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Capítulo 23: Padre e hijo

Los días comenzaban y terminaban con marineros vigilando el perímetro de la isla, cualquier distracción por parte de la hermandad podría representar el fin de su existencia, debían ser cautelosos si querían sobrevivir a los ingleses. Los capitanes que aún estaban mar adentro, escucharon de la batalla que se avecinaba, la mayor parte de ellos cambiaban el curso, deseosos de participar en la muerte de sus enemigos, evidentemente, los odiaban y no desaprovecharían la oportunidad de regresar a sus días gloriosos, donde elegían qué barco atacar para quedarse con todo. 

En el interior de la isla, los ánimos de todos se habían calmado, tanto Julia como Alejandro entendieron que Barboza tenía mayores razones para estar molesto, actuando como lo había hecho. Además, la hermandad completa estaba de acuerdo con él, harían cualquier cosa por alzarse contra los ingleses y para ello utilizarían su mejor carta, el capitán Manuel Barboza comandaría la desafiante batalla.

Aunque la vida laboral mejoraba notablemente para Barboza, su vida sentimental seguía pendiendo de un hilo. Elena y Barboza tenían días buenos y malos, días en los que todo era motivo de discusión; por las noches, Elena optaba por dejar solo a su marido para dormir con Antonio. Aunque, también disfrutaban de días y amaneceres felices, aquellos donde todo era romanticismo para ambos. El pequeño Antonio empezaba a hacer preguntas sobre la conducta de su madre con el desconocido hombre, ¿por qué ella dormía con él? ¿Por qué su madre permitía que el capitán la besara? Él jamás había visto ese comportamiento en su madre. Elena intentó explicarle, hablándole con la verdad, y aunque el pequeño Antonio tenía cinco años, las preguntas seguían surgiendo en su cabeza.

Una tarde tranquila, Barboza salió de su cabaña en busca de Gonzalo, quien se había marchado a divertirse con los muchachos de la tripulación. En su salida, Manuel encontró a Antonio con una soga en sus manos, intentando hacer nudos náuticos en uno de los postes que sostenían el techo del pórtico de la cabaña. El niño se veía frustrado y algo molesto con su deficiente trabajo.

—Tus nudos están mal hechos —indicó Barboza con la mirada en el fallido intento de nudo.

—Lo sé —respondió Antonio sin voltear a verlo.

—Necesitas iniciar de nuevo.

—¡Eso, intento! —declaró el niño peleando con la soga.

El pirata arrugó la frente, su personalidad perfeccionista no podría dejarlo salir de ahí sabiendo que el niño lo estaba haciendo mal. 

—Déjame ayudarte —dijo Barboza acercándose a Antonio.

El niño tomó la soga y la apretó para sí mismo, que quería compartir nada con el enorme hombre que era el capitán. 

—No, yo puedo hacerlo solo. Además, ya no confío en ti —aseguró con cierta firmeza en la voz.

Barboza miró con detenimiento al infante, para él era evidente que la rebeldía provenía de su madre.

—Yo tampoco confiaría en ti para hacer nudos —replicó igual que un chiquillo. 

—Pero tú me mentiste, me dijiste que no conocías a mi padre —expresó el niño soltando la soga y mirándolo fijo.

El pirata alzó los ojos y respiró hondo. 

—Te lo dijo tu madre, ¿eh? —A Barboza no le quedó más remedio que afrontar la situación. Él era el adulto, no el niño, no podía salir corriendo como siempre hizo desde que supo de su presencia en la vida de Elena. 

—Sí, me lo confesó. Me explicó que tú eres su esposo y que yo soy tu hijo.

Barboza palideció después de haber escuchado al niño decirse su hijo. Luego sintió curiosidad por los sentimientos del pequeño.

—¿Te molesta? —preguntó el hombre.

Por su parte, el pequeño también tenía deseos por conocer al hombre al que debía llamar papá. Muchas otras veces, su madre le habló de él como si se tratara de una figura mitológica, pero no era así, la realidad dictaba que era una persona de carne y hueso que estaba frente a él. Entonces, ¿por qué no se comportaba como el resto de los padres? ¿Cuál era el problema?

—No lo sé. ¿Por qué no me buscaste antes? —preguntó de nuevo.

Le miró fijo con el corazón palpitando fuerte. Aun cuando lo negara, incluso las piernas le temblaban. 

—¿No te lo dijo tu madre? Mi trabajo es complicado.

—Sí, lo sé. Eres un pirata, pero ¿por qué no me buscaste antes? —cuestionó de nuevo el pequeño sin retirarle su atención. 

—Yo no tenía ni la menor idea de donde estaban tu madre y tú —resolvió Barboza con un tono sentimental que pocas veces ponía en su voz.

—¿La amas?

—¡¿Qué?!

—A mamá, ¿la quieres?

—Sí, por supuesto. La amo —soltó el pirata con dulzura. 

—Pero a mí no, ¿cierto?

Manuel miró por primera vez a Antonio más como un hombrecito que como un niño, era sumamente perspicaz e inteligente, habilidades que claramente el pirata poseía cuando era un adolescente. 

—Bueno, se necesita pasar tiempo con una persona para desarrollar algún tipo de afecto y nosotros apenas si nos conocemos.

—Mamá me dijo que ella me amó incluso antes de conocerme.

El pirata mostró una rígida sonrisa, aquel pequeño era un fuerte oponente. 

—Las mujeres son diferentes, ellas son más afectivas.

—¿Por qué? —preguntó el niño tomando la soga del suelo.

—No te lo puedo explicar, son cosas de adultos —contestó frunciendo el ceño, puesto que las preguntas eran demasiadas. 

—Mamá siempre dice eso.

—Sólo tienes cinco años —dijo Barboza algo molesto.

—No es así, tengo cinco años y medio —replicó Antonio, utilizando el mismo tono que Barboza.

—Lo ves, eres un niño. —Lo señaló—. Cuando seas mayor lo entenderás o te lo explicará tu madre.

El pequeño lo miró de reojo y enseguida volvió a lo suyo con la cuerda. 

—¿Y por qué tú no? Hace unos días el papá de Colette le explicó por qué no debe tomar sus armas para jugar.

—¿Colette juega con armas? —cuestionó Barboza, extrañado por la travesura.

—Sí, ella me asusta en ocasiones... ¿Eso es ser afectivo? —respondió Antonio para ver a Barboza comenzar a reír.

—No, pero el padre de Colette sí lo fue al impedir que ella jugara con sus armas —resolvió el pirata—. ¿Dónde está Gonzalo?

—Dijo que iría a la playa a beber y que no podía ir con él. Me pidió que practicara estos nudos, pero creo que no funcionan.

El niño jaló fuerte de la cuerda que tenía atada, luego la soltó y se aflojó tanto que la soga cayó al suelo. 

—La técnica no es mala, pero tienes que practicar más. Dame la soga, te enseñaré.

El niño le dio la cuerda a Barboza y por primera vez tuvieron un verdadero acercamiento como padre e hijo, aun cuando Manuel se negará a la idea de que Antonio llevará su sangre, el niño mostraba el mismo temperamento y sagacidad que él emanaba. Barboza disfrutó de cada momento que pasó con el niño y por aquellos minutos recordó los días en los que Montaño le enseñó a hacer buenos nudos náuticos, todo parte del arte de la navegación. Después de un tiempo, Barboza se puso incómodo luego de notar que Julia había estado observando la sentimental escena. El capitán se puso de pie y se alejó de Antonio con un acelerado paso. 

—Oye, Barboza, no tiene nada de malo que pases tiempo con tu hijo. Son momentos que un niño de su edad nunca olvida —dijo Julia corriendo detrás del hombre.

—Antonio no es mi hijo —respondió Barboza sin detenerse.

—No seas un idiota, Barboza, ¿me vas a decir que nunca tuviste relaciones carnales con tu esposa?

Este se detuvo y se volvió para darle la cara a quien demandaba una respuesta. 

—¡Dos abortos, Julia! Dos abortos hubo antes de Antonio y las cuentas indican que puede ser hijo del inglés. ¿Por qué tendría que sentirme seguro de que fuera mío?

—Porque los tres sufrirán por tu decisión si vives pensando que no lo es. Lo que pasó no fue culpa de ustedes. Además, el niño se parece a ti —gritó Julia poniéndose de pie frente a Barboza para interceptarlo antes de que este se marchara de nuevo. 

—No, claro que no. Esta vez no son mis errores los que causan el sufrimiento, esta vez son los errores de Elena por no haberme obedecido, nunca lo hace y el niño no se parece en nada a mí, él es igual a su madre en todo sentido. Si pudiera ver algo de mí en él, lo aceptaría, pero no es así. El niño no es mío —aseguró tajante con un frío semblante. 

—Bueno, sí, es idéntico a Elena, aunque tampoco es inglés. Míralo, no es rubio con los ojos azules igual que White y tú lo viste hace un momento obsesionado por lograr esos nudos perfectos, estaba molesto consigo mismo por no lograrlo, es persistente y terco como tú.

—Elena también es persistente y terca —bramó escondiendo los ojos. 

—Y es por eso que ustedes discuten tanto, pero ¿por qué no amar a su hijo tanto como la quieres a ella? —cuestionó la mujer a sabiendas de que ese sería un fuerte golpe para él. 

El hombre respiró hondo y meditó cada palabra que permitiría salir de su boca, era como si hubiera estado esperando el momento ideal para sacar toda frustración que tenía retenida. 

—¡Porque el niño me recuerda a él! —dijo en un grito—. Me recuerda los errores de Elena, me recuerda todo y ya no insistas, Julia. Tal parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para hacerme aceptarlo.

Sin embargo, Julia no era una mujer que se dejara vencer tan fácilmente, ella podía ver a través de los ojos el sufrimiento de ese hombre que una vez abandonó la isla, desmoronado en pedazos. Se arrepintió tanto de no haberles dado su apoyo hace años que al menos buscaría redimir sus errores de la única manera que podía hacerlo.

—Oye, te diré algo que aún tengo metido en este maravilloso pecho. Aún recuerdo el día que me hablaste de lo mucho que amabas a Elena, fue el mismo día de tu boda, donde escupiste un arsenal de palabras que me hicieron querer desnudarme ante ti, cualquier mujer lo habría hecho, fue un momento conmovedor. Después te vi destrozado cuando Elena se marchó sin despedidas, te embriagaste en esa cabaña por al menos tres días, intentaste borrar tus pasiones por esa mujer con llanto, alcohol y prostitutas. 

Lo miró fijo, tenía su atención, creyó que podría lograr algo. 

»Ahora sabes que no sirvió de nada, porque estabas esperando el pretexto perfecto para correr a sus brazos. Ella está aquí a tu lado, confiando en ti de la misma manera que lo hace Antonio, ¿qué importa quién lo engendró, mientras seas tú el que reciba su cariño? Tienes una familia, Manuel.

Barboza intentaba no mirar a Julia a los ojos, agachó levemente la cabeza como si se tratara de un pequeño reprendido. La mujer tenía talento para elegir las sabias palabras que se internarían en su cabeza; no era la primera vez que lo hacía y tampoco creía que fuera la última. Los consejos de Julia solían golpearlo tan duro que terminaba cediendo.

Elena y Danielle aparecieron en uno de los costados, habían logrado escuchar parte de la conversación que resultaba lastimosa para la castaña.

—¡Ya no insistas más, Julia! —interrumpió Elena—. Dios sabe que le he pedido que ponga las palabras necesarias en mi boca para hacer entender a este terco. Me lastima a mí y lastima a un niño que no tiene la culpa de haber sido engendrado bajo las circunstancias que ya conocemos. 

—¡Barboza, debería darte vergüenza! Antonio tiene cinco años —soltó Danielle con ambas manos en la cintura.

—¡Lo que me faltaba...! ¡Un grupo de mujeres señalando mis errores! —replicó el pirata con furia. 

—Pues sí, eso hacemos —indicó Julia—. Lo hacemos porque nosotras tres tuvimos la suerte de tener un padre que nos guiara por el camino, pero tú no y por eso eres como eres.

—Gracias, Julia —respondió Barboza utilizando un tono sarcástico y la mano en la nuca.

—¿En esto quieres que se convierta Antonio? ¿En un ser oscuro igual a ti? —cuestionó la mujer señalando a Barboza de los pies a la cabeza.

Elena negó con la cabeza ante la pregunta.

—No, por supuesto que no. Jamás lo permitiré, Antonio no tendrá absolutamente nada que ver con esta vida —exclamó Elena.

—¡Lo ven! Cómo aceptar que soy el padre de Antonio, si ni siquiera Elena me acepta como lo que soy: un asesino, un secuestrador, un ladrón. Soy su esposo y se niega a compartir mi vida —reclamó Barboza acelerando el paso hacia la dirección de la playa.

Elena salió corriendo tras de él, de ninguna manera quería que la plática terminara en una pelea, no después de lo que él dijo. Fue tanto su esmero que logró interceptarlo para interponerse en su camino. 

—Con orgullo usaría tu apellido si me aseguraras que no corro ningún peligro, feliz de la vida le hubiera dicho a Antonio que tú eres su padre, si en cualquiera de esas visitas que hacías a Yucatán te hubieras puesto de pie frente a nosotros.

—¿De qué visitas hablas? —preguntó el hombre que parecía contrariado. 

—Desde hace dos años, cada cuatro o cinco meses tocabas tierra en el puerto de Yucatán para asegurarte que estuviéramos bien. Enviabas a tu gente a vigilarme sin que yo lo notara, pero lo noté y a pesar de que me prometí salir de esta vida para siempre, yo anhelaba con todas mis fuerzas que te aparecieras frente a mí, diciéndome que te equivocaste y que querías pasar más tiempo con nosotros que en el mar. Fui muy tonta, la equivocada era yo, porque eso jamás sucedió.

—Pensé que estarías mejor sin mí —confesó el hombre adolorido. 

—Yo hubiera estado mejor sin ti, pero tuvimos un hijo. Un hijo al que le negaste el derecho de tener un padre y lo sigues haciendo. Aun cuando tengas tus dudas o no te sientas merecedor de su cariño por ser lo que eres, no podemos negar el hecho de que tienes un hijo y una esposa; tienes una familia que te espera y que merece una vida feliz. 

La mujer ablandó el semblante luego de ver que los ojos de Barboza mostraban algo que no tenía nada que ver con odio.

»Manuel, yo también sufrí cuando me fui, pero necesitábamos alejarnos, yo no soportaba más tus celos enfermizos, tu mal temperamento, tu orgullo de pirata lastimado, me heriste de mil maneras. Acepto que soy tu esposa y no soy la mujer sumisa que tal vez debería ser; sin embargo, tú me elegiste así como soy, con pensamientos propios y fiel a mis convicciones. Yo puedo dejar de castigarte por ser el hombre que eres, pero tú también debes dejar de castigarme por ser como soy.

Elena dejó a Barboza son sus palabras dándole vueltas por la mente, ella salió rumbo a su cabaña en busca de su hijo. 

Por otro lado, Manuel Barboza meditaba cada una de las palabras que había recibido esa tarde, no sólo las de Elena, sino también las de Julia y las incontables preguntas del mismo Antonio. ¿Realmente tenía el derecho de lastimar al niño de semejante manera? Barboza recordó que él hubiera dado cualquier cosa por tener el cariño y la protección de un padre cuando apenas tenía la edad de Antonio; jugaba a fingir que algún notable caballero de aquel lugar donde creció, llegaría a buscarlo llamándole "hijo", pero nunca fue así. Ni su propia madre sabía quién era el padre y ella lo repudió en el momento que nació, pasó sus primeros años de vida en un hospicio donde se le castigaba por comportarse como lo que era: un simple niño. Huyó a los siete años buscando satisfacer su curiosidad aventurera y para los doce años ya era un ladrón profesional junto con Gonzalo, durmiendo donde les llegara la noche, soportando las inclemencias del clima y la agonía del hambre, logrando sobrevivir por mérito propio. Cuando Montaño le descubrió robándole y fue perdonado, Barboza supo que había encontrado un hombre bueno, alguien en quien confiar y la figura paterna que por muchos años imaginó en su cabeza, aunque en vez de educarlo como un caballero, lo transformó en un temido pirata. 

Ahora, después del complicado pasado, Barboza lo tenía todo. Se convirtió en la leyenda filibustera que soñó ser, tenía barcos, oro, el respeto de sus hombres, una esposa y ahora un hijo, pero, ¿cómo podría ser un padre para Antonio cuando su trabajo era sembrar miedo, caos y dolor en el mar? Su labor como la bestia del océano no iba de la mano con el de un padre. Tenía que elegir y eso, lo fastidiaba todo.

Por otra parte, a las orillas de la isla, los hombres vigías estudiaban cautelosos el reflejo de velas marítimas que se engrandecían con el pasar de los minutos mientras aparecían la notoria bandera negra hondearse al ritmo del viento.

—Debe ser un barco europeo, uno enorme —dijo el hombre con el rostro de espanto. 

Enseguida tragó saliva y asintió para su compañero. Este confirmó con la cabeza y pegó tremendo grito de alerta. 

—¡Barco a la vista! 

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