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Capítulo 41: Legendario

Los colores del amanecer detonaban sobre el horizonte mientras cada vez más grande se hacía el sol. Era el ruido de las olas del mar junto con el cantar de las gaviotas lo único que los oídos de Elena percibían. La castaña estaba sobre la arena, con los pies descalzos, sin una tregua que minimizara su dolor. El llanto no se detenía bajo ningún consuelo, pese a que ella deseaba un cese, estaba cansada de sufrir. Su cuerpo agotado exigía un descanso, del mismo modo que el alma y la mente demandaban serenidad. Con suma atención, observaba la fuerza con la que las olas golpeaban los cascos de los galeones españoles que se mantuvieron de pie después de la batalla. Esa mañana, el mar amaneció rebelde e intolerante, casi como si supiera que la bestia que le dominó por muchos años, dormiría en su profundidad.

«Sé lo que debo hacer», pensó Elena luego de mirar los restos de la María encallada en las rocas que protegían el lado derecho de la isla del coco. 

La mujer padeció un ardor en el pecho al recordar que esa nave fue el hogar que compartió con su padre desde los ocho años.

Gonzalo apareció tras de ella, aun con las palabras de Barboza resonando en su cabeza. La protegería desde ese mismo instante, aunque enamorarla no era algo que quería comenzar pronto. Prefería esperar a que su hijo naciera, esperar que el llanto fuera reemplazado por sonrisas, esperar a no sentir que lo traicionaba. 

—Julia dice que organizará un gran funeral para esta misma tarde —informó el contramaestre.

Elena no volvió la mirada del imponente mar. ¿Qué caso tenía ver la lástima en los ojos de todos? Ya era suficiente de aquello. Estaba decidida a enterrar a su marido, tomar a su hijo y salir de ahí de inmediato.

—Está bien —respondió sin volverse.

—Ella dice que tu padre no fue enterrado, sino cremado, pero que puedes elegir el lugar para enterrar el cuerpo de Barboza, así los muchachos podrán...

—No quiero que lo entierren —interrumpió Elena con la mirada todavía en el mar.

Gonzalo arqueó una ceja, mas no lo distrajo la frialdad con la que Elena dio su respuesta.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Quiero que lo lleven a La María —declaró la viuda volviendo finalmente el rostro.

—La María quedó hecha pedazos, Elena. Terminará por desarmarse y quedará flotando en pedazos o en el fondo del mar. Puedes verlo por ti misma, desde aquí —respondió el contramaestre reacio a seguir sus órdenes. 

Sin embargo, Elena parecía desinteresada en todo lo que este tuviera para decir, tenía la rebeldía de creer que sus ideas era lo que se debía hacer. 

—No será así. Llevarás el cuerpo de mi esposo a La María y le prenderás fuego. Tanto ese barco como su capitán tendrán su final en cenizas y en el mar.

Gonzalo luchaba por entender lo que Elena quería lograr; no obstante, supuso que objetar sus decisiones sólo sería alimentar su terquedad.

—De acuerdo, tú decides —consintió con pesadez en el habla—. También debes saber que las otras dos naves que navegó Barboza: La Condesa y La Elena; siguen en óptimas condiciones para navegar.

—¿La Elena dijiste? —cuestionó la mujer atraída por aquel nombre que Gonzalo mencionó.

Ella sabía de las tres naves que la bestia dirigía. Conocía dos, las mismas que le fueron heredadas por Montaño, pero ese tercer barco era desconocido para la castaña, apenas si lo vio durante la navegación hacia la isla. 

—Sí, así fue como lo bautizó, Barboza, apenas lo compró.

—¿No lo robó? —inquirió ella notando que las expresiones de Gonzalo eran serias.

—No, incluso fue un diseño que él mismo hizo. Pensé que te lo había dicho.

Elena volvió su cuerpo en dirección al mar una vez más. Los despojos de La María aparecieron frente a ella.

—¿Dónde están esos barcos?

—Detrás de aquellos galeones —señaló frente a él—. La Elena es realmente hermosa. ¡Te gustará! —dijo el contramaestre con una diminuta sonrisa de complicidad en su rostro.

—Quiero que estén presentes en el funeral de su capitán. Los llevarán a aguas más profundas y cuando el cuerpo de mi esposo esté ardiendo, quiero que los galeones los hundan.

—¡¿Qué dices?! ¿Hundirlos? —Gonzalo no podía creer lo que la viuda le dictaba, el desahogo era peor de lo que él pensó que resultaría—. ¡Te has vuelto loca! Esas naves son temidas y respetadas en los siete océanos. Ahora te pertenecen. No puedes simplemente darles la espalda.

—¡Esos nunca fueron mis barcos, ni siquiera la María lo fue! Esas naves siempre respondieron a dos capitanes que ya están muertos, su misión en las aguas terminó —expresó tajante—. Tristemente, lo único que pueden hacer es descansar en el fondo del océano.

—Sé que no deseas manejarlos por ti misma o que Antonio se convierta en un pirata, pero puedes venderlos o arrendarlos, contratar un capitán o, ¿qué sé yo? —expresó Gonzalo alarmado con la respuesta de Elena.

Le parecía absurda la idea de acabar con algo, por lo que Barboza luchó. Aunque las actitudes de Elena decían otra cosa.

—El dinero no me preocupa Gonzalo, tengo suficiente como para vivir tres vidas completas sin mover un sólo dedo. Mi padre y Manuel se encargaron de ello. Es lo único bueno que me ha dejado la piratería —declaró con el dolor apoderándose de la quebrada voz.

Gonzalo dio un largo suspiro después de meditar aquellas palabras. Eran hirientes si fueran escuchadas desde los oídos de un pirata, pero tomando en cuenta lo sola que ella estaba, se convertían en una absurda y dolorosa realidad a la que ella se tenía que enfrentar.

—Oye... Sé que piensas que la piratería te ha dejado momentos amargos y entiendo tus deseos por salir de esta vida. Sin embargo, esos barcos pueden remendar su camino, no creo que Manuel quisiera que...

—¡Manuel está muerto y hace tiempo que él dejó de tomar decisiones por mí! Ahora, por favor has lo que te pido, ve a preparar las naves para que se despidan junto a su capitán.

—Bien, de acuerdo. Tú ganas —consintió Gonzalo, mientras daba unos pasos hacia atrás, después recordó algo y detuvo sus movimientos en seco para girarse de nuevo en dirección a la castaña—. Elena, no tienes suficiente para vivir tres vidas como supones.

—¿De qué hablas? —preguntó volviéndose a aquel hombre con suma curiosidad.

—Manuel nunca fue tan tonto como para poner su tesoro en un sólo lugar, creo que tienes suficiente como para vivir diez vidas sin mover un dedo.

Gonzalo dijo aquello, al tiempo que le mostraba tres diarios negros. Mismos que colocó en las manos de Elena para después girarse y continuar con su nueva tarea, esa que Elena le dio segundos antes.

La mujer, que estaba estupefacta por la respuesta, abrió uno de los diarios y contempló la frase escrita en la hoja inicial; con tinta negra y minuciosa caligrafía.

«El diario del capitán Manuel Barboza»

Los ojos se le abrieron grandes luego de percatarse que los tres libros le pertenecieron a su fallecido esposo. Entre líneas estaría redactada la existencia de los bastos tesoros de Manuel Barboza. Ella entendió aquello que Gonzalo le había dicho, pues era tan grande su leyenda y grandeza, como su tesoro.

Horas más tarde, tripulaciones completas se reunieron a las orillas de la playa de la isla del coco, donde se daría el último adiós a quienes perecieron en batalla, incluyendo los cuerpos de Patricia, Bartolomeo y Barboza. Debido a ello, Elena, Julia, Danielle, Gonzalo y Alejandro decidieron vestir con ropas fúnebres, aun cuando el sol radiante estaba posicionado sobres sus cabezas.

Los carpinteros de los barcos hicieron camillas y ataúdes improvisados con la manera de las naves destruidas a fin de transportar los cuerpos de un punto a otro con mayor facilidad y respeto. Primero llevaron a los piratas fallecidos a las fosas cavadas. Los piratas que pertenecieron a la hermandad americana tuvieron la dicha de tener sus propias fosas con su nombre tallado sobre una roca, mientras que los miembros de la hermandad europea, incluyendo los españoles, fueron colocados en una fosa común, aunque de igual manera se les brindó respeto, ya que se trataba de hermanos que sin haberlo planeado terminaron como enemigos.

Después prosiguieron con el entierro de Bartolomeo, el pirata con mayor experiencia que los siete océanos conocieran, un hombre que se ganó a pulso el respeto de cualquier hombre o mujer que le hubiera conocido. El viejo lobo de mar, fue despedido y colocado en un imponente ataúd color caoba que tenía el Jolly Roger tallado sobre la madera, vestido con sus mejores ropas por la misma Julia, acompañado por joyas y monedas doradas; y finalmente enterrado en un majestuoso lugar de la isla donde se respiraba paz.

—Es tiempo de tu retiro, Barto —dijo Julia, al tiempo que escondía la botella que traía consigo.

La mujer recordó lo mucho que Bartolomeo la regañaba por beber en cantidades desmesuradas. Las personas que acudieron a la gran despedida no pudieron evitar notar la tristeza y desahogo que Julia mostró sin importarle cuan débil se vería llorando. Evidentemente, la muerte de Bartolomeo le afectó tanto como la muerte de su propia madre. Julia se permitió decir algunas palabras que describían las grandes proezas y el enorme sentido de amistad que abundaba en el alma de Bartolomeo.

—Un buen amigo que terminó siendo más que un padre para mí —soltó la mujer con su viejo sombrero retorcido en mano.

El resto de los hombres asintieron y bebieron en su honor como parte de una larga tradición en sus sepulcros. Todo filibustero iniciaba su aventura con la hermandad jurando respeto al código con una mano en la biblia junto a un rosario, luego bebían un vaso de ron. En ocasiones la biblia y el rosario faltaba, pero lo que nunca resultaba ausente era el trago de licor. Tomando en cuenta dicho comienzo, los piratas solían despedirse de la misma manera en tanto les fuera posible.

Horas más tarde, después de los exhaustivos entierros, llegó el momento de acudir a la playa, donde una hoguera y las naves de Manuel Barboza aguardaban. Primero subieron sobre una plataforma hecha de madera donde fueron colocados los restos de Patricia, ya que el primer oficial de la mujer decidió que era preferible cremar su maravilloso y pasional cuerpo, buscando que sus cenizas volaran con el viento, mezclándose con la arena. La tripulación española no aceptaría dejarla en el fondo de una fosa cuya ubicación sería olvidada. El corsario español se despidió de su capitana en nombre de todos los hombres que le sirvieron, así como también hizo mención de la nación a la que la corsaria sirvió. Después bajó de la tarima donde se montó la hoguera e incendió la madera. Con ayuda del aceite de ballena con el que se impregnó la madera, las llamas abarcaron su mayoría en cuestión de breves minutos. 

Para finalizar el gran funeral, hacía falta la estrella del mismo, el momento que la gran mayoría quería presenciar, puesto que los filibusteros, de cualquier categoría u origen, sentían la necesidad de mostrarle sus respetos a quien fuera el rey de los piratas.

Barboza fue trasladado en una camilla donde parecía estar dormido, pese al rostro descolorido y los labios agrietados. Después de todo, el imponente pirata legendario, era un simple hombre de carne y huesos, cuya fuerza sucumbió a una terrible infección provocada por el mordisco de una bala. Una vez que la camilla llegó a la playa, Elena y Antonio se acercaron al cuerpo que estaba vestido con un elegante traje azul que Barboza utilizó sólo el día de su matrimonio con Elena. Evidentemente, para todos, él no acostumbraba a vestir con elegancia y su esposa lo recordó con una notable sonrisa reflejada en el rostro. La mujer le acomodó con delicadeza un par de cabellos que le atravesaban la cara y posicionó las manos sobre la piel fría del pirata. En el acto, miró la argolla matrimonial que él nunca se retiró del dedo anular. Las señales de su amor por ella siempre existieron.

—Ve y navega la grandeza del océano que nosotros nos encargaremos de contar tu historia. La historia del gran Barboza —dijo sin soltar una lágrima esta vez.

Sin grandes deseos de una despedida, acarició por breves segundos el rostro de su amado antes de que este fuera llevado al lugar que fungiría como su eterna morada.

Minutos más tarde, Gonzalo y varios hombres transportaron a su capitán a donde los restos de La María reposaban, tal cual la viuda solicitó. La playa comenzó a ser consumido por las llamas en poco tiempo, casi como si barco y capitán aceptaran su final. El aceite de ballena y la cera caliente derramada sobre La María, provocaría que las llamas se extendieran con rapidez, al menos así asegurarían la combustión completa. Finalmente, la playa de la isla del coco se impregnó con el sutil murmullo de las llamas mezclado con las olas del m ar.

Elena asintió con la cabeza para que Alejandro concediera la señal que desataría el rugir de los cañones cuyo objetivo eran La Condesa y La Elena, ambas naves serían golpeadas sin piedad hasta terminar en el fondo del océano que una vez dominaron. Por otra parte, el funeral se convertiría en una fiesta acompañada por los gritos de los piratas que aseguraban ser parte de la leyenda.

—¡Por Barboza! —gritaban en medio de su euforia con copas y botellas en mano.

Las emociones eran diversificadas, Danielle lloraba sin control en los brazos de Alejandro, Julia y Gonzalo compartían una botella, mientras Elena se negaba a retirar la mirada de las enormes llamas que ahora se apoderaban de los restos de La María. Con cada cañonazo escuchado, parecía verse que las flamas se enaltecían cada vez más por sobre las aguas, al tiempo que el mar mostraba su furia con enormes olas.

—El espíritu del capitán Barboza se hace presente —expuso uno de los piratas que permanecían de pie con su cabeza descubierta.

Elena alcanzó a escuchar aquel el extraño comentario que le provocó desviar la mirada para situarla sobre los supersticiosos marineros por breves segundos.

«Tal vez sus hombres tengan razón» pensó, volviendo la mirada a las enormes sacudidas que daba el imponente océano.

Una fuerte ráfaga de viento le sacudió el cabello y una leve sonrisa apareció en su rostro. Evidentemente, la paz que requería en su interior se apoderó de ella. Manuel Barboza regresaba a donde siempre perteneció a fin de navegar aquellos mares sobre sus tres naves por toda una eternidad. En aquel vago pensamiento, la castaña dejó que su cuerpo callera sobre la arena apoderada por una especie de risa entristecida. Tanto Gonzalo como Alejandro buscaron ayudarla a recomponerse, pero eran simples sus deseos; no se pondría de pie o saldría de la isla hasta que las llamas estuvieran extintas y para ello, sería mejor esperar sentada en la playa con Danielle acompañándole de un lado y Antonio durmiendo en su regazo.

Pasaron un par de días después de aquel majestuoso sepulcro donde fue despedido el más grande pirata de la hermandad de piratería, un hombre que lo dejó todo en los mares, incluyendo la vida y sus mayores anhelos. Gonzalo y Alejandro se encargaron de organizar el viaje que los llevaría a terrenos más seguros, ya que después de la última batalla que se había vivido en la isla del coco, existían las posibilidades de que la isla fuera atacada de nueva cuenta.

Elena y Danielle aguardaban en la playa a que los botes estuvieran listos para su abordaje, cuando Julia apareció caminando hacia ellas con una enorme cantidad de baúles tras de ella, mismos que eran cargados por sus hombres.

—¡Suban todo y apresúrense con el resto de las cosas! —señaló Julia a su buen amigo, el Búlgaro, quien evidentemente era su nuevo segundo.

—¿Julia, subirás al JJ? —preguntó Danielle después de mirar la escena.

—Me temo que sí, queridas amigas. Este ya no es un lugar seguro para nadie.

—Pero, Julia... esta isla es tu vida. ¿Cómo vas a dejarla? —agregó Elena extrañada por su decisión.

—Sí, lo es. Sin embargo, no puedo hacer otra cosa que no sea marcharme, ya se ha derramado suficiente sangre —argumentó la pirata que por el momento estaba sobria. 

—¿Por qué no le pides a los hombres de la tribu que te ayuden a defender la isla? —A Elena la pregunta le pareció obvia, puesto que ella y Bartolomeo pasaron un año defendiendo la isla con ayuda de la tribu. 

—No puedo, son ellos los que me corren de aquí. Ya no están dispuestos a compartir los terrenos y amenazaron con asesinarnos a todos si no nos marchábamos pronto —reconoció la mujer evitando sonar entristecida. 

Gonzalo pudo escuchar lo dicho por Julia e hizo un gesto de desaprobación.

—Julia deja de ser modesta y dile la verdad a Elena —advirtió el contramaestre que intervino en la conversación.

—¿Qué es lo que ha pasado? No comprendo —cuestionó Elena, inspeccionando las reacciones de ambos. 

Gonzalo puso las manos en la cintura y sin el minimo tacto soltó. 

—Julia intercambió la vida de Antonio a cambio de la isla, fue la única razón por la que esa tribu de salvajes mantuvo a Antonio vivo.

Elena miraba anonadada el semblante de Julia, la mujer que entregó su mayor tesoro a cambio de la vida del hijo de sus amigos.

—Julia, sé que no hay mucho que yo pueda hacer por ti, pero gracias, infinitas gracias —soltó la castaña para después abrazarla.

—Oh, ya basta. Este es un simple pedazo de tierra y Antonio vale la pena. Además, te la debía, desde que acepté la tercera demanda de White, viví atormentada. Sácalo de este mundo, Elena. Sean felices, se lo merecen —expresó con un par de lágrimas en sus mejillas.

—Lo haré.

Horas más tarde, las naves estaban listas y cargadas para zarpar, las velas se abrieron, las anclas se elevaron, los barcos de a poco se alejaban de la isla del coco, el territorio que estaba lleno de dulces y amargos recuerdos para Elena y Danielle. Ambas mujeres mantenían la mirada fija en el pequeño rastro que había quedado de su viejo hogar. La María era sólo restos de fragmentos de madera que con dificultad alguien podría reconocer como un barco. No obstante, ese era ahora la tumba de Manuel Barboza, el legendario pirata cuya leyenda sería contada a través de los años.  

FIN

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