Capítulo 28: Obsesión y ardor
Una vez más, la reunión consumió gran parte de la luz del día, los partícipes de aquella asamblea sólo sentían deseos de salir de la gran cabaña y relajarse en la comodidad de sus respectivos hogares, sin recordarse la complicada batalla que les provocaba algo más que simples náuseas. Barboza, especialmente, pensaba en un momento a solas con Elena antes de que las cosas se pusieran feas. Caminando por el camino que le llevaría a casa, fue interceptado de nuevo por la seductora Patricia, quien en esta ocasión, las escasas prendas que traía encima no dejaban nada para la imaginación. Por su parte, Barboza hizo una mueca involuntaria que permitía ver su enorme incomodidad frente a la mujer que lo miraba como a un trofeo que debía ganar.
—Creo que a alguien le molesta mi presencia —soltó la española acercándose cada vez más al capitán.
—Lo siento, Patricia; no seguiré consintiendo estos encuentros —respondió Barboza, lamentando casi instantáneamente las palabras que salían de su boca.
La provocativa mujer paró sus movimientos en seco, arqueó una ceja y entreabrió los labios, considerando la negativa por parte de Barboza, esa que no se esperaba.
—¿A qué te refieres?
—Bueno... es que yo no soy un hombre libre y lo sabes.
El rostro de la española cambió en el acto, las preocupaciones del capitán le parecían absurdas.
—De nuevo no entiendo, capitán.
—Hablo de Elena. Yo estoy casado o al menos, eso intento —explicó señalando el anillo.
—¡Ah, sí! Creo que eso ya lo teníamos claro, aunque podemos dejarlo pasar de largo, ¿no lo crees? —expresó la mujer, permitiéndose irse a besos sobre Barboza.
El pirata correspondió a los espontáneos besos a sabiendas de que estaban en un lugar peligroso donde podían ser vistos por cualquiera. Después de algunos segundos, despegó sus labios de los de ella, la tomó del brazo con fuerte agarre y la llevó tras unos arbustos que estaban aún muy cerca del camino que conectaba las cabañas. Cualquiera que atravesara el sendero marcado, podría percatarse de la presencia de ese par en la periferia de la selva.
—Capitán, no es exactamente el paraje en el que esperaba que sucediera, pero podría funcionar —replicó al tiempo que intentaba envolverlo entre besos y caricias.
—¡No, espera! —exclamó el hombre mientras quitaba los brazos de la mujer de su cuello. Luego dio dos pasos hacia atrás con la intención de poner espacio de por medio.
—Yo no te traje aquí para desnudarte, lo que sucede es que no puedo arriesgarme a que Elena se entere de esto y me abandone de nuevo —interrumpió, inspeccionando la ausencia de personas recorriendo el camino.
Patricia apenas si entendía lo que este intentaba explicar. ¿Qué clase de relación podría ser esa?
—¿No eres tú el hombre de la relación? —cuestionó con la ceja arqueada y los brazos entrecruzados.
Barboza cerró los labios con fuerza, suprimiendo las cosas que le pasaron por la cabeza.
—¡Es obvio que lo soy, Patricia!
—Entonces, ¿le temes a tu mujer?
—No le temo a ella... Yo solo... no quiero perderla —dijo sintiéndose tan vulnerable como cualquier pequeño ser de la isla.
La excitación de Patricia desapareció, un fuego apagado por el amor que fue proclamado hacia otra mujer.
—¿De verdad ella representa tanto para ti? —inquirió ablandando el semblante.
El pirata la vio de reojo y asintió con un gesto.
—Sí... ella lo es todo.
—Jamás lo hubiera pensado —resolvió con un tono de ironía—. En fin, creo que llegué muy tarde. Aun así, te daré un consejo. Un hombre como tú, que sabe amar, merece ser protegido por alguien más.
—¿De qué hablas? —interrogó Barboza, agudizando el oído y relajando el cuerpo.
—De Gaspar. Tienes que buscar la manera de matarlo durante la batalla porque de no hacerlo, él te matará a ti.
Manuel sonrió sin disimulaciones y luego se atrevió a preguntar con una ceja arqueada.
—¿Matarme? ¿Estás segura?
—Sí, lo estoy. Por eso, he venido a decírtelo, está claro que me caería bien el sexo, pero mi acercamiento se debe principalmente a mis deseos por prevenirte. ¡Tú debes matarlo en batalla! Te prometo que no habrá represalias.
—La cosa es, que a mí no me interesa meterme en sus asuntos. Ya bastantes problemas, tengo —dijo sonriendo al tiempo que buscaba regresar al camino principal.
La mujer corrió tras de él sin dejar de hablarle. Aquel encuentro dejaría de ser secreto dado que tanto voces como siluetas ahora estaban expuestas.
—¡Capitán, por favor! Lo que yo le he dicho, no se trata de asuntos personales entre nosotros, sino de su propia vida. Gaspar es un hombre manipulador que tiene la habilidad de sembrar ideas que ni siquiera contemplamos en nuestras cabezas. ¡Usted debe creerme! —explicó en un grito que esperaba que Barboza reflexionara.
Sin embargo, Barboza parecía desinteresado en la conversación, que ya no deseaba seguir escuchando, apenas se giró para enfrentarla y mantuvo los ojos fijos en ella con la idea de establecer un ultimátum.
—Él dice que usted es una mujer cuyas habilidades de seducción utiliza a su favor. Aunque no debe preocuparse, Patricia. Yo puedo hacerme cargo de Gaspar, en caso de que él intente algo en mi contra —soltó Barboza con un temple molestia.
Fue tanta la cercanía entre ambos rostros, que Patricia no luchó por contenerse y se lanzó sobre su cuerpo para plantar un beso que el hombre no dudó en responder.
De pie, en uno de los costados del camino, estaba Elena presenciando la escena con los ojos abiertos de par en par, parpadeó un par de veces como quien intenta borrar lo que estaba enfocando. No obstante, el beso apasionado de Patricia y Barboza persistía con gran intensidad. Era algo complicado de asimilar, más de lo que ella pudiera manejar.
Una ola de celos y sensaciones irritantes la consumía desde sus adentros, había peleado por él frente a todos, lo declaró como propio y ahora este jugaba con dicha mujer a sus espaldas, mientras a ella le prometía un amor eterno entre las sábanas. No tenía sentido, pero tampoco tenía que tenerlo para que fuera una dolorosa realidad.
—¡Disculpen! —bramó Elena para hacerse notar. El pechó se le expandía de tal manera que los senos se arqueaban con la silueta del corset de su vestido.
Manuel Barboza despegó sus labios de los de Patricia, apenas reconoció la voz de su esposa. Miró el semblante desencajado que Elena intentaba controlar y después volvió la mirada a la española, la mujer que mostraba una satisfactoria sonrisa ante la interrupción del beso.
—Hablamos en la cabaña—. Fue todo lo que Barboza pudo decir, yendo hacia su esposa.
—¿Y por qué no aquí? —cuestionó Elena con una fulminadora mirada fijada en Patricia.
—Porque este no es lugar. ¡Vamos! —advirtió el esposo, tomándola del brazo para llevarla a casa.
Sin embargo, Elena no permitió dicho acto, en vez de ello, se zafó del agarre y permaneció quieta.
—¡No, no quiero ir a la cabaña! —espetó en un grito que alertaría a cualquiera—. Me deben una explicación. ¡Aquí y ahora!
Barboza no podía creer el temperamento de su mujer, cada vez más fuerte y rebelde, tenía claro que debía responderle o aquello terminaría por salirse de control. Tampoco estaba dentro de sus planes convertirse en el bufón de la hermandad, dado que ahora, tenía el respeto que le fue difícil conseguir.
—No hay ninguna explicación que dar, Patricia tiene problemas con Gaspar y requiere de mi ayuda.
—Y por supuesto que tú no te negaste. ¡Ya veo cuáles son sus problemas!
—¡Demonios, Elena! No quiero que hablemos aquí, ¡Vamos a la cabaña, por favor!
Manuel fue en dirección a Elena para tomarla del brazo de nuevo; sin embargo, esta vez lo hizo de un modo mucho más gentil, solo así, aceptó caminar rumbo a la cabaña. La esposa, realmente, mostraba su enorme descontento ante la nueva situación de la que ahora era presa, ya que, con regularidad, sabía de los amoríos clandestinos de su esposo, pero al menos jamás lo vieron sus ojos, hasta ese día.
Elena entró enfurecida a su pequeña casa, agradeciendo que tanto Antonio como Gonzalo estuvieran fuera de la misma, así nadie escucharía la discusión que estaba pronta a desatarse. La castaña buscó alejarse de la presencia de Barboza, pero él no se lo permitiría.
—Escucha, no puedo decir que fue ella quien me besó cuando es evidente que yo he correspondido. Aunque, sí te diré que de ninguna manera he sido yo, quien buscó un encuentro con ella.
Elena se echó hacia atrás y negó toda palabrería con la cabeza.
—¡No quiero tus escusas, Manuel! De igual modo, ¿qué más da lo que yo crea, cuando haces conmigo lo que quieres? Un día dices estar a mis pies y al siguiente vas tras las faldas de otra, y ni hablar de tus servicios para con la hermandad, la piratería y tu enorme ego —reprochó en un grito cargado de dolor—. Todo eso, es lo único que en realidad amas. No a mí, no a Antonio, sino a ti mismo.
El pecho de Barboza ahora se expandía, pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente, era tal la preocupación que con dificultad encontraba las palabras que debían pronunciar sus labios.
—No, claro que no es así. Todo, absolutamente todo lo que hago es por ti. —Tragó saliva—. Tú eres la única vulnerabilidad que hay en mí.
El rostro de Elena se puso rojo, le parecían absurdas y vacías sus explicaciones.
—¡No me mientas, Manuel Barboza! La mujer te atrajo, apenas la viste llegar a la isla. Lo que vi hace un momento fue muy claro, salían de los arbustos donde se escondían de todos, después ella te habló de las intenciones de Gaspar por matarte y tú mencionaste sus habilidades seductoras.
—¡Sí, exacto! —exclamó él, señalando con el dedo—. Ella cree que Gaspar quiere matarme.
—¡Por supuesto que quiere matarte, si has puesto tus manos sobre su esposa! —emitió la castaña en un grito.
—No, no es eso —negó de un movimiento—. Ella me ha dicho que su marido buscará matarme después de ganar la batalla para cobrar la recompensa que le han puesto a mi cabeza. Sin embargo, Gaspar me advirtió de Patricia, él dice que ella sólo busca utilizarme para deshacerse de él, ella quiere dejar de ser su cocapitana para quedarse con todo.
Se quedó estático esperando a que la mujer reaccionara, mas no fue el caso.
»¿No endientes? Patricia, únicamente desea usarme a su favor. Tienen problemas, supongo —argumentó muy seguro de sí mismo.
—¿Y no consideras que ya tienes suficientes problemas? —preguntó la esposa, entrelazando los brazos.
—De ninguna manera estoy interesado en terminar en medio de sus asuntos, lo único que me interesa por ahora, es ganar la batalla contra los ingleses, conseguir esas patentes de corso y hacer una vida contigo y Antonio.
Elena respiró hondo, estaba cansada de la pelea y las supuestas mentiras.
—¿Y decidiste discutirlo con ella detrás de los arbustos?
Por su parte, Barboza se mostró diferente, ya no era ese hombre de pecho erguido que lo distinguía, en su lugar parecía más un manso animal suplicando amor.
—No me escondí con ella para hacer lo que tú imaginas, lo hice porque tenía miedo que alguien me viera con ella y te lo dijera. Yo no podía arriesgarme a perderte de nuevo.
—¿Te escondías de mí? —cuestionó ella con la frente arrugada y totalmente incrédula.
—No de ti, porque no tenía la menor idea de que aparecerías por ahí, sino de todos. Odiaba la idea de que alguien te hablara sobre los acercamientos de Patricia para causarnos problemas —explicó tomando la mano de su mujer—. Elena, mi gran error fue no creer que podrías entenderlo, tampoco debí corresponderle el beso. Más a mi favor, yo no la busqué, fue ella la que me buscó y no fue con fines románticos precisamente. Lamento que te hayas tenido que enterar de semejante manera.
El rostro de Elena comenzaba a ablandarse ante las escusas y disculpas que su esposo le brindaba. Entre las grandes fallas de su matrimonio figuraba el autoritarismo de Barboza; cualidad que él usaba a su favor en el mar, pero que con Elena funcionaba más bien como un defecto, por lo que constantemente se mostraba rígido ante los desdenes de su mujer. No era la primera vez que él se disculpaba con ella; no obstante, había algo en esta ocasión que lo hacía diferente.
—¿Lo logró? ¿Ella te sedujo? —preguntó ansiosa por la respuesta.
—¿Qué? ¿Con ese beso? No, claro que no —emitió el pirata en una sonrisa—. Ella no logra ni un poco lo que tú despiertas en mí. Son pasiones diferentes, Elena.
»Hay unas que sólo son carnales y momentáneas, mientras que hay otras que se vuelven obsesivas, intensas, la razón de ponerte de pie cada mañana con la ilusión de sentir la sangre hervir y la piel arder; eso es lo que yo siento por ti.
Había fragilidad incluso en la voz, era una de las pocas veces que se atrevía a declarar su amor.
»Tu nombre es lo primero que aparece en mi cabeza al despertar y lo último que recuerdo antes de dormir, también en mis sueños apareces. No te atrevas a decirme que soy débil cuando lucho a cada momento por no caer a tus pies.
Ella miraba los ojos de Manuel, donde no se reflejaba otra cosa que no fuera el amor del que él le hablaba. Deseaba seguir molesta, pero cómo hacerlo cuando ella también sentía esa misma debilidad cuando le expresaba todo lo que sentía por ella. Era esa misma obsesión y ese mismo ardor en la piel lo que la obligaba a sucumbir.
—¿Es verdad lo que dices? —cuestionó.
—Cada palabra —Le respondió Barboza finalizando toda conversación en un abrazo.
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