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Capítulo 37: La quinta cabeza

Cualquiera que viera a White, podía pensar que algo extraño sucedía en su cabeza. Un hombre que proclamó una guerra y luego la perdió en el territorio de sus enemigos, de la nada surgía desde la oscuridad como si fuera un simple paseo por la selva. Nadie en aquel lugar, donde abundaba la muerte, podía creer en semejante tranquilidad. No había una pizca de movimiento facial que les hiciera suponer que el corsario se sentía acorralado o intimidado por la bestia que demandaba sangre.

Por su parte, Barboza recordó el día que lo vio por última vez, el mismo día en el que escuchó la tercera demanda que le atormentaba la cabeza. A pesar de que no se volvieron a ver, Barboza no lo eliminó de sus pensamientos, sino que, muy por el contrario, se encargó de alimentar su odio y coraje cada día que transcurrió desde que perdió a Elena.

Ese día, lo miró con tanto repudió que su intento por sosegarse pendía de la más mínima provocación de su enemigo. 

—Mi buen amigo, Manuel Barboza. El legendario pirata, el terror de los mares y la bestia que emerge de las profundidades para devorar naves. ¡Qué espléndida es tu leyenda! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? —preguntó con ambos brazos extendidos y los dedos de sus manos cubiertos de anillos.

Barboza le miraba con recelo, sin piedad, sin ningún tipo de intimidación que le hiciera querer doblegarse, esta ocasión sería diferente. Sería él, quien provocara miedo en White, debía ser él la persona que le hiciera ponerse de rodillas para suplicar perdón.

—Seis años, White, pues cuando te visité en la hacienda de Yucatán, huiste como el perro cobarde que eres —señaló Barboza, empuñando un afilado sable.

—Ah, sí. Ya lo recuerdo bien. Bueno, supongo que las cosas no salieron como las planeé esa noche, así que, tuve que retirarme antes de nuestro ansiado encuentro, pero mi querida Elena y yo, sí que la hemos pasado bien —dijo con saña.

—¡No lo escuches, Manuel! Ese hombre envenena con la lengua, no con las armas —intervino Elena con el pecho a punto de explotarle y a varios metros de ambos hombres. 

Barboza escuchó la voz de la mujer y sin virar la mirada, se aferró con mayor fuerza a la empuñadura del sable que portaba.

—¿Dónde tienes a mi hijo, White?

—Tu hijo, ¿dices? ¿Es eso lo que tu adorada mujer te ha dicho? ¿No sientes curiosidad por saber si en realidad soy yo el padre? —El interrogatorio de White tenía la sóla intención que la de lograr que Barboza sucumbiera a lo que su temperamental mente le dictaba. En el fondo, el pirata seguía lleno de dudas sobre la paternidad del niño. Aun así, sabía que tenía que aprender a vivir con ello, si quería ser feliz. 

—¡Eso a ti que te importa! ¡Yo soy el padre de Antonio! ¿Dónde está?

—A salvo, mientras me mantengas con vida. Descuida. No tenía la intención de hacerle daño al niño, pues por sus venas corre la sangre de grandes piratas como lo somos tú y yo. —White sonrió al tiempo que elevaba el mentón como estuviese viendo imágenes ante sus ojos—. Imagina las grandezas que podrá lograr. Estaba dispuesto a enseñarle todo cuanto necesitaba saber y a eliminarle la simplicidad del sentimentalismo que abunda en ti. Como bien lo sabes, los sentimientos lo complican todo, lo supiste el día que tu querida Elena te abandonó, ya que, sólo así, te convertiste en la bestia que eres hoy.

Comenzó a dar pequeños pasos de un punto a otro, manteniéndose siempre frente a los ojos de su adversario. Aun cuando Barboza era un hombre de honor, no podía arriesgarse a que este le asesinara por la espalda. 

»Sin embargo, hay un sentimiento que ambos sabemos que debe prevalecer y que debemos alimentar con cada maravilloso acto que surge desde la oscuridad de nuestras almas: el amor por la piratería, ese es el único sentimiento que debemos permitirnos sentir. Únete a mí, capitán Barboza. Se parte de la hermandad más grande que habrá en esta hermosa historia, que es la de la piratería, sal de la inmundicia donde te encuentras para engrandecer aún más nuestros nombres. Lo obtendrás todo.

En Barboza no existía otro deseo que no fuera el de acabar con la vida de su mayor enemigo; no obstante, aún requería respuestas.

—Tu discurso y oferta son halagadores, White; pero debo decir que lo único que has logrado es alimentar mis deseos por aniquilarte.

—Ah, sí. Eso me recuerda a que debo disculparme por la tardanza de mi aparición ante tu llamado. —Esbozó una sonrisa venenosa—. Verás... Estaba esperando a que rodara la quinta cabeza, así sería yo el único hombre en conocer la ubicación exacta de Antonio. Lo hemos atado a un árbol de esta frondosa y peligrosa selva. De dicha manera, podría asegurar mi salida de la isla.

Barboza giró la mirada hacia las cabezas que rodaron minutos antes. Al instante, White se había convertido en una verdadera molestia, ahora los deseos de asesinarlo crecían con cada brutal palabra que el corsario soltaba con acento inglés. La mandíbula de Barboza tembló en un par de ocasiones y soltó su impotencia con un grito de desahogo que le hizo a todos querer salir de su vista.

—¡De ninguna manera saldrás vivo de esta isla! —declaró en un grito, mientras le apuntaba con el sable—. Desde este momento, lo único que puedo hacer por ti, es permitirte una muerte limpia y rápida, sólo si me entregas a mi hijo ahora mismo; de lo contrario, tendré que desmembrarte parte por parte: abriré tu estómago y juro por dios que sacaré cada uno de tus órganos para cenármelos está noche.

—No podría esperar menos del gran Manuel Barboza —dijo White haciendo una reverencia.

—¿Dónde está Antonio? —demandó Barboza una vez más.

—Te lo dije ya. En algún lugar de la selva rodeado de peligros.

—Dime con exactitud. ¿Dónde está? O morirás ya mismo —amenazó.

—Puedes hacerlo, no me opondré —expresó el corsario, preparando el pecho para que este recibiera una estocada final.

White no hacía sino mostrar una sínica sonrisa pintada en el rostro. El hombre, más que salir de la isla, buscaba provocar la ira de su adversario.

Elena notó el naciente descontrol de Barboza, era más que claro, que estaba a punto de matar a White, incluso ella quería verlo morir; sin embargo, el miedo se apoderó de ella a sabiendas de que aquel hombre, en realidad, podría estar diciendo la verdad. Muy posiblemente, sólo él sabía la ubicación de Antonio.

Barboza meneó la cabeza en un par de ocasiones como buscando controlar su sed de sangre, en el acto, respiró con profundidad. Los testigos podían ver el enorme pecho de Barboza expandirse una y otra vez. Los nudillos casi podían fundirse con la empuñadura y el semblante desencajado, junto con la mirada oscura, reflejaban lo que estaba pronto a suceder.

—¿Dónde está? —exigió nuevamente con el amenazador sable muy cerca de la cabeza de White.

El demonio blanco, apenas si se inmutó y sin siquiera intentar defenderse, comenzó a reír con descaro, dejando ver el amarillo de sus dientes y la mirada de muerte.

Fue tanta la furia de Barboza ante la burla de White, que apenas si se pudo observar el momento en el que este arrojó el sable y se fue contra el corsario, buscando causarle grandes cantidades de dolor, alimentado por el deseo de borrarle la sonrisa del rostro por obra de sus propias manos. Barboza impactaba la cara de White una y otra vez, sin un cese de fuerza o velocidad, la sangre comenzaba a salpicar el rostro de Barboza, aunque él no se detendría, necesitaba soltar toda esa rabia que sentía. El hombre convertido en bestia, percibía la fuerza de dos hombres que intentaban alejarlo del cuerpo del corsario, pero su mente nublada le impedía detenerse. No había manera que le hicieran salir del trance en el que estaba sumergido.

—¡Ya basta! —gritó Elena en su lucha por interponerse entre el escuálido cuerpo de White y la ferocidad de Barboza—. ¡Manuel, ya basta! ¡Sólo él sabe dónde está Antonio! 

El pirata escuchó la voz de la mujer, aquel sonido que se metió en su cabeza como un cuchillo, atravesando todo deseo de terminar con el inglés. Sin mayores opciones, detuvo todo movimiento para volver a la realidad, centró su mirada en las ensangrentadas manos que tenía sobre el rostro de su enemigo y de un movimiento se echó para atrás, luchando por alejarse del corsario.

Gonzalo se acercó al débil cuerpo de White para asegurarse de que este aún siguiera respirando; sin embargo, el rostro destrozado del pálido hombre era evidente para cualquiera que lo tuviera a la vista.

—No está muerto, pero no creo que pueda hablar en este estado —señaló el contramaestre en dirección a Barboza.

El pirata seguía luchando por recomponerse de aquel ataque de furia del que fue presa.

—Lo harás hablar, ese es tu trabajo —dijo después de ponerse de pie—. Maten al resto y encadenen a White donde todos puedan verlo —ordenó.

Los hombres asintieron y de inmediato se escucharon los cuerpos de los prisioneros caer sin vida.

Barboza dirigió sus pasos a los restos de la cabaña que fue suya, intentaba comprender aquella pérdida de control por la que podría perder a su hijo. Tras de él, Elena le seguía los pasos, pues sabía que era la única que podría reconfortarlo en ese terrible momento.

—Déjame revisar tus manos —solicitó la mujer en un susurro.

—¡No! ¡Vete de aquí, no debes acercarte! —expresó el pirata golpeado por la culpa.

—Sabes tan bien como yo, que nunca me harías daño —aseguró Elena, observando con una mirada suplicante. 

—Ya lo hice en cada una de las ocasiones que he perdido el control. Soy una bestia —expuso el pirata que miraba la sangre que corría por sus manos. 

Sin miedo alguno, la mujer se acercó a él en busca de sus manos manchadas.

—Yo también quería verlo morir, todavía lo deseo, pero solamente, hasta que regrese Antonio.

El hombre agachó la mirada e hizo una mueca con la cara.

—Tal vez muera y no habrá manera de saber dónde está —dijo él en un lamento.

Elena asintió y luego se colocó frente a sus ojos para atraer su atención.

—Manuel, escucha. Entiendo que la gente siempre habla de ti como si fueras un monstruo, un arma que únicamente sirve para dar muerte, eso se debe a que ellos no saben lo que en realidad hay en tu interior. Fuiste lastimado tantas veces que te convertiste en lo que eres hoy. Sin embargo, yo veo en ti algo muy diferente: eres bueno, cálido, protector, sabes amar y demostrar tu amor, a tu manera, pero lo haces. Tus virtudes no nada más te convierten en el mejor pirata, sino también en un buen hombre.

—Tú misma me has dicho que he perdido la humanidad que había en mí —declaró el hombre con ahogo en la voz.

Elena recordó ese día, estaba tan alterada por su siniestro presente que incluso ella temío. 

—Si no tuvieras una gota de humanidad, hubieras matado a White sin que te importara el paradero de Antonio. En cambio, tú te detuviste hoy.

El hombre de la mirada gacha, negó de manera inmediata.

—No, ciertamente. Fuiste tú quien me detuvo.

—Y eso te hace aún más humano, porque has confirmado que nos amas, tanto a mí como a tu hijo. Te detuviste por nosotros.

Manuel mostró una diminuta sonrisa sin percatarse de ello. Física y emocionalmente estaba agotado, no había energía alguna que le hiciera querer ponerse de pie para encontrar a su hijo. No obstante, ahí estaba, recibiendo los consejos y la compresión de una esposa, ya que, finalmente, Elena era eso. Una esposa.

—Gracias por permanecer a mi lado, Elena. Te prometo que no te decepcionaré. Encontraré a Antonio y te lo traeré de regreso.

La mujer se lanzó a los brazos del hombre y le plantó un largo beso, presenciado por Gonzalo, quien aclaró la garganta para hacerles saber de su presencia.

—Lamento la interrupción. White está medio muerto, dudo que pueda decirnos algo o que dure mucho.

Barboza se puso de pie luego de escuchar aquella noticia y enseguida confirmó con la cabeza. Tenía la obligación moral de hacer algo, no tenía opción.

—Reúne algunos hombres, iremos a buscar a Antonio.

—Manuel, los muchachos están cansados, no han comido o dormido en días. Entiendo tu preocupación, pero adentrarnos en la selva sin una dirección será más complicado de lo que ya es, sin mencionar el tiempo limitado que tenemos para encontrar al niño —El contramaestre expuso lo que todos sabían, reconocía que decirlo en voz alta sonaba mucho más fatal y desalentador de lo que parecía en la mente. 

Elena se apresuró a pararse frente a Gonzalo con los pensamientos y los ojos perdidos por unos instantes, como buscando ordenar sus ideas.

—¿Dónde tienes a White? —preguntó.

—A la vista de todos, como tu sádico marido ordenó —bufó, encogiendo los hombros. 

Barboza ni siquiera reprochó, seguía desconsolado y entristesido por sus salvajes actos. 

—Yo hablaré con él —resolvió la castaña que lucía esperanzada.

No obstante, Barboza dejó de lado su autocompasión para enfocarse en las lúcidas palabras de Elena. 

—¡¿Qué?! ¡No!... Recién dijiste que es un hombre que envenena con la lengua —reclamó Barboza.

—Lo hace, pero esta vez, seré yo la juegue su juego. Le diré lo que tanto desea oír y él me dirá dónde está Antonio.

—No irás sola —demandó Barboza, tomándola del brazo.

—Sí, lo haré. Esta es una plática que él y yo debemos tener a solas. Permíteme intentarlo, por favor. Al menos les dará tiempo para reunir hombres —insistió con la mirada en el enorme hombre.

Después él hizo una mueca con la cara y terminó por aceptar la decisión de su mujer.

Los sonidos eran lejanos y la visibilidad imposible, el aire que entraba a sus pulmones le provocaba un fuerte dolor de pecho del que ni siquiera podía quejarse, puesto que cada gesticulación en el rostro provocaba un inmenso ardor que pocas veces imaginó sentir. 

«Debí morir», pensó, mientras la baba le escurría por la boca. 

White estaba de rodillas, con la cabeza inclinada, atado a dos postes, con los brazos extendidos. La posición le hacía mostrar el escuálido y pálido pecho bañado en sangre.

El agua fría que calló sobre su cabeza, le alertó de la presencia de alguien frente a él; sin embargo, él no podía ver de quién se trataba, se limitaría a esperar que le hablaran o le mataran. Sin imaginarlo, escuchó una voz femenina llamarle, la misma voz que fue atemorizada bajo otras circunstancias.

—White —escuchó al tiempo que intentaba sostener la cabeza.

»White, debes decirme donde está Antonio, por favor.

El corsario sabía que cualquier movimiento facial de su parte dolería, pero escuchar las súplicas de Elena le provocaba cierto placer, podría soportar el dolor a cambio de torturarla una última vez.

—¿Por qué habría de hacerlo? —Logró articular.

—Porque sabes tan bien como yo que no deseas su muerte —expuso la castaña que sonaba muy diferente a lo que él recordaba. Estaba claro que desde su posición, ella era más fuerte. 

—Es preferible su muerte a verlo convertido en un debilucho sentimental —señaló el corsario con la voz entrecortada—. Eso es lo que tú y la bestia harán con él.

—No tenías derecho a meterlo en esta pelea. Es un niño inocente, por favor, dime donde está y arreglaré tu muerte sin dolor.

Súplicas, había súplicas y eso le alimentaba el espíritu a White.

—El dolor no es problema, mi querida Elena, el aburrimiento sí lo es.

Elena se estremeció, apenas escuchó aquella frase, ese hombre era el verdadero monstruo, no Manuel Barboza como todos creían. La serenidad y el autocontrol le salían del cuerpo, mas no podía permitirse satisfacer a White de esa manera, bajo ninguna circunstancia debía derramar una sóla lágrima en su presencia.

—Entonces será una lástima que tu sangre no trascienda —declaró sin medir sus palabras y provocando un escalofriante silencio en el hombre que desfallecía.

—Él no es mi hijo, Manuel Barboza lo dijo.

—Eso es lo que yo le he hecho creer para que lo acepte como tal, pero tanto tú como yo, sabemos que ese niño tiene más de ti que de nadie más, pese a que intenté esconderlo tras el nombre de mi padre y el apellido de mi esposo —sostuvo la mujer sin flaquear, Elena tragó grueso y respiró hondo. Sabía que White no la miraba del todo, pero aun así debía fingirse segura para lograr convencerlo.  

—No, mi querida, Elena. No caeré en el juego que yo mismo te enseñé a jugar —murmulló con la voz entrecortada.

—Tú estuviste con él en la hacienda donde nos llevaste y ahora que lo secuestraste. ¿A caso lo viste llorar? ¿Lo has escuchado suplicar clemencia o llamar a su madre? 

White intentó abrir los ojos azules que jamás volverían a ser abiertos, pues recordó lo que Elena aseguraba, el niño no era un niño, después de todo. 

»White, en más de una ocasión, tuve que sofocar el fuego que hay en él, sin mencionar su misteriosa manera de ver la vida. Antonio es tu hijo y estoy segura de ello, porque Manuel es incapaz de engendrar hijos.

La mujer estaba usando las palabras adecuadas, John White empezaba a lamentar el esfuerzo por escucharla; no obstante, había algo en todo aquello que le hacía querer saber más, sus grandes anhelos le impedían sofocar sus instintos paternales.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el hombre, indagando en la historia.

—Porque mi convivencia con él, como su mujer, fue por más de un año y nunca quedé embarazada hasta que apareciste tú.

—Se decía que los perdiste.

Elena chasqueó la boca como señal de desaprobación.

—Esa fue una mentira para que él no perdiera su varonilidad frente a todos. Él decidió culparme a mí de nuestra incapacidad de concebir cuando ni siquiera bastardos ha engendrado. Además, si él supiera que tiene más hijos por ahí, no estaría haciendo todo esto por Antonio. Sin embargo, no hay más, Antonio es el hijo que él decidió acoger para darle su apellido, de la misma manera que has querido hacer tú.

—Si te digo dónde está, no será para que lo conviertas en un imbécil de sociedad —bramó el corsario con el asco de sólo pensarlo.

—Manuel jamás me lo permitiría. Lo conoces y sabes que lo convertirá en un pirata, uno con su grandeza. No importa lo que yo diga o crea, nadie esperaría menos del hijo del legendario pirata Manuel Barboza. El hijo con su apellido, pero cuya sangre es tuya, la sangre del temido corsario John White. ¿De verdad consideras que yo podré controlar los instintos del niño? No, por supuesto que no. Esa es una guerra que tengo perdida. —Las palabras de Elena fueron entonadas igual a una realidad, ella misma pudo creerlo todo, era como sus adentros salieran a la luz del día, después de todo el esfuerzo que ella hizo por mantenerlas en la oscuridad. 

White se limitó a reflexionar lo dicho por Elena, había mucha razón, un hombre con la grandeza y el temperamento de Manuel Barboza, no podía permitirse dejar el mundo sin un legado. Él tampoco podría permitírselo, pues sabía que pronto moriría. Tal vez el mundo no vería al niño como el afamado hijo de White, pero sería su sangre la que brillara causando terror. Además, la duda ya estaba sembrada en la cabeza de todos, y esa sería su herencia, su legado y su último trabajo como perro del mar.

Buscó tragar algo de aire omitiendo la presión que sentía en el pecho y luego optó por decirlo todo.

—Está a una hora pasando el manantial, junto a uno de esos enormes árboles donde abunda la hiedra venenosa. Tienen hasta el anochecer para rescatarle antes que la garganta comience a cerrarse.

Elena dio un fuerte respiro después de cerrar los ojos, dejando salir parte del estrés que le consumía el cuerpo. Dio media vuelta sobre sus talones para llevar las indicaciones a quienes se internarían en la selva y sus ojos se abrieron de par en par, pues en su afán por obtener la información de White, no notó la presencia de Manuel y Gonzalo tras de ella. Ambos escucharon en silencio toda la conversación. De nuevo la incomodidad y el nerviosismo la azotó, ya que, el semblante de su esposo, lo decía todo. 

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