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♤40♤UNA ESPERA AGITADA

Año 8
10Ka, 50Ma.
Jadre.

La espera a que Adrián despertara se extendió bastante. Durante ese período compartí mi tiempo en diversas responsabilidades. Por ejemplo, visité áreas fértiles de Jadre y campos nunca antes harados buscando nuevas perspectivas ante el miedo que la tregua de guerra se desvaneciera. Pero a pesar de mis largos recorridos todavía quedaron muchas tierras lejanas en Jadre que no pude conocer.

Decían los daynonianos de la aldea, que después de las montañas del sur el pasto era más verde, y los rayos solares tocaban con cuidado el seto protector que dividía la Comarca Lirne. En dichas zonas desconocidas para los demás clanes, las Vilfas, Turias y Syrisas se desarrollaban en libertad y trabajaban laboriosas en sus deberes para con la naturaleza. Las de alas de colores se encargaban de pintar según las estaciones las hojas de los árboles rezagados; solía ocurrir en Irlendia con algunos ejemplares y aunque el invierno jamás llegaba a consolidarse, en las demás estaciones dichos árboles se tardaban en cambiar de verde veraniego a marrón otoñal. Las Vilfas también recolectaban frutas y curaban animales heridos que acudían a los linderos de sus haciendas para recibir ayuda.

Las de patas largas y caparazón duro tejían en libertad y velaban los cultivos especiales, de donde salían alimentos extraterrestres no encontrados en ninguna otra parte de la galaxia; entre ellos se encontraba el «monak», un tipo de fruta que hacía crecer las uñas y cabello. Y también sembraban semillas de framín, pues cuando germinaban su flor con propiedades se secaba, molía y tamizaba para crear la base del famoso postre irlendiés "Framín".

Las Syrisas habitaban de igual forma dentro de la Comuna Lirne, pero su residencia se extendía por todo el mar meridional, a las profundidades del mismo. Dichas aguas se conocían como el "Dominio de las Algas"

También en ese período conocí a varios guerreros del clan Fayrem, entre ellos a Markus Graybreeze. Akenatem había relegado el liderazgo de la batalla civil en Territorio Infame a Markus, capitán de tropas muy capaz. Era joven —en términos irlendieses— apuesto y valeroso, y tenía especial interés en que Harold, el hijo de su general, se desarrollara en el campo de batalla.

Harold y Ginebra, los retoños de Akenatem Hakwind por los que todos estaban dispuestos a matar. Ser descendiente directo de un linaje de generales debía ser tanto como una fortuna como una carga pesada. El hermano de Akenatem había sido por años el dirigente del ejército daynoniano, ayudando a mi padre Kronok a conquistar Jadre por completo, expulsando a los extranjeros que no quisieron aceptarlo como rey, y ganando batallas durante la Guerra Roja. Akenatem nunca me hablaba de él, pero según los escribas Agamón tenía un temperamento sanguinario y desafiante, lo que lo catalogaba como un demonio pero también un valioso aliado. El padre de ambos hermanos, Ared, era una leyenda en los cinco mundos, el mejor general en su tiempo. Por tanto se esperaba que Harold asumiera el puesto llegado el momento. Lo que sucedía era que..., bueno, él lo deseara.

Las pocas veces que interactué con el chico conocí lo retraído que podía llegar a ser. Su apariencia, aunque atractiva como todos los fayremses, carecía de músculos y de ese derroche de poder imperativo que caracterizaba a los guerreros de su clan. Su rostro resultaba tierno, se recortaba el cabello evitando que le creciera como a su padre y sus ojos tenían una tonalidad de gris despejada, como un horizonte en calma.

Un día, visitaba Villa Imperial a lomos del caballo moteado que solían prepararme como objetivo de mis clases de arquitectura. La realeza Daynon debía estar formada en todo sentido, y yo siendo futura emperatriz y estando siglos ausentes de Jadre tenía mucho trabajo atrasado. Los encargados de adiestrarme en estas aptitudes eran los del clan Juno, maestros de la ingeniería y arquitectura por excelencia. Ya había visitado sus tierras al oeste, a unos ochenta kilómetros del castillo, para aprender de su sistema de riego para las cosechas, sus casas de mampostería al estilo que predominaba también en Drianmhar y la consistencia de su plan de trabajo, entregado y ordenado. Pero en esa nueva ocasión estudiaba la arquitectura e ingeniería de Villa Imperial, otros ochenta kilómetros del castillo pero al norte.

Ese día me encontré con Harold que le vendaba la pata a un lobo pequeño. Le pedí al juno que me guiaba un descanso y me acerqué a observar el Cansdirus de pelaje negro con una mancha blanca en la frente que aullaba de dolor.

—Alteza. —Harold se puso de pie inmediatamente en muestra de respeto—. Tenga paz.

—Ten paz Harold Hakwind. ¿Qué le sucedió al cachorro?

—Se cayó de una pendiente Alteza. Sucedió mientras su madre descartaba cría.

—Oh..., entiendo.

El «descarte de cría» era algo común entre los animales salvajes de Irlendia que crecían en manadas. Consistía en que el progenitor sometiera a su prole a un tipo de prueba y el que no pudiera pasarla quedaba descartado de la familia, aislado, recluido al olvido.

En Jadre era sabido que la loba madre probaba la destreza y valor de sus cánidos desde que eran bien pequeños y al parecer la del cachorro hacía lo mismo cuando este fatalmente se resbaló del pico de la pendiente. Crecería como un lobo aislado y no se le permitiría entrar dentro de los selectos que entrenaban junto a los guerreros a no ser que demostrara su valía.

—No deja de ser un cachorro valiente por ello —aclaré—, tan solo dio un paso en falso.

—Tiene razón Alteza, la verdad es que es muy valiente —dijo él con cierta melancolía en la voz.

—¿Piensas entrenarlo como tú aliado personal? Cada guerrero de élite tiene uno. Estoy segura que el Cansdirus probará que tiene sangre de acero.

—Bueno, no pensaba hacerlo. No he terminado mi entrenamiento y ni siquiera me han nombrado caballero. Además no estoy seguro que Nox desee enlazarse conmigo.

—¿Nox? ¿Cómo la noche?

Era lo que significaba 'Nox' en Káliz. Harold asintió y se agachó a acariciar al pequeño Cansdirus en la cabeza. Este respondió favorablemente a su tacto.

—Al parecer le gustas —noté y fui a agacharme a su lado para acariciar al lobito. La mancha blanca tenía forma de diamante—. Creo que en este caso se han invertido los papeles Harold.

—¿Disculpe Alteza?

—Una vez un buen amigo me dijo que los animales son los que te escogen, y no al revés.

—¿Hablaba de Cansdirus?

—Eh... no. —Sonreí—. De caballos. —Harold alzó las cejas—. Pero el punto es el mismo. Nox ha encontrado a su aliado Fayrem. —Señalé al cachorro—. Y tú ya tienes a tu lobo.

Harold se puso a meditar en mis palabras. Agarró el ocico de Nox y este gruñó y lo intentó apartar con la pata que no estaba vendada. Se quedaron jugando así que decidí apartarme y seguir mis lecciones. Me di cuenta que fayremse y lobo daban una imagen preciosa aún en la distancia. Harold con sus ropas limpias de lino, con esa delicadeza que emanaba de sus movimientos y el Cansdirus a gusto con el compañero que había escogido.

No vi a la hija del general por los alrededores ese día, por lo que supuse que estaría entrenando.

Ginebra era todo lo contrario a su hermano. Se mostraba fuerte, ágil con la lanza e intrépida con el aire. La vi par de veces en sus entrenamientos con los demás jóvenes del clan en ocasiones posteriores. Ni el mismísimo elemento que dominaban los fayremses hacía justicia a su eficacia, por segundos, era más rápida que el viento. Su cabello era negro por completo, y le caía lacio hasta la cintura; tiras de cuero y mallas constituían los accesorios en este, porque lejos de adornar los usaba para guardar dardos envenenados o nueces metálicas que hacían boom cuando ella las lanzaba a la nada con el arte de su pensamiento. Dichas armas diminutas se las había obsequiado Ret Li, hijo de sir Yasaiko y eran las únicas en Irlendia. Ginebra tenía una loba adulta llamada Luz de Luna, con un pelaje blanco que desprendía un fulgor lunar en la oscuridad, haciendo honra a su nombre.

Estos eran los hijos del general, tan diferentes como el día y la noche.

En cuanto a mí y el resto de mi tiempo, me dedicaba a estudiar muchísimo. Estudié la serie de requisitos que se debían tener en cuenta a la hora de aspirar títulos nobiliarios; excepto los que eran regalos de la Corona por alguna obra excepcional del afortunado, los demás se adquirían por herencia y un desempeño a la altura del cargo. Además junto a la reina, debía atender asuntos judiciales del pueblo. Mi madre no formaba parte del Consejo, y trataba de ceder responsabilidades a subordinados capaces. Por ejemplo, unos siete idryos formaban la liga de justicia que dictaba las sentencias de muerte. Sin embargo había asuntos locales que demandaban su exclusiva atención y en ausencia del rey, no le quedaba otra que atenderlos. Me hacía estar presente para que una, fuera involucrándome más con mi gente; dos, pusiera en práctica lo aprendido con Lord Devian Dukor (maestro de leyes) y tres, me acostumbrara al peso jurídico que me sobrevendría cuando fuera emperatriz. Sospeché que mi madre deseaba que llegara pronto el día que yo me hiciera cargo por completo.

Luego de escuchar los problemas presentados en palacio por los involucrados y decidir basándome en lo establecido, acudí a una larga sesión con el Consejo Real. El representante de los junos se quejó en nombre de sus compañeros del vino que con el permiso del príncipe se enviaba a Territorio Infame. El duque de Haffgar exigió que Kilian confesara el acuerdo al que había llegado con ellos —negándose mi hermano a contarlo—. Y Zac Dass pidió permiso para elegir un nuevo bibliotecario ya que el quinto que se postuló también resultó inadecuado.

Desde que se extendió la noticia que Sir Adrián Bénjamin Kane estaba postrado en cama el zorro había estado probando nuevos jóvenes para sustituirlo en sus tareas como bibliotecario, pero hasta la fecha llevaba cinco, y ninguno de ellos parecía complacerlo.

Pero el tema central que tenía a todos nerviosos y agitados, incluyéndome, era el acontecimiento que se daría a finales del próximo año: el eclipse.

Nuestros astrónomos habían calculado que según la rotación de los soles y los mundos en la galaxia, a finales del año nueve ocurriría un eclipse quíntuple, es decir, los mundos de Irlendia se alinearían y las estrellas se harían más fuertes. La única vez en toda la historia que un fenómeno como ese había acontecido se remontaba al año 644 del kiloaño anterior, más específicamente: el día de mi nacimiento. Nadie comprendía cómo sin haber pasado siquiera mil años, otro eclipse quíntuple daría lugar en nuestro universo. Pero las cuentas estaban sacadas desde inicios del año seis, y ahora que se acercaba podía pasar cualquier cosa. El primer eclipse había conseguido forjar una daynoniana con genes perfectos para adquirir poderes sobre todos los elementos; y a consecuencia se había desatado una guerra de siglos. De este segundo eclipse no se sabía qué esperar así que el temor, la incertidumbre y ansiedad nos tenían a cada irlendiés mordiéndonos las uñas.

Sobretodo pensaban en mí y en cómo me afectaría.

Con estas y otras cargas acudía a mis entrenamientos físicos que eran cada vez más intensos al punto de sudar y sangrar, así consideraba el general Hakwind que debían realizarse las prácticas para cumplir el cometido. Por cierto, nuestra compenetración en el campo era cada vez mayor. A veces nos comunicábamos sin decir palabras, nos entendíamos con simples gestos. Lo que seguía perturbándome era el hecho que al terminar cada entrenamiento, cierta mancha rojiza aparecía. Se esfumaba antes de yo poder detallar de qué se trataba, y estaba tan cansada que no tenía ánimos de perseguirla.

Pero un día lo haría, un día desmantelaría el misterio.

Fuera de esos raros avistamientos estaba descubriendo a Akenatem más allá que como guerrero, y en todos los aspectos me gustaba lo que conocía. No estaba segura si era por tener dos hijos, o por los kiloaños que acumulaba entrenando a pupilos, pero el cobijo paternal que desprendía me hizo acudir a él varias veces con diversos problemas a los que dio solución. También fue el general que pasó al lado del rey los últimos años de este, antes de que Kronok muriera en batalla. Cuando pregunté al respecto no quiso darme información, y los escribas tampoco me arrojaron luz en el asunto alegando que todo tenía su tiempo y no era bueno que me saltara el plan de enseñanzas establecido por muchas dudas que tuviera. Mi madre estaba demasiado angustiada como para que le preguntara al respecto, y Kilian..., bueno, Kilian era Kilian.

Lo único personal que había podido descubrir de mi hermano era que frecuentaba un lugar específico varias noches en la semana. Se iba con una capa que le llegaba hasta los tobillos y no despertaba a los mozos de cuadra para que ensillaran a Seren, sino que lo hacía el mismo. No tenía idea de adónde iba, pero siempre se esfumaba al norte, más allá de Villa Imperial. ¿Cuál sería realmente su ubicación de destino? ¿Cruzaba el mar Ciónico y se adentraba a Territorio Infame? El príncipe era el único que parecía manejar a los rebeldes de la isla, aunque nadie supiera del pacto secreto que había hecho con ellos.

Estaba convencida que a menos que se me ocurriera preguntarle, no iba a sacar nada en claro de espiarlo por las ventanas. Pero por supuesto, no se me ocurriría preguntarle.

Akenatem sin embargo, a pesar de ponerme pruebas duras en el campo, me permitía acercarme y me brindaba su confianza. Estar cerca de Akenatem equivalía a sentirme cerca de mi difunto padre.

Me había revelado la fecha de su muerte, hacia finales del año 664, veinte años después que Forian me sacara de palacio y Daysi me llevara a la Tierra, pero nunca me había contando cómo sucedió. En ese momento Agamón, hermano mayor de Akenatem era el máximo general de Jadre y había organizado un asalto en Balgüim para diezmar tropas de Oscuros, asalto que dio resultado, pero como dije, no daba detalles. Su cometido más que darme clases de historias era entrenar mi mente y me cuerpo. A veces con espadas, a veces con el solo uso de mis poderes y otras con diferentes armas, como arco y flechas y lanzas.

Un día me llevó al sureste del castillo, varios kilómetros cerca de la Comarca Lirne. En arbustos y setos había pintado dianas con ángulos imposibles de atinar. Eran un total de diez símbolos y la orden era corta: da en el centro.

Yo había practicado con arco y flechas muchísimo, era tan buena como el mejor de los junos, destacados por el arte. Pero nunca a unas distancias tan diferentes y posiciones tan inexactas. Parecía un juego de atinar al azar y Akenatem esperaba que perdiera. Por ese tiempo me ponía retos y castigos, sino cumplía el reto como el quería me castigaba. Los castigos incluían desde recoger todo el excremento de la porqueriza de All-Todare a repetir miles de cuclillas, flexiones de cuerpo entero y abdominales.

Yo, que siempre fui un gusano débil para los ejercicios obligada a hacer flexiones. Prefería por mucho recoger la caca de los cerdos.

Y era lo que me tocaría ese día sino acertaba a las diez dianas. Debía hacerlo sin margen de error, no le daría el gusto a Akenatem de castigarme. Así que me propuse usar una táctica infalible. Cerré los ojos, respiré y traje a la mente la cara que más odiaba de los universos. Funcionó, me revitalizó y llenó de decisión.

Abrí los ojos. Tiré el arco y carcaj abajo. Invoqué la energía.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Con una rapidez indiscutible apunté, disparé y acerté con rayos de energía verde; moviéndome en el proceso, agachándome o doblándome según hizo falta. Tronco, tras tronco, cada uno recibió mis rayos de poder destrozándose después de eso; la potencia resultó tanta que al general le costó reaccionar los segundos que siguieron al final de mi prueba.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió con una mirada que era lo más parecido al horror—. Pinté las dianas en lugares imposibles ¡No debías acertar!

—Pero lo he hecho —respondí pasiva, orgullosa de mí misma.

—¿Qué fueron esos rayos? ¿Cómo los has invocado? Los clavaste con una determinación que no te había visto nunca al usar arco o lanza.

Las comisuras de mis labios subieron.

—Fácil. Mis ojos quitaron las dianas y pusieron el rostro de alguien —declaré saboreando lo delicioso que había sido dispararle a Arthur Kane diez veces.

El general se fingió satisfecho con eso y no insistió en que desvelara todos mis secretos. Esa noche cené doble y jubilosa.

Otro día sin embargo las armas física o psíquicas no me sirvieron de nada. Akenatem me había llevado a una zona intrincada del bosque, con terrenos lodosos y movedizos y unos árboles sin hojas que cubrían la claridad del cielo con sus innumerables ramas torcidas.

Resultaba un tétrico panorama, los retos inesperados de mi general definitivamente estaban planeados para perderlos. Cuando le pregunté qué debía hacer Akenatem solo respondió «Procura salir con vida». Y fue cómo conocí al jabalí de los pantanos, una criatura horrorosa y gigante, con colmillos de un metro y la piel más dura que una piedra.

La lanza que llevaba en la mano me resultó inservible; lo mismo sucedió con el arco y la flecha y la espada y daga. Nada parecía atravesar al animal, ni siquiera dañarlo. El fuego no lo quemaba, las ondas violentas de aire solo servían para enfurecerlo más. A todo esa tensión se le sumaba el hecho de que yo corría por mi vida, porque la criatura se empeñó en perseguirme con intensiones asesinas durante el tiempo suficiente para que yo agotara mis flechas y mis energías y en algunos momentos me alcanzara con sus colmillos. La malla que me cubría los brazos se desgarró con facilidad, por lo que mi sangre brotó por el resto de la vestidura.

No sirvió esconderse, tampoco correr. Hiciera lo que hiciera el jabalí siempre me olfateaba y encontraba. Trepar los árboles era pérdida de tiempo, la bestia se dedicaba a golpear el tronco con su cabeza o usar sus enormes colmillos. Además, estaba segura que la prueba de Akenatem Hakwind consistía en que yo prevaleciera sobre el animal, no que me escondiera o huyera.

Y yo pensaba prevalecer pero la persecución no iba a mi favor. Cuando las piernas me temblaron a consecuencia, y la sed me puso mala a punto de fatiga, recordé las icónicas palabras de Akenatem que repetía en cada oportunidad que vinieran bien: «A un gigante no se le ataca por la coraza porque el esfuerzo sería como correr tras el viento, vano y sin sentido. Pero si le atacamos por la cabeza el cuerpo completo se desplomará».

Pues bien, la cabeza del jabalí de los pantanos estaba revestida con el pellejo más impenetrable del universo. Pero el refrán de Akenatem no se refería a atacar siempre cabezas literales, sino que motivaba al guerrero a priorizar el ataque a la debilidad de su contrincante. Entonces pensé en cuál sería la debilidad del jabalí que lo desplomara. Sino era su cabeza, ni su cuerpo, si no valía correr o esconderse, ¿cuál era la acción más juiciosa contra él?

La solución se alzó ante mí en forma de cueva, y tracé un plan victorioso en mi mente. Corrí hacia el interior consciente que la bestia me seguiría. Adentro estaba oscuro y húmedo, pero mi mano izquierda se encendió en fuego figurando una antorcha. El oxígeno se comprimía metro a metro, y el fuego no ayudaba a que entrara aire saludable a los pulmones de cualquier ser que respirara. El jabalí rugía detrás, jadeante y cansado. Le empezaba a afectar la falta de oxígeno tanto como a mí la fatiga y la sed. Necesitaba limpiar y curar mis heridas, pero él iba a caer primero. Así que casi al final de la cueva, con la oscuridad como decoración y mi mano llameante como único vestigio de luz, saqué el poco vigor que todavía me quedaba y me prendí entera.

Fuego llameante por cada uno de mis poros.

Fuego devorador y yo no me quemaba.

Mas el gigante jabalí de los pantanos apretó las pezuñas y soltó un rugido desesperado, el último sonido se escuchó apagado. Se desplomó en el suelo retorciendo las patas, inhalando con locura algo de aire, pero mientras más respiraba más moría. Hasta que finalmente, morado y tieso, su enorme estómago dejó de subir y bajar, y fue cuando supe que lo había matado.

«Buen trabajo» felicitó Akenatem sin mucha pompa cuando salí moribunda de la cueva, con las ropas chamuscadas, sangrando y la piel llena de lodo. Pero yo sabía que estaba orgulloso de mí, se le notaba en la cara. Me dio una cantimplora con agua que bebí casi de un tiro mientras me informaba que por ese día había terminado el entrenamiento.

Recuerdo otra tarde que me llevó a una de las áreas abiertas que comprendía el bosque para practicar al aire libre tiros con lanza a más de cincuenta metros de distancia y por supuesto, a varios metros de altura.

—No quiero que me trate más de «usted» —le pedí al terminar, mientras limpíabamos y pulíamos las lanzas.

Se lo pedí por confianza y sentido de comodidad. Después de todo, era lo más cercano a un padre que había conocido.

—¿Está pidiendo que la tutee princesa? —preguntó con una agradable sorpresa.

—Más bien le estoy ordenando general.

—Entonces tengo dos condiciones —dijo ante mi expresión confundida—. Una, será solo entre nosotros, ante la Corte le debo respeto y no puedo diferir con eso.

—¿Y la otra?

—Deberá ser mutuo.

Rompí en carcajadas.

—Veo que le hace bastante gracia los requerimientos.

—Me das gracia tú Akenatem —respondí divertida y él abrió los ojos—. Mírate. —Lo señalé—. No puedes aceptar una orden de arriba sin poner condiciones.

—No era mi objetivo Alteza. Pero debido a que...

—No me estoy quejando ¡para nada! —aclaré jovial—. Todo lo contrario, agradezco mil veces que así sea el general. —Dejé la lanza y la piedra de pulir a un lado para estirar mis piernas sobre la hierba—. De acuerdo, acepto tus términos.

—Bien. —Él sonrió y yo lo hice por acto reflejo.

Sin embargo, al enfocar la mirada detrás de su rostro mi sonrisa desapareció.

—¿Pasa algo?

—Enseguida vuelvo. —Me puse de pie con la lanza y comencé alejarme.

Me sentía ligera y enérgica. Mi vestuario para ese día se reducía a pantalones ligeros, un jubón muy amplio que me permitía correr y saltar, y por encima, redecillas que subían desde la cintura a los pechos como medio de protección. Algunas veces portaba un cinturón de cuero para llevar armas según el entrenamiento. El cabello me lo recogían las Vilfas en trenzas altas cuando no debía usar casco. Las primeras veces tardé en acostumbrarme, pero eventualmente terminé haciéndolo.

Así que corrí en aquel momento hacia lo que había captado mi atención y aunque lo había visto por fracciones de segundos estaba segura que podía seguirle la pista: esa vez no iba a esfumárseme.

—•Nota•—
Este capítulo originalmente contenía una imagen de Harold Hakwind que al parecer fue descartada en una de las últimas revisiones antes de su publicación. Aquí se los dejo:

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