Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 40: El sueño de Barboza

El tenue y relajador ruido de las llamas en la chimenea, inundaban el pequeño despacho de Manuel Barboza en aquella acogedora casa que era la de Portobelo. No era un frío intenso el que se sentía durante el invierno, pero Manuel disfrutaba del calor del fuego, mientras leía con detenimiento las últimas noticias de la ciudad; mismas que estaban escritas en un periódico local donde hablaban sobre un ataque armado a uno de los bucaneros que transportaba granos de América hacia España. 

«Increíble», pensó. 

Inmediatamente después de leer aquella noticia, se puso de pie buscando un enorme mapa que guardaba en un cajón de su escritorio. La lectura de dichos documentos, era una más de sus múltiples habilidades, además de un hobby que disfrutaba hacer en su soledad. Apenas extendió el enorme papel pintado a mano, la puerta de su ambientada oficina, fue abierta de par en par por un pequeño de características similares a las de su padre.

—Padre, madre dice que la cena está lista —advirtió frente a la puerta y con los pies descalzos. 

Manuel miró al niño delgaducho que se le acercaba y luego sintió el característico aroma del asado que Elena preparaba en la cocina.

—¿Asado? —preguntó mirando al niño.

—Ella dice que es tu favorito —respondió el visitante encogiendo los hombros. 

—No lo es, pero ella no lo sabe y será mejor que no se lo digamos —replicó Barboza, guiñándole un ojo al pequeño.

El niño le regresó una sonrisa de complicidad a su padre y luego se percató del bonito papel que estaba extendido sobre el escritorio.

—¿Qué es eso? —Su curiosidad por el mundo era la misma que la de su padre, pese a que pasaba su vida en tierra firme y no en un barco como el capitán. 

—Un mapa. Los usamos para guiarnos y saber en qué parte del mundo estamos.

A Barboza le gustaba saber que su hijo era una mente aventurera igual a él. 

—¿Y dónde estamos?

—Aquí —señaló el padre colocando su dedo sobre el mapa. 

—¿En ese punto tan pequeño?

El niño parecía asombrando después de observar con atención el punto que apuntó su padre.

—El mundo es grande, hijo. Tal vez, un día tu madre te permitirá conocerlo —expresó Barboza con la mirada en el infante.

El niño estaba a punto de hacer otra pegunta cuando escucharon a Elena hacer un último llamado para la cena, ambos se miraron, se encogieron de hombros y decidieron acudir de inmediato a tomar su lugar en la mesa. 

El asado de Elena estaba listo, servido sobre la mesa. Los vasos y copas aguardaban a ser rebosados por los vinos o cidras que acompañarían la carne de conejo cocinada en el asado. Barboza tomó su sitio en la cabeza del comedor y enseguida volvió la mirada a Antonio: el chico que tomaba asiento a la derecha de su padre. Era notable la preocupación en el rostro del joven hombrecito.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Qué? —resolvió Antonio, levantando la mirada y arqueando una ceja.

—¿Cómo te fue en ese famoso examen que decías tener?

—¡Ah... eso! Supongo que bien—. El joven, de diecisiete años, encorvó la espalda y se encogió de hombros, buscando desviar la mirada de los ojos de su padre.

—¿Supones? —cuestionó Barboza, extrañado por la respuesta dudosa de su hijo mayor. 

Antonio chasqueó la boca y encorvó la espalda de nuevo. 

—No lo sé. Estaba difícil, aunque supongo que no me irá mal.

—Eres brillante. Realmente no puedo creer que te haya ido mal —expresó Barboza al tiempo que servía vino en su copa.

—No lo molestes, cariño —bramó Elena, haciendo su aparición en la mesa—. Antonio sabe que, si desea alcanzar sus sueños, debe trabajar duro para lograrlo.

—Lo sé, madre.

Barboza negó con la cabeza y una ceja arqueada.

—Yo no lo molestaba, nada más le decía que él es lo suficientemente listo como para lograr lo que sea que se proponga y si quiere ser un gran médico, un día lo logrará —aseguró el padre, observando la sonrisa que surgía en el rostro de su amada esposa.

—No supongo ser tan brillante como dicen. Ni siquiera he podido ganarte en ajedrez —soltó Antonio con frustración.

Antonio era un adolescente sumamente parecido a su abuelo. Perfeccionista y competitivo en todo lo que se proponía. 

—Eso es porque tu abuelo me enseñó y el sí que sabía jugar ajedrez —declaró el padre.

Antonio frunció el ceño y volvió la mirada en dirección a su madre.

—¿Por qué no te enseñó a ti, madre? —inquirió con la incógnita reflejada en la cara.

—¿Disculpa? —expresó sorprendida—. ¡Por supuesto que sí me enseñó! —dijo Elena, intentando contener la risa.

—Lo siento, es que eres una terrible jugadora —expresó Antonio mientras reía junto con su pequeño hermano y su padre.

—Incluso le he ganado a tu padre —interrumpió la madre muy segura de su respuesta.

—Sí, pero es porque él te deja ganar —soltó Antonio de tajo sin contener la sonrisa. 

—No, claro que no es así.

—Hasta yo te puedo ganar, madre —dijo el niño más pequeño de amplia sonrisa.

—¿Qué dicen? ¡Manuel, no te rías tú también! —soltó Elena, mientras la mesa estallaba en risas.

Barboza despertaba de su dulce sueño, el subconsciente le había traicionado mostrándole aquellas conmovedoras imágenes que sólo fueron parte de su imaginación. Prefería cerrar los ojos y volver a su hogar en Portobelo, ahí donde existía el calor familiar, ese con el que solamente se permitió soñar. No obstante, le sería difícil volver a dormir, puesto que un terrible dolor en el pecho le obligaba a permanecer despierto. Finalmente, abrió los ojos con lentitud, pero frente a él, no había nadie que le dijera con exactitud lo que le había sucedido. Sintió el calor de una vela sin tener alguna en su cercanía, estaba su cuerpo sudoroso y un terrible dolor en el pecho le hacía respirar con dificultad, sus labios lograron despegarse, mas no podían emitir sonido, luego giró su cabeza de poco y se encontró con su amada esposa dormida junto a la cama. La castaña estaba en un sofá donde apenas su cuerpo cabía, tumbado por el agotamiento de los últimos días.

—Elena —siseó en un par de ocasiones antes de que la mujer a su lado pudiera escucharlo.

La mujer brincó del sofá que la acogió luego de percatarse del susurro en el que se había convertido la imponente voz de Barboza.

—¡Oh, dios mío! ¡Despertaste! ¿Te duele algo? ¿Cómo te sientes? —interrogó con sentimientos encontrados.

—Me duele —logró decir este, pese a la pesadez que sentía.

—Sí, es lógico. —asintió Elena muy cerca de él—. Traeré algo de láudano para calmar el dolor.

—¡Espera! —expresó Manuel, tomando la mano de su mujer para evitar que se fuera.

—¿Qué pasa? —preguntó ella volviendo la mirada.

—Antonio.

La mujer bajó el rostro, le dolía decirle que sus intenciones de rescate fueron en vano.

—Él aún no regresa. Alejandro y una tripulación completa están buscándolo en la selva, pero seguimos sin tener noticias.

—¿Me dispararon? —preguntó extrañado por completo.

—Sí, un hombre te disparó a traición en el risco de la isla, fue el mismo que te envió la nota asegurando tener a Antonio.

Barboza miró por unos segundos el rostro de la mujer que tenía frente a él, le costaba trabajo creer que fuera la misma niña que conoció después de que Montaño le atrapó robándole. El día más feliz para Barboza y el mejor atraco de su vida, pues gracias a sus actos ganó una familia.

—Me duele pensar que puedo morir sin remediar todo el daño que te hice —declaró en medio de su delirio.

La mujer se conmovió y cayó a su lado. 

—¡Por todos los santos! No supongas que morirás, debes mantenerte consciente y ya deja de preocuparte por mí. Yo estoy bien, estoy aquí... contigo, porque lo elegí así. —Sonrió para él, relamió sus labios y dijo lo que tenía guardado en su corazón—. Te amo.

—¿De verdad? ¿Es verdad que lograste amarme? —interrogó el pirata acariciando la mano de su amada. 

Se acercó aún más a él, necesitaba sentirlo cerca para que entendiera sus más imponentes sentimientos.

—Jamás me atrevería a negarlo. Te amo y esa es mi única realidad —expresó, colocando su mano sobre la de su esposo—. Además, debes ponerte sano, porque tendremos otro bebé. ¿Lo recuerdas?

—Por supuesto, jamás lo olvidaría. Ustedes tres son lo único que de verdad vale la pena —declaró con una ligera sonrisa que con dificultad aparecía, luego tosió debido al ahogamiento y recuperó el aire para preguntar una de sus dudas—. Elena, ¿quién me disparó?

—Manuel, no te preocupes por ello. Gonzalo ya se ha hecho cargo.

—Es importante que lo sepa. Es para protegerte —insistió.

Elena sabía que la noticia le resultaría fatal, pero conocía a su esposo y de no responderle ella, él le preguntaría a alguien más.

—Fue Gaspar, aunque ya fue atrapado y sentenciado —informó Elena con titubeo. 

—¡Gaspar! —Barboza dejó que la debilidad le venciera una vez más. 

Elena miró a su esposo desvanecerse y de manera inmediata e instintiva llevó su mano hacia la frente de él, notando así, el regreso de una peligrosa fiebre.

Respiró con profundidad buscando serenar sus miedos antes de ponerse de pie para salir a buscar los paños húmedos que ayudarían a bajar la fiebre provocada por la infección. En el acto, la puerta fue golpeada con delicadeza y después abierta por la misma Danielle.

Elena conocía a su amiga desde muy jóvenes, recordó las pocas ocasiones donde la vio con el semblante desmejorado y preocupado, ese que mostraba cuando atravesó la puerta.

—¿Hay malas noticias? —preguntó Elena, ya estando de pie junto a Barboza.

—¡Oh, Elena! No tienes idea de lo mucho que me gustaría decirte que no —expresó Danielle sin moverse de la puerta.

Detrás de ella aparecieron Alejandro y Gonzalo con el mismo semblante descompuesto de Danielle.

La castaña parecía no entender lo que pasaba o simplemente se negaba a aceptarlo.

—¿Dónde está Antonio? —inquirió después de mirar a Alejandro de regreso en la cabaña.

—Lo siento, pero no lo encontramos en el lugar que White, aseguró —aseguró el pirata.

—¡White, Pudo mentir! —espetó Elena al mismo tiempo que se daba cuenta de que Barboza podía estar escuchándolo todo.

Nadie se atrevía a responder, las miradas se cruzaron mientras Elena notaba que los ojos de todos iban del debilitado cuerpo de Barboza y luego hacia ella.

»¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no me lo dicen? —reclamó desgastada por la lástima que recibía. 

—Elena merece saber la verdad, Alejandro. Por más dolorosa que esta sea —resolvió Danielle volviéndose hacia su esposo.

Alejandro dio un par de pasos hacia enfrente sin desviar la mirada de Barboza, le parecía extraño verlo tan humano y vulnerable, después respiró profundamente como quien busca llenarse de valentía para emitir algo que dolería tanto, como una herida en la carne.

—Antonio sí estaba donde White lo dejó. Sin embargo, el problema es que nosotros hemos llegado tarde. Creemos que la tribu que vive del otro lado de la isla lo tiene ahora.

—¡¿Qué?! ¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo pudo pasar de las manos de White a las de la tribu? ¡Tienen que estar bromeando! —La mujer luchaba por encontrar el equilibrio y el aire que parecía sofocarle.

Alejandro notó de inmediato la debilidad en Elena y se inclinó hacia ella ofreciéndole soporte, ya que esta parecía desvanecerse.

—¡Tienes que sosegarte! Escucha, encontramos un árbol con una soga alrededor que fue cortada. No había sangre o algún rastro alrededor que nos indicará que Antonio escapó. Lo que sí vimos, fueron las pisadas de varios hombres.

—Claro está, que se trata de las pisadas de los hombres de White. Ellos lo pusieron ahí. —En la cabeza de Elena se tejían mil soluciones que le devolvieran al niño, jamás aceptaría el hecho de perderlo, si no encontraban su pequeño cuerpo. 

—Eran huellas de hombres descalzos, Elena.

Era notoria la desesperación y el esfuerzo que Elena hacía por detener el llanto.

—Entonces... ¿Qué? ¿Qué es lo que debo hacer? ¿Enterrar a mi marido y olvidarme de mi hijo? —preguntó ya fuera de sus casillas.

—Barboza se pondrá bien y yo seré quien traiga a tu hijo —dijo Julia, haciendo su entrada a la habitación—. Si ellos lo tienen, haré que me lo entreguen.

Elena se soltó de los brazos de Alejandro para correr a los de Julia.

—¡Por favor! ¡Por favor, hazlo! —suplicó.

Julia asintió y le regresó el abrazo a Elena.

—Ahora, debo decirles a todos que Bartolomeo acaba de morir. Él no logró resistir. Ya está con su buena amiga, la gitana y mi capitán Montaño.

De algún modo, Julia parecía derrumbada en su interior por aquella despedida de la que fue partícipe. No obstante, la ruda mujer no lo demostraría, no frente a todos.

—¿Bartolomeo, muerto? —replicó Danielle con el duelo, apoderándose de sus gesticulaciones faciales.

Danielle lloraba, Elena también lo hacía, Gonzalo bajó la cabeza y Alejandro se dejó caer en una silla con la cabeza agachada, era igual que haber perdido a un padre, puesto que para la gran mayoría, el viejo lobo de mar, eso era, un padre sabio y un fiel consejero que daría la vida por ellos. Evidentemente, no había alguien en esa habitación que no apreciara al capitán, cuya fortaleza en el cuerpo y espíritu les transmitió a todos. Los presentes acordaron un sepulcro con honores para su despedida.

Julia respiró hondo, luego de recibir las condolencias de todos, puesto que Bartolomeo se había vuelto un fiel amigo para ella, además de un ejemplo a seguir.

—Saldré enseguida. Entre más rápido vea al jefe de la tribu, será mucho mejor —informó con el rostro enrojecido. 

—Yo iré contigo, Julia —agregó Gonzalo, intentando alcanzar a la mujer que salió disparada fuera de la habitación.

Danielle se recompuso con la ayuda de Alejandro para volver la mirada hacia Barboza. De manera inmediata notó la fiebre que atosigaba a Manuel una vez más, ya que este comenzaba a verse sudoroso con momentos de delirio.

—Traeré los paños —dijo para salir en su búsqueda.

Mientras, Elena regresaba al sofá que le proporcionó cierto cobijo y resguardo durante la larga noche que pasó cuidando de la fiebre de Barboza. Alejandro miró a la joven dama, sumida en la tristeza que crecía con el transcurso de la noche. Había un deseo de abrazarla con el sólo objetivo de reconfortarla. Por primera vez en mucho tiempo para él, no se trataba de sus ansias por tocar a quien fuera objeto de sus deseos, esta vez, sus anhelos iban lejos de lo carnal, se trataba de un añoro por aliviar sus desdichas, esas que al parecer todos padecían junto con ella.

—¿Él, cómo está? —preguntó Alejandro acercándose a la cama.

La mujer encogió los hombros y lo vio dormir.

—No lo sé. Tuvo un breve momento de lucidez hace unos minutos hasta que tuve que decirle que Gaspar fue quien le disparó. Al parecer le venció la debilidad y la fiebre.

El hombre de cabellos rubios asintió, estaba preocupado y sentía pena por Elena al igual que todos.

—Bien... Los dejaré solos. Si necesitas algo no dudes en pedírmelo —dijo para después caminar hacia la puerta.

—¡Alejandro! —soltó Elena para interrumpir la salida del hombre con el que una vez soñó—. Quería agradecerte por buscar a Antonio. Entiendo que Manuel y tú no tuvieron una buena relación, pero aun así fuiste en auxilio de su hijo.

Elena miró un cambio en el semblante de Alejandro al cabo de sus palabras, era una clara expresión con la que Elena se sentía contagiada por la tranquilidad y serenidad que los ojos azules de Alejandro le transmitían.

—Tanto tú como Barboza sacrificaron mucho por la hermandad y por quienes servimos a ella. Por lo otro, tienes razón en decir que nosotros no somos exactamente amigos, pero creo que siempre tuvimos algo más que una enemistad.

Elena dibujó una diminuta sonrisa en su rostro mientras pensaba en algunas palabras que tenía para decir; sin embargo, los delirios de Barboza comenzaban a hacerse notar. Por desgracia, no había mucho que pudieran hacer para bajar la fiebre, además de los paños húmedos de agua fría y los remedios naturales que el médico recetó, —sólo los que tenían en su poder en dicho momento—. El resto de la noche se resumió en un intento de mediar la temperatura corporal de Barboza, donde por momentos solía despertar y por otros parecía morir. 


Una noche completa y un largo día transcurrieron en la isla del coco. Pese a que la guerra finalizó, un aura de muerte persistía en la tierra que rodeaba el agua. Hombres deambulaban por la isla cabizbaja, otros tantos estaban sumidos en el alcohol. La gran mayoría perdió a alguien y otros tantos se quedaron si naves, era un futuro desalentador para la piratería. Sí, eran hombres libres de nuevo, con el derecho a apoderarse de las aguas en el momento que quisiesen, pero ¿quién tenía ánimos para hacerlo cuando el mar estaba teñido de rojo?

Muy pocos lo entenderían y era por eso que aguardaban en la isla del coco, esperando noticias más favorecedoras y alentadoras, aguardaban por ese maravilloso grito que le dotaba de adrenalina. 

—¡Todos a los barcos! —Era la orden que no sabían cuando volverían a escuchar de la voz de la temible bestia del océano.

Por otro lado, desde la cabaña de Danielle, la rubia se mantenía rígida en cuanto a su idea de que el pirata se repondría, ella solía ser así, fuerte siempre que sus amigos lo requerían y ese día no sería la excepción.   

—¡Debes comer algo y dormir, Elena! —expresó Danielle después de un largo día de cuidar de Barboza.

La castaña se negó a probar bocado de nuevo con una mueca en la cara. 

—No te preocupes, que no tengo hambre. Ya comeré algo más tarde.

—Sí, pero no quiero que tú también te enfermes —argumentó la rubia colocando comida y agua sobre una mesita.

—Descuida, no enfermaré. Además, todavía espero a que Julia regrese. Ya tardaron algo, ¿no crees? —dijo Elena entre nervios.

—Posiblemente, aunque la selva es grande. Además, se trata de un camino de ida y vuelta, ya no deben tardar —aseguró Danielle con vendajes limpios entre las manos.

La puerta fue abierta de golpe y en el acto entraba Gonzalo con el pequeño Antonio en los brazos. Elena tembló de gozo al abrazar a su hijo ahora que estaba de regreso a su lado. Estaba algo débil y flaco por la falta de alimento, así como el estrés de los últimos días; no obstante, parecía sano, sobre todo después de los peligrosos momentos que pasó.

—¡Gracias! ¡Gracias! —gritaba Elena sin lograr detener el llanto que la felicidad de tener a su hijo le propició—. ¿Cómo estás? ¿Te hicieron daño? —preguntó inspeccionando cada parte de su hijo.

—Estoy bien, mamá. Gonzalo y Julia fueron por mí —aseguró el niño con la cara sucia.

Elena pasó de abrazar a su hijo, para correr a los brazos de Gonzalo y terminar en los de Julia, quien estaba de pie, frente a la puerta de la habitación.

—¡No fue nada! No te preocupes. Fue una larga negociación, pero ya estamos de regreso —expresó Julia con la mirada puesta en el debilitado cuerpo de Barboza, pues los gritos provocados por el regreso de Antonio, permitieron un momento de cordura en él.

Ahora la atención de todos estaba sobre debilitado pirata que yacía en la cama.

—Antonio —siseó en un par de ocasiones hasta que Elena le comprendió.

—Creo que quiere hablar con Antonio —dijo la madre y permitió que el niño se acercara a su padre.

Manuel Barboza habría con lentitud los labios que buscaban emitir un sonido que saliera de su boca, pues era cada vez mayor la debilidad que la fiebre le provocaba. Luego giró un poco la cabeza en dirección al niño y humedeció sus labios con la poca saliva que tenía.

—Eres un muchacho fuerte y listo —logró articular.

—¿Estás enfermo? —preguntó Antonio con la misma mirada penetrante que caracterizaba a la madre.

—Sí, muy enfermo —respondió el padre que con dificultad era escuchado por el resto—. Aunque ahora tengo tres razones para querer sanarme.

El niño se acercó por un costado de Barboza y buscó tomar su mano.

—¿Cuáles? —cuestionó.

—Tu madre, tu hermano y tú. —Una tenue curvatura apareció en sus resecos labios.

—¿Hermano? —el niño negó con la cabeza—. Yo no tengo un hermano.

Elena miraba aquella tierna escena entre padre e hijo, sintiendo cómo el corazón se le llenaba de gozo y los ojos de lágrimas.

—Lo tendrás. Dentro de unos meses —declaró feliz.

Todos estallaron en risas y ademanes de felicidad, esas que les hacían falta después de semejante batalla. Danielle se fundió en un abrazo grande con Elena y el resto hizo lo mismo para celebrar el anuncio del nuevo miembro de la familia Barboza.

—Antonio, debes saber que te amo, a pesar de que no estuve contigo durante mucho tiempo, te amé desde el día que supe de tu existencia como lo hizo tu madre, de la misma manera que ahora amo a tu hermano. Cuando él nazca, tú deberás protegerlo y enseñarle esos nudos que no pude terminar de enseñarte. —Barboza hablaba con dificultad, alargando las palabras que parecía sacadas del alma. 

—Pero... ¿Y tú? —preguntó el niño sin desviar la mirada.

—Cuidaré de ustedes de otra manera.

—No digas eso, Manuel —interrumpió Elena.

—Lo digo porque sé que así será. El alma se me va y tienen que saber cuánto es que los quiero —expresó con la respiración cada vez más jadeante y pequeñas gotas de agua que surgían de la oscuridad de sus ojos. 

—También lo quiero, padre —soltó el pequeño y abrazó el cuerpo del hombre que yacía en la cama, mientras él pasaba su débil mano por la cabeza del niño.

El hombrecito reposó los ojos en la notable herida de su padre, algo estaba mal y su inocencia no era tan grande como para no entenderlo, aquel momento se trataba de una despedida, una larga. Luego su madre lo tomó en brazos, buscando darle consuelo; sin embargo, ¿cómo hacerlo cuando ella misma se sentía completamente abatida por dentro? El niño se reencontró con su padre y debía despedirse de él.

—Quiero hablar con Gonzalo a solas, por favor —dijo Barboza en un susurro.

De manera inmediata, la habitación terminó vacía, con sólo la presencia del contramaestre y fiel amigo de Manuel Barboza. Gonzalo conocía a ese hombre mejor de lo que hubiera deseado, conocía sus defectos y sus virtudes, esas que le dieron la gloria como pirata. No obstante, lo conoció aún más en sus momentos de vulnerabilidad, donde las lágrimas corrían y las piernas flaqueaban. Lo recordó corriendo por las calles con un pedazo de pan que recién había robado de la canasta de una sirvienta, lo miró padecer las inclemencias del clima y el peso de un castigo, también estuvo con él en su grandeza, convertido en el legendario pirata que era hoy.

—¿Qué pasa, viejo amigo? —preguntó Gonzalo sin la sonrisa sínica que con normalidad dibujaba.

—Quiero que me prometas que cuidarás de Elena y mis hijos —siseó el pirata, buscando verle los ojos a quien cuidó de sus espaldas los últimos años.

Gonzalo suspiró hondo, Barboza quería despedirse y él no estaba listo.

—Sabes que no tienes que pedirlo. De ninguna manera, planeaba dejarla sola.

—No me refiero a tu protección de amigo, sino a la de un hombre. Quiero que busques la manera de casarte con ella, sé que la quieres, lo vi muchas veces en tu rostro.

No le extrañó que Barboza estuviera al tanto de sus sentimientos por Elena, mas no podía asimilar la petición que le estaba solicitando. Nadie supo mejor que él, del dolor que Barboza padeció el tiempo que estuvo sin su Elena, sabía de la culpa que le atosigaba y del amor que le tenía: sentimientos profundos para un hombre y que ahora recordaba en su momento de agonía.

—Sí, la quiero, pero no puedo hacer lo que me pides, ella es tuya. Además, no me ve como a un hombre, sino como a un amigo.

Barboza relamió los labios y buscó aire para responder por sí mismo.

—No le digas que te lo pedí, porque se negará. La conozco bien, busca la manera de ganártela, cortéjela, enamórala, llévatela a ella junto con mis hijos lejos de este mundo y hazla feliz, por favor. Ella lo merece. 

—Lo haré, cuidaré de tu familia —consitió Gonzalo sin poder negarse, ni querer hacerlo.

—Gracias —sonrió agotado, pero con un peso menos en su retiro—. Por último... te pido que te encargues de entregarle a ella mis riquezas y mis diarios personales, dile que se encargue de administrar el oro hasta que mis hijos crezcan.

—Se hará como tú quieres.

—Ahora hazla pasar, por favor —ordenó con lentitud en sus palabras. 

Gonzalo asintió, pero antes de marcharse tocó el hombro de su amigo, mostrándole esa sínica sonrisa que sabía que Barboza detestaba, era claro que el pirata le estaba agradecido por su valiosa amistad y las grandes aventuras que vivieron juntos.

—Nos veremos luego, amigo —expresó, guiñándole un ojo.

Elena aguardaba a las afueras de la habitación, mientras jugaba con los anillos que portaba en su dedo anular. Uno era el enorme diamante negro que Barboza le regaló en su cumpleaños número dieciocho cuando formalizaron su compromiso y el otro anillo era la argolla matrimonial que su padre les ofreció como regalo de bodas un día antes de su matrimonio con Barboza. Ambas joyas con enormes significados sentimentales para Elena. La puerta se abrió lentamente para dejar ver la silueta de Gonzalo atravesar la puerta.

—Él quiere verte —señaló con la mirada en Elena.

De manera inmediata, ella se puso de pie sin tener palabras para responder, dejó que su pecho se expandiera un par de veces y asintió con la cabeza. Con lentitud, regresó a la habitación, esperando no encontrar la notable desmejoría que afectaba el cuerpo de Manuel.

—Te daré un poco de agua —dijo la mujer después de mirar los labios resecos del debilitado hombre.

Él asintió, ya que necesitaba del agua para poder despedirse de su amada.

Con suma delicadeza, Elena acercó un vaso con agua a los labios de Manuel, mientras le levantaba la cabeza para ayudarlo a beber. El hombre dio tres sorbos y luego tosió como señal de ahogo, era fácil detectar que su cuerpo ya no estaba funcional.

—Jamás deseé morir así —confesó—. Esperaba morir tendido en el campo de batalla o en una de mis naves, mas nunca en tus brazos, aunque me gusta... me llena de una paz que me provoca felicidad.

—Pues a mí no me hace feliz el verte morir —reprochó Elena sin contener las lágrimas.

—Lo entiendo, sé que fueron más los amargos momentos que te di, también sé que no merezco una gota de tu cariño—. Tosió varias veces hasta recomponerse—. Me duele recordar el tiempo que perdí entre discusiones y peleas o alejado de ti. Quiero que sepas que a pesar de toda la amargura que vivimos, lo único que guardo conmigo son los buenos recuerdos porque te amé cada bendito segundo desde el día que te vi en La María por primera vez. El día que me aceptaste como tu esposo fue el más glorioso de mi vida.

Las respiraciones de ambos eran hondas y profundas, aunque las de Barboza parecían arder.

»Después te vi convertirte en una fuerte mujer capaz de sobrevivir al mundo que nunca quisiste para llamar hogar. Luego saliste de esta isla huyendo de toda la hermandad, incluyéndome, mas no me dolió que te alejaras de mí; lo que me mató fue el hecho de que no fui yo quien te dio aquello que saliste a buscar por ti misma. Cuando te encontré en Yucatán, amé cada parte de tu evolución. Lograste tantas cosas por ti misma, sin necesitar de mí o de alguien más; así que tuve que limitarme a admirarte a la lejanía. Lo padecí, pero eras feliz y sólo eso me bastaba.

—Siempre te necesité, cada día y cada noche. Sin embargo, estaba segura de que era yo quien obstruía tus sueños de convertirte en lo que hoy eres. Mírate ahora, lo lograste, aterrorizaste a la corona inglesa y los reyes de España colocaron su confianza en ti. Ganaste una importante batalla para la hermandad. Allá afuera no hay hombre que no esté rezando por tu vida, te lo aseguro.

—Son piratas, Elena. Ellos no rezan —siseó el capitán con los ojos en su mujer.

En más de una ocasión, Elena llamó a los piratas desalmados, hombres despojados de sentimientos. Aquel día, cuando vio a cuanto pirata ayudandose entre sí, supo lo equivocada que estaba.

—Son humanos, Manuel. Simples personas con un corazón cuyos sentimientos sucumben al amor o la amistad. Lo vi hoy, tanto en los ojos de Gonzalo como en los de Alejandro, así como ahora lo veo en ti. Era eso a lo que mi padre se refería cuando me decía que la hermandad no te daba la espalda.

—Entonces pídeles que recen por mi alma, porque no quiero ir al infierno. Necesito verte de nuevo, aunque sea en tus sueños.

—Así será, Manuel Barboza. Estoy segura de que siempre encontrarás la manera de regresar a mí —dijo Elena al tiempo que le tomaba la mano y la colocaba en su mejilla. Requería sentir sobre su piel esas manos que con frecuencia le acariciaban.

El pirata sintió la calidez que habitaba en el cuerpo de la castaña, un tacto que aseguraba extrañaría.

—Quiero que te enamores de nuevo, cásate y busca tu felicidad lejos de aquí. Cuida de mis hijos que yo seguiré cuidando de ti. —Jadeó—. Extrañaré tenerte en mis brazos, después de esas largas noches de pasión. Extrañaré tus cuidados y esas angustias que nunca merecí. Mi Elena, nunca estuviste en segundo lugar, siempre fuiste lo más importante para mí. Sé fuerte mi Elena, siempre mi Elena —dijo mientras dejaba que la debilidad le venciera para quedarse dormido una vez más.

Elena miró el pecho de su esposo con leves movimientos de respiración entrecortada, sabía que faltaba poco. Probablemente, ya no despertaría más. Barboza se fue diciendo su nombre, con la mirada en ella sin pensar en otra cosa que no fuera su Elena.

La espesa noche y la serenidad acogió a la isla del coco, eran cercas de las tres de la madrugada, cuando Manuel Barboza dio su último suspiro en brazos de su amada y en compañía de buenos amigos: Danielle, Julia, Gonzalo y Alejandro. Hombres y mujeres que formaron parte de la hermandad, esa para la que Barboza sirvió con lealtad y honor. 

Un mundo difícil, sin duda, pero lleno de pasiones y aventuras que le hicieron latir el corazón e inundaron su cuerpo de fortalezas. Esa fue la vida que el legendario pirata Manuel Barboza vivió. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro