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Capítulo 29: El estruendo de los cañones

¡Responde rata! ¿Dónde tienes mi collar? —preguntó Julia en un alarido de furia al hombre que tenía atado a uno de los postes de castigo de la isla.

¡No sé de qué collar me hablas, bombón! —respondió el hombre entre lamentos, en un intento por calmar el enojo de la pirata.

¡No soy tu bombón con un demonio! Solo me acosté contigo un par de noches—. Declaró muy cerca de la cara del acongojado filibustero —Ahora responde, ¿dónde está mi collar? Es tu última oportunidad.

El rostro se le palideció, lo tenían atados de ambas manos y estaba a punto de ser castigado, nada de lo que saliera de su boca, servía para sosegar la furia de quien lo amenazaba. 

¡Por dios, mujer! No puedo decirte algo que desconozco, ¡comprende!

Julia arrugó la frente y curvó la boca, estaba decidida a dejar de lado el amistoso diálogo. 

Bien, entonces tú has elegido. El tuerto te dará veinte azotes por ratero.

¡Julia, por favor! Yo no tomé tu collar —expuso el hombre de nuevo, prácticamente suplicando.

¡Veinte más por mentiroso! —ordenó ella en un grito cargado de amargura. 

El tuerto tomó el látigo de Julia y comenzó a golpear al hombre con fuerza, el ir y venir del cuero, comenzó a provocar los gritos agudos de dolor que el pirata pegaba, seguido del estremecimiento de su cuerpo ante la sensación de ardor. Era tal la brutalidad del castigo, que la sangre comenzaba a salpicar el suelo a la vez que se teñía de rojo el rostro de su verdugo.

Julia fue hasta él, se inclinó para verle directo a los ojos cuando el castigado le proporcionara la respuesta que demandaba. 

—¡Habla ya, maldita sea! —demandó una vez más. Estaba totalmente desesperada por recuperar la joya. 

—Yo... No lo tengo —emitió en un chillido ahogado por la sangre que brotaba de los labios que se mordió a sí mismo—. Desperté y salí de la habitación sin hurgar.

Julia irguió el cuerpo, no sentía pena por su antiguo amante, en vez de ello, quería acabar con él. 

—¡Sigue golpeando con más fuerza! Quiero que se le desprenda la piel al infeliz —indicó con alevosía.

Los cuarenta latigazos fueron dados sin que la pirata sintiera la más mínima gota de remordimiento, luego se acercó a quien horas antes fuera su amante en turno y levantó el rostro ensangrentado del hombre lastimado.

—Dime, ¿dónde está mi collar? O te convertirás en el almuerzo de la tribu caníbal que está al otro lado de la isla.

El hombre apenas si pudo levantar la mirada y pronunciar palabra para sensibilizar un poco el corazón de Julia.

—Te juro que no lo tomé —respondió el hombre con voz entre cortada.

Julia se puso de pie, impulsada por la indignación y el enojo descontrolado, hizo una mueca de fastidio que nadie deseaba mirar y pateó al hombre que yacía en el suelo por sobre su espalda para dejarlo agonizar de dolor.

—Dáselo a los perros —ordenó sin contemplaciones. 

Caminó hasta su cabaña, hablando consigo misma para mediar parte del enojo que traía encima. Minutos después, logró percatarse de la presencia de Danielle y Colette en el pórtico de la casa de Julia, esperando su regreso.

—Julia, ¿por qué tienes sangre en tu ropa? —preguntó Danielle inspeccionándola de los pies a la cabeza.

—Un imbécil que me robó —replicó todavía enfurecida.

La rubia cambió su semblante, respiró hondo y miró a la pequeña que estaba a su costado. 

—Justo de eso te quiere hablar Colette —señaló empujando a la niña—. Anda hija, dile.

Colette se colocó frente a Julia, bajó la mirada al suelo y extendió una de sus manos donde figuraba un extravagante collar de oro puro con un dije en forma de brújula, por detrás tenía un grabado personal que decía, «Elige tu propio camino». 

Julia miró la joya y lejos de sentirse molesta, sintió felicidad. Rodaron un par de lágrimas discretas por sus mejillas y le dio un fuerte abrazo a la niña.

—Lo siento, tía Julia. Yo sólo quería vestir como tú —expresó la pequeña con la cabizbaja por su maleducada acción. 

Julia se enterneció con la respuesta y en vez de reprenderla rozó la blanca mejilla con el calor de sus manos. 

—Lo sé, pequeña. Tu madre no tiene sentido de la moda —dijo la pelinegra, manifestando su felicidad. 

—¡Julia! —exclamó la madre, arrugando la boca. Luego sonrió puesto que sabía que Julia era igual a una niña temperamental en vez de una adulta. Reprenderla era un lío. 

No obstante, la pirata sabía cómo debía actuar, la niña hizo una travesura y alguien debía corregirlo. Pese a que estaba creciendo, rodeada de burdos piratas cuya labor principal es la de robar y engañar.

—Esta vez tu madre tiene razón, no debes tomar las cosas que no son tuyas a pesar de que llevas la sangre de un pirata, no es un hábito que debes desarrollar por ahora que sigues siendo pequeña. Este collar me lo dio mi madre y es importante para mí, pero te diré una cosa: puedes tenerlo por unos días, lo cuidarás por mí, ¿de acuerdo?

—Sí, tía —asintió la niña con una grata y conmovedora sonrisa.

—No me digas tía, dime solamente Julia —soltó la mujer poniéndose de pie.

—Espero que el castigo que impartiste hoy, no haya tenido que ver con ese collar —declaró Danielle con la mirada en la sangre salpicada sobre Julia.

La pirata puso una expresión en el rostro que le hizo saber a Danielle que estaba en lo cierto. El bendito collar no lo tomó el pirata, sino Colette siendo impulsada por su inocencia. 

—¡Mierda, sí! Pero no te preocupes, necesitaba una excusa para azotar a ese imbécil, se durmió después del sexo y eso sí que me molestó.

Al instante, la fuerte cabalgata de un par de hombres se hizo presente para interrumpir el sermón que Danielle estaba a punto de soltarle a Julia. Los caballos se frenaron de una frente a la cabaña, donde la protectora de la isla aguardaba a la expectativa de lo que sus hombres informarían. Los vio bajarse del caballo, mientras exhibían caras de espanto.

—Señora —expresó un pirata sudoroso luego de tragar saliva—. Son las naves inglesas, ya están aquí.

Por su parte, Julia palideció, apenas escuchó las simultáneas palabras que temía oír desde que la guerra fue declarada. Tragó grueso, irguió el cuerpo y buscó el sosiego que necesitaba para mantenerse firme en batalla.

—Notifiquen al resto de los capitanes —dijo con la mirada en el camino que la llevaría a la playa. 

Minutos más tarde, otros hombres, miembros de la tripulación de Barboza, acudieron en la búsqueda de su capitán para hacerle saber que la vengativa batalla estaba ya en la entrada de la isla del coco. Golpearon la puerta con suma fuerza y esta fue abierta de golpe por la misma Elena, quien después de recibir la noticia de parte de los piratas, no tuvo muchas palabras para responder. Las piernas flaquearon y el corazón latió con acelero, debía reunir el valor que Barboza solicitó a cada miembro de la hermandad. 

—¿Tan pronto? —cuestionó Elena con total asombro. 

—Sé, señora. Por favor, tiene que avisarle al capitán —expresó el pirata que aguardaba por una respuesta.

—Yo me encargo —asintió la mujer para después correr a la pequeña oficina—. ¡Manuel, tu plan funcionó! Ya llegaron los ingleses.

Padre e hijo habían estado trabajando en la lectura de mapas, puesto que Barboza intentaba formar una relación más estrecha con el pequeño Antonio. Sin embargo, aquel armonioso e íntimo momento familiar fue corrompido por la atroz noticia que yacía sobre sus cabezas. 

Barboza se puso de pie en el acto a la vez que buscaba asimilar lo que se venía a continuación, cada parte de su plan fue analizada con mucha cautela, tanto por él, como por los líderes de la hermandad; no obstante, aún había puntos que no pudieron concretar, como el escondite que Elena y Danielle debían ocupar dentro de la isla.

—¡Tengo que ir ahora mismo! —declaró el corpulento hombre, colocando ambas manos sobre los hombros de la mujer—. Elena, escúchame bien: Danielle, los niños y tú deben ir a casa de Julia. Es un lugar seguro porque está lleno de armas, no salgan de ahí a menos que escuches o veas que los ingleses han entrado a la isla; de ser así, tendrán que huir para internarse en la selva. 

»Tomas armas, cuchillos, agua y comida; no prendas fuego por la noche y mantente siempre alerta, dependerá de ti sobrevivir allá adentro. Por favor, no confíes en nadie que no sea alguien de mi confianza, te buscaré en el momento que todo esto pase.

Elena asintió, tragando algo de saliva y luego abrazó con fuerza a su esposo. Le dolía pensar que podía ser una despedida.

—Promete que te mantendrás vivo —dijo con ambas manos en el rostro de Barboza.

—Ni tú o los ingleses se desharán de mí tan fácilmente —respondió el hombre para besar a su esposa y salir de la cabaña en dirección a la playa.

En la zona de batalla se encontraban los barcos preparados justo como Barboza lo tenía previsto. Hombres armados aguardaban en la playa, temerosos de aquella guerra, a pesar de que cada pirata, en mar o tierra, conocía el plan organizado por Barboza. Se sentía un aire de adrenalina, mezclado con miedo y anhelos de salir con vida; así mismo, las banderas británicas comenzaban a asomarse en la punta de las embarcaciones que amenazaban la isla. 

Diez, quince, veinte y luego la cuenta de los barcos se volvió confusa con cada minuto que remontaba hacia la cercanía. 

—Creí que ya no vendría, capitán —confesó Gaspar al ver que Barboza hacía arribo a la playa, acompañado de Gonzalo.

Barboza limitó sus acusatorios gestos y la fulminante mirada. Desvió todo acto incongruente y reflejó un atisbo. 

—No me perdería la exhibición de mi obra maestra por nada en el mundo —replicó con la mirada sobria puesta en las naves.

Alejandro se acercó con discreción a Barboza a fin de hablarle, cuidando de no ser escuchado por los españoles, puesto que aún no confiaba del todo en ellos.

—Tenemos que hacer algo respecto a lo otro, no tuve oportunidad de arreglar algo con Danielle —susurró Alejandro, preocupado por la seguridad de su familia.

—No te apures, Elena irá con ella, ya sabe lo que tienen que hacer, incluso si morimos —explicó Barboza, no muy convencido del resultado de aquellas palabras.

—Si muero, necesito que cuides de mi hija y de Danielle, sácalas de la isla y llévalas a España, sé que si alguien puede mantenerlas seguras, ese eres tú —añadió el rubio con los penetrantes ojos azules reflejados en los de su capitán.

Barboza asintió con el rostro para después agachar la mirada. A su alrededor, cada hombre parecía temblar, era un miedo sofocante que nacía de las historias de la hermandad de piratería más grande de todas. Barboza entendió lo mucho que estaría sacrificando si su plan fallaba, no podía permitir que así fuera. Así que, incitado por su deseo de supervivencia, subió a un montículo de costales de arena que estaban sobre la playa y comenzó a dirigirse a cada hombre y mujer que estaban dispuestos para la batalla.

—¡Capitán John White, es como se dice llamar el hombre que los ingleses enviaron a nuestra isla con aires de grandeza para exigir lo que creían suyo por derecho! Fue él, quien cumplió con su tarea hace seis años, después de sembrar miedo y sujeción en esta hermandad —vociferó, señalando los barcos de banderas azules con blanco—. John White fue el mismo hombre que ha provocado que sea lo que hoy soy: la bestia del océano—. Golpeó su pecho con la mano hecha puño —¡Hoy yo lo veré morir, derramaré cada gota de su sangre inglesa por obra de mi espada!

Contempló a cada hombre y supo que tenía su atención.  

»¡Señores, ha llegado la hora de demostrar lo que realmente somos! Nos llaman bestias, nos llaman ratas del mar, nos menosprecian, nos persiguen y nos asesinan cual espectáculo teatral. 

»Los ingleses se piensan superiores a nosotros por ser ellos los que iniciaron con esta labor, aseguran ser dueños de nuestros tesoros, de nuestras vidas y de nuestra libertad, pero no les daremos nada—. La voz enaltecida de Barboza ahora penetraba cada desconsolada alma que estuviera de pie sobre la arena —¡Esta vez, no obtendrán nada que no sea nuestras espadas atravesando sus carnes! ¡Haremos caer a cada hombre y a cada barco que esté ondeando esa sucia bandera inglesa!

Los piratas comenzaron a gritar al unísono después de escuchar las palabras que Barboza utilizó para motivar a su gente. Él no era un hombre de discursos o extensos diálogos motivacionales; sin embargo, notó cierta fuerza en las expresiones de sus hombres después de haber sido escuchado. Ahora, sentía mayor seguridad en obtener una victoria ante sus enemigos del mar. 

—Buenas palabras —consintió Gonzalo, palmando la espalda de su capitán, a sabiendas de que era algo inusual.

—Siempre hay una primera vez —aseguró Barboza, analizando la línea de formación que sus barcos mantenían.

—¿Ahora qué haremos? —interrogó el contramaestre.

El enorme capitán respiró hondo, sacó el pecho y emitió sin aparente duda de lo que hacía. 

—Esperar.

Pasaron cerca de cuarenta minutos sin movimiento alguno, los hombres vigías estuvieron transmitiendo la información a Barboza durante ese tiempo. A su vez, los barcos ingleses comenzaban a prepararse para la batalla, llegaron hasta ese punto creyendo que podrían encontrarlos desprevenidos, pero se llevaron una sorpresa cuando observaron una enorme cantidad de naves alineadas para defender la que fuera el nuevo campo de batalla. 

Un enorme escudo conformado por galeones españoles era la primera línea de ataque. Detrás de ellas, aguardaban las fragatas, cada una de ellas preparadas para cumplir con su deber.

—Barboza, ¿seguiremos esperando? —interrogó Gaspar, quien se encontraba a uno de los costados del capitán.

El pirata arqueó una ceja, no tenía razones para seguir esperando, él tenía claro la razón de la visita de los ingleses. 

—¿Han comenzado a alinearse? —cuestionó a uno de los hombres que observaban a través del potente catalejo.

—Sí, capitán. Han comenzado a alinearse —asintió el muchacho con los ojos en el aparato. 

—¿Han visto a White? —interrogó impulsado por el deseo de cobrar su venganza. 

—Me parece que se encuentra en el barco comandante, señor —transmitió el chiquillo, señalando la nave que estaba todavía muy a lo lejos. 

El capitán analizó la embarcación, estaba fuera de su alcance; no obstante, tenía ansias por un ataque prematuro. No quería hacerle creer a White que estaban desprotegidos o que incluso tenían la esperanza de un arreglo. Aquellos eran otros tiempos. 

—¿Lo alcanzan nuestros cañones? 

El muchacho despegó el ojo del catalejo y lo fijó en Barboza. 

—Me temo que a esa nave aún no, pero al resto sí.

Manuel Barboza asintió con la cabeza y entrelazó los brazos. 

—Da la señal —ordenó sin ningún tipo de titubeo.

El hombre que acompañaba al vigía comenzó a realizar una serie de señas con las manos para que los comandantes de las naves, fueran informados sobre las nuevas órdenes que Barboza recién había emitido. 

No fue mucho el tiempo que transcurrió, antes de que los cañones declararan la guerra a sus enemigos con la furia desbocada desde sus diferentes orígenes. El estruendo fue tan grande como se esperaba, puesto que, alrededor seiscientas balas de cañón eran disparadas con pequeñas diferencias de tiempo, algunas terminaban en el agua, mientras la gran mayoría impactaban en los enormes blancos que eran las naves enemigas.

—¿No crees que fue poco honorable atacar sin que estuvieran listos? —cuestionó Bartolomeo, acercándose a Barboza.

—White tampoco fue honorable con Elena hace seis años —argumentó con el ceño fruncido.

En el acto, Bartolomeo supo que Barboza ahora estaba siendo consumido por su sed de venganza y grandeza, esa que le alimentaba el ego con cada choque de espadas afiladas. Para Barboza la guerra con White, se había convertido en un asunto personal. 

Los barcos ingleses, que estaban al frente, comenzaron a responder al ataque después de haber sido impactados sin previo aviso. Desde la isla, podían verse las velas de las naves, agitarse después de recibir las balas que desprendían un aroma a pólvora quemada. No había señal de retroceso por parte de los ingleses, parecían estar decididos a atravesar la línea de ataque de los galeones españoles. Dos de los barcos enemigos, avanzaron sin detenerse hasta golpear a uno de la madre tierra, sólo así podrían romper la fuerte defensa de Barboza.

Los hombres de las embarcaciones colisionadas brincaban de un barco a otro, buscando dar muerte por su propia espada, la batalla dejó de ser entre madera y pólvora, mientras los barcos enemigos invitaron a las afiladas armas de sus oponentes a teñirse de sangre.

—Capitán, hay una batalla en uno de los galeones —informó en un grito uno de los vigías.

—¿Han caído los nuestros? —cuestionó con los ojos bien abiertos. 

—No, señor; siguen en la pelea.

El aire retenido fue puesto en libertad desde los pulmones del capitán, aquel que incitaba al caos. 

—¡Asegúrese de que el resto de las naves no rompa su formación, mantengan las órdenes según el plan!

—Sí, capitán —confirmó el muchacho de apenas unos dieciocho años de edad. 

Barboza comenzó a temer haberse equivocado en su decisión de permanecer en tierra firme, en vez de dirigir la batalla desde el mar. Ahora únicamente podía confiar en que los comandantes de las naves hicieran su trabajo lo más pulcro posible.

—Envía al JJ a proteger el lugar de ese galeón —ordenó con el pecho expandido.

Julia se percató de la indicación de este, volvió la mirada al mar y respiró profundo.

—Sólo espero que mi precioso JJ se mantenga fuerte —declaró la mujer, contemplando el certero movimiento de su nave. 

Finalmente, el JJ terminó en medio de dos galeones de casi el doble de su tamaño.

Los cañones seguían golpeando, el daño en algunas de las naves inglesas se limitaba a la caída del mástil y las velas, lo que ayudaba a restringir las hazañas de los barcos y sus marineros. Sin embargo, un par de galeones españoles corrían con la misma suerte, lo que provocaba huecos en la primera línea de ataque. 

De pronto se escuchó un fuerte estruendo, seguido de una gran nube de fuego creciente que surgía en los cielos, una de las naves fue explotada. 

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