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Capítulo 39: Traición

El fugaz momento provocado por una bala disparada, evocó una serie de contradictorias reacciones por parte de los piratas que miraron caer a su capitán. Algunos de ellos no entendían lo que pasaba, bien pudo ser el mismo Barboza el que se tirara pecho tierra o tal vez, fue su corazón el blanco de la bala detonada a traición. 

En medio del escándalo, Gonzalo se las ingenió para arrastrarse hasta donde el cuerpo ensangrentado de Barboza yacía, la sangre que le brotaba a su amigo del torso, le hizo saber que la herida era grabe, posiblemente lo suficiente para creer que podía estar muerto. Levantó la mirada hacia uno de los puntos más elevados del risco, buscando el origen del mosquete, el pecho se le expandió en enseguida de haberse percatado de la silueta de un hombre moverse entre los árboles. Debía tratarse del cobarde pirata que disparó a traición.

—¡Vayan por él! —señaló el contramaestre de Barboza—. ¡Hirió a su capitán!

Fue sólo un instante lo que tardaron los fieles hombres en ponerse de pie para enaltecer sus armas en busca del atacante.

Gonzalo volvió los ojos a su realidad, mientras que un río de sangre que brotaba desde la imponente herida, reiteró la veracidad del daño provocado en la carne del capitán. El contramaestre ya una vez lo había visto bajo la misma condición; no obstante, en esta ocasión la herida parecía mucha más severa.

—¡Manuel! ¡Háblame, amigo! —expresó ejerciendo presión en el pecho de su amigo sin obtener respuesta, después acercó su oído al rostro de Barboza y notó que este seguía respirando a discreción—. ¡Estás vivo! ¡Sigue así, amigo! ¡No te dejes ir, no lo hagas!

El preocupado pirata logró subir a Barboza a un caballo con la ayuda de otro de los hombres que los habían acompañado; boca abajo, con la cabeza y los pies colgando, como si este fuese un simple costal de papas, un simple pedazo de carne sin vida o la cacería del día. Gonzalo fue incapaz de hacerlo reaccionar, era demasiada la sangre que estaba perdida. Para los fieles marineros, el camino de regreso a casa, fue más largo de lo que esperaban, puesto que ambos temían por la vida de su todavía líder. De igual modo, Gonzalo también pensaba en los peligros que se avecinaban, llegar al centro de la isla con un Barboza medio muerto, sería para muchos la ventaja que necesitaban para terminar con él y cobrar la cuantiosa recompensa que la corona ofrecía. Claro estaba que ese disparo fue a traición, cualquiera pudo haber ideado el plan bajo la idea del supuesto rescate de Antonio. Pese a los miedos que abundaban en la cabeza de Gonzalo, el paso constante por el camino jamás se detuvo.

En el centro de la isla, donde se percibía el olor a madera quemada, Elena intentaba enfocar lo que sus ojos con dificultad alcanzaban a visualizar; había un hombre herido que era traído por sobre un caballo, Gonzalo estaba a su lado con el rostro pálido sin palabras para decir, como si el muerto fuese él.

—¿Quién es? —preguntó la mujer cada vez más cerca de lo que la oscuridad le impedía ver con claridad—. Danielle, ¿quién es? —cuestionó de nuevo a la mujer que le acompañaba para brindarle su apoyo.

—Era una trampa —respondió Gonzalo con pequeñas lágrimas brotando de los ojos. 

Un pecho latente y una sudoración fría abrumó el cuerpo de Elena. Su corazón quería negarlo pese a que la razón le daba la respuesta. Quería correr a los brazos del hombre que muchas veces le dio resguardo, pero lamentablemente la inconsciencia en la que estaba sumergido le impedía una posible reacción.

—¡Por dios! ¡No! ¡Es Manuel! —gritó entre sollozos.

La rubia parecía petrificada por la misma noticia que hizo flaquear a Elena, fue un pequeño truco de magia lo que provocó que las personalidades de ambas mujeres intercambiaran. Elena se volvió la mujer vulnerable y repleta de miedos, mientras que Danielle, por otra parte, sostuvo a su amiga con la cabeza fría.

—¡Vamos, llévenlo a mi cabaña! —demandó Danielle sin dejar de sostener a Elena. 

Con la ayuda de los hombres que se percataron de la peligrosa situación, el cuerpo de Barboza fue llevado con cuidado a la cabaña de Danielle y Alejandro, donde varios piratas permanecieron a las afueras, armados con la insignia de custodiar a quien les liberó de la hermandad inglesa. Algunos tantos comenzaron a temer por la situación expuesta por Gonzalo y tomando en cuenta la recompensa que pesaba sobre la cabeza de Barboza, los piratas se acercaron por voluntad propia para el resguardo de su capitán.

En el interior de la cabaña, después de que Barboza fuera colocado sobre la amplia cama, Julia y Elena buscaban desvestirlo para atenderle la herida. El cuerpo del pirata estaba lleno de cicatrices tanto en pecho como espalda, constantemente él era herido con los filos de las cuchillas de sus adversarios; sin embargo, la mayor parte de sus lesiones nunca fueron de cuidado, salvo por dos ocasiones. La primera surgió cuando apenas era el aprendiz de Montaño, brincando a la acción de manera apresurada; el segundo evento se presentó ya siendo un hombre dotado de experiencia. Gonzalo y él asaltaban un barco de la corona inglesa, donde por un descuido de Barboza quedó muy malherido en medio de la trifulca. Fueron varios los días que divagó sin conciencia en el interior de su camarote, luchando contra una fuerte infección que parecía vencerle; no obstante, había algo que lo hizo mantenerse con vida, ese oscuro deseo de venganza contra White que no le permitió abandonar la vida terrenal. El hombre supo aferrarse a la vida y recuperar fuerzas. Los marineros que presenciaron aquella recuperación, aseguraban que Barboza había burlado a la muerte, la bestia, el amo de la desdicha y el señor de la destrucción; fueron los apodos que recibió la mañana que salió de su camarote para elevar la bandera negra por sobre las velas. Fue a partir de ahí que se ganó el respeto y la fidelidad de su tripulación.

En esta ocasión, la herida de Barboza además de parecer grave, era realmente peligrosa, la bala se insertó en el pecho, muy cerca de uno de los pulmones. No se trataba de sólo carne perforada, sino de uno de los órganos vitales.

—¿Dónde está el médico? —gritó Julia a los hombres que le acompañaban.

—Está atendiendo a los heridos en la otra cabaña que sigue de pie.

Las cabañas de Julia y Danielle eran los únicos lugares que sobrevivieron a las llamas provocadas en batalla, debido a ello, Julia decidió que las convertiría en una especie de hospital para atender a los heridos. Los parajes estaban llenos de lamentos con un ir y venir de mujeres, cirujanos y piratas que se ayudaban entre sí. La madera oscura que conformaba el piso de la casa de Julia, estaba salpicado con sangre, tampoco había mucho espacio para tomarse un leve descanso.

En una recámara destinada al capitán, Elena intentaba limpiar la herida con las manos temblorosas y la mente perdida en sus peores miedos. La mujer estaba fuera de sí misma, ya que, parecía haberlo perdido todo de nuevo, prácticamente estaba tan sola como el día que abandonó la isla del coco escondida de todos. Tenía un esposo que resultó herido por ir en busca de su hijo desaparecido, era un dolor que se sobreponía a otro cada que pensaba en ellos.

—Déjame hacerlo a mí —dijo Danielle, tomando las manos de Elena, después de ver el temblor en ellas.

Elena se fundió en los ojos verdes aceituna de Danielle. La preocupación en el rostro de todos era más que evidente para la castaña.

—No quiero que muera —susurró junto con las lágrimas que recorrían sus mejillas.

Danielle puso sus manos sobre las de ella a sabiendas de que las palabras de aliento no le devolverían la calma. 

—No morirá. Es un hombre fuerte y terco. Debes tener confianza en que se repondrá.

Elena asintió con la cabeza sin dejar de observar el cuerpo ensangrentado de Barboza.

—Será mejor que busque algo que nos sirva como vendajes, también pondré a hervir más agua —replicó limpiándose el humedecido rostro. 

—Las sábanas o nuestros vestidos servirán. Rásgalos —indicó Danielle.

Minutos más tarde, el cirujano de La María, revisaba la complicada herida de Barboza con los ojos de Elena y Danielle, observando cada movimiento que el hombre hacía. El cirujano usó unas pequeñas pinzas que portaba entre sus cosas y extirpó la bala que el temible capitán tenía atrapada en el pecho. Un pedazo de metal tan pequeño con la capacidad de derribar hasta el más fuerte guerrero.

—La bala logró tocar un pulmón —aseguró finalmente el hombre de cabello blanco.

—¿Se repondrá? —preguntó Elena deseando no haber hecho esa pregunta.

—Es un hombre fuerte, ahora dependerá de él. Además, aún es pronto para decirlo, ya que es probable una infección—. El cirujano limpió sus manos en un pequeño recipiente lleno de agua teñida de rojo—. Necesitaremos algunas medicinas que de momento se nos han acabado.

—¡¿Qué?! ¿Cómo que nos hemos quedado sin medicinas? —cuestionó Elena con el cuerpo todavía tembloroso. 

El hombre volvió el rostro y guardó los pocos utensilos en su pequeño maletín. 

—Son muchos los heridos, señora. Julia ya ha enviado gente a conseguir lo que se requiere.

—¿Llegarán a tiempo? —interrogó de nuevo Elena con los ojos en su inconsciente marido. 

—Como le dije, la infección aún no se presenta y el capitán parece estar estable —dijo bajando la mirada—. Si me permiten, tengo más heridos que atender.

Luego de la salida del cirujano, tanto Danielle como Elena, vendaron con sumo cuidado el grueso y lastimado pecho de Barboza. Sucumbiendo a su dolor, Elena se postró junto a él, tomada de las manos del hombre que amaba. Ya no importaban las condiciones bajo las cuales su matrimonio se dio o el tiempo que pasaron juntos o separados, tampoco recordaba las múltiples guerras que tuvieron uno contra el otro. De momento, eran sólo los gratos recuerdos, los que le hacían latir su corazón.

—No puedes dejarme, no lo hagas —suplicaba entre lágrimas.

Al paso de las horas, Gonzalo apareció en la habitación para contemplar el difícil momento que Elena vivía, después miró a su desfallecido capitán y recordó aquellos días donde casi moría en el camarote principal de La María. Sin embargo, ese día no sucumbió ante el asecho de la muerte, ¿por qué lo haría ahora que tenía mayores razones para permanecer con vida? Finalmente, el contramaestre tragó saliva y caminó hacia la mujer que sollozaba.

—Elena, atrapamos al hombre que le disparó a Manuel.

El rostro de Elena se endureció, levantó la cara y fijó la atención en Gonzalo. 

—¿Quién fue? —Se atrevió a preguntar con ese inquietante deseo por saber la verdad. 

El pirata no detuvo sus intenciones, darle a conocer la verdad a Elena, era la razón de su presencia en esa habitación fúnebre.

—El capitán Gaspar —soltó de una.

El pecho agitado, la respiración cortada y los ojos abiertos, fue la reacción provocada en la castaña, ella apenas si podía creer en semejante acto de traición. Apenas si logró sostenerse de pie, teniendo que usar como soporte uno de los muebles que estaban a su costado. 

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó al borde de un colapso.

—Me lo dirá. De eso me encargo yo —aseguró el contramaestre sin desviar la mirada de su amigo.

—¿Y Antonio? —Los pensamientos de Elena no podían limitarse a un sólo asunto, eran tantos los problemas y lo que debía resolver que debía concentrarse en mantenerse de pie y lucida para su familia. 

—Lo siento, no sabemos nada de él aún, pero Alejandro ya está en eso. Organizó una búsqueda con su gente.

Elena dio un pequeño suspiro con los ojos cerrados, ya que las palabras de Gonzalo le agudizaron el dolor. Los pensamientos de la mujer iban de la herida a traición de Barboza a la desaparición de Antonio, luego volvían a su cruel realidad, llena de malas noticias y fallidos rescates. El miedo se agravaba cada que se imaginaba el resto de sus días en completa soledad, sin su hijo o su esposo.

—¿Alejandro, dices? —preguntó.

—Sí, él se ofreció. Alejandro creyó que Barboza o tú podrían necesitarme aquí.

Elena se quedó atónita ante la idea de Alejandro buscando a Antonio, le pareció un noble gesto de su parte que le hacía pensar que los rencores entre Barboza y él se habían terminado.

—Si sabes algo más me avisas, por favor —expresó la mujer en apenas un murmullo.

—¿Cómo está él? —inquirió Gonzalo, señalando a Barboza.

—El cirujano dice que la bala alcanzó a tocar un pulmón. No sabe si sobrevivirá.

Gonzalo se percató de la pena de la joven mujer que permanecía aferrada a la mano de su esposo. Tenía el deseo de decir algo que la animara, aunque suponía que no serviría de mucho.

—Él ya regresó de la muerte una vez cuando no tenía razones para hacerlo, ahora no tengo dudas de que lo hará. Se pondrá bien —expresó para ver como Elena asentía con la cabeza y volvía el rostro al cuerpo de Manuel.

El contramaestre salió de la habitación y atravesó la puerta de la cabaña para encontrarse con un tumulto de gente que protegía por voluntad propia a Barboza. En el acto, dejó de temer por un posible ataque que buscara la cabeza del comandante. Aun así, prefería extenuar la seguridad, eso era algo que Barboza le enseñó y lo pondría en marcha. Era algo irónico cuando en ese mismo instante, el guerrero estaba luchando por su vida debido a que acudió a un encuentro con la traición.

Gonzalo caminó hasta el centro de la isla, donde se encontraban reunidos una gran cantidad de hombres que querían juzgar por sí mismos al capitán Gaspar, puesto que ya toda la isla estaba enterada de los recientes acontecimientos. El corsario español estaba atado a un costado de White, amordazado y golpeado con la misma brutalidad.

Gonzalo se posicionó frente a ambos hombres, era su tarea obtener respuestas, era su labor aplicar el correspondiente castigo por un disparo a traición.

—¿Por qué lo hiciste? —interrogó con la furia en los ojos e iluminado con grandes antorchas que alumbraban el lugar. Quitó la tela que le amordazaba y le levantó el rostro, tomándolo de la melena.

—No le responderé a un simple contramaestre —bramó el español con total arrogancia.

No obstante, fue poco su regocijo, pues Gonzalo le sofocó el aliento con un fuerte golpe en el estómago.

—¡Este simple contramaestre acabará contigo hoy! Hables o no hables. Lo que de verdad me entristece es que tu acto será en vano. Morirás sin tener siquiera una razón para darle a tus hombres cuando le regresen tu cabeza al rey para el que trabajas. Además, Barboza no morirá, no hoy.

Gonzalo tomó una de las antorchas y la acercó a Gaspar, quien apenas si podía mirar lo que pasaba.

—De acuerdo... Te lo diré a cambio de que me permitas una muerte rápida, una sin dolor. Después de todo, soy un pirata igual que ustedes —suplicó al tiempo que sus ojos se fijaban el fuego al que temía. 

—¡Entonces habla! —ordenó Gonzalo, alejando un poco la llama del rostro de Gaspar.

El corsario español dio grandes suspiros que atormentaban su lastimado cuerpo, escupió algo de sangre por la boca y relamió los labios para emitir las palabras que Gonzalo exigió.

—White y yo no somos tan diferentes, amigo. Él quería la cabeza de Barboza para llevársela a su rey, yo la quería para convertirme en el mejor pirata de los siete océanos. Sin White y sin Barboza en mi camino, no había hombre que me venciera.

—¿Fuiste tú el que mató a Patricia? —interrogó Gonzalo con la atención sobre el hombre. 

—No, no, eso nunca. —Negó con tristeza y agachando el rostro—. Yo de verdad amaba a esa mujer, pero ella no quería acabar con Barboza. Ella estaba aquí para admirar sus grandezas y convertirlo en uno más de sus trofeos, como hizo conmigo. Patricia trató de advertirle, pero él no le creyó. La mataron los ingleses en combate.

White les regaló a todos una carcajada extraña de la que todos temían, recordando su presencia junto al español. Gonzalo no pudo evitar poner su atención sobre el pirata que le causaba algo más que escalosfríos a todos. 

—Finalmente, yo siempre tuve razón. Un pirata tan temido como lo es el gran Barboza y sucumbe ante los caprichos de una mujer.

El debilitado hombre rio con tanta fuerza que una estrepitosa tos le entorpeció el habla.

Gonzalo frunció el ceño y se acercó a los oídos de White. A sus ojos, el corsario no había estado más equivocado de lo que actualmente estaba.

—Supuse que eras un hombre listo, White; pero ya veo que no es así. Sin embargo, para tu buena suerte no pienso dejarte morir en la ignorancia y te diré en lo que tanto te has equivocado. —Gonzalo lo diría en voz alta, para asegurarse de que cada hombre en la selva lo escuchara—. Manuel Barboza no sucumbe ante los caprichos de una mujer como todos suponen, él lo hace ante su felicidad.

La molestia de Gonzalo fue tan grande, que acercó la antorcha a ambos hombres para que los cuerpos de los corsarios comenzaran a incendiarse, los gritos provocados por el dolor de las quemaduras no tardaron en hacerse presente mientras que un tumulto de piratas que favorecían a Barboza, presenciaban el atroz evento que marcaría el final de ambos corsarios. 

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