♤69♤ EL PESO DEL AMOR ES MÁS PODEROSO QUE EL PESO DE LA SANGRE
Año 13
10Ka, 50Ma.
Jadre.
El año número trece del décimo kiloaño había comenzado con idas y venidas. Arthur y yo éramos ese claro ejemplo de dos personas que casi nunca estaban de acuerdo, pero luego hallaban un punto intermedio que le satisfacía a ambas para ocupar las energías en algo más productivo.
Recuerdo especialmente cuando le entregué uno de los regalos:
—Anoche soñé contigo —había confesado él con un roce suave que sabía a acero, humo y frutas—. Contigo y conmigo.
—¿Ah sí? —pregunté yo no dejándome dominar por la sensación— ¿Y qué hacíamos?
—Ser felices —confesó con una calidez maravillosa.
—¿No peleábamos?
—No en este sueño.
El hijo de sir Yasaiko, Ret Lee, había terminado mi segundo encargo. Revivo de modo entrañable la cara que puso Arthur cuando le entregué el frasco finamente elaborado con joyas de cristal y alabastro con una pequeña bomba de atomizador que colgaba gracias a una cadena de oro. El diseño era tan típico de la realeza que él quedó anonadado.
—Me... ¿me estás regalando un perfume?
Fue una pregunta de júbilo mezclada a confusión.
—Y no cualquier perfume —expliqué, emocionada porque lo usara.
—No tenías que regalarme nada, Khris.
—¡Ah por favor! ¿Lo quieres usar de una vez?
Arthur sonrió levemente colocando el frasco al costado de su cuello y apretó el atomizador. Al instante, exquisitas notas de jengibre, maninka exótica y cuero se desplegaron en su piel y ropas, seduciendo los sentidos. El Hugo Boss The Scent era tan intenso que se expandió por el aire con una buena cantidad de dulzura de las notas frutales. Era, como recordaba, cálido y un poco picante, pero a la vez fresco, pudiéndose notar los ligeros cítricos que había debajo de toda la primera intensidad. Mandarina y bergamota se entrelazaban.
Era la combinación perfecta que gritaba Arthur Kane a todos los sentidos.
—Es... es...
Pocas veces lo había visto tan impactado y sin palabras.
—Es mi perfume favorito —pudo decir finalmente.
—Lo sé —reconocí ante su expresión de estupor. Tenía los ojos tan brillosos que podían exprimirse y sacar un río de estrellas—. También es mi perfume favorito para ti.
—¡¿Cómo...?!
—Soy la emperatriz de Irlendia, caballero, tengo mis medios.
Arthur, con una velocidad sorprendente, tomó una de mis manos y me haló hacia él. Me besó la cabeza, la frente, la nariz, las mejillas. Todo un reguero de besos desesperados y agradecidos. Su dinamismo y alegría se asemejaban a un niño con un caramelo nuevo.
—Gracias. —Beso—. Gracias. —Otro beso—. Gracias... Te lo recompensaré, lo juro como que me llamo Arthur Kane.
—De nada —contesté carcajeando entre sus brazos.
Como ya he dicho, era el lugar más seguro de los cinco mundos. No solo porque literalmente esos brazos se volvían de acero, sino porque además de pertenecer a un hombre de guerra, infundían una paz única en el universo.
Seguíamos sin disponer de todo el tiempo libre que queríamos. Yo estaba ocupadísima con todos los asuntos que podían mantener ocupado a un monarca. Los levantamientos en toda Irlendia por el reinicio de la Guerra Roja me tenían al borde de un colapso.
Arthur entrenaba muchísimo acompañado de su compañero invencible: Tornado. Pasaba largos períodos con el Canisdirus en las afueras de la Comarca Lirne perfeccionando el enlace que los conectaba a ambos. Llegaron a ser tan buenos peleando juntos que se hicieron inseparables. Incluso comían juntos ¡Y vaya si comían! De Tornado, lo esperaba, pero ver a Arthur comer tan salvajemente era algo a lo que no estaba acostumbrada. Desde el primer tiempo que Arthur había iniciado su entrenamiento con los guerreros, las cantidades de comida que ingerían significaban un insulto para sus antiguos diseñadores y sastres humanos.
Me preocupó en un principio que la constitución de Arthur se estuviese volviendo tan "grande". Un día se lo comenté, temiendo que se fuera a molestar porque estaba atacando de cierta manera su preciada apariencia. Tema delicado. Pero al contrario, me contestó muy complacido que sus nuevas responsabilidades requerían un cambio de físico que igualara la brutalidad de las mismas.
Y en efecto, vaya si se volvió «brutal». Los músculos le siguieron creciendo de una forma vertiginosa. Y la anchura de sus hombros y cintura, antes moderadas por las directrices impuestas a los súper modelos de las revistas más prestigiosas de la Tierra, hacía mucho que habían perdido las dimensiones estrechas para convertirse en las de un guerrero robusto y fornido. Era imposible que creciera de altura, tenía que convencerme a mí misma cuando lo espiaba y el primer pensamiento era «Uf, vaya que se ha puesto enorme». Sin reproche, la vista general que se obtenía de Arthur era tan diferente y cruda, que simplemente no podía asociarlo a ese delgado y definido chico que encabezaba el mundo de la moda. Ahora era todo un fayremse, como su tío abuelo, irradiaba fuerza sólida e invocación a todas las plegarias existentes.
Se había dejado crecer el cabello lo suficiente para que los mechones se le regaran con el viento y su peinado perdiera la compostura en la que antes se amoldaba, recta y rígida por el gel; pero seguía estando en una medida sobre lo corto. No como el cabello de Akenatem, que se pasaba de los hombros y caía en una cascada pareja de un castaño oscuro y cenizo. A pesar de las ligeras diferencias entre ellos, era un oasis visual admirarlos cuando se ordenaban las tropas, codo a codo y ataviados con sus armaduras relucientes con capas azules, escudos con cabeza de lobo y alas de búhos. Hermoso ver el parecido, una línea de sangre directa que los unía y los convertía en algo más que compañeros del mismo bando: familia. Y ellos eran muy conscientes del pesado legado de familia que debían representar, un legado de dirigentes que no podía opacarse.
Y sí, a sir Arthur Kane, Mano de la emperatriz ya lo habían nombrado capitán de tropas. Dirigía una división y estaba en la cumbre de la confianza con los fayremses. Aunque el resto de clanes seguían temiendo su temperamento y proceder.
Akenatem sin embargo había acogido a Arthur como su propio hijo. Lo más probable es que en el fondo, deseara que Harold demostrase en su vida un ápice de la determinación que había desplegado Arthur en tres años. Pero llegarle a los talones al Elegido no era tarea sencilla, y más si este se convertía en una criatura de acero de dos metros y creaba destrucción con un chasquido de dedos. En este aspecto, mi fenómeno iba trabajando con diligencia, pero su carácter volátil era una atenuante que nos preocupaba a todos.
Porque todos iban conociendo al sobrino nieto del general.
Si bien había nacido como humano, nadie pensaba en Arthur como uno. Se había ganado un puesto mental totalitario de un Legendario. Su físico abrumador, combinando belleza y poder, y la personalidad prepotente y trabajadora le habían asegurado eso. Pero lo que la gran mayoría temía, ya fuese en secreto o en público, era las similitudes que compartía con el difunto pero aún latente Agamón.
Lo positivo: las revueltas desaparecieron en su totalidad en las provincias de Korbe y Bajo Mundo. El crimen organizado era otra cosa, pues yo como emperatriz mantenía mi palabra a los dígitos de no interferir con la mafia dentro de su mundo. No obstante, no fueron pocas las veces que se me presionó delante del Consejo para que diera mi brazo a torcer. En una de las reuniones, tuve que confesarlo.
Lo confesé todo. Cada detalle que había pasado en Imaoro, el paso por las infectadas calles de Las Sombras Olvidadas, el virus debido a la mordida y finalmente la acogida en el Imperio Androide, en la CyberZone. Lo único que me permití omitir fue la leal compañía de mi amigo Bastian Dubois, pues tendría que explicar el porqué no había llegado a Jadre y me hallaba incapacitada para hablar del espantoso Atroxdiom y... y su capitán.
Aunque no fue agradable contarles todo aquello, y algunos miembros se perturbaron, sirvieron como una barrera a que se me importunara con la cuestión de los dígitos y se respetaran mis deseos de mantener la promesa. Al menos, hasta que no hubiesen indicios de una clara amenaza de virus. Otro asunto que le quitaba el sueño al Consejo.
Me alegraba ocasionalmente que el duque, Lord Dominic Dukor, no fuera parte del Consejo Real; ni él ni su partida de jueces idryos que habían realizado tantas condenas en el pasado, siendo los culpables de una en específico que siempre llevaría en mi memoria: la de la joven Tayria. Sin embargo esto en sí estaba constituyendo un problema mayor. Muchos habitantes de Jadre seguían respetando a los ex jueces idryos, y buscaban su orientación y consejo para innumerables conflictos. Con el tiempo, dejaron de presentarse problemas en la Corte para ser llevados a Haffgar. La reputación de Lord Dominic lo precedía, y se había granjeado el favor de ciudadanos influyentes de All-Todare.
Los esfuerzos de Devian en la campaña de ganar adeptos de su padre daban resultados a poca escala. Algunos habían acogido el tratado de Convergencia pero no eran suficientes. Y yo no podía simplemente hacer desaparecer al resto de su clan que no nos apoyaba, dicha acción estúpida e inmadura significaría dividir mi mundo en una guerrilla política que me haría perder la guerra mayor.
Mientras estas y otras muchas más cuestiones económicas transcurrían, mis estudios y entrenamientos lo hacían de igual modo. Pero no fue hasta una tarde en la Biblioteca Real que supe inesperadamente de un dato que en su momento se me hizo una interrogante insufrible.
Había vuelto a discutir con Arthur sobre la creencia extendida que se convertiría en un tirano como su fallecido tío abuelo Agamón. A mis oídos llegaban noticias impactantes de los actos que él cometía. Pero como en el pasado, discutir con el Kane había servido para absolutamente nada. Hablarle a Arthur de ese tema era arrojar piedras al viento.
«Los irlendieses que no son guerreros, son sensibles porque llevan muchos años de tregua»
«Ahora soy un capitán del ejército, ¿qué esperas que haga?»
«Me criaron y entrenaron para ser un arma efectiva, no un cobarde débil»
«Los traidores no nacen, se dejan prosperar y proliferan. Yo no toleraré que ningún traidor prospere bajo mi mando»
Estas eran algunas de sus preparadas e intransigentes respuestas. Después de todo, el general del ejército, Akenatem, no le impedía realizar al nuevo capitán sus "demostraciones de mando" y yo no tenía mucho voto en el ejército porque estaba hasta arriba de otras responsabilidades, así que evitaba discutir de estos asuntos con Arthur; invariablemente terminábamos estando en desacuerdo y yo no quería pelear con él. Resultaba de lo más reconfortante darse cariño después de días y noches de arduo estrés y trabajo que estar generando discusiones y molestias. Mi vida había cambiado radicalmente pero seguía necesitando sentir el lado dulce de Arthur y no zarandear a la bestia de su interior.
Aún así, aparté una tarde para estudiar todo lo concerniente a Agamón Hakwind. No las proezas que todos conocían y los defectos que lo censuraban, no. Quería encontrar información privilegiada, aspectos de su vida que no eran tan conocidos, qué lo había llevado a ser cómo era. En vista que su hermano Akenatem se negaba en rotundo a hablar del antiguo general, opté por encontrar ayuda en Zac Dass. El híbrido parlante de zorro me buscó todos los viejos rollos y libros al respecto, pues la información digital era la públicamente conocida. Allí, entre un pasado tan remoto que retrocedía a antes de mi nacimiento —quinientos años atrás— descubrí cosas que no hubiese descubierto de otro modo.
El escriba que más información íntima había recogido de Agamón, un tal Tritus, contaba algunos aspectos de la niñez feliz de este al lado de la figura más representativa del clan Fayrem: Ared Hakwind. Pero la felicidad del pequeño Agamón se empañó cuando su madre, Diana, murió por un asalto de los Oscuros a Villa Imperial.
«De ahí su odio desmedido a los Oscuros» razoné.
Akenatem creció sin recordar a su madre —justo como el caso de Arthur— pero Agamón conservaba cada detalle. El dolor que sentía se transformó en una furia intensa que no ayudaba a sus fibras hereditarias de venganza. El golpe más duro, no obstante, constituyó ver a su padre, que hasta el momento había sido el héroe de todos, el ejemplo a seguir de Agamón, apagarse lentamente como una llama de vela en medio de la tormenta.
"Ared perdió el sentido del tiempo y deber. —escribió Tritus— No hallaba goce en las batallas y fue desarrollando una fobia desmedida a la sangre. Sus energías se debilitaban de día y pasaba las noches en vela, vigilando en el horizonte por si algún Oscuro aparecía a congelar lo que quedaba de Villa Imperial. Muchos pensaron que se había vuelto un loco sin remedio.
El miedo atroz creció a tal punto, que el médico real determinó que estaba incapacitado para la guerra y se le recetó descanso de lucha y distanciamiento de todo lo que le hiciera revivir sus traumas. Pero dentro de «todo lo que le hacía revivir sus traumas» estaban sus propios hijos, su entorno y su universo. Así que halló el escape.
No se puede decir que Ared no fue valiente, su vida de sacrificio a la Corona y el récord de batallas ganada seguirán formando parte de sus honorarios, independientemente de cómo haya terminado su vida. Muchos se alegran que abandonara el cargo de general pues su debilitado corazón no hubiese resistido las barbaries que ocurrieron después de su partida. Crió a sus hijos hasta que tuvieron la edad necesaria para valerse por ellos mismos. Cuando tuvo la oportunidad, tomó uno de los agujeros fantasmales que llevaban al Mundo Desconocido, y desapareció para siempre"
El escriba Tritus entonces pasaba a relatar el resentimiento e ira con las que maduró Agamón. No tardó en ocupar el puesto de general del ejército. Cuando Ared se marchó, su primogénito empeoró su carácter, volviéndose un desalmado con sus enemigos y un huraño entre sus compañeros. Llegó a ser tan o más hábil de lo que había sido su padre en batalla. Nada importaba que tuviera más de un corto siglo de edad en comparación con los que reunían centenas, porque la fiereza de Agamón siendo adolescente era tan insondable que hasta el rey valiente Kronok lo respetaba.
Estuve leyendo muchas páginas de anécdotas menores y más datos de sus proezas en batallas hasta llegar al suceso que cambió toda mi perspectiva: su primer matrimonio. Tritus tomaba nota del folio facilitado por el escriba que guardaba las actas matrimoniales de la realeza y nobleza de Jadre y reproducía con su letra una copia exacta. Quedé muda. Más que muda. Me sobrevino mareo y ganas de vomitar:
Se había casado con lady Kerisha Daynon, hermana de su Majestad la reina.
Fue como un golpe de calor lanzado a mi cara. ¡Cómo mi padre había permitido algo así! ¿Cómo mi madre había dejado que casaran a su hermana con un sádico irreverente y de seguro, violador?
Kerisha debía haber sufrido tanto en su corto tiempo como esposa de Agamón. Ella...
«Oh por los mundos, tía, cómo sufriste»
Una lágrima cayó de mi ojo. Me sentí culpable por despreciar la forma en que ella se mostraba a veces. En unos días era una amiga magnífica, y en otros, se mantenía tan distante y tan perdida en sus pensamientos que en el mundo humano la considerarían «autista». Intentaba que eso no me molestara culpando sus bipolaridades a la situación imposible con Akenatem. Pero al leer esa copia de su acta matrimonial lo comprendí todo, absolutamente todo.
No importaba el tiempo que llevara en Irlendia y el basto conocimiento que había adquirido, seguía aprendiendo cosas que no se enseñan en los libros: No juzgar a alguien por su comportamiento, no juzgar nunca sin saber la tormenta que ha tenido que atravesar en su momento de prueba.
Uno no puede criticar con rudeza respecto a lo que no ha visto, lo que no conoce, lo que no ha sentido. Cada quien sabe el dolor que carga, el peso que sostiene, las luchas internas que combate. ¿Cómo imputar escarnios sobre un ser oprimido que ha tenido que sangrar sobre sus propios pasos?
En ese mismo instante yo cerré el libro. Dejé todo lo que estaba haciendo. Corrí. Busqué a mi tía entre los vestíbulos principales del castillo. Un mozo me indicó que se encontraba en el salón de embellecimiento con las nobles cortesanas y no tardé en llegar al umbral de la puerta siempre abierta.
—Por favor salgan todas —rogué.
—Khristenyara —exhaló Kerisha levantándose de su asiento, observándome con repentino asombro por la emoción sofocante que me abarcaba—. ¿Qué ha pasado?
—Nada... nada. Solo necesito que salgan.
En acato sumiso a la emperatriz de Irlendia, las muchachas y Vilfas salieron de la estancia a toda prisa. La última de ellas apenas estaba cruzando el umbral cuando corrí una vez más hasta mi tía y la abracé tan fuertemente que luego temí haberle hecho daño.
—Sobrina mía, ¿ha pasado algo con Arthur? —se alarmó.
—No, no ha pasado nada —dije sin soltarla—. Es solo que te quiero. Te quiero mucho.
—Yo también pero... —Ella me separó levemente para leer a través de mis ojos, que estaban vidriosos—. Khris...
—Acabo de descubrir todo. Agamón, tu matrimonio...
Ante eso, el cuerpo de ella se sacudió violentamente para luego quedar rígido, muy muy rígido. Pero se las arregló para levantar una mano y llevarla a mi mejilla.
—Fue hace siglos. No debes sufrir por eso.
—Lo siento muchísimo, lo siento de verdad. No sé cómo mi madre...
—Tu madre no quería, trató de impedirlo —reveló—. Pero Agamón se había encaprichado conmigo y nada le iba a impedir tenerme, por las buenas o por las malas.
—¡Qué horror! ¿Cómo no ibas a sentirte protegida en la mismísima corte?
—Si hubieras conocido a Agamón... Era un demonio.
—¡Y un psicópata!
—El matrimonio fue la solución que tu padre buscó. Sería un arreglo digno ante los nobles y mantendría apacigüado a su general. Además, era la mejor oferta para la hermana de la reina, el general del ejército real.
—Pero tía, tu felicidad...
—Estábamos en medio de una despiadada guerra, Khris, mi felicidad era el menor de los problemas. Los Oscuros estaban ganando y los destroyadores habían conseguido burlar nuestras defensas, no podíamos darnos el lujo de importunar al general, nuestro mejor guerrero. Tu madre peleó con Kronok por este motivo, pero yo decidí zanjarlo entregándome a Agamón. Aunque no lo hiciera, sabía que él se las arreglaría para tenerme por la fuerza.
—Por Daynon... —suspiré, envuelta en pena—. Debió ser...
—No importa lo que fue, importa que ya pasó.
Apoyó ambas manos en los hombros y yo traté de deducir cuándo había empezado a enamorarse de Akenatem, si antes o después de la pesadilla, aunque realmente, tampoco es que importara para que fuese algo trascendental en su pública vida como hermana de la reina.
—Escucha querida, cuando te dije el día de tu boda que estabas a tiempo y te olvidaras del Consejo, no era en vano. Yo ya había pasado por ese calvario, yo mejor que nadie era capaz de reconocer a una novia infeliz caminando hacia su penitencia. Contabas con la fabulosa opción de elegir, cosa que yo no tuve. No sabes lo agradecida que estoy porque no hubieras dado tus votos.
—Arthur...
—Es el amor de tu vida, y ahora están construyendo una vida juntos.
—¡Es descendiente directo de Agamón, tía! Me aterra en lo que se puede convertir. Sé que estás al tanto de su manera de proceder en el campo de batalla.
—He escuchado varias cosas. Pero Khristenyara, sé reconocer crueldad cuando la tengo delante y el joven Kane no es nada de eso.
—No has visto su inflexibilidad al respecto. No quiere cambiar. Piensa que hace lo que tiene que hacer...
—Hace lo que tiene que hacer —sostuvo ella—. Tuviste la dicha de nacer entre humanos pacíficos querida, pero yo he visto más muertes y lamentos de los requeridos. Una cosa es el entrenamiento en la seguridad de tus colinas, y otra muy diferente enfrentarte a la rebelión allá afuera. Arthur es sabio, sabe lo que hace y no abusa de su poder. ¿Que disfrute ser un guerrero? Está en su sangre, no puedes cambiarlo. Pero si puedes dirigirlo.
—¡¿Cómo?!
—Porque Arthur posee algo que Agamón jamás se permitió sentir ni de lejos en su vida adulta: amor. Agamón creía firmemente que amar era sinónimo de debilidad, pero estaba equivocado. Amar es un arma, y esto no es malo. Arthur te ama Khristen. No subestimes eso.
Pensé que a pesar que Arthur había crecido sin una madre, como Agamón, su padre no lo había abandonado, aunque no hubiese sido exactamente el padre modelo del año. También había tenido a sus tíos y primos, y por mucho que me molestara, la atención sincera y constante de Jessica O'Brien. Sin omitir el interés retrógrado y nocivo de su abuelo, pero al menos a su tóxica manera, le había dedicado atención.
Y luego había llegado yo, y me había abierto por completo.
Yo lo amaba. Lo amaba sobre todas las cosas con las fuerzas infinitas de mi corazón. Hiciera lo que hiciera Arthur, estaba tan plena y dolorosamente enamorada de ese hombre que no me cabía en el pecho el sentimiento.
—El amor es poder, y con ese poder se logra cualquier cosa —le dije a mi tía en concordancia con su punto de vista.
Yo había experimentado todo lo que podía lograr el amor verdadero.
—El peso del amor es más poderoso que el peso de la sangre —aseguró ella.
Sus palabras se asentaron como el agua de olas en orilla arenosa. El amor sí que era poder, porque el amor podía conseguir que lo que parecía improbable fuera posible. El amor no borraba los defectos, pero podía alejar lo malo a tal punto que solo quisieras hundirte en los privilegios de amar y ser amado. Una compenetración tan gigante que burlaba clanes, especies y riesgos.
—Yo quiero amarlo a grado cabal. Pero ha estado tan enfrascado en demostrarle a todo Jadre su valía como Elegido que plantearse un compromiso conmigo ha quedado en segundo plano. Estoy dispuesta a lo que él me pida, pero él no se siente listo. Tiene estas ideas de ser adecuado y apto para poder pedírmelo.
—¿Y estás en contra de eso?
—Bueno, yo...
—Eres la emperatriz de cinco mundos, Khristenyara, deja que él te ame como considere correcto. Si Arthur tiene una idea de lo que debe ser el amor en la vida de ambos, no te conformes con menos de esa idea que él anhela. Es un hombre que valora un sentimiento real y quiere prepararse para el paso más grande. Y eso sobrina, no lo hace cualquiera.
Asentí con suavidad, interiorizando. Desde esa tarde en adelante, jamás le volví a insistir a Arthur sobre formalizar un compromiso como estipulaba la realeza.
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