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Capítulo 36: Victoria

—¡Barboza, los ingleses ya están aquí! —alertó uno de los hombres que mantenían los ojos fijos en la selva y con la espada ya preparada.

De manera inmediata, el líder situó la mirada en el punto exacto donde emergían los ingleses, como si de neblina se tratara. A un paso lento, pero constante, hacían notar su presencia con miradas de odio; portando sus afiladas armas en alto, listos para utilizarlas contra el enemigo y preparados para entregar un último aliento de vida en beneficio de su hermandad. La batalla no se hizo esperar y en pocos segundos el temple de los guerreros explotaba en fuerza sobre sus adversarios.

Barboza buscaba con la mirada la presencia de White en medio de la contienda, estaba seguro de que la única manera de salir de la isla, sería si este pasaba sobre su cadáver; no obstante, el pálido corsario no mostraba su rostro en la batalla. Pareciera que aún esperaba el momento exacto para surgir de su escondite con aires de grandeza en un intento de salvar su dignidad como capitán. 

Los lamentos ahogados de dolor, emitidos por un par de hombres que yacían sobre el suelo, trajeron de regreso a Barboza a la contienda. Abalanzando su espada que parecía no pesar nada, embistiendo a sus enemigos, atravesando cuerpos, degollando cuellos y provocando la muerte de quienes aparecieran en su camino, era tan grande su ferocidad que ya nadie se atrevía a convertirse en el blanco de su espada.

—Gonzalo, ¿has visto a White? —preguntó, pues en su mente sólo estaban los deseos de cumplir con su venganza, recuperar a su hijo y terminar con la batalla.

—¡No, aún no! —aseguró Gonzalo con la respiración jadeante y un dolor punzante, provocado por una ligera herida sobre su torso.

—¿Estás bien?

—Lo estoy —dijo el contramaestre sin bajar la guardia—. Mejor ve en busca a White para terminar con esto pronto.

Barboza asintió con un movimiento de cabeza y tomó la espada de uno de los cuerpos sin vida que yacía en el suelo. Corrió en todas direcciones, buscando con detenimiento e ignorando la ausencia de su enemigo en la batalla.

En la playa, Patricia continuaba demostrando su sagacidad en combate mientras hacía uso de una enorme hacha, perforando la carne y provocando dolor. Fue tanta su determinación de eliminar a sus adversarios que terminó siendo rodeada por quienes buscaban detenerla. La guerrera dio medio giro sobre sus talones con la respiración cortada y el sudor resbalando por la frente, notó la presencia de los corsarios rodeándola. Una arrogante sonrisa apareció, luego dejó caer el hacha que manipulaba para ser reemplazada por dos espadas que levantó de manera desafiante por sobre sus hombros.

—¿Qué esperan? ¡Bailemos! —emitió en un gozo.

La mujer abalanzaba su sensual cuerpo en busca del derrame de sangre. Gaspar miraba a Patricia pelear por su vida, su cocapitana y amante parecía estar acorralada entre los hombres de White. El pirata luchó por llegar a ella para cuidarle las espaldas, pero apenas dio un par de pasos cuando vio a su ser amado ser degollada. Patricia caía sobre la arena con el brillo de sus ojos completamente apagados.

—¡No! —lamentó Gaspar en un grito desgarrador, lleno de dolor.

Para su desgracia, cada grito y cada lágrima derramada sería en balde, puesto que su hermosa mujer estaba muerta. Con agilidad mental, convirtió todo su acrecentado dolor en coraje y de manera inmediata se puso en marcha contra los corsarios que le arrebataron la vida a su amada. Los salvajes hombres desearon saber detener el tiempo para alcanzar a ver los ágiles movimientos del español. Uno a uno, cayeron los ingleses, ya que no pudieron detener aquella lluvia de estocadas que terminaron con sus vidas. Satisfecho con su labor, Gaspar miró a su alrededor con la respiración jadeante y el rostro bañado en sangre, se percató de que había alcanzado su objetivo: logró vengar la muerte de su amada Patricia.

Los cañonazos de los galeones sacudían a los pocos navíos ingleses que restaban de pie. La batalla estaba pronta a terminar, aun cuando la hermandad europea se negaba a su derrota.

En el interior de la selva, el pálido hombre que dirigía la misión, pegaba de gritos exaltados al tiempo que visualizaba con gran impotencia como se agotaban sus pocas esperanzas de salir de la isla con vida.

—¡¿Dónde está el resto de los hombres?! —preguntó con molestia.

—Singuen sin poder salir de la playa. Ellos son demasiados —aseguró el marino, después de tragar saliva.

El pirata hizo un berrinche que se manifestó en una cara enrojecida, consumida por el cólera. 

—¡Son una bola de inútiles que no merecen trabajar para mí, ellos son nada comparados conmigo! Vayan y préndanles fuego a las cabañas, acaben con todo lo que siga de pie; si he de morir, moriremos todos. ¿Dónde está el niño? —La tranquilidad y seguridad que White siempre manifestaba estaba muy lejos de su persona en aquel momento, era otro hombre, uno que se había mantenido escondido muy en el fondo de la atroz mente del corsario. 

—Lo atamos en la selva en el lugar que nos indicó —repuso un fiel servidor de su capitán. 

—Bien, que el demonio que lo engendró, pierda tiempo en su rescate —dijo el hombre mientras acomodaba sus blancos cabellos.

White se mantenía firme en su idea de vencer en la guerra que el mismo propició, era más que evidente que el corsario desconocía la verdadera situación en la que se encontraba atrapado, no le temía a la muerte en absoluto, la muerte no representaba su mayor perdida. Del mismo modo, para él, sentirse derrotado frente a la bestia que él mismo desató, era cuestión de orgullo; sin embargo, caer frente a la hermandad americana, eso era lo que realmente le fastidiaba. El corsario inglés amaba la piratería más que cualquier otra cosa, la había convertido en su vida, su entera felicidad, navegando con elegancia y contando sus historias con presunción, pero quienes pertenecían a la hermandad americana, con constancia maldecían el día en que terminaron sumergidos en la piratería. White miraba semejante acto de repulsión como un acto de irrespeto a su elección de vida y eso le era suficiente para que creciera el odio que sentía por ellos. La hermandad americana debía ser aniquilada como ilustre castigo por su aversión.

—Señor, hemos comenzado a encender las cabañas —informó uno de los corsarios, interrumpiendo los pensamientos de White.

—Perfecto. En unos momentos saldremos a batalla, lo dejaremos todo por la hermandad —declaró consciente de su clara desventaja, mas no se escondería más, estaba dispuesto a darle la cara a quien torturó por años. 

—¿Qué haremos con el hijo de Barboza?

—Déjalo, aún me puede servir de algo, lo que es una pena porque ese niño lleva la sangre de la gran bestia del océano. Me hubiese encantado quitarle los sentimientos que en su padre abundan para impulsarlo en lo que se debe convertir.

Los hombres de White se miraban entre sí, ellos sabían que la guerra estaba perdida, pero por alguna razón, su capitán se negaba a aceptarlo, el corsario se aferraba a cualquier insignificancia que le diera un gramo de esperanza.

Por otro parte, Elena y Danielle percibieron el humo que provenía de una de las habitaciones de la cabaña en la que permanecían encerradas, puesto que los piratas ingleses habían obedecido las indicaciones de su capitán.

—¡Danielle, vamos! —indicó Elena con la voz cortada por la tos debido a la inhalación de humos.

Danielle cogió a Colette en su regazo y se dirigieron a las afueras de la cabaña, donde Alejandro y Gonzalo seguían batiéndose en duelos contra el enemigo. Ambas mujeres estaban sorprendidas por el camino de sangre y muerte que tenían que recorrer para alejarse de las llamas provocadas por el odio de White.

—Colette, no mires —dijo la joven madre, cubriendo los ojos de la niña.

Barboza vio extenderse el fuego que consumía la cabaña, la misma que un día perteneció a Montaño y ahora estaba siendo derrumbada. 

—¡Elena, Danielle! —expresó volviendo el rostro en todas direcciones e intentando llegar a donde el incendio dominaba.

—¡Barboza, por allá! —alertó el contramaestre luego de notar la salida de las mujeres rumbo a lugares más seguros.

Barboza giró la cabeza para encontrarse con las miradas de espanto de ambas damas y de manera inmediata, corrió en su dirección para evitar que se les acercaran o intentaran hacerles daño. El miedo provocado por el infierno, culminó en un encuentro del que no volverían a prescindir. Elena se aferró a los brazos de su esposo como si se tratara de su lugar sagrado, ese que le proporcionaba paz y resguardo.

—¿Dónde está Antonio? —preguntó levantando los ojos hacia el rostro de su amado esposo.

—Aún no lo sé, ni siquiera White está aquí.

Había miedo en su mirada, más de lo que él quisiera aceptar, sobre todo ahora que Elena estaba a su lado, observándolo todo y cuestionando sus decisiones. 

—¿Qué haremos?

—Aferrarnos al plan, esta batalla es casi nuestra y estoy seguro de que la de la playa también lo es. No falta mucho para que sepamos algo de él, tranquila —aseguró Barboza después de besar la frente de su esposa.

Alejandro llegaba corriendo hacia ellos, puesto que buscaba con desesperación saber de su familia.

—¡Gracias al cielo! —expresó en un alivio—. ¿Están bien?

El rubio besaba las frentes de las dos mujeres que representaban su vida. 

—Lo estamos, pero por favor, no te alejes de nosotras —dijo Danielle sin soltar a Colette.

—No te preocupes por eso, aquí me quedaré —resolvió al tiempo que limpiaba algo de la sangre salpicada que tenía sobre su rostro—. Han incendiado todas las cabañas —agregó en dirección a Barboza.

—Lo sé, debe tratarse de un acto desesperado por parte de White, los tenemos acorralados. Necesito que envíes a alguien a traernos noticias sobre la batalla de la playa. También asegúrate de que los muchachos se olviden de las cabañas, debemos seguir peleando, ya falta poco.

Alejandro asintió sin titubeos de por medio.

—De acuerdo, volveré enseguida —dijo. 

Pero Danielle no estaba dispuesta a separarse de su esposo.

—No, por favor. Envía a alguien más, Manuel —suplicó con los ojos sobre él.

Barboza miró a Danielle sumida en el descontrol, con normalidad, era ella quien controlaba los nervios de todos, incluyendo los de Elena; era ella quien dominaba las explosivas emociones que se apoderaban de las más complicadas circunstancias, pero no está vez. Apenas si podían reconocer los despojos de mujer que tenían frente a ellos. Era sumamente doloroso para todos, saber que Danielle estaba siendo consumida por el miedo a revivir amargos recuerdos.

—De acuerdo, lo haré yo mismo. Vamos Elena —señaló el pirata y tomó de la mano a la castaña mujer para salir rumbo a la batalla—. Quiero que tomes esta arma y este cuchillo, no dudes en defenderte.

Elena cogió ambas armas y asintió con un movimiento sin el menor grado de miedo en tomarlas. Esperaba no tener que emplearlas para su defensa o la de alguien más, pero estaba dispuesta a hacerlo en caso de ser necesario. De ninguna manera se permitiría morir sin haber puesto a salvo a su único hijo.

—Manuel, debemos buscar a Antonio —señaló después de guardar el cuchillo.

—Lo haremos, confía en mí.

Barboza y Elena no tardaron en llegar a donde Gonzalo y Julia peleaban espalda con espalda contra un par de corsarios que buscaban terminar con sus vidas. Julia era una fuerte guerrera a la que difícilmente vencerían, la mujer utilizaba su ligereza y rebeldía en combate para dominar el mayor espacio posible, los hombres que luchaban contra ella, con dificultad, anticipaban sus ágiles movimientos. Finalmente, Julia se lanzó sobre su oponente cuando miró el cansancio reflejado en el rostro del inglés; el hombre logró detener la espada de Julia, pero ella usó su mano libre para lanzarle un cuchillo justo a la cabeza, el corsario cayó en el acto con los ojos abiertos despojados de toda vida. Gonzalo miraba a Julia, luego de haber terminado con su adversario golpeando la cabeza del hombre con el codo para después darle muerte con una última estocada.

—¡Olviden el fuego! ¡Ataquen! ¡Maten! ¡Asesinen! —demandó Barboza frente a los hombres que seguían en pelea con las afiladas navajas en alto y salpicaduras de sangre.

Los hombres al unísono respondieron el grito de guerra, como si un golpe de adrenalina hubiera empapado sus cuerpos ya agotados. Con sed de victoria e impulsados por la espada de su más grande guerrero, no pasaron muchos minutos antes de que el ritmo de batalla comenzara a descender, eran unos cuantos hombres los que seguían peleando, otros cuantos soltaron sus armas como símbolo de rendición.

Desde la playa, Barboza recibió las últimas noticias: los ingleses huyeron, ya no había más oponentes, la unión entre la hermandad americana y los españoles vencieron a los corsarios que demandaban grandeza, mientras los guerreros de Barboza celebraban con gritos de lucha, golpeando sus cabezas entre ellos, mostrando la varonilidad y fuerza que utilizaron para la victoria.

Los hombres que entregaron sus armas, fueron colocados en fila frente al comandante de aquella batalla, cada uno de ellos con un miembro de la hermandad americana, amenazando sus cabezas con el filo de una navaja.

—¿Dónde está White? —preguntó Barboza en un grito a la mayor brevedad.

Tenía la mirada puesta en el enemigo; sin embargo, no se escuchó respuesta alguna, ningún hombre se atrevería a responder.

»Pregunté por su capitán, ¿dónde está? —demandó de nuevo, para recibir sólo silencio.

Barboza enfureció por la lealtad que los hombres demostraban, dio un fuerte respiro al grado de ver como sus fosas nasales se expandían, luego miró a uno de sus tripulantes y con una simple señal hecha con la mano, todos vieron como salía disparada una cabeza que terminó rodando frente a los ojos de los corsarios.

Había ira, incluso en el aire que se respiraba en la isla del coco. El silencio continuó, pero esta vez, se miraba el miedo y las ganas de exigir clemencia en los rostros de los adversarios.

»¡Comenzarán a rodar cabezas! ¡Una por una, cada vez que tenga que preguntar! —amenazó Barboza con el rostro descompuesto por la negación de los piratas—. ¿Dónde está el cobarde de su capitán? —interrogó de nuevo.

Los piratas ingleses sabían que de alguna manera terminarían muertos, no existía un mañana para ellos, morirían por la espada de Barboza o en manos de White en caso de una indebida traición.

De nuevo surgió en el aire la señal de Barboza y otra cabeza rodó.

Elena no lograba evitar sentirse intimidada ante la brutalidad con la que su marido presionaba en busca de la información requerida para encontrar a su hijo. Sí bien, ella lo amaba, fuera cual fuera su manera de actuar, mas no podía dejar de lado, la poca humanidad que quedaba en él cuando se convertía ese hombre al que todos aclamaban.

»¡White! ¡¿Por qué no sales, cobarde?! Sal y enfréntame, seremos sólo tú y yo —demandó Barboza en un grito, engrandecido por el triunfo arrasador.

El silenció se presentó de nuevo y el capitán hizo rodar otra cabeza.

—Busquemos otra estrategia, Manuel —intervino Gonzalo, parándose frente a su amigo, aun cuando sabía que sería en vano, pues Barboza tenía la mirada que le caracterizaba cuando no habría manera de controlarlo.

—Has que ruede otra cabeza —ordenó casi en un susurro.

—¡Es evidente que no obtendrás respuestas!

—¡Has lo que te digo! —bramó con furia y la cuarta cabeza rodó.

»¿Se preocupan tanto por la seguridad de su capitán que están dispuestos a dar la vida por él? El malnacido sabía que morirían y pese a ello, los envío aquí a morir por él. Ahora, puede salvarles la cabeza, pero él ni siquiera aparece frente a mí.

Caminaba igual que un gato enjaulado que estaba a punto de atacar, yendo de un lado a otro, acorralado sin la existencia de barrotes, victorioso, pero se sentía derrotado. 

»¡Los mataré a todos, quemaré toda la maldita isla de ser necesario para acabar contigo, White! —alertó tajante con toda la potencia de su voz—. Después iré tras tus naves y las haré llegar al fondo del océano. Sabes que es verdad, sabes que lo haré porque ya lo hice: no una, ni dos veces; lo hice cuantas veces quise y lo seguiré haciendo las veces que quiera hacerlo.

Fuera del autocontrol, Barboza soltó el amenazador mensaje con la mirada puesta en la selva, mientras el resto de los piratas le miraban atónitos. Incluso quienes lo conocían bien, parecían desconocerlo en dicho momento.

—¡Elena, debes hacer algo! Barboza está fuera de sus cabales —señaló Julia, acercándose a la mujer que concentraba su atención en los intimidantes actos de su esposo.

—¡No, no lo detendré! Esta vez no me importa lo que se tenga que hacer o quienes tengan que morir. ¡Quiero a mi hijo conmigo! —gruñó la madre, contagiada por la fuerza de Barboza.

Julia supo que tampoco con Elena se podría conseguir llegar a Barboza. Ambos mostraron las verdaderas razones por las que demandaban la cabeza del capitán John White. Los padres estaban enloquecidos por el regreso de su hijo.

Manuel Barboza escuchó a la lejanía la decisión de Elena de no detenerlo y una mueca de satisfacción se le dibujó en el rostro, ahora estaba dispuesto a encontrar a su hijo sin importar las consecuencias de sus métodos delictivos. Levantó la mano y otra cabeza rodó.

El terror en los hombres que estaban por morir era evidente, aun cuando caer en manos del gran Barboza era ya un premio incomparable.

—¡White, sal de la maldita selva y entrégame a mi hijo! De hacerlo, te concederé el honor de una muerte justa, pelearé contigo en un duelo a muerte; si tú ganas, yo moriré y dejaré que te vayas de aquí con la dignidad que te queda y lo que resta de tus hombres —explicó.

Nadie esperaba una respuesta por parte del corsario que hasta el momento se había mantenido oculto tras la densidad de la selva; no obstante, y para la sorpresa de todos, el demonio de ojos azules y cabello blanco, emergió de su guarida cuan tranquilamente con la elegancia que le caracterizaba.

—Aquí estoy, capitán Manuel Barboza —dijo el inglés con una relajada sonrisa en el rostro.

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