Capítulo 30: Grito de guerra
Desde la cubierta de uno de los galeones, observaron la destellante llamarada provocada por la explosión de sus atacantes, absolutamente nadie era capaz de entender con exactitud qué era lo que había sucedido y por qué uno de los barcos se incendió como lo hizo. Era una catastrófica escena que causaba estragos en el temple de los piratas.
—¿Qué fue eso? —preguntó el capitán Lorenzo al ver el resplandor y los pedazos de madera que caían al agua desde los cielos.
El contramaestre que estaba a su costado, miró a través del catalejo y luego del análisis entendió lo que recién había sucedido. Volvió la atención a su capitán, tragó saliva y respondió con sustento.
—Al parecer fue uno de nuestros barcos, capitán.
—¿De los nuestros? —Los ojos del capitán se hicieron grandes mientras estaban anclados en la ola de humo—. Pero si no tenemos aceites o fuego, ¿cómo demonios lo hicieron?
El muchacho miró de nuevo, buscando resolver el caos.
—No lo sabemos, capitán; Sin embargo, ha quedado un hueco —aseguró señalando el espacio que dejó el barco en llamas.
—¡Maldición! Habrá que cubrirlo.
—Señor, si nos movemos, podríamos ser los siguientes en explotar —especuló el marino con el miedo en la cara.
—¡Con un demonio, Salomón! ¿Tengo que repetir mi orden? ¡Mueve el maldito barco! —exigió el hombre, golpeando uno de los barriles que estaban sobre la superficie.
En el acto, el resto de la tripulación comenzó a liberar las velas. Así mismo, desde la isla, los vigías podían ver el suceso: un galeón cubriendo el espacio al mismo tiempo que pasaba sobre los restos de sus vecinos.
—El capitán Lorenzo se está moviendo de su lugar —indicó el vigía alertando a su capitán.
—Está bien, debemos proteger esos espacios, aun cuando no sabemos qué tipo de armas usaron para hacer estallar la nave. ¡Pronto tendremos la acción aquí, señores! —alertó Barboza sin desviar la atención de la batalla.
Mucho más al fondo, una de las naves inglesas reflejaba la caída de sus incendiadas velas; el barco fue tomado por corsarios españoles y azotado con su furia, no faltaba mucho para su derrota.
«Sin sobrevivientes», recordaban los hombres, ya que esas eran las órdenes del gran Barboza.
Tras la caída de la tripulación de dicho barco, los hombres hicieron lo que mejor sabían hacer: destrozaron la nave, le prendieron fuego y terminaron de hundirla con la ayuda de los cañones.
La primera línea de ataque era prácticamente inexistente, algunos de los galeones se movieron de su lugar, aunque permaneciendo en batalla, atemorizando a las naves inglesas; no obstante, otros galeones terminaron cayendo bajo el control del enemigo hasta terminar en cenizas.
Llegaba el turno de la segunda línea de ataque estudiada por Barboza, los barcos pequeños tenían la facilidad de moverse más ágilmente entre el resto de las naves europeas, y así lo hicieron sin detenerse en un punto para evitar ser golpeadas de manera sustancial por la fuerza de las armas de largo alcance. Una y otra vez eran disparadas las balas rojas diseñadas para causar incendios, al hacer contacto con el aceite derramado sobre las naves. Cuando las tripulaciones no podían controlar el fuego, terminaban por abandonar el barco, dejaban caer sus cuerpos a la intemperie del mar. La batalla, ahora, continuaría en tierra firme.
Los piratas de la isla, recibían a sus adversarios con un tiro de sus pistolas, buscando acabarlos con una bala de bienvenida. De lo contrario, habría que hacer uso de los sables, cuchillos y espadas.
Por su parte, Barboza continuaba supervisando la contienda naval, a pesar de que estaba deseoso de entrar en combate cuerpo a cuerpo, ansiaba sentir la batalla suya para evitar pensar que tan sólo hacía el trabajo sucio para los españoles.
—Iré al frente —informó dando un par de pasos sobre la arena.
Sin embargo, todo intento de pelea fue detenido por el capitán Gaspar.
—No, aún no es momento, los barcos siguen de pie —alertó al tiempo que le detenía con una mano y señalaba el agua con la otra.
—¡Hay hombres llegando a la playa! —alegó Barboza sin omitir el nuevo enfrentamiento que estaba por iniciar.
Gaspar asintió de un movimiento con la espada todavía envainada.
—Sí, pero son pocos; deje que sea su gente la que se encargue de ellos. —Exhaló humo de la pipa que tenía encendida.
Barboza permaneció en su lugar en un intento por controlar los deseos de salir de ahí con su espada en alto.
—No se preocupe, capitán; habrá suficiente festín para todos, pronto estará matando ingleses con su propia mano —declaró Patricia de pie junto a su esposo.
Aquel comentario hecho por Patricia, llamó la atención de Julia. La pirata entrecerró los ojos evidenciando parte de lo que sucedía en su cabeza.
—¿Festín?... —replicó con la mirada perdida en la selva que estaba a sus espaldas—. ¡Tengo una idea! —exclamó en un grito con toda felicidad—. Vengo en un momento, dejen algunos ingleses para mí.
Julia corrió hacia uno de los caballos, lo montó y se fue cabalgando a toda velocidad.
—Juro que nunca terminaré de entender a esa mujer —agregó Bartolomeo con la mirada fija en la pirata.
En medio de la huida, Patricia mordió uno de los labios y sonrió con delicadeza. Consideraba que ninguna de las mujeres de esa isla eran parte fundamental para vencer en batalla. Con regularidad, le gustaba sentirse única y especial, atrayendo la atención de los hombres que la rodeaban, por lo que la presencia de otra mujer con sus características, le sobraba.
—Tal vez decidió cuidar de su club de tejido —comentó.
—¿Club de tejido? —cuestionó Bartolomeo, interesado en la respuesta.
El cizañoso comentario de Patricia fue captado por Barboza, este le molestó tanto que en el acto hizo una mueca a modo de reproche. Tampoco estaba dispuesto a seguir soportando el juego de los españoles. Aquello lo estaba agotando.
—Tanto Elena como Danielle, saben cuidarse perfectamente y Julia es de nuestras mejores guerreras piratas, sin duda alguna, sabe lo que hace —aseguró molesto.
Mientras tanto, desde el barco comandante, el capitán John White miraba satisfecho su trabajo hasta ese momento; la primera línea de combate había sido rota y la segunda, según lo creía, era a base de pequeñas naves que podían caer con el chasquido de sus dedos. Su barco seguía tan alejado de la batalla que ni siquiera había recibido el roce de una bala.
—Necesitamos tocar tierra —aseguró el inglés para su primer oficial.
El regordete hombre de barba abultada, entrecerró la mirada, colocó el lente que colgaba de su oreja y viró el rostro hacia la isla.
—¿Señor?
—La batalla ya ha llegado a su playa y planeo ser partícipe de tan maravilloso espectáculo —confesó White con una aterradora sonrisa.
—Para llegar a la isla, tenemos que atravesar el área roja, capitán.
—No si rodeamos la batalla —argumentó el inglés sin siquiera inmutarse—. Mueve la nave sigilosamente, que parezca un descuido. No notarán nuestros movimientos con tanta sangre derramada de por medio.
Las órdenes fueron acatadas para después transmitirlas al resto de los corsarios, todos parecían querer tocar tierra firme, requerían ver correr la sangre sobre sus armas y ver el miedo en los ojos de sus oponentes.
Los cañonazos no dejaban de sonar, los disparos a larga y corta distancia, no cesaban de parte de ninguno de los dos bandos, incluyendo a las naves más pequeñas que seguían de pie y en constante movimiento como Barboza les indicó que lo hicieran. Dicha maniobra, les permitía rodear con facilidad los barcos ingleses y atacar desde cualquiera de los ángulos. Así mismo, La María y La Condesa no fueron ajenas a la batalla; aun cuando no eran comandadas por su famoso capitán, estas realizaban un pulcro trabajo por mano de los contramaestres que trabajaban para Manuel Barboza.
—Petrov y Cristóbal lo hacen bien, ¿no? —preguntó Gonzalo dirigiéndose a su capitán.
—Pueden hacerlo mejor —declaró él sin quitar la vista de La María, al tiempo que observaba los golpes que su amado navío recibía.
Era un golpeteo que iba al ritmo del corazón sediento de venganza, lo que no le permitía concentrarse en la batalla.
—Entonces, debiste dejarme navegarla —gruñó Gonzalo, evidenciando su descontento con una mueca en la cara.
—¡Te necesito aquí! —espetó Barboza con las manos hechas puño y el pulso acelerado.
—Señor, el barco del capitán White ha comenzado a moverse —intervino el vigía que luchaba por observar cada movimiento que ocurría en el agua. Quitó el ojo del catalejo y señaló con la mano la embarcación.
Los ojos del pirata se abrieron grandes, buscando enfocar lo que el muchacho le informó, pensar en dicha acción le parecía absurdo, ¿cómo era posible que causara tal miedo que lo haría huir? Esa guerra no podía ser tan fácil, era mejor pensar que el corsario estaba tramando algo muy diferente a una escapada.
—¿Retrocede? —cuestionó, intentando divisar la nave entre el humo y las balas.
El muchacho miró de nuevo por el catalejo, tragó grueso y negó con la cabeza.
—No lo creo, más bien parece que avanza hacia el costado izquierdo —Señaló con la mano.
—¡Dame eso! —soltó Barboza, arrebatando el catalejo de la mano del vigía.
Los ojos de Barboza tardaron unos segundos en enfocarse sobre el enorme barco comandado por White, las especulaciones del vigía eran ciertas, el barco no retrocedía, tampoco avanzaba, su dirección cambiaba hacia el este de la isla, a pesar de que de ese extremo no había una batalla, sino arrecifes, donde era imposible anclar. Incluso existía más posibilidad de que terminara encallando al golpear las rocas que limitaban el paso.
—¿Qué es lo que pretende? —Se preguntó Barboza.
Ninguno de los barcos ingleses seguía el camino de White, la mayor parte de la guerra era entre las naves que continuaban siendo azotadas una y otra vez por los cañones enemigos, navíos fueron perdidos por completo y los cuerpos de los tripulantes aparecían flotando sobre las aguas que se teñían de rojo.
»Quiere rodear la isla —aseguró utilizando un tono sorpresivo. Hasta para él, aquella hazaña carecía de sentido.
—¿Rodearla? Tardará días antes de que logre encontrarnos —declaró Bartolomeo con la cara arrugada debido al sol que lo encandilaba.
El pecho de Barboza se expandió, apuñó los puños y centralizó la vista en la fortuita maniobra que no tenía considerada.
—Únicamente Julia nos puede ayudar ahora. ¡¿Dónde, demonios, se ha metido?! —espetó en un grito.
—Te lo dije, la mujer huyó de la batalla—. Patricia sonrió, haciendo manifiesto de la saña y el veneno que quería plantar en el cuerpo de los piratas que estaban a sus lados.
No obstante, el comentario no fue bien recibido, Barboza la miró con el ceño fruncido, mas no tenía deseos de poner en duda las intenciones de Julia.
—¡Envíen a alguien a buscarla, la necesito aquí en batalla! —ordenó.
—Sí, capitán —respondió uno de los jóvenes para salir en su búsqueda.
—¿Qué haremos si su plan es entrar por los costados? —cuestionó Gonzalo, quien seguía analizando el camino del barco de White.
El hombre volvió el rostro, se percató de que las miradas de todos estaban puestas sobre él, aguardando con la respuesta que les liberaría de las dudas que hasta el momento ponían en ventaja a sus enemigos. Barboza sabía que la lealtad de su gente estaba con él.
—¡Haremos lo mismo, nos internaremos en la selva y los casaremos dentro de ella, pero antes tenemos que acabar con la mayoría de ellos aquí. —Se mostró satisfecho por el supuesto plan que serviría para contrarrestar la sorpresa del inglés.
Quienes estaban a su lado aceptaron la idea y transmitieron la orden en caso de que aquello se volviera una realidad. Sin embargo, Bartolomeo cuestionaba las decisiones de Barboza.
—¿No deberíamos ir tras ellos ahora? —preguntó a fin de ofrecer una opción más.
El enorme hombre que dirigía la batalla se negó de inmediato, tenía razones y la experiencia para creer que sus órdenes eran lo mejor para todos.
—No, es mejor acabar con el resto de las naves aquí y ahora, pero para ello necesitamos toda la flotilla peleando y no correteando a White.
Un par de horas después de haber escuchado el primer cañonazo, no había formación alguna que respaldara el posible triunfo de uno de los dos bandos que se batían en armas. Quienes estaban en la isla, comenzaron a temer que aparecieran más barcos con bandera inglesa desde el horizonte. En un inicio, contabilizaron cerca de cincuenta naves enemigas, contra las sesenta que estaban siendo dirigidas por Barboza. No obstante, la mayor parte de ellas eran inferiores tanto en tamaño como fuerza y los galeones carecían de velocidad.
—¿Cuántas naves tenemos? —preguntó capitán buscando enfocar la vista. La calma era algo que no recordaba, un labio le temblaba y la mano derecha no soltaba la empuñadura de su espalda. Era la propia imagen de la desesperación.
El joven vigía negó con la cabeza.
—Imposible contarlas, capitán.
—¡Cuenta! —gritó Barboza siendo víctima de sus nervios.
—¡No hay manera! Tienes que esperar a que se retiren —interrumpió Gonzalo buscando apaciguar los ánimos del capitán.
—¿Qué te hace pensar que lo harán? ¡Ni siquiera sé si vamos ganando o perdiendo, debí estar en los barcos! —gruñó haciendo alarde del descontrolado temple.
Un fuerte estallido se escuchó de nuevo, dos de las naves españolas se unieron con el solo objetivo de acabar con uno de los barcos enemigos de mayor tamaño, este fue golpeado tan continuamente que quedó sin proa luego de unos minutos de iniciar el ataque. Los marinos españoles, al ver la nave vulnerable, continuaron atacando sobre cubierta, mostrando su grandeza en combate. Por otro lado, los ingleses saltaban en todas direcciones, en la lucha por salvar su vida, mientras que otros, aún mantenían el orgullo en pie. Tomaron sus sables y defendieron la nave a sabiendas de que sería en vano.
William, un simple marinero de batalla, hacía uso de su espada como nadie en el barco, dando órdenes como si de un capitán se tratara.
—¡Los botes, todos a los botes! —gritaba el marinero, al mismo tiempo que recibía el ataque de uno de sus oponentes.
Con dos espadas en mano, detuvo la estocada que venía directo a su corazón, apretó fuerte la mandíbula a fin de mantener la fuerza que alejaba la punta de su pecho, dio un fuerte grito y haciendo uso de sus piernas y brazos, empujó a quien deseaba su muerte. Se reincorporó rápidamente, dio medio giro sobre sus talones y abalanzó la espada en el aire como quien intenta hacer rodar una cabeza, para su sorpresa, lo había logrado y su espada alcanzó el pecho y rostro de un enorme español que caía en cubierta con la sangre fluyendo por la garganta y pecho.
Con la cara y la afilada arma bañadas en sangre, se dirigió a uno de los botes salvavidas que zarpaban con rumbo a la playa, levantó la mirada y notó lo que bien pudo imaginar, no eran ellos el único bote en esa dirección, surgieron cientos de hombres con la consigna de dar pelea en tierra firme.
—¡Botes salvavidas! ¡Ya vienen a las playas! —alertó una vez más el vigía.
—¿Cuántos? Un aproximado, quiero un número —soltó Barboza consintiendo la guerra de la que formaba parte.
—Treinta o cuarenta, señor.
—Son más de mil hombres —replicó Gonzalo una vez que volvió la atención hacia el capitán.
—Señores, ha llegado nuestro momento —informó Gaspar, dándole una última fumada a su pipa, luego miró a su esposa con cierta ternura—. Mi amor, espero verte de nuevo, en esta vida o en el infierno.
Tomó la mano de Patricia, quien respondió con coquetería a su marido. La mujer echó el cabello hacia atrás y desenvainó dos espadas, dispuesta a emplear.
—¡¿Todos listos?! —interrogó Barboza con la voz enaltecida.
En el acto, el resto de los presentes asintieron y con el éxtasis apoderado de sus impacientes cuerpos respondieron al grito de guerra que demandaba sangre, victoria y muerte.
—¡Ataquen!
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