nariz fina, un lunar aquí y allá, mandíbula firme, características de todos los Kane y las suficientes para despertar las fantasías más intensas en ser humano o legendario.
—Eres tan arrogante...
—Dilo completo —pidió Arthur levantándole el mentón, contemplándola con una dulzura y deseo que solo podía demostrar un hombre enamorado.
—Mi maldito arrogante —completó Khris para darle el gusto.
—Eso es.
Él le dio un beso en la frente, orgulloso de una frase que a ambos siempre les recordaría su encuentro aquella noche en La Sombra. Y siendo justos, el comportamiento de Arthur Kane el noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces.
Khristenyara miró pensativa en dirección de las puertas principales por donde se habían ido los recién casados.
—Espero que Adrián la trate bien. Suele ser... déspota con quien no se siente cómodo.
—Estoy seguro que él no tendrá que esforzarse para complacerla. ¿No te percataste en la ceremonia? Jaenice se pasó mirando Adrián de un modo nada propio para una señorita virginal como ella.
—¡Arthur!
El general del ejército volvió a reír despreocupado.
—No te angusties, estarán bien. Después de todo acaban de ponerse unas cadenas que duran toda la vida. No les quedará de otra que aprender a soportarse.
Su prometida no respondió nada, se dedicó a dejar la copa en una de las bandejas vacías que un sátiro llevaba. Arthur se enderezó y colocó las manos detrás de la espalda, a lo que Khristen dedujo que estaba adoptando postura para algo importante.
—Sabes, esta conversación... ha servido de antesala para lo que quería decirte.
La emperatriz torció los labios.
—¿Algo así como que no estás preparado para atarte con las cadenas de toda la vida?
—¿Puedes acompañarme afuera?
—¿Solos? —Ella miró a los presentes más cercanos.
—Hemos estado solos millones de veces.
—Pero ahora es diferente. Invitados nos verán escurrirnos de un lugar público a uno privado. Sabes cómo son las costumbres de este...
—Por favor —resopló—, eres la soberana del universo y yo tu Mano Derecha, próximo rey consorte y actual general del ejército. Si alguien es tan tonto como para involucrarnos en un rumor inmoral, le cortamos la cabeza.
Y diciendo esto, Arthur la tomó por el brazo y la condujo fuera, al jardín.
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