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Capítulo 3: Batallas perdidas II

Parte II

El embarcadero de Portobelo era reconocido por permitir la entrada a cuanto barco lo deseara, sin importar que estos fueran de vela negra o blanca. Elena lo conocía bastante bien a pesar de sus incontables esfuerzos por mantener a su esposo fuera de él. Levantó la mirada después de bajar de la carreta que les acercó y miró la majestuosidad de aquel puerto mercante, frente a ella, aguardaba La María con una pequeña y entorpecida tripulación. 

Un hombre que decía ser el contramaestre, ordenó subir el equipaje de Elena y Danielle a la embarcación. Elena sólo podía dar largos suspiros mientras su mente divagaba en los recuerdos que venían a su cabeza, la mayoría relacionados con las muertes de Magdalena. Por ende, sintió una incomodidad, provocada por una presión en el pecho que le decía que todo saldría mal, prefería quedarse en Portobelo. 

Después de un notable tiempo de espera, todo estaba listo para zarpar: justo al atardecer, como Barboza ordenó.  Únicamente hacía falta una cosa y era la llegada del capitán.

Manuel, impulsado por el deseo de marcharse de Portobelo con rapidez, salió de casa buscando entorpecer el trabajo de los vigilantes, caminó hasta el burdel de la ciudad, diciendo buscar a Josefina, la mujer que solía frecuentar cuando peleaba con Elena. Josefina aceptó ayudarlo a escapar por la ventana de su habitación, mientras sus amigas entretenían a los caballeros encubiertos.

—Al fin llegas —dijo Elena, exhalando aire después de ver a su esposo intacto.

—Subamos que ya es tarde —indicó Barboza tomando a ambas damas de las manos para ayudarlas a subir al barco.

—Bueno, aquí estamos los tres, juntos de vuelta en La María —comentó Danielle como si se tratara de unas nuevas vacaciones familiares.

La María representaba un mundo de recuerdos para todos, recuerdos que se intensificaron, apenas Elena puso un pie en el interior del camarote, el mismo que compartió con Danielle por años. El pecho comenzó a expandirse, después de observar que el tiempo también hizo de las suyas en el interior de La María. Polvo y telarañas cubrían cada rincón del apreciado espacio. 

—¿Qué pasa? —preguntó Danielle después de notar el nerviosismo en el rostro de su amiga.

Elena observó por todos lados, mientras oprimia con fuerza un chal que tenía en las manos, debía reunir valor para aceptar volver a la vida que creyó era parte de su pasado. Además, la ausencia de su padre la golpeó apenas puso un pie en la embarcación. 

¿Dónde estaba él? 

—Estar de vuelta en altamar, sabiendo que no estará mi padre aquí, es la realidad que necesitaba para asimilar su muerte. De algún modo, pensé que, si me mantenía lejos de este barco, era porque él andaba por ahí navegándolo. Yo no tuve la oportunidad de llorar su muerte, no pude estar en su funeral o hablarle en su tumba, la vida me negó un duelo —expresó y se dejó caer en una empolvada silla con los ojos humedecidos por el llanto oprimido.

En el exterior, pese a la poca cantidad de hombres que conformaban la nueva tripulación del capitán Barboza, La María logró zarpar, emprendiendo un camino repleto de incógnitas a las afueras del embarcadero.

—¡Abran las velas! —indicó Barboza. 

Sin embargo, sólo el lado izquierdo de la vela mayor se abrió, un hombre de edad mediana y dientes amarillos, intentaba solucionar el problema desde la verga mayor a pesar de que los nudos eran demasiado para el marinero.

Barboza se percató de un barco de pasajeros que venía frente a ellos buscando arribar a Portobelo. 

—¡Ábranlas ya o vamos a chocar! —alertó observando cada movimiento.

El capitán intentaba controlar la situación, ya que La María comenzaba a desviar su camino en la dirección del barco que venía hacia ellos.

Los hombres corrían de un punto a otro sin saber lo que debían hacer. Molesto por el incidente, Manuel tomó una de las jarcias, elevándose por los aires como si pudiera volar. Estando ya en el mástil, interrumpió al hombre que aún luchaba por desatar el nudo, y de un sólo movimiento, cortó la soga que mantenía enrollada la vela. Enseguida, aseguró el velamen como el capitán Montaño le enseñó e inmediatamente el barco comenzó a enderezar su camino, evitando así el accidente que se avecinaba. 

Manuel dio un profundo respiro para relajar sus impulsivos instintos. En consecuencia del incidente, el capitán entendió que no sólo requería de más hombres, sino que también, su débil tripulación, tenía la carencia de experiencia como navegantes. 

—¡Contramaestre, esas cosas no pueden volver a pasar! —demandó disgustado—. Quiero que revisen cada nudo, cada soga y cada vela, nadie descansa hasta que yo lo indique.

—¡Sí, capitán! —respondió el contramaestre.

La noche había llegado y sólo la luz de la luna acompañaba a la tripulación que seguía trabajando en cubierta y en los pisos inferiores de La María. Algunos movían barriles hacia las bodegas, otros cuantos seguían deshaciendo y haciendo nudos para el remplazo de cuerdas, otros más limpiaban las telarañas y el polvo acumulado tras el abandono de la nave. La mayoría estaban agotados de las cuantiosas tareas que su capitán exigía. 

—La tripulación está cansada, capitán —comentó el temeroso contramaestre, después de acercarse a Barboza.

No obstante, al hombre le importó poco, negó con el rostro y fijó unos ojos sombríos en aquel que pedía parar. 

—No es tiempo de descansar, necesito que trabajen. Cuando todo esté listo, tendrán la oportunidad de un respiro —aseguró. 

El hombre agachó la mirada y continuó con las labores. 

No fue sino hasta las tres de la madrugada que Barboza les permitió parar, destinó a un par de hombres para hacer la guardia desde el carajo y se internó en el camarote principal donde Elena ya se encontraba durmiendo.

Era la mañana siguiente, cuando estaban llegando al punto exacto donde se reunirían con Alejandro, el mismo que Barboza le había señalado en la nota. 

Elena despertó agotada tras una noche de largas de pesadillas, volvió la mirada hacia uno de los costados del camarote y encontró a su esposo terminando de vestirse.

—¿Hasta qué hora te permitiste un descanso? —se atrevió a preguntar, puesto que no le sintió a su lado durante la noche. 

—No lo sé, era tarde —respondió atando una de sus botas.

—No deberías llevarlos al límite, podrías pausar por momentos —aconsejó mientras se ponía de pie.

—Sabes mucho sobre controlar barcos, tripulaciones y piratas, ¿verdad? —cuestionó sintiéndose adecuadamente sarcástico. 

Pero para Elena su respuesta no sólo había sido grosera, sino también irritante.

—Pues sí, así es. Tengo la experiencia que se requiere para manejar a un pirata que es capitán de su propio barco de vela negra, por lo que creo que estoy por encima de todo esto —espetó Elena atravesando a su marido con una fría mirada.

El hombre la observó, sabía de su enojo y aun así no le importó. Sonrió con alevosía y se reclinó sobre la silla. 

—Tú no me controlas.

—Eso es evidente, de lo contrario no estaríamos en este barco —expresó haciendo notar su inconformidad por haber dejado su pequeño hogar.

Baboza se puso de pie, mostrando su enorme figura. 

—Entonces, debiste quedarte. Hoy ya estarías bajo custodia policial —expuso frente a ella como símbolo de su autoridad. 

Elena no le temía, había pasado tanto tiempo con él que lo reconocía bastante bien. 

—Me habrías traído a rastras de haberme negado —respondió molesta. 

—¡Sí, lo habría hecho porque era necesario, teníamos que salir de ahí o acabarían con nosotros! —indicó Barboza estallando en alaridos.

 Sin embargo, Elena apenas si se inmutó, ya que entendía que se trataba de un grito desesperado por su añoro de volver a la piratería, un deseo que mantuvo silenciado por ella.

—¡Barco a la vista! —escucharon ambos. 

Manuel se olvidó de la reciente discusión y salió del camarote para indagar en las nuevas noticias.

Sobre las aguas que tenían frente a ellos, apareció un gran barco de madera clara que parecía ser una fragata. Barboza y su contramaestre observaban con el catalejo, intentando descifrar el origen de la nave, puesto que la bandera que ondeaba en la punta del mástil, no era la de su hermandad, como ellos esperaban, más bien, se trataba de la bandera de una nación. Manuel meditó varias opciones, incluyendo la posibilidad de que se tratase de una nave de guerra de la guardia costera. 

«Imposible navegar solos por estas aguas» pensó. 

Entonces lo entendió, las piezas ensamblaron, no se trataba de Alejandro o de otra nave pirata, mucho menos de la guardia costera, el barco que venía en su dirección era una enorme embarcación mercante con bodegas repletas de cuantiosas mercancías. Lo que sea que tuvieran en su interior, Barboza lo quería.

—Trae a la señora Díaz aquí —ordenó el capitán a su segundo. 

Minutos después, la joven de cabello rubio estaba parada a su lado.

—¿Qué pasa? —preguntó Danielle desconcertada.

—Dime, ¿es ese el barco de los Díaz? —cuestionó el capitán entregándole el catalejo a la rubia.

Ella observó a través del lente y dio su respuesta casi de inmediato.

—No, no lo es —aseguró negando con la cabeza.

El pirata agudizó ambos ojos y mostró una clara sonrisa. 

—¿Estás segura?

—Lo estoy, el barco de Alejandro no es tan grande como ese —reafirnó Danielle analizando cada detalle del rostro de su amigo—. ¿Qué harás? 

Este no se lo diría e ignoró todo cuestionamiento. 

—Tú y Elena tienen que ir adentro, ya conocen el procedimiento.

Enseguida, Manuel Barboza inició la acción: atacaría ese barco para hacerse del botín. La sangre le hervía como nunca antes, se sentía vivo de nueva cuenta; los atracos, los asesinatos, los duelos, no solo era un estilo de vida, era una droga para muchos de los hombres de la hermandad y aun cuando trataran de salir de ese mundo, siempre volvían, tomando en cuenta que se convertía en el sentido de sus vidas.

—Capitán, no creo que los hombres estén listos para ese barco, es muy grande y nosotros muy pocos —argumentó el contramaestre.

No obstante, Barboza no veía los contras que tenía frente a él, ya que él sólo pensaba en la aventura que requería vivir.

—¡Has lo que te pido! Preparen los cañones y al resto los quiero listos en cubierta —ordenó en un grito que cualquier hombre en el barco escuchó. 

Los marineros tenían un ir y venir en todas direcciones en cubierta, todos querían hacerlo, lo deseaban, requerían de ese momento de éxtasis que se les convertía en adicción, era la adrenalina que los incitaba a hacerlo una y otra vez.

El barco se acercaba cada vez más, mientras Barboza maniobraba la nave con el aire fresco acariciándole el rostro. 

Elena salió corriendo de su camarote en busca de su marido, después de que Danielle le hiciera saber lo que estaba por suceder.

—¡Manuel, no! —gritó con evidente desesperación—. ¡No podemos hacerlo!

—¡Ve al camarote! Es peligroso aquí —respondió sin quitar la mirada de su objetivo.

—Peligroso es lo que intentas hacer, tienes muy pocos hombres, espera a llegar a la Isla del coco, allá conseguirás una tripulación. Debes detenerte, por favor —suplicó jalando de él. 

Aun así, Barboza no escuchó de palabras, tenía toda su atención puesta en el único deseo que le recorría la cabeza. 

Los piratas que aguardaban en cubierta, observaban las súplicas de la mujer, estaban seguros de que el capitán terminaría cediendo ante la rabieta de su esposa.

—¡El capitán obedecerá! Él es un hombre domesticado ahora —gritó un pirata de barba blanca con la cizaña en el rostro.

Los marineros rieron de la broma para provocar la furia de Manuel Barboza, quien después miró en todas direcciones buscando cómo controlar la situación que lo volvió blanco de la burla. En su cabeza aún resonaban las súplicas de Elena, la mujer que colgaba de su brazo, intentando convencerlo de detener el atraco. Sintió un fuego naciente en su interior, uno imposible de controlar, y haciendo uso de su fuerza, soltó una fuerte bofetada que la dejó inclinada sobre cubierta. De inmediato, Manuel fijó su mirada en ella y la levantó del brazo, evidenciando la sangre que brotaba de la boca de su esposa.

—Ve al camarote —indicó de nuevo con total frialdad.

En el acto la vio correr hacia la habitación. La tripulación calló tras el momento y de nuevo concentraron sus energías en el atraco de aquel gran barco de carga.

El capitán llevó su nave junto al otro a escasos metros, los cañones comenzaron a sonar y con ello los estruendosos golpes de las balas contra las maderas de los barcos. La tripulación lanzaba cuerdas con garfios de su barco al de carga, cada vez más hombres se internaban en la superficie del mercante, pero no fue tan fácil como el capitán predijo, pues la nave atacada no solo era enorme, sino que también estaba en ventaja con el número de tripulantes. Los marineros de aquella nave, supieron defenderse haciendo uso de sables, espadas y mosquetes; derribando a cada pirata que se atreviera a cruzar hacia su lado. Algunos morían en el intento, otros acertaban la inserción de sus espadas sobre la carne de los intrusos.

Barboza peleaba sobre la cubierta de aquel barco, ya que seguía siendo un fuerte oponente para todo aquel que lo enfrentara. La adrenalina se había apoderado de su cuerpo, omitiendo por completo que la mayoría de sus hombres estaban muriendo. Con la espada y el rostro cubiertos de sangre, escuchó un grito de retirada, pero Manuel no se permitiría salir derrotado en su imponente regreso a la piratería.

—¡Si se van, los mataré yo mismo! —exclamó alarmado.

—Si nos quedamos moriremos de igual forma, capitán —respondió uno de los más próximos a él con el terror en sus ojos.

Inmediatamente, un ensordecedor disparo de cañones se hizo notar. El barco mercante se sacudió abruptamente seguido de un mar de hombres provenientes de un navío de bandera negra que saltaron sobre la cubierta para unirse a la pelea que hasta el momento estaba perdida. El capitán Díaz y su tripulación, enmendaron con muerte la situación decepcionante en la que Barboza se había metido. Finalmente, cada uno de los hombres que iban a bordo del barco mercante, fueron asesinados a las espaldas de los capitanes de ambas naves, recobrando el control de sus hombres y de aquel casi fallido atraco. 

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