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Capítulo 5: Calma antes de la tormenta

Después de un mes completo, el Alastar y la María, hicieron arribo a la Isla del coco, donde no sólo encontrarían los requerimientos para abastecerse, sino que también, se harían de la información necesaria, para iniciar con los atracos por medio de la gran reunión anual a la que asistían los filibusteros del caribe con regularidad. Por otro lado, los miembros de la tripulación de menor rango contemplaban la idea de asistir al nuevo burdel de la Gitana, ese que construyó apenas se mudó a la Isla del coco, luego del ataque que Manzanilla sufrió. 

Las naves anclaron frente a la isla, cerraron las velas y después de varios minutos, la marea acercó los botes a la blanca arena de la playa, donde eran esperados por la líder de la isla. De pie, con una pierna al descubierto debido a la abertura del vestido rojo que usaba, se encontraba Julia, usando una especie de cinturón donde colgaba un arma, dos cuchillos y su espada.

—¡Sean todos bienvenidos a este su hogar, dulce hogar! —dijo Julia con una gran sonrisa sobre su rostro y colocando un extraño sombrero torcido color negro sobre su cabeza—. ¡Oh, mi Dios! ¡Sí que los extrañé!

—¿Qué tal, Julia? ¿Cómo va todo? —preguntó Barboza, siendo el primero en responder el saludo de Julia.

—¡Excelente! Pero dime, ¿en qué bote viene Manuelito?

—¿Manuelito? —preguntó Barboza, levantando una ceja y mirando hacia los botes que aún venían llegando.

—Lo siento, Julia. No hay ningún Manuelito —comentó Elena, sonriendo de igual manera.

—¿Tampoco hay una niña? —cuestionó de nuevo la mujer con un semblante de sorpresa.

Elena vio a Barboza y enseguida negó con la cabeza. Un aire nostalgico la invadía, mas no lo demostraría en su llegada a la isla. 

—No hemos tenido ningún bebé —resolvió para cortar de tajo la conversación que prefería no tener.

Julia frunció el ceño y soltó el aire. 

—¡Demonios, Barboza! Me hiciste perder cien monedas —reclamó en dirección al pirata. 

Barboza apenas si lo podía creer, ¿por qué Julia hacía apuestas sobre su virilidad?

—¡¿Qué?! ¿Apostaste a que tendría un hijo? —inquirió confundido. 

La mujer lo aceptó con una mueca mientras se retiraba el sombrero que tenía puesto. 

—Sí, pero he perdido. Ya no puedo confiar en ti, pareces un semental y eres un corderito. ¡Demonios, Barboza! Sólo tenías que hacer bien tu trabajo.

Por detrás del matrimonio venían llegando la felíz pareja que Julia ignoraba. 

—¡Hola, Julia! —saludó Alejandro, al tiempo que llevaba a Danielle en brazos para ayudarla a bajar del bote.

—¡Oh, santo tesoro! —expuso con la boca abierta—. Ustedes dos sí tendrán un bebé, lo que quiere decir que están juntos, ¿verdad?

—Sí, así es —respondieron Danielle y Alejandro con grandes sonrisas.

—Lo ves, Barboza —replicó de nuevo, señalando al rubio—. Él sí me hizo ganar doscientas monedas.

—¡Ya te escuché! —dijo Barboza desde lejos, mientras daba unas indicaciones a su contramaestre.

—¿Quién es ese apetecible hombre? —preguntó Julia, mordiendo uno de sus labios con ambos ojos puestos sobre Gonzalo.

Elena echó una mirada para averiguar quién era al que Julia señalaba. 

—Su nuevo contramaestre y creo que un amigo de la infancia —respondió.

Sin embargo, el interrogatorio de Julia fue interrumpido con el arribo de Bartolomeo, quien llegaba en un precioso caballo café chocolate. El pirata ahora lucía mucho más robusto que antes y tenía una mayor cantidad de canas en la barba con referencia a las que tenía un año atrás. 

—¡Bienvenidos sean, amigos! Es un verdadero placer verlos repletos de vida —vociferó con grato entusiasmo. 

—¿Cómo está, capitán? Es un gusto saludarle de nuevo —respondió Elena casi en el acto y caminando hacia donde el enorme Lobo de mar aguardaba.

—¡Oye, Barto! Perdiste doscientas monedas —expresó Julia apuntando a la pequeña panza de Danielle.

—Ya veo, aunque tú perdiste cien, así que sólo te pagaré la diferencia.

—¿Por qué las apuestas? —cuestionó Elena, intrigada por la respuesta.

—Bueno... Yo estaba segura de que ustedes dos tendrían un bebé y que Danielle terminaría unida a Alejandro, lo supe cuando decidieron navegar juntos —expresó Julia en una sonrisa.

—Por mi parte, yo supuse que no tendrías ningún bebé, pero lo que jamás imaginé, sería que Danielle y Alejandro tuvieran algo juntos... Ya sabes, después de todo lo que pasó, lo veía difícil —comentó el capitán Bartolomeo únicamente para Elena. 

Ella respondió con una risita forzada y se perdió en sus pensamientos por un momento. Todos parecían haberse olvidado de la corta relación que ella tuvo con Alejandro antes de casarse con Barboza. 

Luego de la bienvenida, subieron a un par de carretas jaladas por caballos y continuaron su camino a través de la hermosa isla caribeña, hasta llegar al corazón de la misma, el lugar donde residían las cabañas de los capitanes. Elena miró la que solía ser de su padre, la misma que ahora les pertenecía, tanto a Manuel, como a ella. Dio un tendido suspiro y bajó del carruaje para ingresar a su hogar temporal como en muchas otras ocasiones.

—¿Dónde nos quedaremos nosotros? —preguntó Danielle.

La rubia acababa de darse cuenta de que todavía no tenían una cabaña reservada para ellos. Rápidamente, Elena pensó en ofrecerle hospedaje a Danielle y Alejandro; sin embargo, sabía que las cosas entre Manuel y ella eran complicadas, por lo que no quería que su antiguo enamorado y su mejor amiga presenciaran una de sus disputas matrimoniales.

—¿Por qué? ¿No hay cabañas disponibles? —cuestionó Alejandro.

—Cada capitán debe pagar para que se le construya su propia guarida. Lo siento, pero no puedo permitirles entrar a la de otros capitanes, sobre todo, porque pronto serán ocupadas todas cuando se acerque la reunión —aseguró Julia un tanto desanimada por la noticia.

—Elena, ¿podemos quedarnos con ustedes? —preguntó de nueva cuenta la futura madre. 

Elena apenas si pudo despegar los labios y emitir unas cuantas vocales mal sonadas. No quería negarse a pesar de la tensa situación en la que se encontraba. En dicho instante, Barboza se limitó a fijar una rígida mirada en la misma Elena. 

—Danielle, no creo que sea idóneo. Será mejor que nos quedemos en el barco. Vendremos las veces que necesitemos —interrumpió Alejandro a sabiendas de la incomodidad por la que él también pasaría. Además, la isla no era un lugar lleno de gratos recuerdos.

—No, no quiero tener que ir y venir, Alejandro —soltó Danielle en un puchero—. Esos botes me provocan náuseas.

—Se quedarán conmigo —dijo Julia finalmente para solucionar el problema que tenían frente a ellos.

—¿No es problema? —cuestionó de nueva cuenta el capitán Díaz.

—¡Oh, no, adelante! Todavía vivo sola, no he podido convencer a este grandote de que se case conmigo —expresó ella golpeando el hombro del capitán Bartolomeo.

El capitán emitió una mueca de leve dolor y volvió la mirada a donde la pirata estaba. 

—¡Pero qué tonterías dices, mujer! Compórtate más como una dama y entonces, consideraré tu propuesta de matrimonio —respondió Bartolomeo.

Al instante, todos comenzaron a reír para destensar el momento.

—Cenaremos en mi casa esta noche todos juntos, igual que como le gustaba a mi capitán Montaño, ¿qué les parece? —agregó Julia para que todos asintieran en señal de aceptación.

La cena resultó un tranquilizador y grato momento para todos, contaron las aventuras que vivieron por separado, durante el tiempo que había transcurrido tan velozmente. Danielle habló de cómo Alejandro se abrió paso como nuevo capitán que buscaba ganar la aceptación y el respeto de los piratas con mayor antigüedad. Elena describió su jardín en Portobelo y les platicó de su nuevo pasatiempo en la cocina e incluso mencionó algunos platillos mal logrados que Barboza tuvo que degustar. Por otro lado, Julia y Bartolomeo hicieron mención de un par de ataques que tuvieron por parte de la marina, ya que fueron blanco de la arremetida para ser derrocados, continuando así, con la cacería de piratas.

—¿Cómo los detuvieron? —preguntó Barboza con la curiosidad a tope.

—¿Recuerdas la tribu caníbal que vive del otro lado de la isla? —respondió Julia con sintomas de estár bebida.

—¿Aún viven ahí? —emitió Barboza sorprendido por la respuesta de Julia—. Creí que tu madre logró eliminarlos.

—Eso pensábamos, hasta que vinieron un par de ellos preguntando por sus alimentos.

El pirata arqueó una ceja, la historia de Julia se tornaba cada vez más extraña. 

—¿Alimentos?

Ella asintió, bebió de su copa y sonrió con descaro. 

—Resulta que mi madre traficaba prisioneros, o bien, los que considerábamos prisioneros no morían de hambre o sed exactamente, si sabes a lo que me refiero. Mamá les permitía llevarse a los hombres y ellos no vendrían a este lado de la isla.

—Pero, ¿eso qué tiene que ver con los ataques? —cuestionó Elena, entretenida en la plática.

—Julia acordó con ellos que les dejaría llevarse a los prisioneros, heridos o muertos a cambio de lanzar algunas flechas para nosotros durante las batallas —interrumpió el capitán Bartolomeo, al tiempo que alejaba la botella de Julia.

Por su parte, Julia levantó su copa y emitió una notable sonrisa de satisfacción. 

—¡No sabes el banquete que se llevaron! 

Continuaron las pequeñas anécdotas que en su mayoría recordaban al fallecido capitán Montaño. Elena no pudo evitar ponerse algo nostálgica ante aquellos recuerdos, después de todo, el recuerdo de su padre estaba todavía más vivo desde su regreso al mundo de la piratería. En medio de su padecimiento, se puso de pie aceleradamente, buscando evitar mostrar un rostro decaído, pero en su apuro por salir de la vista de todos, tropezó con Alejandro, quien la sostuvo por medio de movimientos instintivos, impidiendo que Elena callera directo al piso. Ambas miradas se cruzaron por un par de segundos, aquellos que parecieron horas a los ojos de quienes presenciaron el momento.

—¿Estás bien? —preguntó Alejandro, ayudándola a incorporarse.

—Sí, gracias. Discúlpenme —respondió para después salir de la casa de Julia corriendo con dirección a su cabaña.

Para todos, el tropiezo de Elena y la ayuda de Alejandro fueron circunstancias inofensivas y sin perjuicios, pero Manuel nunca lo vería así. Constantemente, él se mostraba como una persona celosa y posesiva, por lo que aquel inocente e involuntario momento, se convertiría en un posible motivo de incomodidad y discordia. 

Enseguida, Barboza se despidió de todos y agradeció a Julia por la comida para salir de inmediato tras los pasos de su esposa; no obstante, esta no fue alcanzada, sino hasta en la cabaña que perteneció a Montaño.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó viendo a su mujer de pie frente a la puerta de la antigua recámara del capitán Montaño.

—Me es difícil aceptar que él no esté aquí —respondió con la mirada en la habitación vacía—. El tiempo que estuvimos en Portobelo fue sencillo porque nos mantuvimos alejados de la piratería, pero ahora, en esta isla, en esta cabaña, casi creo que lo veré entrar a reprenderme en cualquier momento. Lo extraño hoy más que nunca.

Barboza ablandó su semblante, evidentemente, estaba siendo testigo de la vulnerabilidad de Elena por el recuerdo de su padre, quien lo dio todo por ella.

—Todos lo extrañamos. Era un hombre bueno, leal y creyente de sus principios. Eso es algo que no se olvida y que deja huella en quienes lo conocimos —expresó Barboza acercándose a su esposa—. Sé que para ti no era un amigo, tú recibiste algo más que un sabio consejo, tú eras su hija, la dueña de todo el amor que él tenía para dar.

Ella escuchó cada oración, no eran reclamos, no eran palabras irientes, eran nada más notas de amor. 

—Gracias por eso, significa mucho para mí.

Elena limpió la humedad de su rostro, al tiempo que Barboza se acercaba todavía más al tembloroso cuerpo de la mujer a fin de plantar un beso en los labios de ella. La mujer le correspondió sin ninguna objeción, pasaron tanto tiempo peleando y discutiendo, que se habían olvidado de lo feliz que eran cuando no reñían. Debilitado por sus sentimientos, él la tomó en brazos para llevarla a su habitación, así un momento de pasión comenzó en la soledad de la cabaña, alumbrados tan sólo por la luz de la luna que entraba por las ventanas. Las diferencias fueron olvidadas para dar paso a las caricias que les entorpecían los pensamientos y golpeaban su ambición. 

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