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♤74♤DE CARÁCTER FUNERARIO.

Año 13
10Ka, 50Ma.
Jadre.

La pira funeraria estaba construida en forma de pirámide. Allí se habían colocado los cadáveres que pudieron recoger de entre la nieve, envueltos en gasas finas y aceites aromáticos para que el humo ascendiera con agradabilidad. Los silfos y vilfas se encontraban en el estrado emitiendo el sonido del dolor y la despedida; los silfos tocaban las gaitas y flautas, las vilfas cantaban con registros agudos imposibles de igualar; escalas tan altas que solo una garganta legendaria podía reproducir.

Los ritos funerarios tenían lugar a las afueras del castillo, en los terrenos abiertos que antecedían al límite donde comenzaban las Zonas Vírgenes. No había construcción imponente ni cerrada, solo dos semicírculos altos uno frente al otro, cada uno con su estrado rectangular, y un espacio en el centro donde los irlendieses, de pie, lloraban a sus muertos.

Las piras se le mandaban a construir a los junos para la ocasión y todos se vestían de dorado. Los irlendieses entendían que la muerte era el final definitivo de un alma, después de eso no existía continuidad, por lo que se vestían de dorado para honrar lo que había significado esa vida antes de terminarse. Con la muerte se pagaban todos los pecados, por tanto, no había ninguna muerte indigna de quien hubiese servido fielmente a Irlendia aunque en vida, hubiera cometido algunas faltas.

En el año trece del décimo kiloaño del megaanum cincuenta, la emperatriz y toda la Corte se vistieron de dorado para honrar la valerosidad que habían demostrado los leales que murieron en la batalla de Balgüim. Aunque se habían ido sin permiso de Su Majestad, habían estado siguiendo a su príncipe con la intención de desequilibrar a los enemigos de la Corona, así que no fueron considerados traidores. No por eso, el dolor que ocasionaba su ausencia se hizo más soportable. El llanto de las mujeres fayremses que habían quedado viudas empañó la claridad del día, haciendo que el viento más frío del norte soplara en dirección al funeral y se estancara allí. Los cantos de despedida aumentaron en lo alto, y el aullido triste de los lobos por sus caídos le dio ese toque devastador.

Kilian Daynon se acercó a la primera pira, que tenía posicionado los cadáveres de forma escalada, siempre se había hecho de esta manera según el cargo que había portado el irlendiés antes de morir. En la cima de aquella pirámide se encontraba el cuerpo de Loriel Graybreeze, el primogénito de Markus que había dado su vida para proteger al príncipe. Eso era lo que casi todos conocían, pero Kilian sabía más que solo lo superficial.

Loriel había sido una parte fundamental de su vida, lo había ayudado en todos los difíciles procesos que el príncipe de Daynon había atravesado. Secretos y anécdotas se perdían con su muerte, pues la alteza de Jadre no estaba dispuesto a compartirlas con nadie más.

Kilian se mordió el labio inferior y apretó la antorcha que llevaba en la mano derecha lamentando tanto, tanto, que Loriel estuviese muerto. Miró en dirección a su familia, la madre lloraba desconsolada sobre el pecho de Markus, que estaba serio, con una mirada implacable y la mandíbula tensa. Sus otros dos hijos trataban de igualar al padre, pero el mayor de ellos, el segundo en línea sucesoria que había nacido después de Loriel, poseía una ansiedad letal que no era capaz de esconder.

El príncipe no supo si era todo por el hermano perdido o se debía también a la condición deplorable en la que había quedado el general Akenatem Hakwind. Aparentemente Kilian se veía sereno, pero al recordar cómo el primer mando Oscuro del ejército de Dlor había herido mortalmente al general, sus emociones le jugaron una mala pasada. La sangre le hirvió. Había faltado muy poco para que se repitiera la historia: la pérdida del general del ejército Daynon a manos del ejército Oscuro.

Kilian recordaba detalles de la batalla como sucesos aislados, excepto la visión de Khristenyara fulgurando y de Arthur atacando al Príncipe de las Tinieblas con una horda de lobos; las imágenes se fusionaban en la mente del príncipe que no quería revivir la humillante retirada de su ejército real en las naves, recogiendo los caídos que pudieron en el proceso, con su general chorreando sangre y la conciencia perdida. Al llegar a Jadre no se había desperdiciado tiempo en construir las piras funerarias, y las directivas de la Corte fueron exigentes para los médicos idryos que deberían atender a Akenatem y el resto de soldados heridos. Kilian estuvo encerrado en sus aposentos todo el tiempo hasta que fue convocado para llevar la antorcha.

El Consejo Real lo había pedido expresamente, que él fuese quien llevara la antorcha que prendería las dos piras bañadas en aceites. Era una forma de castigo pues aquellas muertes eran culpa del príncipe. Kilian aceptó, debía hacerlo por lo que le quedaba de dignidad y honor.

Y ahí estaba ahora, con sus ropajes dorados y una larga capa que parecía una bandera izada cuando el viento se encontraba con ella; parado en la cima de la estructura de escalera frente a la primera pira, con la antorcha que portaba la energía Osérium, llameante y más poderosa que el fuego. Kilian como daynoniano, podía usar su propia energía, pero era la tradición hacerlo con una antorcha y él no iba a rebelarse a más dictámenes. Por tanto, inclinó la antorcha y dejó que la extracción de la estrella Saol entrara en contacto con los aceites aromáticos y se produjera una reacción inflamable que incinerara los cuerpos, empezando por el de Loriel.

—Hasta siempre, amigo.

Kilian no se apartó. Se quedó un tiempo bastante largo viendo cómo lenguas doradas consumían la pira con todo su contenido. El canto dramático de las vilfas subía al cielo junto con el humo. El hijo de la Corona repitió la acción en la segunda pira, la que llevaba en la punta el cuerpo del centauro Páirokal.

Los alaridos de gran parte de Jadre se envolvieron con el clamor de los centauros presentes, masculinos y femeninos, adultos y jóvenes. Y entonces sonoros relámpagos estremecieron el cielo. Era Arthur. El color gris se fundió con la melancolía vertiéndose como un líquido caliente y espeso dentro del mundo. Los lobos siguieron gimiendo y la aflicción de ese día aún se cuenta en los anales de la historia irlendiesa...

—•—

Khristenyara no sabía cómo iniciar la conversación. Su hermano después del ritual funerario se había alojado en el criadero de los búhos. Al ella entrar al lugar lo descubrió rodeado de las aves, con la mirada perdida en el espacio libre y abierto que se extendía al frente.

—No podrás evitarme eternamente —comenzó. No era el comienzo más alentador precisamente, pero ella tenía sentimientos encontrados para con Kilian.

—No pretendo evitarte —respondió él sacándose el mechón de cabello que le cubría una parte del rostro. La herida que anteriormente le había infligido Dlor con el filo del cetro sobre el área de la ceja izquierda ya estaba cicatrizada gracias a la energía de su organismo, pero el origen de la misma acompañaría a Kilian el resto de sus kiloaños.

—No sé muy bien qué hacer contigo, Kilian. Por ahora el Consejo ha determinado que ya no formes parte de él, y que no lideres ningún tipo de división en tropas o brigadas del ejército. Pero seguirás siendo un miembro importante, independientemente de lo que has hecho, te necesitamos para la guerra.

—Es justo.

Kilian se adhería a los monosílabos con la intención más pobre de dialogar. La emperatriz llegó hasta donde estaba sentado y los búhos emprendieron vuelo, posándose en los nidos cercanos y dándoles espacio a los dos hermanos.

—Sé que te sientes terrible, pero yo me siento peor. —Kilian la miró por fin, sus ojos ambarinos marchitos pero sin lágrimas—. Llevaste a esos soldados a pelear en mi nombre, Kilian. En... mi nombre. Cometieron una locura a base de mi nombre. Murieron por mi nombre... —Khristenyara ahogó un sollozo—. Sus almas pesan en mi consciencia tanto como en la tuya—. Todo ocurrió bajo mi mando y yo no me di cuenta.

—No te culpes. —Él volvió a desviar la mirada, apretó los puños—. No puedes culparte.

—Kilian...

—Nuestro padre estaría decepcionado de mí. No lo conociste, cierto. Pero de haberlo hecho, comprenderías la desolación que me abarca.

—Kilian, mírate. —Khristen se tomó la libertad de apoyar su mano en el lateral de la cara de su hermano para que ambos ojos familiares se hallaran. La piel de él estaba muy caliente—. Eres un ser real de los pies a la cabeza, valiente, intrépido y con un amor insondable por tu pueblo. Has cometido un error que le ha cobrado la vida a muchos, pero no significa que no puedas levantarte. Si no lo haces, entonces todo Jadre estará decepcionado.

—Todo Jadre me odia ahora mismo.

—No, no te odian.

—Lo hacen.

—Están sufriendo la pena que deja la muerte, una pena que tú has provocado. Pero confían en ti para que aprendas y te levantes, y vuelvas a liderarlos hacia la victoria. Después de todo, nadie obligó a esos irlendieses a acompañarte, ¿o me equivoco?

—Todos fueron por decisión propia, conscientes que podían perder la vida.

—Entonces, esto no es un punto final en tu camino. Debes encontrar la fuerza para salir adelante y...

—Pero yo tenía la responsabilidad de traerlos con vida —terminó él su frase inconclusa—. Confiaban en mí. —Kilian apretó la mano que Khristenyara le había apoyado en la cara. Después la retiró, demostrando que no era digno de recibir ningún gesto amable. No obstante siguió mirando a su hermana—: Eres especial. Tienes todas las razones del mundo para estar molesta conmigo, y entendería que no quisieras dirigirme la palabra. Pero aquí estás, al lado de un rebelde, animándolo para que se levante después de una vergonzosa caída.

Khristenyara se inclinó y besó la frente de Kilian. En cualquier otra circunstancia esto hubiese sido incómodo. A pesar de ser el hermano menor, Kilian era un guerrero inaccesible y cerrado, no era el tipo de joven de los mimos cariñosos y lloriqueos. Pero allí, recostado a la pared desnuda y húmeda del criadero, completamente roto y desamparado, las defensas le habían bajado tanto que un beso fraternal en la frente podía ser justo lo que necesitara. Y su hermana lo sabía.

—Te amo Kilian, no importa las acciones graves que cometas, te voy a seguir amando. Y quiero que sepas que he cometido errores que le han costado la vida a personas que me importan. —Había mucho remordimiento por Bastian Dubois en aquellas palabras—. Pero aquí estoy, siendo la emperatriz de cinco mundos sin creer que lo merezca, rodeada del amor de gente que me da demasiado, tratando de terminar una guerra que ha estado vigente durante muchos siglos. Me he caído en el proceso, hermano mío, me he caído muchas veces. Pero me he levantado gracias a esas personas que me aman y no me dan por perdida. Yo quiero ser eso para ti.

Kilian entonces se deshizo de toda armadura emocional y abrazó a su hermana. Fue un abrazo breve, pero cargado de sentimientos y una resolución loable.

—Gracias —le susurró al oído antes de apartarse y recuperar la postura inicial.

Khris le sonrió de forma sincera, poniéndose de pie. Volvería a dejar a Kilian solo porque ella mejor que muchos podía entender la belleza de la soledad; lección que le había enseñado hacía muchísimos años Adrián. Salió del criadero pensando por dónde andarían los progresos de Adrián respecto a Hiro Nakamura y se alegró que a pesar de ser un Kane, su trabajo en Jadre distara mucho de el campo de batalla. Arthur sin embargo...

Era Arthur, no había más explicación.

Khristenyara se dirigió a Villa Imperial a lomos de su caballo, a sabiendas que Arthur estaría allí, velando la recuperación de Akenatem. Pero no estaba segura de cómo enfrentarlo después que este hubiera desobedecido desvergonzadamente la restricción de ir a Balgüim, incluso cuando ella lo había, literalmente, amarrado. Arthur había dejado inconsciente a dos guardias y se había robado una armadura. Y por más, había pedido energía Osérium en la aldea Daynon para crear un portal. Y es que sumando los crímenes del Elegido, Khristenyara podía hacerlo pasar una período en La Sombra.

Y sin embargo recordar su hazaña en Balgüim transformaba el disgusto inicial por la admiración. La conversión de Arthur en acero para luchar junto a ella y ver cómo salvaba al general Akenatem Hakwind de una muerte segura fue... inigualable. Nada le podía conseguir más placer visual en medio de una guerra.

Él vencía luz con oscuridad. Igual que ella.

Para esa hora Jadre estaba de luto, pero nadie podía reprimir lo cautivador que resultaba estar viviendo la gran profecía, donde Majestad y Elegido como su Mano Derecha se unían en fuerza y esplendorosidad para ser una combinación invencible. Todas las aptitudes y habilidades que había ganado Arthur lo convertían en infalible arma, ese As bajo la manga, ese líder que merecía conquistar la libertad; después de todo había conquistado el corazón de la emperatriz de Irlendia.

Khristenyara reflexionaba en todo esto mientras se adentraba a Villa Imperial, donde el panorama no estaba tan reconfortante como la certeza de una combinación que ganaría la Guerra Roja. Y entonces la joven monarca se concentró en la pena y quebranto de las mujeres de la Villa, porque la mayoría de los muertos eran fayremses que dejarían más viudas infelices por el reino.

Khristen aflojó la carrera de su caballo y se compadeció de las viudas que estaban fuera de sus hogares, arrodilladas y echándose cenizas de los caminos en la cabeza. Muchas se rasgaban la ropa, otras se tiraban pecho a tierra para gritar. Era una escena espantosa; el cielo de un gris enfermo tronaba como si fuese el fin definitivo, y los llantos se mezclaban en tonos bajos y agudos que partían el corazón de la emperatriz.

Una lágrima recorrió la mejilla de Khristenyara Daynon, reprendiendo por enésima vez la injusticia de la ley, esa que condenaba duramente a las viudas como si no fuese suficiente el dolor de perder la otra mitad. Muchas de aquellas mujeres fayremses no solo habían perdido sus esposos, sino también sus hijos. ¿Cómo se mantendrían? Estaba estipulado que la  Corona diese un pequeño pago periódico a las madres y esposas de los soldados caídos, pero en tiempo de crisis y escasez como aquel, no era posible pagarle esa suma a todas las familias afectadas. Los destroyadores habían robado el oro de la Corona casi en su totalidad, y la guerra seguiría exigiendo gastos. Aquellas madres, esposas, hermanas e hijas que se habían quedado sin figuras masculinas estaban desprotegidas y pobres, y la estúpida ley impuesta por idryos oportunistas en algún año del pasado hundía más en desgracia a las que necesitaban con urgencia un nuevo cabeza de familia.

Khristenyara pasó en medio del sonoro luto con la cabeza baja, en señal de respeto, y no se deshizo cuando vio una muchacha joven, más joven que ella, gimiendo el nombre del que debió ser el amor de su vida. Ella tenía una capa azul prusia entre mano, sus lágrimas mojaban la capa y sus cabellos se enredaban por la contracción de su cuerpo contra el suelo.

Era... demoledor.

Finalmente, dejando atrás la zona central, la emperatriz llegó a los terrenos apartados del actual general del ejército. La finca de los Hakwind, construida en el noveno kiloaño del mega annum cincuenta por mandato de Ared, tenía un terreno delantero de entrenamiento, una caseta de lobos y un bebedero. Sin embargo el ceto de titanio que rodeaba todo había sido agregado después que Ared perdiera a su esposa a manos de los Oscuros en una revuelta menor. Todavía la Guerra Roja no había estallado porque Khristenyara Daynon estaba lejos de nacer, pero ya los dos clanes se constituían enemigos por razones tan antiguas que quedaban en el olvido.

El ceto tenía más de un metro y estaba electrificado con ondas flotantes de cinco metros —cortesía de sir Yasaiko—. Nadie que no obtuviera un permiso previo podía atravesar por él para entrar a la finca.

Y sin embargo cuando Khristen se bajó del caballo y lo ató con los demás en la entrada de la finca de Akenatem, se percató que el terreno no estaba debidamente iluminado. Distinguió el caballo de lord Devian, Pharrael, pero los otros desconocía a quiénes pertenecían. Quizás uno de ellos perteneciera al médico Guthniel que estaba dándole seguimiento a las heridas del general. Miró a su alrededor y una quietud extraña le levantó las defensas. Villa Imperial era segura e impenetrable, aún así..., mantuvo la alerta en sus sentidos.

Había dado unos pasos hacia la casa cuando una fuerte patada en la zona trasera de los pulmones la tiró hacia adelante. Apenas estaba recepcionando lo que pasaba cuando unas manos hábiles tomaron las suyas y les pusieron esposas que funcionaba de candado a sus poderes. Por último y no escatimando en ferocidad, una rodilla se le clavó a la emperatriz en la espalda, presionando hacia abajo, lo que la inhabilitó por completo.

—¿Quién eres y qué quieres? —espetó Khris entre dientes, con una mejilla pegada en la tierra ceniza.

—Aquí no das las órdenes, perra —le respondió el desconocido, ella jamás había escuchado esa voz—. Ahora atiéndeme bien, te levantaré para que vayamos a un lugar más cómodo y tú no emitirás ningún sonido, ¿de acuerdo? Porque de intentarlo siquiera te partiré la boca.

Khristenyara estaba nerviosa, aunque no lo demostró. Pero lo cierto era que su verdugo tenía experiencia en tratar a víctimas y hablaba con propiedad. Sus manos estaban entrenadas para llevar armas y el aire a su alrededor se arremolinaba con reverencia. Sí, no cabía duda, aquel ser era un soldado fayremse.

Cuando la levantó, se encargó de mantenerla de espaldas a él, pero el cerebro dotado de Khristen no necesitó ver su rostro para sacar deducciones. ¿A dónde la llevaría? Y más importante, ¿qué pensaba hacer con ella? No era como que raptar a la emperatriz para torturarla por un tiempo te permitiera el beneficio de salir ileso. Aquello era una idea suicida y el atacante lo sabía. Lo que lo hacía más espeluznante: él estaba dispuesto a morir, pero haría mucho daño primero.

Todavía con las manos detrás, inmovilizadas, fue empujada a caminar en dirección contraria a la que tenía pensada cuando entró en la Villa.

—Detente. —Se escuchó a unos metros, desde la entrada de la gran casa.

La orden se escuchó precisa e imperiosa. Y esa voz, sí que Khristen la conocía. Pertenecía a Markus Graybreeze.

—¡Déjame! Sabes tan bien como yo que se lo merece —gritó el que ya había deducido Khris, era el segundo hijo del capitán Markus.

En su enojo, sacó un puñal que posicionó en la espalda de su emperatriz, la punta fría era presionada amenazante.

—Hijo, tú no quieres hacer esto.

—Oh, sí que quiero. Nunca he querido hacer algo con tantas ganas en toda mi vida. —Mientras hablaba, los demás irlendieses que estaban en la casa de Akenatem fueron saliendo: el médico Guthniel, lord Devian, y Eskandar que al parecer, había reemplazado su difunto caballo por otro nuevo—. Tú mejor que nadie deberías entenderme, padre. Tú que has perdido a tu primogénito en una misión irracional que 'esta' —dijo zarandeando a Khristen—, no ha impedido.

—Y perderé a mi segundo si no detienes ahora mismo esta locura —contestó Markus sin perder la firmeza, aunque un tic le sobrevino en un ojo.

—Podemos arreglarlo de otra manera —hablo bajo Khris, no quería alterar al doliente más de lo que ya estaba.

Ella no estaba tan incapacitada como él pensaba. Sí, le tenía puesto unas uñas muñequeras que no dejaban que se desataran por completo los poderes legendarios, pero «desatar por completo» no significaba un hecho totalitario. Khristenyara Daynon podía invocar a la tierra, por ejemplo, y que esta se abriera a los pies del joven y se lo tragara. O podía pedirle al agua del bebedero que saliera organizada en una línea y se impactara en su cara, ahogándolo. Pero ella no quería ser culpable de la muerte de otro hijo del capitán Markus.

Como le había dicho a Kilian, en su conciencia pesaba la culpa por la pérdida de más de setecientas almas. El peso de ser monarca debía ser uno que ella cargara con sus hombros, porque así era el deber, así era ser la máxima autoridad y responsabilizarse por lo que sucedía bajo sus pies.

—¿Arreglar? ¡Arreglar! —gritó el muchacho presionando más el puñal al grado de proporcionarle una punzada aguda y caliente a Khristenyara. La ardentía fue tan abarcadora que ella temió no ser capaz de soportar que se le enterrara el metal por mucho más tiempo sin emitir quejidos. — ¡¿Crees que la muerte se puede arreglar, pedazo de estiércol que disfruta los beneficios de un palacio?! Tú que te pavoneas sobre los muros protegidos portando una corona. —Enterró más la punta del puñal consiguiendo un quejido alto de Khristen—. Y si se requiere de acción usas un poder regalado de las estrellas, uno que tienes por casualidad de haber nacido en una fecha favorecida con genes alineados. No eres más que un fracas...

La frase se quedó a mitad cuando la tos se interpuso. Khristenyara ya no sintió el puñal ni el agarre del hijo de Markus. Quedó libre para voltearse y ver la sangre que él escupía. Este se llevó las manos al estómago y la garganta, dando pasos tambaleantes para dejar al descubierto la figura que sigilosamente se le había acercado detrás: un capitán de ojos color tormenta y cabello oscuro demasiado apuesto para su propio bien. El joven soltó el arma y cayó de rodillas sin dejar de toser, manchando de sangre su mentón y hasta la ropa, que empezó a arrancarse con desespero buscando una especie de alivio. Finalmente se desplomó inerte en el suelo, con telas a medio arrancar y moretones amarillos y verdes en la piel del tórax.

Khristen se quedó perpleja, observando.

—Supongo que no pude darte el lujo de últimas palabras, peste andante —escupió Arthur sin mirar el cuerpo—. ¿Estás bien? —le preguntó a Khris acunando su cara entre sus manos.

—Yo sí, pero él...

Ella miró en dirección a Markus, todavía de pie en la entrada de la casa. Ya no tenía la postura firme, y parecía debatirse con su moral para correr a su hijo ya muerto. Lo que había hecho el capitán Arthur Kane era indiscutible, no podía ni tan siquiera ponerlo en tela de juicio. De haber tenido oportunidad, se le hubiese exigido el mismo proceder a Markus como capitán de tropas. Pero Markus estaba en parálisis, aún de duelo por Loriel y procesando que a su otro sucesor le habían cortado la vida desde adentro, reventándole los órganos, usando la habilidad del aire de forma maestra para oprimir el oxígeno, torcer la respiración a través de las estructuras constituidas para ello. Ejecución limpia que solo podía llevar a cabo el Elegido.

Había salvado a la emperatriz discretamente, ¿cómo reclamarle algo?

—Al Séptimo Abismo cualquiera que no seas tú, Khristen —dijo Arthur estrechándola con cuidado a pesar de estar empapado de sudor. Lo que había realizado le requirió un desgaste inimaginable. Khris hizo una mueca de dolor tras el abrazo—. ¿Es grave? —inquirió él revisando la herida de la espalda.

Sabía que la regeneración de células debido a la energía Osérium en el organismo de Khristenyara comenzaban a hacer su trabajo, pero aún así contemplar segundos antes como ese gusano le infligía sufrimiento había puesto la rabia de Arthur en un punto peligroso, y solo gracias al entrenamiento de esos últimos años había logrado controlarse para llevar a cabo la acción más discreta e inteligente. Eso sí, no menos dolorosa.

—Estaré bien —aseguró Khris al tiempo que Eskandar llegaba hasta ellos.

—Dinamita.

—Amigo mío.

—Gracias al clan Fayrem que Arthur intervino, porque de lo contrario...

—Ya pasó, Eskandar.

—Markus se ha retirado a pedirle a Harold que me ayude con el cuerpo —explicó el árabe—. Por su última acción no merece funeral ni ser incinerado en una pira, pero Markus espera que el general le conceda el favor de enterrarlo.

—¿Akenatem está despierto?

—Y comiendo —agregó Arthur como motivo de aliento quitando las muñequeras de las manos de Khris—. El médico ha dicho que se recuperará. ¡Ah! Listo —anunció poniéndose de nuevo—. Supe que algo andaba mal desde el momento que ese maldito desapareció de los aposentos de Akenatem y mis muñequeras con él.

—Ni siquiera sabía su nombre—expresó Khristen observando el cadáver que lucía más terrible que instantes atrás.

—Hosíes Graybreeze —informó Eskandar.

—¿Por qué lord Remilgado no viene a ayudarte a cargar a la escoria? —le interrogó Arthur— ¿Acaso sus manitas de conde son demasiado excelsas para hacerlo? —rio de su propio chiste recordando la vez que Devian estuvo vomitando a mares por ver un carnero descompuesto cerca de las Zonas Vírgenes.

Kilian y Arthur habían ido a entrenar y Devian había acudido a darle un recado al príncipe demasiado importante como para entregárselo mediante un sirviente.

—Es un idryo, Arthur —Khris tomó la palabra—. Los idryos tienen prohibido tocar cadáveres al caer el sol, forma parte de la idiosincrasia de su clan.

—Por supuesto. —Arthur alzó las cejas resoplando para evitar agregar: «Los idryos y sus ridículas leyes».

Harold llegó justo en ese momento haciendo las debidas reverencias.

—Tengan paz.

—Ten paz, Harold, aunque el momento no sea motivo de alegría.

—Siento mucho lo que ha pasado, Su Majestad.

—Ya lo peor pasó. —Khristen se apartó para que Eskandar y Harold cargaran el cadáver de Hosíes—. Entremos, Arthur.

—No puedo creer que permitas que lo entierren —reprochó Arthur caminando con ella.

—Fue leal hasta este desafortunado evento, no seas tan duro. Markus ha sufrido bastante, y Hosíes también estaba sufriendo mucho. Tú mejor que nadie puedes entender lo que el dolor le hace a las personas.

—No por eso se les exime de las consecuencias.

—¿La muerte no te parece una consecuencia bastante acertada? —preguntó ella antes de pasar por la puerta principal de la casa—. Dejemos que lo entierren, Arthur. Ya ha habido demasiado pesar en la tierra de Jadre.

Arthur no objetó nada más y se adelantó para guiarla a los aposentos donde descansaba el actual general del ejército.

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